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viernes, 26 de diciembre de 2014

Pulgarcito

Erase una vez un leñador que tenía siete hijos y todos chicos. El mayor sólo tenía diez años y el más pequeño no tenía más que siete. Pude sorprender que un leñador tuviera tantos hijos en tan poco tiem­po, pero es que su mujer iba muy deprisa y los hacía, nada menos, que de dos en dos.
Eran muy pobres, y sus siete hijos les empobre­cían más porque ninguno de ellos podía aún ganar­se la vida. Lo que también les afligía es que el más pequeño era muy delicado y no decía palabra: to­maban por tontería lo que era una señal de la bon­dad de su alma. Era muy pequeño, y cuando vino al mundo no era más gordo que el pulgar, por lo que le llamaron Pulgarcito.
Este pobre niño era el sufrelotodo de la casa y siempre pagaba el pato. Sin embargo, era el más fino y el más sagaz de todos sus hermanos, y si ha­blaba poco, escuchaba mucho.
Vino un año muy malo y el hambre fue tan gran­de que aquella pobre gente decidió deshacerse de sus hijos. Una noche que estaban los niños acosta­dos y que el leñador estaba junto al fuego con su mujer, le dijo, con el corazón oprimido por el do­lor:
-Ya ves que no podré alimentar ya a nuestros hi­jos; no podré verlos morir de hambre ante mis ojos, así que estoy decidido a llevarlos -mañana al bosque para que se pierdan, lo que será fácil, pues mientras se entregan en formar haces no tendremos que ha­cer más que huir sin que nos vean.
-¡Ah! -exclamó la leñadora. ¿Tendrías el valor de llevar tú mismo a tus hijos para que se pierdan?
Por más que su marido la hiciera ver su gran po­breza, ella no podía consentirlo; era pobre, pero era su madre. Sin embargo, después de considerar lo do­loroso que sería para ella verlos morir de hambre, consintió, y fue a acostarse llorando. Pulgarcito es­cuchó todo lo que se dijeron, pues habiendo oído des­de su cama que hablaban de cosas serias, se había levantado despacio y se había deslizado debajo del taburete de su padre para escucharlos sin ser visto. Volvió a acostarse y no durmió el resto de la noche, pensando en lo que tenía que hacer. Se levantó muy temprano y se fue a orillas de un arroyo, donde se llenó sus bolsillos de piedrecitas blancas, y enseguida volvió a casa.
Salieron, y Pulgarcito no dijo nada de lo que sa­bía a sus hermanos. Fueron a un bosque muy espeso, donde a diez metros de distancia no se veían uno a otro. El leñador se puso a cortar leña y sus hijos a recoger las ramitas para formar haces. El padre y la madre, viéndolos ocupados en trabajar, se fueron alejando de ellos sin que se dieran cuenta, y luego huyeron rápidamente por un sendero apartado. Cuando los niños se vieron solos se pusieron a gritar y a llorar con todas sus fuerzas. Pulgarcito les de­jaba gritar, pues sabía por dónde podría regresar a casa, pues mientras andaba había ido dejando caer a lo largo del camino las piedrecitas blancas que lle­vaba en los bolsillos. Entonces les dijo:
-No tengáis miedo, hermanos míos, nuestro pa­dre y nuestra madre nos han dejado aquí, pero yo os llevaré a casa: seguidme solamente.
Lo siguieron y los llevó hasta su casa por el mis­mo camino por el que habían ido al bosque. Al prin­cipio no se atrevían a entrar, sino que se colocaron todos contra la puerta para escuchar lo que decían su padre y su madre.
Nada más llegar el leñador y la leñadora a su casa, el Señor del pueblo les mandó diez escudos que les debía desde hacía mucho tiempo, y con los que ya no contaban. Esto les devolvió la vida, pues los po­bres se estaban muriendo de hambre. El leñador mandó inmediatamente a su mujer a la carnicería. Como hacía mucho que no comía, compró tres veces más carne de lo que necesitaba para cenar dos per­sonas. Cuando estuvieron hartas, la leñadora dijo:
-¡Ay! ¿Dónde estarán ahora nuestros pobres hi­jos? ¡Qué buena comida harían con lo que nos so­bra! Sí, has sido tú, Guillermo, quien ha querido que se pierdan; bien decía yo que nos arrepentiríamos. ¿Qué harán ahora en ese bosque? ¡Ay, Dios mío! A lo mejor se los han comido ya los lobos ¡Qué inhu­mano eres: haber perdido así a tus hijos!
El leñador, al fin, se impacientó porque ella estu­vo repitiendo más de veinte veces que se arrepenti­rían, y que ella lo había dicho antes. El la amenazó con pegarla si no se callaba.
No es que el leñador no estuviera aún más afligi­do que su mujer, pero es que le estaba poniendo la cabeza como un bombo, y él era como esa gente que quieren mucho a las mujeres que tienen razón, pero que encuentran muy inoportunas a las que siempre han tenido razón.
La leñadora estaba toda llorosa:
-¡Ay! ¿Dónde estarán ahora mis hijos, mis pobres hijos?
Lo dijo una vez tan alto, que los niños que esta­ban a la puerta, habiéndola oído, se pusieron a gri­tar juntos:
-¡Aquí estamos! ¡Aquí estamos!
Ella enseguida corrió a abrirles la puerta, y les dijo abrazándolos:
-¡Qué contenta estoy de volver a veros, queridos niños! Estaréis cansados y tendréis hambre; y tú, Pedrito, cuánto barro tienes; ven que te límpie.
Este Pedrito era el hijo mayor, y le quería más que a todos los otros, porque era un poco pelirrojo y ella era un poco pelirroja.
Se sentaron a la mesa y comieron con un apetito que les daba gusto al padre y a la madre, a quienes contaban el miedo que habían pasado en el bosque, hablando casi siempre todos a la vez.
Aquella buena gente estaba encantada de volver a ver a sus hijos y aquello duró lo que duraron los diez escudos; pero cuando gastaron el dinero, vol­vieron a caer en su primera aflición y decidieron abandonarlos de nuevo y, para no errar el golpe, llevarlos mucho más lejos que la primera vez.
No pudieron hablar de ellos tan secretamente que Pulgarcito no los oyera, el cual tuvo la firme inten­ción de salir de apuros como había hecho anterior­mente; pero aunque se levantó muy temprano para ir a recoger piedrecitas no pudo conseguirlo, pues encontró la puerta de la casa cerrada con dos vueltas de llave.
No sabía qué hacer, cuando al darles la leñadora a cada uno un trozo de pan para la comida, pensó que podría utilizar el pan en vez de piedrecitas, echando miguitas a lo largo de los caminos por donde pasaran, y así lo guardó en-su bolsillo.
El padre y la madre les llevaron al sitio más es­peso y más oscuro del bosque, y cuando estuvieron allí tomaron un camino apartado y les dejaron allí. Pulgarcito no se afligió mucho, pues pensaba encon­trar fácilmente el camino gracias al pan que había sembrado por todos los sitios por donde había pasa­do, pero se sorprendió mucho cuando no pudo en­contrar una sola miguita: los pájaros habían venido y se lo habían comido todo.
Y he aquí que los tenemos muy desconsolados, porque cuanto más andaban, más se extraviaban y se internaban en el bosque. Llegó la noche y se le­vantó un gran viento que les daba un miedo es­pantoso. Por todas partes les parecía oír aullidos de lobos que venían hacia ellos, para comérselos. Ape­nas se atrevían a hablarse ni a volver la cabeza.
Sobrevino una fuerte lluvia que les caló hasta los huesos; resbalaban a cada paso y se caían en el ba­rro, de donde volvían a levantarse totalmente man­chados, no sabiendo qué hacer con las manos.
Pulgarcito trepó a lo alto de un árbol para ver si descubría algo; habiendo vuelto la cabeza hacia to­dos los lados, vio una lucecita como de una candela, pero que estaba muy lejos, más allá del bosque. Bajó del árbol, y cuando llegó al suelo, ya no vio nada; esto le dejó desolado. Sin embargo, después de ha­ber nadado un rato con sus hermanos del lado que había visto la luz, al salir del bosque volvió a verla.
Llegaron, por fin, a la casa donde se veía la luz, no sin pasar mucho miedo, pues a menudo la per­dían de vista, lo que les ocurría cada vez que des­cendían a algunas hondonadas. Llamaron a la puer­ta y una buena mujer salió a abrirles. Les preguntó qué querían; Pulgarcito la dijo que eran unos po­bres niños que se habían perdido en el bosque y que le pedían por caridad que les dejase pasar la noche. Esta mujer, al verlos tan guapos, se echó a llorar y les dijo:
-¡Ay, pobres hijos! ¿A dónde habéis venido a pa­rar? ¿No sabéis que esta es la casa de un Ogro que se come a los niños pequeños?
-¡Ay, señora! -le respondió Pulgarcito, que tem­blaba como un azogado, lo mismo que sus herma­nos. ¿Qué haremos? De seguro que los lobos del bosque no dejarán de comernos esta noche, si no queréis darnos cobijo en vuestra casa. Y siendo así, preferimos que sea el señor quien nos coma, a lo mejor tendrá compasión de nosotros, si vos queréis rogárselo.
La mujer del Ogro, que creyó que podría ocultár­selo a su marido hasta la mañana siguiente, los dejó entrar y los llevó a calentarse al lado de un buen fuego, pues había asándose un cordero entero para la cena del Ogro.
Cuando empezaban a calentarse oyeron dar tres o cuatro golpes a la puerta: era el Ogro que volvía. Enseguida su mujer los escondió bajo la cama y fue a abrir la puerta. El Ogro lo primero que preguntó es si estaba preparada la cena, y si había sacado el vino, y enseguida se sentó a la mesa. El cordero es­taba todavía sangrando, pero precisamente por eso le pareció mejor.
Olfateaba a derecha e izquierda, diciendo que olía a carne fresca.
-Lo que oléis -le dijo su mujer- será el ternero que acabo de prepararos.
-Te repito otra vez que huele a carne fresca -pro­siguió el Ogro, mirando a su mujer de reojo, y aquí hay algo que no entiendo. Y diciendo estas pala­bras se levantó de la mesa y se fue directo a la cama.
-¡Ah, maldita mujer -dijo él. ¡Cómo querías engañarme! No sé por qué no te como también a ti: tienes suerte de ser una vieja bestia. He aquí una caza que me viene muy a propósito para agasajar a tres Ogros amigos que vendrán a verme estos días.
Y los fue sacando uno tras otro de debajo de la cama. Los pobres niños se pusieron de rodillas pi­diéndole perdón, pero tenían que vérselas con el más cruel de todos los Ogros, el cual, muy lejos de sentir piedad los devoraba ya con los ojos, y decía a su mujer que saldrían sabrosos trozos cuando hu­biera hecho una buena salsa con ellos.
Fue a coger un gran cuchillo, y según se iba acer­cando a los pobres niños, lo afilaba con una larga piedra que llevaba en la mano izquierda. Ya había agarrado a uno, cuando le dijo su mujer:
-¿Qué queréis hacer con la hora que es? ¿No ten­drás más tiempo mañana por la mañana?
-Cállate -repuso el Ogro, así estarán más tier­nos.
-¡Pero si tenéis todavía mucha carne -repuso su mujer. Mirad: un ternero, dos corderos y la mitad de un cerdo.
-Tienes razón -dijo el Ogro; dales bien de ce­nar para que no adelgacen y llévalos a acostar.
La buena mujer, radiante de alegría, les dio bien de cenar, pero no pudieron comer de tanto miedo como tenían. En cuanto al Ogro siguió bebiendo, en­cantado de tener con qué agasajar a sus amigos. Be­bió una docena de tragos más que de costumbre, lo que hizo que se le subiese un poco a la cabeza y le obligara a ir a acostarse.
El Ogro tenía siete hijas que todavía eran niñas. Estas pequeñas ogresas tenían todas la tez muy boni­ta porque comían carne fresca como su padre; pero tenían ojillos grises y redondos, la nariz ganchuda y una boca muy grande con dientes largos muy pun­tiagudos y muy separados uno de otro. No eran to­davía malas del todo, pero prometían mucho, porque ya mordían a los niños pequeños para chuparles la sangre.
Las había acostado temprano y estaban las siete en una cama grande y cada una tenía en la cabeza una corona de oro.
En la misma habitación había una cama del mismo tamaño: en esta cama la mujer del Ogro acostó a los siete niños, después de lo cual se fue a acostar al lado de su marido.
Pulgarcito, que había notado que las hijas del Ogro llevaban coronas de oro en la cabeza, y que temía que no le entraran al Ogro remordimientos por no haberlos degollado esa misma noche, se levantó ha­cia la mitad de la noche y, cogiendo los gorros de sus hermanos y el suyo fue muy despacito a ponér­selos en la cabeza de las siete hijas del Ogro, después de haberles quitado sus coronas de oro, que puso en las cabezas de sus hermanos y en la suya, con el fin de que el Ogro los tomara por sus hijos, y a sus hijas por los niños que quería degollar. La cosa resultó como lo había pensado, pues el Ogro, ha­biéndose despertado hacia medianoche, sintió haber dejado para el día siguiente lo que podía haber eje­cutado la víspera; y así se arrojó bruscamente de la cama y, cogiendo su gran cuchillo, dijo:
-Vamos a ver cómo se encuentran nuestros peri­llanes; no lo pensemos dos veces.
La esposa se sorprendió mucho de la bondad de su marido, sin sospechar de qué manera quería que los arreglara y, creyendo que le ordenaba que fuera a vestirlos, subió arriba, donde se quedó muy sor­prendida cuando vio a sus siete hijas degolladas y nadando en su propia sangre.
Empezó por desmayarse (pues éste era el primer recurso que encuentran casi todas las mujeres en tales situaciones). El Ogro, temiendo que su mujer tardara demasiado en hacer el trabajo que le había encargado, subió arriba para ayudarla. No se sor­prendió menos que su mujer cuando vio el horrible espectáculo.
-¡Ay! ¿Qué he hecho? -exclamó. Me la van a pagar esos desgraciados, y ahora mismo.
Echó enseguida un jarro de agua en las narices de su mujer, y habiéndola hecho volver en sí, dijo:
-Dame enseguida mis botas de siete leguas para ir a atraparlos. Se puso en campaña, y después de haber corrido mucho en todas direcciones, por fin fue a dar al camino por el que iban los pobres niños, que no estaban más que a cien pasos de la casa de su padre.
Vieron al Ogro, que iba de montaña en montaña, y que cruzaba ríos con la misma facilidad con que había cruzado el más pequeño riachuelo. Pulgarci­to, que vio una roca hueca cercana al lugar donde estaban, escondió allí a sus hermanos y se metió tam­bién él, sin dejar de mirar lo que hacía el Ogro.
El Ogro, que estaba muy cansado del largo camino que había hecho inútilmente (pues las botas de siete leguas fatigan mucho a un hombre), quiso descansar, y por casualidad fue a sentarse encima de la roca donde los niños se habían escondido.
Como ya no podía más de cansancio, se durmió después de haber descansado un rato, y llegó a roncar tan espantosamente que los pobres niños no pasaron menos miedo que cuando llevaba su gran cuchillo para cortarles la garganta.
Pulgarcito no tuvo tanto miedo y dijo a sus her­manos que huyeran rápidamente mientras el Ogro dormía profundamente, y que no pasaran cuidado por él. Siguieron su consejo y llegaron enseguida a casa.
Pulgarcito, habiéndose acercado al Ogro, le quita suavemente sus botas y se las puso al instante. Las botas eran muy grandes y muy anchas, pero como estaban encantadas, tenían el don de agrandarse y de empequeñecerse según la pierna del que las cal­zaba, de modo que se ajustaban a sus pies y a sus piernas como si se las hubieran hecho para él.
Se fue directamente a casa del Ogro, donde encon­tró a la mujer, que estaba llorando al lado de sus hijas degolladas.
-Vuestro marido -le dijo Pulgarcito, corre mucho peligro, pues le ha cogido una banda de ladro­nes, que ha jurado matarlo si no les da todo el oro y la plata que tenga. En el momento en que estaba con el puñal al cuello me vio y me rogó que viniera a avisaros de la situación en que está, y que os dije­ra que me dierais todo lo que tiene de valor, sin re­tener nada, porque de lo contrario lo matarán sin misericordia. Como la cosa urge, quiso que me pu­siera sus botas de siete leguas, como podéis ver, para ir más deprisa, y también para que no creyerais que soy un impostor.
La buena mujer, muy asustada, le dio enseguida todo lo que tenía: pues aquel Ogro, aunque se co­miera a los niños no dejaba de ser un buen marido. Pulgarcito, cargado con todas las riquezas del Ogro, volvió a casa de su padre, donde le recibieron con mucha alegría.
Hay muchas personas que no están de acuerdo con esta última circunstancia, y pretenden que Pulgar­cito jamás robó al Ogro, que a decir verdad, no ha­bía tenido escrúpulos en quitarle las botas de siete leguas, porque él sólo las utilizaba para correr de­trás de los niños.
Estas gentes aseguran saberlo de buena tinta, e incluso por haber comido y bebido en casa del leña­dor. Aseguran que, cuando Pulgarcito se hubo calza­do las botas del Ogro se fue a la Corte, donde se había enterado de que estaban muy preocupados por un Ejército que estaba a doscientas leguas de allí, y por el resultado de una batalla que se había libra­do. Dicen que fue a ver al Rey y le dijo que si que­ría le traería noticias del Ejército antes de acabar el día.
El Rey le prometió una buena suma de dinero si lo conseguía. Pulgarcito trajo noticias aquella mis­ma tarde y, habiéndose dado a conocer por aquel primer encargo, ganaba todo lo que quería, pues el Rey le pagaba perfectamente bien por llevar sus ór­denes al Ejército, y un sinfín de damas le daban todo lo que quería por tener noticias de sus aman­tes, y de ahí sacó sus mejores ganancias.
Había algunas mujeres que le encargaban cartas para sus maridos, pero le pagaban tan mal y supo­nía tan poco que no se dignaba tener en cuenta lo que ganaba por ese lado.
Después de haber hecho durante algún tiempo el oficio de correo, y de haber amasado una buena for­tuna, volvió a casa de su padre, donde no es posible imaginar lo que se alegraron de volver a verlo. Aco­modó a toda su familia. Compró cargos de nueva creación para su padre y para sus hermanos, y por ahí los fue colocando a todos, y al mismo tiempo él se situó perfectamente en la Corte.

MORALEJA

Nadie se aflige por tener muchos hijos, cuando to­dos son guapos, apuestos y de buena figura y con un exterior brillante; mas, si uno de ellos es débil y no dice ni palabra, se te desprecia, se burla uno de él y se le escarnece; a veces, sin embargo, este pobre ne­cio es el que logra la felicidad de toda la familia.

1.026. Perrault (Charles) - 074

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