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viernes, 26 de diciembre de 2014

Choril y cholchinai

Tanto el amor como la amistad son cosas difíciles de alcanzar. Para que todo vaya bien, hay que pasar muchas penalidades en la vida. Sin esfuerzo, no se puede ni afilar un palo. Cuando se trata de ayudar a un amigo o a un ser amado, hay que exponer los brazos y la cabeza si es preciso.
Allá cuando los nivjos eran todavía muy numerosos, vivían en Tro-mif, en la isla, Choril, del linaje de los Tajtá, y Cholchinai, del linaje de los Chilbí. Cuando nació Cholchinai, la madre de Choril le puso a la niña en la muñeca una trencita de pelo de perro, y así se convirtió Cholchinai en prometida de Choril.
Cuando la niña tomó en brazos su primer muñeca, Choril cazó su primera marta cebellina. Cuando Cholchinai tomó por primera vez en sus manos un cuchillito para limpiar pescado, Choril, habló por primera vez como hombre y cazador en el consejo de los hombres.
Choril talló para Cholchinai una muñequita de madera. Hizo para ella un cuchillo. Hizo una tabla para curtir las pieles de pescado, con unas tallas tan bonitas como nadie había ideado hasta entonces.
Así iban viviendo.
Pero ya se sabe que no se vive una vida entera sin desgracias... Llegó a la isla la muerte negra. Quizá la trajeran los mercaderes de las islas Nipón, quizá algunos parientes venidos del Amur o quizá la trajera el viento Tifón sobre sus alas negras, si es que no vino ella sola por las aguas. ¿Quién puede saberlo? Y tampoco vio nadie hacia dónde se marchó luego. Lo cierto es que llegó ella sola y, cuando se fue, se llevó a muchos nivjos con ella. En todas las casas hubo algún difunto. En todas las casas corrieron las lágrimas.
A los padres de Cholchinai se los llevó la enfermedad. A los padres de Choril, se los llevó la muerte negra. Los dos se quedaron huérfanos. Choril se llevó a su prometida a su casa.
Y así fueron viviendo.
Choril traía a diario alguna presa a casa. Era un buen cazador, y ningún animal se le escapaba. Era un buen pescador, y no había pez que pudiera escapar de él. Choril tenía buen ojo y mano firme. Era bien parecido, hablaba con voz pausada y sabía entonar canciones. Sabía hacer de todo. Cualquier cosa que tocara Cholchinai, todo había salido de manos de Choril: había tejido la red, había hecho las chumashkás, la lancha, el cuchillo, la jabalina y la pértiga, el arpón, el remo y las tazas. Incluso un espejo de plata había hecho Choril para su prometida.
Cholchinai estaba más linda cada día. Tenía los ojos límpidos como las estrellas, los labios como el jugo de la frambuesa, las cejas parecían dos martas tendidas sobre los ojos y sus pestañas inspiraron el dicho de «un mimbral alrededor de un lago profundo».
Pronto llegaría el momento de que Cholchinai se peinara con dos trenzas para casarse con Choril. Cada vez que Choril contemplaba a su prometida, el corazón le latía igual que si tuviera una alondra en el pecho.
Choril iba preparando ya provisiones para la boda.
Cuando regresaba de la caza, traía tantas pieles que desaparecía él debajo.
Cuando volvía Choril de la pesca, la aldea entera le ayudaba a acarrear lo que sacaba en sus redes.
Cholchinai le miraba y preguntaba:
-¿Por qué será que tienes tanta suerte en todo, Choril?
Miraba Choril a Cholchinai, echaba hacia atrás la cabeza y se ponía a cantar con voz que penetraba en el pecho de Cholchinai:
-iAnn-g-ga! ¡Inn-g-ga! ¡Onn-g-go! Lleva el recuerdo de tu amada contigo. El corazón late y los ojos brillan entonces. Los pies son veloces y las manos ágiles entonces. Podrás remover las rocas entonces. Saltarás montes y ríos entonces. El mar será un sorbo de agua entonces. Nadie te podrá vencer entonces. Lleva el recuerdo de tu amada contigo.
Cholchinai era la muchacha más linda que andaba por la aldea. Tenía la voz como la de los pajarillos. Vestía ropón de pieles negras de perro, falda de piel de foca punteada y gorro de pieles de ardilla.
Una vez se fijó en la prometida de Choril el viejo Allij, del linaje de los Udán-Jinganú, y ya no pudo apartar la vista de ella. Se quedó con la boca abierta y los labios colgando... de tanto como le había gustado Cholchinai.
-¿Quieres venir a mi yurta, muchacha?
Cholchinai le miró y se echó a reír:
-Soy la prometida de Choril. ¿Cómo puedo mirar a un sapo cuando el sol resplandece a mi lado?
Allij cerró la boca, se limpió los labios y dijo:
-Bueno. Ya veremos si resplandece mucho tiempo tu sol. Algo malo se le había ocurrido.
Allij era chamán. De su cinto pendían doce tolas, doce colgantes de cobre. Eso quería decir que doce chamanes habían llevado aquel cinto antes que Allij. El chamán Allij tenía un poder muy grande.
Una vez partió Choril a la caza del oso. Después de despedirle, Cholchinai se sentó a bordar la bata para el día de su boda.
Entonces Allij agarró su pandero, encendió una hoguera y empezó a hacer invocaciones. Así estuvo mucho tiempo.
Primero sopló el viento a ras de tierra barriendo la nieve. Luego la nieve se arremolinó formando una tromba. Un nubarrón negro ocultó el cielo. De la parte más oscura llegó un vendaval y levantó toda la nieve.
Todo se quedó a oscuras y la nevasca era tan tremenda, que no podía uno ver ni sus propias manos.
Nunca había estallado semejante tormenta. La nieve recubrió las yurtas, y el lugar donde estaba la aldea quedó convertido en un campo liso. Donde se alzaba el bosque, sólo asomaban las copas de los pinos.
La tormenta sorprendió a Choril en el bosque.
El muchacho comprendió que la caza estaba perdida. Olfateó el viento y calculó que la nevasca duraría mucho tiempo. ¿Dónde refugiarse? Se puso a buscar alguna guarida vacía. No la encontró. Pero sí dio con una donde una osa se disponía a invernar. Choril le explicó a la osa que no había venido en busca suya, sino que la tormenta de nieve le había obligado a meterse allí. Se acostó a su lado y cuando entró en calor se quedó dormido...
Diez días y diez noches duró la nevasca, borrando los caminos, desgajando árboles y arremolinando la nieve hasta el cielo. Luego cesó el viento. Se posó la nieve. Todo quedó en calma. Entonces arreció la helada, y la capa superior de nieve quedó lisa y firme. Era el mejor momento para que Choril saliera de caza. ¡Pero no podía despertarse! Entre sueños le pareció oír que decía el Amo de las Montañas:
-El hombre que inverna con una osa en la misma guarida se convierte en uno de nosotros, en un ser de la taigá.
Choril se estremeció, intentó incorporarse y escapar de la guarida, pero no tuvo fuerzas para ahuyentar el sueño y levantarse.
Mientras permaneció Choril dormido en la guarida se cubrió todo de pelo y le crecieron garras en las manos y los pies. Se había convertido en un ser de la taigá, en un oso.
A todo esto, Cholchinai esperaba a su prometido, pero él no aparecía.
Después de cesar la nevasca fueron transcurriendo los días. Choril debía estar ya de vuelta, pero seguía sin aparecer. Cholchinai lloraba, angustiada...
Allij se presentó en la casa, la tomó de la mano:
-¿Qué haces aquí sola, muchacha? Choril no volverá. Ven a mi yurta.
Cholchinai se puso a forcejear, pero Allij la tenía agarrada tan fuerte que no podía soltarse. Cholchinai gritó pidiendo auxilio. Acudió la gente.
Y les dijo Allij:
-Esta muchacha se ha quedado sola. A Choril se lo ha llevado un malvado kején, un diablo. ¿Cómo va a salir adelante ella sola? Conque me la llevaré a mi yurta. Yo tengo buen corazón.
La gente callaba, sin atreverse a llevarle la contraria a Allij.
Así se llevó Allij a Cholchinai a su yurta. Una vez allí, él se sentó en una yacija, frunció las cejas, movió un dedo, y sus diez mujeres corrieron a preparar el mos, la comida. Picaron piel de pescado, la echaron en un caldero con grasa de foca, bayas y arroz. Lo hirvieron todo y luego añadieron pescado seco picado y, para darle color y aroma, un poco de arcilla blanca. Las mujeres masticaban el mos y se lo ponían en la boca a Allij. Y a él no le quedaba más que tragarlo. Allij le ofreció mos a Cholchinai. Pero ella lo rechazó y se conformó con un poco de yukola seca que había traído de su casa.
Así iba transcurriendo el invierno, y Choril no volvía.
Allij le preguntaba todos los días a Cholchinai:
-¿Te peinarás pronto con dos trenzas para mí, muchacha?
-No, todavía no -contestaba Cholchinai.
Cholchinai aprovechó un momento oportuno, se puso ropa de cazador, tomó una jabalina, tomó el cuchillo que le había hecho Choril, tomó su bolsita de costura y un peine. Por la noche abandonó la yurta de Allij para ir en busca de Choril.
Iba caminando Cholchinai por la taigá, cuando vio que de un montón de nieve salía un hilillo de vapor. Eso significaba que algún oso tenía su guarida debajo.
Cholchinai, que estaba muy cansada y tenía hambre, se dijo: «Despertaré al oso y lo mataré. ¿Quién sabe cuánto tiempo tardaré en encontrar a Choril? Mataré al oso, me beberé la sangre tibia para recobrar fuerzas y me llevaré algo de carne para el camino.»
Metió la jabalina en el agujero por donde salía el vapor y se puso a pinchar al oso en su guarida.
El oso lanzó un rugido y salió fuera. Era enorme y su piel tenía reflejos de plata. Nunca había visto Cholchinai un oso tan bello. «¡Buena presa!», pensó Cholchinai. Retrocedió un poco, afianzó bien los pies en la nieve y levantó la jabalina, apuntando al corazón del oso para matarlo sin causarle sufrimientos inútiles. Pero la jabalina se desvió y fue a clavarse en un montón de nieve... Cholchinai empuñó entonces el cuchillo, tomó impulso y se lo clavó al oso en el corazón. Pero el cuchillo se enrolló como un anillo y ni siquiera le hizo un arañazo al oso. Cholchinai cerró los ojos para no ver venir su muerte.
Y en esto le dijo el oso:
-No te asustes, Cholchinai. Soy yo, Choril.
-¡Tú eres un kején malvado! -gritó Cholchinai. ¡Has hechizado mi jabalina y mi cuchillo!
-No, Cholchinai -contestó el oso. Esa jabalina y ese cuchillo, los hice yo. Ellos se acuerdan, y por eso no van contra mí. Soy Choril.
Le contó a su prometida todo lo que le había ocurrido. Los dos comprendieron que la culpa de todo la tenía Allij, porque quería tomar a Cholchinai por esposa.
Se pusieron a pensar en lo que podrían hacer. Mientras Allij viviese, Choril continuaría siendo un oso. Y matar a Allij no podían: verter la sangre de sus semejantes es un gran pecado. Un pecado que no tiene perdón.
Choril y Cholchinai
Allij tiene su kején propio -dijo Choril-. Muerto ese diablo, morirá Allij... Ese kején vive donde el Amo de las Montañas, en un caldero que hay sobre un hogar de piedra junto a un poste. Hay que caminar en dirección a la puesta de sol. Pero yo no puedo ir: los osos vivos no van donde el Amo. ¡El camino es muy difícil!
Cholchinai se quedó pensando, pensando, y luego dijo:
-Pues iré yo donde el Amo de las Montañas. Y mataré a ese kején.
El oso arrancó la jabalina del montón de nieve donde se había clavado, enderezó el cuchillo y se lo dio todo a Cholchinai. Se despidieron. Cholchinai echó a andar hacia el poniente.
No sé el tiempo que caminaría, porque Cholchinai no contaba los pasos ni se detenía. Cruzaba los ríos montada en la jabalina. Y lo mismo pasaba por encima de los montes. Dejó atrás nueve ríos. Dejó atrás siete lagos. Dejó atrás siete cadenas de montañas. Y no pensaba en ella misma: pensaba en Choril. Se encontró delante de una montaña de piedra. Su cumbre se perdía entre las nubes. Aquella montaña no tenía ni un saliente, ni una arista. Era una roca lisa que salía de la tierra y llegaba hasta el cielo. ¡Toda de piedra! ¿Cómo trepar por ella?
Agarró Cholchinai el cuchillo de Choril y lo lanzó contra la roca.
-¡Escarba! ¡Ayúdame a salvar a tu amo!
El cuchillo se clavó en la piedra. Lanzando chispas hacia todos los lados, se puso a tallar peldaños en la roca.
Cholchinai iba trepando por aquellos peldaños. El sol se retiró a su yurta a dormir. Los habitantes del cielo encendieron sus lucecillas arriba. Cholchinai seguía trepando por la roca. Sin pensar en ella misma, sino pensando en Choril, en su desgracia, seguía trepando por la roca...
Después de un buen sueño, el sol se despertó y abrió las puertas de su yurta. Los habitantes del cielo apagaron las lucecitas arriba. Y Cholchinai seguía trepando por la roca. El cuchillo saltaba delante de ella, pegaba en la piedra y lanzaba chispas hacia todos los lados... Cholchinai subía de peldaño en peldaño, sin mirar hacia la tierra, sin pensar en sí misma.
Por fin llegó Cholchinai al último peldaño. Afiló el cuchillo contra la piedra antes de guardarlo en su funda. Miró hacia abajo, y estuvo a punto de desplomarse de tan lejos como estaba la tierra: los ríos eran como hilitos y los montes parecían cagarrutas de marta.
Cholchinai siguió adelante.
Se encontró ante una casa muy alta, con los troncos de piedra y los postes de hierro. Tan alta era aquella casa, que no se veía el tejado ni levantando mucho la cabeza.
Delante de la puerta estaba tendida una serpiente enorme. La serpiente tenía las escamas de piedra. Era tan grande aquella serpiente tendida delante de la puerta, que Cholchinai veía su cabeza, pero su cuerpo se perdía en la niebla. Clavó sus ojos verdes en Cholchinai y se quedó mirándola sin pestañear.
Cholchinai se quedó helada hasta las rodillas y le temblaban los brazos. ¿Qué podía hacer ella contra aquel monstruo?
Notó que se movía la bolsita de la costura. Cholchinai sacó de ella una aguja de hueso enhebrada con un hilo de tendón y la arrojó a los ojos de la serpiente.
En seguida, la aguja se puso a ir y venir junto a los ojos de la serpiente, clavándose primero en el párpado de arriba, luego en el de abajo y juntándolos con la hebra. Antes de que Cholchinai pudiera helarse hasta la cintura, la aguja había cosido ya uno de los ojos de la serpiente y empezaba con el otro. La serpiente sacudía la cabeza, sin llegar a comprender lo que le pasaba y por qué se le cerraban los ojos.
La aguja de hueso le cosió los ojos a la serpiente.
A Cholchinai se le pasó el frío. Ya podía mover los pies. Fue hacia la puerta, y la puerta se abrió sola.
Detrás de aquella puerta había otra. Y delante de esta otra, un lagarto muy grande. Nunca había visto Cholchinai nada semejante: era todo de hierro, tenía las fauces abiertas y dentro se agitaba una lengua de dos puntas. Le echó el aliento el lagarto a Cholchinai, y la muchacha se hundió en la tierra hasta las rodillas. Cholchinai sacó de su bolsita un dedal, lo arrojó a las fauces del lagarto y acertó justo en el gaznate. Por muchos esfuerzos que hizo, el lagarto no consiguió echarle otra vez el aliento. Cuando pudo mover las piernas, Cholchinai fue hacia la puerta, y la puerta se abrió sola.
Detrás de aquella puerta había una más. La guardaba un tigre. Abrió la boca, y tenía los dientes del tamaño de un codo. Pegaba con el rabo contra el suelo, y el rabo tenía el grosor de un alerce. Cholchinai lanzó su peine a la boca del tigre. El peine se le atravesó en el gaznate y el tigre no podía tragárselo ni escupirlo. Cuanto más abría la boca, más se alargaban las púas del peine. El tigre rugía, pero no podía hacerle nada a Cholchinai. Viendo la muchacha que el tigre no le hacía ya ningún caso, corrió hacia la puerta, y la puerta se abrió sola.
Detrás de aquella puerta se encontraba la yurta del Amo de las Montañas. Allí todo era igual que en casa de las gentes corrientes, sólo que en el techo brillaban las estrellas. Y por cada ventana se veía un sol. Junto a la yacija había tantas pieles de animales, que era imposible contarlas. En aquellas pieles introducía el Amo de las Montañas las almas de los animales muertos para que siempre hubiera animales sobre la tierra por muchos que cazaran los hombres para alimentarse y vestirse.
Cholchinai miró a su alrededor. El techo estaba sostenido por unos postes. Al pie de uno de los postes había un hogar de piedra y, encima del hogar, un caldero. En medio de la yacija estaba sentado un anciano y el rostro de aquel anciano resplandecía.
Comprendió Cholchinai que aquél era el Amo de las Montañas. Se hincó de rodillas, juntó las manos y le rogó que la escuchara. Le contó la desgracia que le había ocurrido y por qué había ido a verle.
-¡Cómo no voy a conocer a Choril! -exclamó el Amo. Es un buen cazador que siempre ha observado nuestras leyes: no vertía agua sobre las hogueras, no mataba a los osos con el sable, no les rompía los huesos... Es muy de sentir que le haya ocurrido ese contratiempo. Mira: en aquel caldero viven muchos kejenes o diablos de los chamanes. No sé cuál será el de Allij. Tú eres una chica valiente, has pasado muchas penalidades... Llévate lo que has venido a buscar. Acércate al caldero, grita: «iKején de Allij, ve a servir a tu amo!» Y, en cuanto salga, échale mano.
Así lo hizo Cholchinai.
No tuvo más que gritar: «iKején de Allij, ve a servir a tu amo!», cuando saltó del caldero un gusano negro. Cholchinai lo agarró, lo apretó bien en el puño y echó a correr...
Llegó a la pendiente, se montó en la jabalina y se lanzó al vacío. Volaba tan veloz que el viento silbaba en sus oídos. Volaba la jabalina, y Cholchinai iba agarrada a ella con las dos manos. Volaba la jabalina sobre las montañas y los bosques, sobre los lagos y los ríos.
Por fin llegó la jabalina volando hasta el sitio donde Choril esperaba a su prometida. Cholchinai se bajó de la jabalina, fue hacia él, y entonces dijo Choril:
-Y ahora, ¿a quién le tiro la pelleja?
-Ya lo verás.
En esto vieron a Allij, que llegaba corriendo y gritó en cuanto vio a Cholchinai:
-¡Ah! ¡Conque estás aquí, sinvergüenza! ¡Lo que me ha costado encontrarte!
-No debías haberme buscado porque, en vez de encontrarme a mí, te has encontrado con tu destino.
Arrojó al suelo el kején que traía apretado en el puño y lo aplastó con el pie. Allij se tambaléo y se puso a cuatro patas. La pelleja del oso se desprendió entonces de Choril, cayó sobre el chamán y lo envolvió. Allij se había convertido en oso. ¡Bien merecido se lo tenía! ¿Por qué quería hacerles daño a Choril y a Cholchinai? La muchacha le amenazó con la jabalina y Allij escapó a la taigá con un susto tremendo.
Choril y Cholchinai se cogieron de la mano y se fueron a su casa. Por el camino, Cholchinai se peinó con dos trenzas.
Se casaron, vivieron largos años, y hasta el último día se amaron entrañablemente.
Lo que se logra con esfuerzo es lo que más cuida la gente.

1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074

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