Nacida en la Misión San Pedro ;
muerta en Hurdy-Gurdy
a los cuarenta y siete años
a los cuarenta y siete años
El Infierno
está lleno de gente así
Como
deferencia a la piedad del lector y a los nervios del fastidioso grupo de ambos
sexos que comparten los nervios de la señora Porfer , no
nos referiremos a la dolorosa impresión producida por esa inusual inscripción,
salvo para decir que la capacidad de elocuencia del señor Porfer no había
encontrado nunca antes un reconocimiento tan espontáneo y abrumador.
El siguiente
objeto que recompensó al necrófago de la tumba fue una maraña larga de cabellos
negros manchados de barro: pero recibió poca atención porque rompió el ambiente
anterior. De pronto, con una breve exclamación y un gesto de excitación, el
joven desenterró un fragmento de roca grisácea y, tras inspeccionarlo
presurosamente, se lo entregó al señor Porfer. Cuando la luz del sol cayó sobre
él lanzó unos destellos amarillos: estaba recubierto de puntos brillantes. El
señor Porfer lo cogió, inclinó la cabeza sobre él un momento y lo arrojó
descuidadamente con un solo comentario:
-Piritas de
hierro: el oro del loco.
El joven del
descubrimiento quedó por lo visto un poco desconcertado.
Entretanto la señora Porfer ,
incapaz de soportar ya aquel desagradable asunto, había vuelto junto al árbol y
se había sentado sobre sus raíces. Mientras se arreglaba de nuevo una trenza de
dorados cabellos que se había salido de su lugar, atrajo su atención lo que
parecía ser, y era realmente, un fragmento de un abrigo viejo. Mirando a su
alrededor para asegurarse de que un acto tan impropio de una dama no fuera
observado, metió la enjoyada mano en el bolsillo delantero que estaba a la
vista y sacó una cajita mohosa. Sus contenidos eran los siguientes:
Un puñado de
cartas en cuyo matasellos figuraba «Elizabethtown, New jersey».
Un rizo de
cabello rubio atado con una cinta. Una fotografía de una hermosa joven.
Otra de la
misma, pero singularmente desfigurada. Un nombre en el dorso de la fotografía:
«Jefferson Doman».
Unos momentos
después, un grupo de ansiosos caballeros rodeaba a la señora Porfer
mientras seguía sentada e inmóvil al pie del árbol, con la cabeza caída hacia
adelante, aferrando con los dedos una fotografía aplastada. Su marido le
levantó la cabeza, descubriendo un rostro fantasmal-mente blanco salvo la larga
cicatriz, conocida por todos sus amigos, que ningún arte podía ocultar, y que
atravesaba ahora la palidez de su semblante como una maldición visible.
Mary Matthews
Porfer tenía la mala suerte de estar muerta.
Cuentos de civiles
1.007.1 Ambrose Bierce - 073
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