The
eyes of the panther
One
does not always marry when insane
Un
hombre y una mujer -la naturaleza había sido responsable del
agrupamiento- se encontraban sobre un rústico asiento a última hora
de la tarde. El hombre era de mediana edad, esbelto, atezado, tenía
la expresión de un poeta y la tez de un pirata: era un hombre al que
a nadie le importaría volver a mirar una segunda vez. La mujer era
joven, rubia, llena de gracia, con algo en su figura y movimientos
que sugería la palabra «ligereza». Iba vestida con un traje gris
al que daban textura unas extrañas manchas marrones. Podía ser
hermosa, pero no era fácil decirlo porque los ojos impedían que se
prestara atención al resto del cuerpo: eran de color verde grisáceo,
largos y estrechos, con una expresión que desafiaba todo análisis.
De lo único que podía estar seguro uno es de que eran inquietantes.
Cleopatra debió tener unos ojos semejantes.
El
hombre y la mujer estaban conversando.
-Cierto
-decía ella. ¡Dios sabe que te amo! Pero casarme contigo... eso no.
No puedo ni podré hacerlo.
-Irene,
ya me has dicho eso muchas veces, pero siempre me has negado
cualquier explicación. Tengo derecho a saber, a entender, a poner a
prueba mi fortaleza si es que la tengo. Dame una razón.
-¿De
por qué te amo?
Tras
sus lágrimas y palidez, la mujer estaba sonriendo. Pero aquello no
provocó sentido del humor alguno en el hombre.
-No;
para eso no hay razones. Una razón para no casarte conmigo. Tengo
derecho a saberlo. Debo saberlo. ¡Lo sabré!
Se
había levantado y estaba de pie ante ella, con las manos enlazadas
y una arruga en el rostro por la que podría decirse que estaba
ceñudo. Daba la impresión de que estaba dispuesto a saberlo,
aunque para ello tuviera que estrangularla. Ella había dejado de
sonreír; simplemente permanecía sentada, mirando hacia arriba, al
rostro de él, con una expresión fija que no parecía tener en
absoluto emoción ni sentimiento. Sin embargo, había algo en ella
que domeñó el resentimiento del hombre y le hizo estremecerse.
-¿Estás
decidido a conocer mi razón? -le preguntó en un tono totalmente
mecánico, un tono que parecía proceder de su mirada.
-Si
no es pedirte demasiado.
Evidentemente,
el señor de aquella creación estaba cediendo a su criatura parte
de su dominio.
-Pues
muy bien, vas a saberlo: estoy loca.
El
hombre se sorprendió, después pareció no creerla y se dio cuenta
de que debía estar burlándose de él. Pero también ahí le falló
el sentido del humor, por lo que a pesar de su incredulidad se
sintió absolutamente turbado por aquello en lo que no creía. Entre
nuestras convicciones y nuestros sentimientos no se da un buen
enten-dimiento.
-Eso
es lo que dirían los médicos... si lo supieran -siguió diciendo
la mujer. Yo preferiría considerarlo como un caso de «posesión».
Siéntate y escucha lo que voy a decirte.
En
silencio, el hombre volvió a sentarse a su lado sobre el rústico
banco que había al borde del camino. Frente a ellos, en el lado
oriental del valle, las colinas estaban enrojecidas ya por el
atardecer; y la quietud, a su alrededor, tenía esa peculiar
cualidad que anuncia el crepúsculo. La solemnidad misteriosa y
significativa del momento se había transmitido de alguna manera al
estado de ánimo del hombre. En el mundo espiritual hay, lo mismo
que en el material, signos y presagios de la noche.
Procurando
no mirarla fijamente a los ojos, pues siempre que lo hacía así
tomaba conciencia de un terror indefinible que, pese a su belleza
felina, le producían siempre, Jenner Brading escuchó en silencio
la historia que le contó Irene Marlowe. Como deferencia al posible
prejuicio del lector frente al método carente de arte de un
narrador de historias poco avezado, el autor se aventura a sustituir
la versión de Irene por la propia.
A
room may be too narrow for three, though one is outside
En
una pequeña cabaña de leños compuesta por una sola habitación,
escasa y toscamente amueblada, había una mujer sentada en el suelo,
con la espalda apoyada en una de las paredes, que aferraba contra su
pecho a un niño. Fuera, en todas las direcciones, se extendía
durante muchas millas un bosque denso e ininterrumpido. Era de noche
y la habitación estaba a oscuras: ningún ojo humano hubiera podido
discernir a la mujer y el niño. Sin embargo, eran observados
estrecha y vigilantemente, sin que por un instante se relajara la
atención; y éste es el hecho sobre el cual gira la presente
narración.
Charles
Marlowe era de esa clase de pioneros del bosque que ha desaparecido
ya en este país: hombres que encontraban su ambiente mas aceptable
en las soledades selváticas que se extendían a lo largo de la
pendiente oriental del Valle del Mississippi, desde los Grandes
Lagos hasta el Golfo de México. Durante más de cien años,
genera-ción tras generación, aquellos hombres fueron avanzando
hacia el oeste, con el rifle y el hacha, reclamando aquí y allí
a la naturaleza y a sus hijos salvajes unos acres aislados
para arar, que tan pronto habían reclamado como tenían que
entregar a sus sucesores, menos aventureros pero más prósperos. Al
final, atravesando el borde del bosque, llegaron a campo abierto y
se desvanecieron como si se hubieran caído de un risco. El pionero
de los bosques ya no existe; el pionero de las llanuras -aquel cuya
fácil tarea consistió en dominar y ocupar dos terceras partes del
país en una sola generación- es una criatura distinta e inferior.
Compartiendo con Charles Marlowe, en las extensas soledades, los
peligros, durezas y privaciones de aquella vida extraña y poco
provechosa, estaban su esposa y su hija, a quienes se sentía
apasionadamente unido, como era habitual entre los de su clase, para
quienes las virtudes domésticas eran una religión. La mujer era
todavía lo bastante joven como para resultar bonita, y el
aislamiento terrible de su destino le era tan nuevo que aún podía
sentirse alegre. Manteniendo una gran capacidad para ser feliz,
aunque las satisfacciones simples de la vida en el bosque no
pudieran llenarla, el cielo la había tratado honorablemente, pues
sus necesidades se veían abundantemente provistas con las tareas
ligeras de la casa, su hija, su esposo y algunos libros absurdos.
Una
mañana de mediados de verano, Marlowe cogió el rifle que estaba
colgado de la pared, por medio de unos ganchos de madera, dando a
entender su intención de salir a cazar.
-Tenemos
suficiente carne -le dijo la esposa. No salgas hoy, por favor.
¡Anoche tuve un sueño terrible! No puedo recordarlo, pero estoy
casi segura de que si sales fuera sucederá en realidad.
Resulta
doloroso confesar que Marlowe recibió aquella afirmación solemne
con menor gravedad de la que correspondía a la naturaleza
misteriosa de la calamidad presagiada. Para ser sinceros, se echó a
reír.
-Intenta
recordar -le dijo. Quizá soñaste que Baby había perdido la
facultad de hablar.
Aquella
conjetura se la había sugerido, evidentemente, el hecho de que
Baby, aferrándose al borde de la capa de caza del padre con sus
diez deditos gordinflones, estaba expresando en ese momento lo que
le provocaba la situación con una serie de exultantes «gu-gus»
inspirados por el gorro de piel de mapache del padre.
La
mujer cedió: como carecía de sentido del humor, no pudo ofrecer
resistencia a las bromas amables de su marido. Por tanto, después
de besar a la madre y a la hija, salió de la casa cerrando para
siempre la puerta a la felicidad.
Al
caer la noche no había regresado. La mujer preparó la cena y
aguardó. Después acostó a Baby y le cantó suavemente hasta que
se durmió. Para entonces, el fuego del hogar sobre el que había
cocinado la cena se había apagado y la habitación estaba iluminada
por una sola vela. La colocó en la ventana abierta como señal de
bienvenida al cazador, por si acaso se aproximaba por ese lado.
Precavidamente había cerrado y colocado la barra en la puerta
contra los animales salvajes que pudieran preferirla a una ventana
abierta; en cuanto a las costumbres de los animales de presa de
entrar en una casa sin ser invitados, no estaba bien informada, pero
con auténtica previsión femenina había considerado la posibilidad
de que lo hicieran por la chimenea. Conforme avanzaba la noche no
fue sintiéndose menos ansiosa, pero sí más somnolienta, y
finalmente apoyó los brazos en la cama junto a la hija y reposó la
cabeza sobre ellos. La vela de la ventana se quemó hasta el
candelero, chisporroteó y llameó un momento y se
apagó sin que nadie la viera, pues la mujer dormía y estaba
soñando.
En
el sueño se encontraba sentada junto a la cuna de una segunda hija.
La primera había muerto. El padre había muerto. La casa del bosque
se había perdido y el lugar donde vivía no le resultaba familiar.
Tenía unas pesadas puertas de roble que estaban siempre cerradas, y
por el lado exterior de las ventanas, incrustadas en los gruesos
muros de piedra, había barras de hierro que evidentemente (así lo
pensó ella) estaban puestas allí contra los indios. Todo aquello
lo percibió con una infinita piedad hacia ella misma, pero sin
sorpresa: una emoción que resulta desconocida en los sueños. El
cobertor impedía ver a la niña que estaba en la cuna, pero algo le
impulsó a apartarlo. Lo hizo así y quedó al descubierto el rostro
de un animal salvaje. Despertó del sueño con el sobresalto de
aquella revelación temible temblando en la oscuridad de su cabaña
del bosque.
Recuperando
lentamente el sentido de lo que la rodeaba realmente, tocó a la
niña real y se aseguró de que respiraba y estaba bien; pero no
pudo evitar pasarle ligeramente una mano por el rostro.
Después,
movida por algún impulso que probablemente no habría podido
explicar, se levantó, tomó en sus brazos al bebé dormido y lo
apretó contra el pecho. La mujer se dio entonces la vuelta hacia la
pared junto a la que se encontraba la cabecera de la cuna y, al
levantar la mirada, vio dos objetos brillantes que producían un
resplandor verde-rojizo en la oscuridad. Los tomó por dos carbones
del hogar, pero al recuperar el sentido de la dirección cobró
conciencia, con inquietud, de que no se encontraban en esa zona de
la habitación, sino que estaban demasiado elevados, casi al nivel
de su mirada... de su propia mirada. Pues eran los ojos de una
pantera.
El
animal se encontraba en la ventana abierta que tenía enfrente, a
menos de cinco pasos. Lo único que podía verse era aquellos ojos
terribles, pero en el tumulto angustiado de sus sentimientos, cuando
comprendió la situación, supo, de alguna manera, que el animal se
encontraba apoyado en sus cuartos traseros, con las patas delanteras
sobre la repisa de la ventana. Aquello significaba un interés
maligno, y no una simple gratificación de una curiosidad indolente.
La conciencia de su actitud fue un horror añadido que acentuó la
amenaza de aquellos ojos terribles, en cuyo fuego firme se
consu-mieron totalmente la fuerza y el valor de la mujer. Mientras
se interrogaba a sí misma en silencio, se estremeció y se sintió
enferma. Le fallaron las rodillas y gradualmente, tratando de evitar
instintiva-mente un movimiento repentino que provocara a la bestia a
lanzarse sobre ella, fue agachándose, se apoyó en la pared y trató
de proteger al bebé con su cuerpo tembloroso sin apartar la mirada
de las esferas luminosas que la estaban matando. En su dolor, ni
siquiera pensó en la llegada de su esposo: no tenía ninguna
esperanza o sugerencia de que pudiera escapar o la rescataran. Su
capacidad de pensar y sentir se había reducido a las dimensiones de
una sola emoción: el miedo al salto del animal, al impacto de su
cuerpo, al golpe de sus grandes patas, al contacto de sus dientes en
la garganta, al que devorara a su bebé. Totalmente inmóvil y en
absoluto silencio, aguardó su destino mientras los momentos se
convertían en horas, en años, en eras; pero durante todo aquel
tiempo, aquellos ojos diabólicos mantuvieron la vigilancia.
Al
regresar tarde a su cabaña aquella noche, con un ciervo sobre los
hombros, Charles Marlowe intentó abrir la puerta, pero ésta no
cedió. Llamó y no obtuvo respuesta. Dejó el ciervo en el suelo y
rodeó la cabaña para dirigirse a la ventana; al dar la vuelta a la
esquina creyó oír el sonido de unos pasos sigilosos y unos
crujidos en el matorral del bosque, pero eran demasiado ligeros para
estar seguro de ello, a pesar de que su oído era muy fino. Se
acercó a la ventana y se sorprendió de encontrarla abierta, pero
pasó una pierna por encima de la repisa y entró en la
cabaña. Todo era oscuridad y silencio. Se abrió camino
hasta el hogar, encendió una cerilla y prendió una vela. Miró
entonces a su alrededor y vio a su esposa acobardada en el suelo,
apoyada en la pared, aferrando a la niña. Cuando corrió hacia
ella, ésta se levantó y rompió a reír, con una risa prolongada,
fuerte y mecánica, desprovista de alegría y de sentido: ese tipo
de risa que se asemeja al rechinar metálico de una cadena. Sin
darse cuenta de lo que hacía, extendió los brazos hacia ella.
Seguía sosteniendo el bebé, pero estaba muerto: la fuerza del
abrazo de la madre había sido mortal.
The
theory of the defense
Eso
fue lo que sucedió una noche en un bosque, pero Irene Marlowe no se
lo contó a Jenner Brading: ella misma no lo sabía todo. Cuando
hubo concluido la narración, el sol estaba por debajo del horizonte
y el prolongado crepúsculo del verano había empezado a profundizar
en las hondonadas de la tierra. Brading guardó silencio unos
momentos, pues esperaba que el relato prosiguiera con alguna
relación concreta con la conversación que lo había iniciado; pero
la narradora permanecía tan silenciosa como él, con el rostro
apartado, enlazando y soltando las manos que tenía sobre su regazo,
como una sugerencia singular de una actividad que fuera
independiente de su voluntad.
-Es
una historia triste, terrible -observó por fin Brading, pero no la
entiendo. Dices que Charles Marlowe es tu padre; y eso lo sé. Que
envejeció antes de tiempo, destrozado por alguna gran pena; lo he
visto o creí haberlo visto. Pero perdona que no entienda el que
digas que tú... que tú...
-Que
estoy loca -contestó ella sin el menor movimiento de la cabeza o el
cuerpo.
-Pero
Irene, dices... por favor, querida, no apartes la vista de mí:
dices que la niña murió, no que se volvió loca.
-Ciertamente,
esa niña: yo soy la segunda. Nací tres meses después de aquella
noche, pues la piedad permitió a mi madre vivir hasta que me dio la
vida a mí.
Brading
volvió a guardar silencio; se sentía algo aturdido y no se le
ocurría nada adecuado que decir. Ella seguía teniendo el rostro
apartado. En su confusión, él fue a tomar impulsivamente las manos
que ella cerraba y abría en el regazo, pero algo, aunque no supo
qué, le retuvo. Recordó entonces, vagamente, que nunca la había
cogido de la mano.
-¿Es
probable que una persona nacida en esas circunstancias sea como las
demás... como las que se consideran cuerdas?
Brading
no respondió; le preocupaba un nuevo pensamiento que estaba tomando
forma en su mente: lo que un científico habría llamado una
hipótesis, y un detective una teoría. Podía arrojar una luz
adicional, aunque bastante fantástica, acerca de las dudas sobre la
cordura de ella que no había despejado con su relato.
El
país era todavía nuevo, y fuera de los pueblos estaba escasamente
poblado. El cazador profesional seguía siendo una figura habitual
que tenía entre sus trofeos las cabezas y las pieles de las piezas
de caza mas grandes. Los relatos diversamente creíbles acerca de
encuentros nocturnos con animales salvajes en caminos solitarios
eran corrientes, pasaban por las fases habituales de crecimiento y
decadencia, y terminaban por ser olvidados. Una adición
reciente a esos apócrifos populares, que parecía haberse originado
por generación espontánea en varios hogares, era el de una pantera
que había asustado a algunos miembros de la familia mirándoles por
la noche desde una ventana. El cuento había provocado su pequeña
oleada de excitación: incluso había alcanzado la distinción de
ocupar un espacio en un periódico local. Brading no le había
prestado atención, pero la semejanza con la historia que acababa de
escuchar le impresionó de una manera que era algo más que
accidental. ¿No era posible que una historia hubiera sugerido la
otra: que al encontrar las condiciones apropiadas en una mente
morbosa y una fantasía fértil hubiera ido creciendo hasta
convertirse en el relato trágico que había escuchado?
Brading
recordó determinadas circunstancias de la historia y el
temperamento de la joven, alas que hasta entonces no había prestado
atención por la falta de curiosidad del enamorado: la vida
solitaria que llevaba con su padre, en cuya casa, por lo visto,
nadie era aceptado como visitante, o el extraño miedo a la noche
con el que aquellos que mejor la conocían explicaban el que nunca
se la viera después de oscurecer. Seguramente, en una mente así la
imaginación habría ardido con una llama ingobernable, penetrando y
envolviendo la estructura entera. De que estaba loca no le cabía ya
ninguna duda, aunque esa convicción le produjera el dolor más
agudo; simplemente había confundido erróneamente el efecto de su
trastorno mental con su causa, poniendo en relación imaginaria con
su propia personalidad las extravagancias de los creadores de mitos
del lugar. Con la intención vaga de poner a prueba su nueva
«teoría», pero sin ninguna idea concreta de cómo hacerlo, dijo
gravemente, aunque vacilante:
-Irene,
amor mío, quiero que me digas... te ruego que no te ofendas, pero
dime...
-Ya
te lo he dicho -le interrumpió ella hablando con una ansiedad
apasionada que él nunca le había escuchado-: ya te he dicho por
qué no podemos casarnos. ¿Hay algo más que merezca la pena decir?
Antes
de que pudiera detenerla, se había levantado de un salto del banco,
y sin ninguna palabra o mirada se deslizó entre los árboles hacia
la casa de su padre. Brading se había levantado para retenerla;
pero se quedó en pie, observándola en silencio, hasta que se
desvaneció en la penumbra. De pronto se sobresaltó como si le
hubieran disparado; su rostro adoptó una expresión de asombro y
alarma: ¡en una de las sombras negras por la que había
desaparecido ella, Brading captó un vislumbre rápido y breve de
unos ojos brillantes! Por un instante permaneció asombrado y falto
de resolución, pero enseguida se lanzó al bosque tras ella,
gritando:
-¡Cuidado,
Irene, cuidado! ¡La pantera! ¡La pantera!
Un
momento después había cruzado la franja boscosa y llegado a campo
abierto, a tiempo para ver cómo la falda gris de la joven
desaparecía tras la puerta de su padre. No se veía por allí
pantera alguna.
An
appeal to the conscience of god
El
abogado Jenner Brafing tenía su casa de campo en las afueras de la
ciudad. Justo detrás de ella estaba el
bosque. Como era soltero y, por tanto, el
draconiano código moral de la época y el lugar le negaba los
servicios de la única especie de ayuda doméstica que se conocía
por allí, la ((joven contratada», se alojaba en el hotel del
pueblo, donde tenía también su despacho. La casa que tenía junto
al bosque era simplemente un alojamiento que mantenía, desde luego
sin grandes costos, como muestra de prosperidad y respetabilidad.
Era poco adecuado que aquel a quien un periódico local había
señalado con orgullo como ((el principal jurista de su tiempo»
careciera de hogar, aunque a veces él sospechara que los términos
«hogar» y «casa» no eran estrictamente sinónimos.
Ciertamente,
su conciencia de esa disparidad, y su voluntad de armonizarla,
fueron asuntos de deducción lógica, pues era sabido de manera
general que poco después de construirse la casa su propietario
había hecho un intento inútil de casarse: en realidad había
llegado hasta el punto de ser rechazado por la hermosa pero
excéntrica hija del anciano Marlowe, el recluso. Esto era del
dominio público, y resultaba creíble porque lo había contado él
mismo, y no ella, lo que era una inversión del orden habitual de
las cosas y por tanto no podía dejar de resultar convincente.
El
dormitorio de Brading se encontraba en la parte posterior de la
casa, con una sola ventana que daba al bosque. Una noche le despertó
un ruido en la ventana; apenas pudo saber de qué se trataba. Con
una pequeña conmoción nerviosa, se sentó en la cama y cogió el
revólver que, con una previsión más apropiada en alguien que
tuviera la costumbre de dormir en el suelo con la ventana abierta,
había puesto bajo la almohada. La habitación se encontraba en una
oscuridad total, pero no sintiéndose aterrado, supo adónde dirigir
la mirada, y aguardó en silencio lo que pudiera suceder. Pudo
discernir entonces oscuramente cómo se abría una zona en la que la
oscuridad se volvía más ligera. Después, en el borde inferior,
aparecieron dos ojos relucientes que ardían con un brillo maligno
que producía un terror inexpresable. A Brading el corazón le dio
un vuelco y luego pareció quedársele inmóvil. Un escalofrío
recorrió su columna y los cabellos; sintió que la sangre
abandonaba sus mejillas. No fue capaz de gritar, ni para salvar su
vida; como era hombre de coraje, no lo habría hecho, ni para salvar
la vida, aunque hubiera sido capaz de ello. Pudo sentir cierto
temblor en su cuerpo cobarde, pero su espíritu era de un material
más duro. Lentamente, los ojos brillantes se elevaron con un
movimiento que parecía de aproximación; y lentamente también, la
mano derecha de Brading sostuvo la pistola. ¡Disparó!
Cegado
por el destello y aturdido por el hecho, sin embargo Brading
escuchó, o creyó escuchar, el grito salvaje y profundo de la
pantera, aunque le pareció sonar muy humano y le sugirió algo
diabólico. Saliendo de la cama de un salto, se vistió rápidamente
y, con la pistola en la mano, salió por la puerta y se encontró
con dos o tres hombres que llegaban corriendo desde la carretera.
Tras una cuidadosa búsqueda por la casa, les dio una breve
explicación. La hierba estaba húmeda por el rocío, y bajo la
ventana se veía un trecho pisoteado que formaba un rastro sinuoso,
visible bajo la luz de una linterna, y que se dirigía hacia los
arbustos.
Uno
de los hombres tropezó y cayó sobre las manos; al levantarse y
frotarlas se dio cuenta de que estaban resbaladizas. Al examinarlas
vieron que estaban enrojecidas con sangre.
El
encuentro con una pantera herida, sin ir armados, no era del agrado
de ninguno; todos se dieron la vuelta, salvo Brading. Éste,
llevando una linterna y la pistola, se introdujo valientemente en el
bosque. Tras cruzar una zona difícil por el matorral bajo, llegó a
un pequeño claro y allí encontró recompensa a su valor, pues vio
el cuerpo de su víctima. Pero no era una pantera.
Eso
es lo que se ha contado, incluso hasta el día de hoy, junto a una
lápida gastada por el tiempo del cementerio del pueblo, y durante
muchos años, así lo atestiguó diariamente junto a la tumba la
figura encorvada y de rostro apenado del anciano Marlowe, a cuya
alma, y a la de su extraña e infeliz hija, la lápida desea paz.
Paz y reparación.
Cuentos
de civiles
1.007.1
Ambrose Bierce - 073
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