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viernes, 26 de diciembre de 2014

Manuelita murphy

Nacida en la Misión San Pedro; muerta en Hurdy-Gurdy
a los cuarenta y siete años
El Infierno está lleno de gente así

Como deferencia a la piedad del lector y a los nervios del fastidioso grupo de ambos sexos que comparten los nervios de la señora Porfer, no nos referiremos a la dolorosa impresión producida por esa inusual inscripción, salvo para decir que la capacidad de elocuencia del señor Porfer no había encontrado nunca antes un reconocimiento tan espontáneo y abrumador.
El siguiente objeto que recompensó al necrófago de la tumba fue una maraña larga de cabellos negros manchados de barro: pero recibió poca atención porque rompió el ambiente anterior. De pronto, con una breve exclamación y un gesto de excitación, el joven desenterró un fragmento de roca grisácea y, tras inspeccionarlo presurosamente, se lo entregó al señor Porfer. Cuando la luz del sol cayó sobre él lanzó unos destellos amarillos: estaba recubierto de puntos brillantes. El señor Porfer lo cogió, inclinó la cabeza sobre él un momento y lo arrojó descuidadamente con un solo comentario:
-Piritas de hierro: el oro del loco.
El joven del descubrimiento quedó por lo visto un poco desconcertado.
Entretanto la señora Porfer, incapaz de soportar ya aquel desagradable asunto, había vuelto junto al árbol y se había sentado sobre sus raíces. Mientras se arreglaba de nuevo una trenza de dorados cabellos que se había salido de su lugar, atrajo su atención lo que parecía ser, y era realmente, un fragmento de un abrigo viejo. Mirando a su alrededor para asegurarse de que un acto tan impropio de una dama no fuera observado, metió la enjoyada mano en el bolsillo delantero que estaba a la vista y sacó una cajita mohosa. Sus contenidos eran los siguientes:
Un puñado de cartas en cuyo matasellos figuraba «Elizabethtown, New jersey».
Un rizo de cabello rubio atado con una cinta. Una fotografía de una hermosa joven.
Otra de la misma, pero singularmente desfigurada. Un nombre en el dorso de la fotografía: «Jefferson Doman».
Unos momentos después, un grupo de ansiosos caballeros rodeaba a la señora Porfer mientras seguía sentada e inmóvil al pie del árbol, con la cabeza caída hacia adelante, aferrando con los dedos una fotografía aplastada. Su marido le levantó la cabeza, descubriendo un rostro fantasmal-mente blanco salvo la larga cicatriz, conocida por todos sus amigos, que ningún arte podía ocultar, y que atravesaba ahora la palidez de su semblante como una maldición visible.
Mary Matthews Porfer tenía la mala suerte de estar muerta.



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1.007.1 Ambrose Bierce - 073







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