Entre los Zaxora había un muchacho
llamado Chungú. Era un muchacho como todos los demás, con dos orejas, dos ojos,
una nariz, dos piernas, dos brazos y una cabeza. Pero contaban que Chungú tenía
la cabeza totalmente hueca. Chungú trabajaba poco y comía mucho. También
pensaba poco y todo se lo creía. Así iba viviendo. Comía, dormía, se sentaba a
la orilla del río, se rascaba la cabeza y no iba a ninguna parte.
Su padre quiso adiestrarle en la
caza, a llevarle con él a la taigá.
Le vistieron con todo el equipo de
cazador: unti de alce con adornos de seda, rodilleras bordadas, pantalones del
mejor cuero, un ropón blanco de piel de reno... También le pusieron un cinto de
cabezas de pato y, en torno a la frente, una cinta bordada en sedas debajo del
gorro de reno kabargá adornado con una cola de ardilla. La jabalina que le
dieron tenía el mango tallado. Le colgaron del hombro un arco y sus flechas y,
del cinto, dos cuchillos: uno de hoja recta y el otro de hoja corva.
Daba gusto verle.
También a él le encantó aquel
atuendo. No hacía más que acariciar el ropón y reír de contento.
Le dijo el padre:
-Ya basta, Chungú. En marcha.
Chungú sacudió la cabeza: no quería
moverse para no estropearse el tipo.
Habló de nuevo el padre:
-Lo que vale en un hombre no es su
atuendo, sino lo que alcanza con su jabalina. ¡Vamos, hijo!
Pero Chungú, como si tal cosa. Se
contemplaba con embeleso. Luego se puso a bailar, a taconear, a dar vueltas
pegando palmadas en los pantalones y el ropón. Se le cayeron las flechas y
agitaba la jabalina en todas direcciones, expuesto a malograr a cualquiera.
Enfadado, el padre le pegó una
manotada en la cabeza. Y
la cabeza de Chungú produjo el mismo sonido que un caldero de cobre. ¡Qué susto
se llevó el padre!
-¡0y-ya-ja! -se lamentó. Parece que
mi hijo tiene la cabeza hueca... ¡Mala cosa! ¿Qué haré con él?
Conque no se lo llevó de caza. ¿Qué
va a cazar nadie teniendo la cabeza hueca?
Chungú se sentó en la orilla y se
inventó un entretenimiento que le encantó: contemplarse en el río para admirar
su atuendo y pegarse puñetazos en la cabeza. El ruido que armó se escuchaba en toda la
aldea.
Acudió gente de todas partes
pensando que a alguien se le había ocurrido, aunque no era fiesta, tocar música
sobre troncos huecos.
Pero, no. Era Chungú que golpeaba
su cabeza, también hueca. Se rieron un rato y se marcharon.
Así siguieron las cosas.
El padre de Chungú estaba unas
veces cazando en la taigá y otras pescando en el Amur.
La madre salaba el pescado, curtía
las pieles, hacía la comida para el hijo y el marido.
Y Chungú no servía para nada. Allí
se estaba, a la orilla del río, rascándose la cabeza.
No sé el tiempo que pasaría así,
pero el caso es que los viejos empezaron a perder fuerzas. La madre se cansaba
de tantos quehaceres para ella sola.
Un día le dijo al marido:
-Yo sola, no puedo ya con todo el
trabajo de casa... Fumaron los dos un rato, mientras pensaban, hasta que dijo
el padre:
-Hay que casar a Chungú. Así podrás
tener a alguien que te ayude.
-¿Cómo vamos a casar a Chungú, si
tiene la cabeza hueca? -preguntó la madre. ¿Quién va a querer darle una hija
suya en matrimonio?
-Alguien habrá, si ofrecemos un
buen rescate -contestó el padre.
Conque los viejos se pusieron a
juntar el tori, el rescate.
Prepararon un gran perol de cobre,
un sable de allende los mares, tres ropones de seda y tres de pieles, un espejo
de cobre, doce pares de pendientes, una jabalina con el mango incrustado en
plata, tres cortes de seda, un cofre de bambú con cierres de cobre traído de
unas islas lejanas, una cuerda de arco a medida del cazador, un arco con
incrustaciones de hueso... Un rescate muy valioso.
En aquella aldea nadie consintió
casarse con Chungú.
Pero en la aldea de al lado vivía
una anciana con su hija. La anciana era muy pobre. Su hija se llamaba Angá.
Toda su dote consistía en una traílla de perros. Vivían tan pobremente la
anciana y su hija, que ni siquiera había cobertores en la casa.
Conque fueron a pedir a Angá en
matrimonio. Angá lloró mucho, pero no tuvo más remedio que aceptar pensando que
su madre viviría así mejor.
Antes de trasponer el umbral, Angá
sacudió su pipa para no llevarse el fuego de la casa donde nació, para que la
dicha no se fuera tras ella. Según la costumbre, se puso de pie sobre un
caldero suyo y luego pasó al caldero del novio, colocado al otro lado de la
puerta, y Chungú se llevó a Angá a su casa.
Llegaron a la casa. Chungú se sentó
en una yacija después de darse un atracón de carne y empezó:
-Tú no sabes con quién te has
casado. En ninguna parte hay otro como yo. ¿Sabes la cabeza que tengo? ¡Nadie
tiene otra igual!
Chungú se atizó un puñetazo en la
cabeza, que resonó como un alerce seco en día de vendaval.
Angá se llevó un gran disgusto.
«¡Pero si mi marido tiene la cabeza hueca! ¿Cómo vamos a salir adelante?» Y
rompió a llorar.
Chungú, que no comprendía por qué
lloraba su mujer, se quedó mirándola un rato en silencio y luego se durmió.
Angá se puso a mirarle. Tenía una
cara agradable, como todo el mundo, con dos ojos, dos orejas, una nariz... Y le
dio rabia pensar que un hombre con la cabeza hueca tuviera la cara como todas
las personas. Tan enfadada estaba que se dijo:
-No puede seguir con esa cara,
engañando a la gente.
Raspó un poco de arcilla roja del
hogar y luego un poco de hollín. Los disolvió con agua y se encontró con dos
pinturas: una roja y la otra negra.
Entonces le pintó a Chungú toda la
cara con trazos rojos y negros. De tal manera le pintó, que se asustó ella
misma.
Chungú se echó un buen sueño.
Cuando se despertó, tenía sed. Tomó una chumashká, se la llevó a los labios y,
como de costumbre, se miró en el agua. El agua reflejaba su cara. Chungú no se
reconoció. Y preguntó:
-¡Eh! ¿Tú quién eres? ¿Qué haces en
mi chumashká?
Miró a su alrededor, y todo lo
reconoció: su hogar, su casa, su mujer sentada en una yacija... Pero la cara no
era suya. Llamó a su mujer:
-iAngá, ven! Alguien se ha metido
en esta chumashká. Hay una jeta rara...
-¿Quién me llama? -preguntó Angá.
-Soy yo -contestó Chungú. Tu
marido. Chungú. Angá sacudió la cabeza:
-¿Que tú eres Chungú? Mi marido
tiene una cara agradable y no una jeta espantosa como la tuya.
-Pues tienes razón -dijo Chungú. Yo
tengo la cara agradable. Soy un muchacho guapo. Yo mismo lo he visto muchas
veces...
Después de pensarlo un buen rato
dijo Chungú:
-¡Esto no me gusta nada! Se conoce
que he perdido mi cara en alguna parte. Iré a buscarla.
Se levantó Chungú de la yacija. Salió de la casa. Iba por el camino
mirando al suelo y se pegó un golpe en la cabeza. La cabeza resonó como siempre... Chungú
se llevó un alegrón.
-¡Soy yo! -gritó, pero se quedó muy
triste cuando fue a mirarse en el río y vio una cara extraña. No, no soy yo.
Caminaba Chungú tan disgustado que
tropezaba con la gente. Y
a todo el mundo le preguntaba:
-¿Habéis visto a Chungú?
La gente se burlaba de él.
-No, no le hemos visto
-contestaban.
Chungú se rascaba la cabeza.
-Se conoce que en esta aldea no
está Chungú. Iré a ver en otra.
Y allá fue Chungú a buscarse a sí
mismo. Se marchó de su aldea y no volvió. Hoy es el día en que aún no se ha
encontrado a sí mismo.
La verdad es que nadie sintió su
marcha.
¿Qué provecho puede darle a la
gente un holgazán que, además, es tonto?
1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074
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