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viernes, 26 de diciembre de 2014

Maese gato o el gato con botas

Un molinero dejó por toda herencia a los tres hijos que tenía, un molino, un asno y un gato. Las par­ticiones se hicieron enseguida sin llamar al notario y al procurador, se hubieran comido enseguida todo el patrimonio. Al mayor le tocó el molino, al segundo el asno, y al más pequeño no le tocó más que el gato. Este último no podía consolarse de tener un lote tan pobre.
-Mis hermanos -se decía- podrán ganarse bas­tante bien la vida juntándose los dos; pero yo, en cuanto me haya comido el gato, y me haya hecho un manguito con su piel, tendré que morirme de hambre.
El gato, que oía estas palabras, pero que se hacía el desentendido, le dijo con aire sosegado y serio:
-No os aflijáis, mi amo; no tenéis más que darme un saco y que hacerme un par de botas para ir a los zarzales, y veréis que no os ha tocado una parte tan mala como creéis.
Aunque el amo del gato no se hacía muchas ilusio­nes, le había visto hacer tantas estratagemas para ca­zar ratas y ratones, como cuando se colgaba por las patas o se escondía en la harina para hacerse el muer­to, que no perdió la esperanza de que le socorriese en su miseria.
Cuando el gato tuvo lo que había pedido, se puso las botas bien puestas y echándose un saco al cuello, cogió los cordones con sus dos patas delanteras, y se fue a un coto donde había muchos conejos. Echó salvado y cerrajas en su saco y tumbándose como si estuviera muerto, esperó que algún conejito poco ex­perto aún en los engaños de este mundo, viniera a meterse en el saco para comer todo lo que había echado.
Apenas se tumbó que ya pudo sentirse satisfecho; un conejito distraído entró en su saco y Maese Gato, tirando enseguida de los cordones, lo cogió y lo mató sin compasión.
Muy orgulloso de su presa, se fue a ver al Rey y solicitó hablarle. Le hicieron subir a las habitaciones reales, donde nada más entrar hizo una profunda re­verencia al Rey, y le dijo:
-Aquí tenéis, Majestad, un conejo de campo que el Señor Marqués de Carabás (era el nombre que le había parecido bien dar a su amo) me ha encargado de ofreceros de su parte.
-Di a tu amo -respondió el Rey- que se lo agra­dezco y que me agrada mucho.
Otro día se fue a esconder en un trigal, siempre con su saco abierto, y cuando hubieron entrado en él dos perdices, tiró de los cordones, y las cogió a las dos. Enseguida fue a ofrecérselas al Rey como había hecho con el conejo de campo. El Rey recibió otra vez con agrado las dos perdices y mandó que le díe­ran una propina.
El gato continuó así dos o tres meses, llevando de vez en cuando al Rey piezas de caza de parte de su amo. Un día que se enteró que el Rey iba a salir de paseo a orillas del río con su hija, la Princesa más bella del mundo, dijo a su amo:
-Si queréis seguir mi consejo, vuestra fortuna está hecha; no tenéis más que bañaros en el río en el lugar que yo os indicaré, y luego dejadme hacer.
El Marqués de Carabás hizo lo que le aconsejaba su gato, sin saber en qué pararía la cosa. Mientras se estaba bañando, el Rey pasó y el gato se puso a gri­tar con todas sus fuerzas:
-¡Socorro, socorro, que se está ahogando el Se­ñor Marqués de Carabás!
Al oír estos gritos, el Rey sacó la cabeza por la por­tezuela y reconociendo al gato que le había llevado tantas veces caza, ordenó a sus guardias que fueran enseguida a socorrer al Señor Marqués de Carabás.
Mientras estaban sacando al pobre Marqués del río, el gato se acercó a la carroza y dijo al Rey que, mientras su amo se bañaba, habían venido unos la­drones que se habían llevado su ropa, aunque él ha­bía gritado: «¡A1 ladrón!» con todas sus fuerzas. El pícaro las había escondido bajo una gran piedra.
El Rey ordenó enseguida a los oficiales de su guar­darropa que fueran a buscar uno de sus más hermo­sos trajes para el Señor Marqués de Carabás.
El Rey le agasajó mucho y como los hermosos tra­jes que acababan de darle realzaban su buen aspec­to (pues era guapo y de buena presencia), la hija del Rey lo encontró muy de su gusto, y en cuanto el
Marqués de Carabás le echó dos o tres miradas muy respetuosas y un poco tiernas, ella se enamoró loca­mente de él.
El Rey quiso que subiera en su carroza y que si­guieran juntos el paseo. El gato, encantado de ver que sus planes empezaban a tener éxito, tomó la de­lantera, y habiéndose encontrado con unos campesi­nos que estaban segando con las guadañas un prado, les dijo:
-Buenas gentes que segáis, si no decís al Rey que el prado que segáis pertenece al Señor Marqués de Carabás, os hará picadillo como carne de pastel.
El Rey no dejó de preguntar a los guadañeros a quién pertenecía el prado que estaban segando.
-Es del Señor Marqués de Carabás -dijeron to­dos a la vez, pues la amenaza del gato les había asus­tado.
-Tenéis aquí una buena heredad -dijo el Rey al Marqués de Carabás.
-Ya veis, Majestad -respondió el Marqués, es un prado que no deja de producir abundancia todos los años.
Maese Gato, que siempre iba delante, se encontró con unos hombres que recogían las mieses y les dijo:
-Buenas gentes que recogéis las mieses, si no de­cís que todos estos trigales pertenecen al Señor Mar­qués de Carabás, os hará picadillo como carne de pastel.
El Rey, que pasó un momento después, quiso sa­ber a quién pertenecían todos aquellos trigales que veía.
-Son del Marqués de Carabás -respondieron los que recogían las mieses, y el Rey de nuevo, continuó su camino alegremente con el Marqués. El gato, que iba delante de la carroza, seguía diciendo lo mismo a todos aquellos con quienes se encontraba; y el Rey estaba asombrado de las grandes posesiones del Se­ñor Marqués de Carabás.
Finalmente, Maese Gato llegó a un hermoso casti­llo, cuyo dueño era un ogro, el más rico que se pue­da uno imaginar; pues todas las tierras por donde el Rey había pasado, dependían de aquel castillo. El gato, que había tenido cuidado de informarse de quien era este ogro, y de lo que sabía hacer, solicitó hablarle, diciéndole luego que no había querido pa­sar tan cerca de su castillo sin tener el honor de pre­sentarle sus respetos.
El ogro le recibió tan cortésmente como puede ha­cerlo un ogro, y le hizo descansar:
-Me han asegurado -dijo el Gato- que tenéis el don de convertiros en toda clase de animales, que podéis transformaros, por ejemplo, en león, en ele­fante.
-Es verdad -respondió el ogro bruscamente, y para demostrároslo, vais a verme convertido en león.
El Gato se asustó tanto de ver un león ante él, que alcanzó enseguida los aleros del tejado, no sin es­fuerzo y sin peligro, a causa de que sus botas no va­lían nada para andar por las tejas.
Un momento después, el Gato, viendo que el ogro había dejado su forma primera, bajó y confesó que había pasado mucho miedo.
-Me han asegurado, además -dijo el Gato, pero no puedo creerlo, que tenéis también el poder de to­mar la forma de los animales más pequeños, por ejemplo de convertiros en una rata o en un ratón; os confieso que lo tengo por imposible.
-¿Imposible? -replicó el ogro- Vais a verlo.
Y nada más decirlo se transformó en un ratón que se puso a correr por el suelo. En cuanto lo vio el Gato, se arrojó sobre él y se lo comió.
Mientras, el Rey, que vio al pasar el hermoso cas­tillo del ogro, quiso entrar en él. El Gato, que oyó el ruido de la carroza que pasaba por el puente levadi­zo, corrió a su encuentro, y dijo al Rey:
-¡Sea Vuestra Majestad bienvenido al castillo del Señor Marqués de Carabás!
-¡Cómo, Señor Marqués! -gritó el Rey- ¿Tam­bién es vuestro este castillo? No hay nada más her­moso que este patio y todos estos edificios que lo rodean. Veamos el interior, si os place.
El Marqués dio la mano a la Princesita, y siguien­do al Rey que subía el primero, entraron en una gran sala donde encontraron una magnífica comida que el ogro había mandado preparar para sus amigos que debían venir a visitarle aquel mismo día, pero que no se habían atrevido a entrar al saber que el Rey esta­ba allí.
El Rey, encantado de las cualidades del Señor Mar­qués de Carabás, así como su hija, que estaba loca por él, viendo los considerables bienes que poseía, le dijo, después de haber bebido cinco o seis tragos:
-Señor Marqués, sólo depende de vos que seais mi yerno.
El Marqués, haciendo grandes reverencias, aceptó el honor que le hacía el Rey, y el mismo día se casó con la Princesa. El Gato se convirtió en un gran se­ñor y ya no corrió tras los ratones más que para di­vertirse.

MORALEJA

Por muy grande que sea la ventaja de gozar de una rica herencia, transmitida de padres a hijos, a los jó­venes, ordinariamente, la industria y el ingenio les valen más que los bienes heredados.

OTRA MORALEJA

Si el hijo de un molinero, tan deprisa, conquista el corazón de una Princesa, y se hace mirar con ojos tiernos, es porque el hábito, la figura y la juventud para inspirar ternura no son medios del todo indife­rentes.


1.026. Perrault (Charles) - 074

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