Al valiente, no hay obstáculo que
le detenga. El valiente pasa por el agua y el fuego y sale más fuerte todavía.
Al valiente, al audaz, le recuerda la gente mucho tiempo. El padre le cuenta al
hijo las hazañas del valiente.
Sucedió esto hace mucho tiempo. Los
nivjos todavía tallaban entonces puntas de piedra para sus flechas. Los nivjos
todavía pescaban entonces con anzuelos de madera. Las marismas del Amur, el Mar
Pequeño, se llamaban todavía Lia-eri.
Entonces había una aldea a la
orilla misma del río Amur. Vivían allí unos nivjos, ni bien ni mal. Cuando
abundaban los peces, los nivjos estaban bien comidos, contentos, y cantaban
canciones. Cuando había pocos peces, los nivjos callaban, fumaban musgo y se
apretaban más los cinturones. Conque una primavera ocurrió lo siguiente.
Estaban los hombres y los muchachos
en la orilla, contemplando el agua, fumando sus pipas y remendando las redes,
cuando vieron que algo flotaba en el río. Eran cinco, seis o quizá diez troncos.
Se conoce que una tormenta había derribado los árboles, y el agua de la crecida
los había juntado, tan apretados que no había manera de separarlos. Luego
fueron recubriéndose de tierra y empezó a crecer hierba. Era una isla entera
-un jovij, lo que flotaba. Y vieron los nivjos que en aquella isla estaba
hincada una pértiga a medio cepillar, con virutas rizadas colgando en algunos
sitios y susurrando al viento. Y también ondeaba al aire un trapo rojo atado a la pértiga. Dijo el
viejo nivjo Pletún:
-Alguien navega en ese jovij. La
pértiga de las virutas ha sido plantada allí como protección contra el mal de
ojo. El que sea necesita ayuda.
En esto oyeron los nivjos el llanto
de un niño. De un niño que lloraba desconsoladamente. Y dijo Pletún:
-En ese jovij navega un niño. Se
conoce que no tiene a nadie. O algunas malas gentes han matado a todos sus
familiares o la muerte negra, la viruela, se los llevó a todos. Una madre no
abandona a su hijo sin razón. La de éste le montó en el jovij y le mandó en
busca de buenas gentes.
El jovij se acercaba. El llanto se
oía más fuerte.
-¿Cómo no ayudar a un ser humano?
-dijo Pletún.
Los muchachos lanzaron una cuerda
con un anzuelo de madera, engancharon el jovij y tiraron de él hacia la orilla. Se encontraron
con un niño allí tendido, muy blanquito, regordete, con los ojos negros
brillando como estrellitas y el rostro ancho igual que la luna llena. En las
manos tenía una flecha y un remo.
Nada más verle, Pletún dijo que el
niño sería un hombre muy fuerte, ya que desde la cuna empuñaba una flecha y un
remo, y no temería ni a los enemigos ni al trabajo.
-Le tendré por hijo mío -dijo
Pletún. Le daré un nombre nuevo. Se llamará Azmún.
Los nivjos tomaron a Azmún en
brazos para llevarlo a casa de Pletún. Pero, ¿qué estaba ocurriendo?... El niño
pesaba más a cada paso.
-Oye, Pletún -le dijeron al viejo:
tu hijo está creciendo en nuestros brazos. ¡Mira!
-¿Cómo no va a crecer en su terruño
y en brazos de amigos? -replicó Pletún. La tierra natal le da fuerzas al
hombre.
Y bien decía Pletún que la tierra
natal da fuerzas, porque Azmún creció mientras caminaban hacia la casa del
viejo: los muchachos le llevaron en brazos hasta el umbral, pero allí se tiró
al suelo y, en pie, cedió el paso a los mayores y entró el último en la casa.
«¡Oh, oh! -pensó Pletún contemplando
a su nuevo hijo. Este chico hará buenas cosas en la vida, ya que primero piensa
en los demás y luego en sí mismo.»
Azmún ofreció asiento a su padre
adoptivo en la yacija, se inclinó delante de él y dijo:
-Siéntate, padre. A tus años
estarás fatigado. Descansa.
Tomó unas redes, tomó un remo.
Llegó a la orilla. Una
barca se deslizó ella sola hasta el agua. Entonces Azmún subió a la barca,
arrojó el remo hacia la popa y el remo empezó a moverse en dirección al centro
del río. La barca comenzó a bogar. Azmún lanzó una red al agua. Tiró de la red
y la sacó con muchos peces. Volvió a su casa y repartió el pescado entre las
mujeres. Aquel día, todos comieron pescado en la aldea. Pero Azmún
le dijo a su padre adoptivo:
-En este lugar hay pocos peces,
padre.
Le contestó Pletún:
-Los peces no han llegado hasta
aquí. El Amur no trae peces.
-Hay que pedírselos, padre. ¿Cómo van a vivir los
nivjos sin pescado?
Antes, siempre le pedían peces al
río y le daban de comer al Amur para que él trajera peces.
Conque fueron a darle de comer al
Amur.
Salieron en muchas barcas. Se
pusieron sus mejores ropas de piel de foca moteada y las pellizas negras de
perro. Mientras remaban, iban cantando hermosas canciones. Llegaron al centro
del Amur.
Pletún tomó legumbres secas
hervidas, tomó yukola, tomó carne de
alce, y todo lo lanzó al Amur diciendo:
-Las buenas gentes te piden que
traigas peces, que traigas muchos peces buenos, que traigas peces de todas
clases. Aquí te damos la yukola con que alimentamos a nuestros perros, porque
no tenemos nada más. ¡Pasamos hambre! La piel del vientre se nos ha pegado al
espinazo. ¡Ayúdanos, y nosotros no te olvidaremos!
Azmún lanzó la red al agua y sacó
muchos peces. Los nivjos se pusieron tan contentos, pero Azmún frunció el ceño.
-Una vez, es sólo cuestión de
suerte -dijo.
Lanzó la red una segunda vez y sacó
menos peces. Azmún frunció el ceño. Lanzó la red por tercera vez y sacó ya los
últimos peces. Luego, ningún nivjo sacó ya nada por mucho que se empeñaron. A
la cuarta vez que lanzó Azmún su red, la sacó vacía.
Los nivjos se pusieron muy tristes.
Encendieron sus pipas.
-Nos llegó la hora de morir
-decían.
Ordenó Azmún que todos los peces
fueran llevados a un cobertizo para repartirlos poco a poco entre todos.
Pletún se echó a llorar y le dijo a
Azmún:
-Al tomarte por hijo, pensé que te
daba una vida nueva. Pero no tenemos pescado. ¿Qué vamos a comer? Nos moriremos
todos de hambre. ¡Márchate, hijo mío! Debes seguir otro camino. Márchate de
nuestro lado y deja nuestra desdicha en nuestro umbral.
Azmún se puso a pensar. Encendió la
pipa de su padre. Tanto fumó, que habría podido llenar tres cobertizos con el
humo que echó. Estuvo pensando mucho rato. Luego dijo:
-Iré a ver a Tair-nadz, el Anciano
del Mar. Si no hay peces en el Amur es que el Amo se ha olvidado de los nivjos.
Se asustó Pletún porque ningún
nivjo había ido a ver al Amo del Mar. Nunca había sucedido eso. ¿Cómo iba a
bajar un simple hombre al fondo del mar a ver a Tair-nadz?
-¿Serás capaz de hacer ese camino? -preguntó
el padre.
Pegó Azmún con el pie contra el
suelo, y tanta era su fuerza que se hundió en la tierra hasta la cintura. Pegó con el
puño en una roca, y la roca se agrietó y de la grieta fluyó un manantial. Guiñó
un ojo, miró hacia un monte lejano y dijo:
-Al pie de aquel monte hay una
ardilla que tiene una avellana entre los dientes, pero no puede partirla. Yo la
ayudaré.
Tomó Azmún un arco, puso una
flecha, tensó la cuerda y soltó la flecha. La flecha salió volando, pegó en la
avellana que tenía la ardilla entre los dientes, la partió por la mitad y no
rozó siquiera a la ardilla.
-Seré capaz de hacer ese camino
-afirmó Azmún.
Conque hizo Azmún sus preparativos.
Se metió debajo de la ropa, junto al corazón, un puñado de tierra del Amur en
una bolsita, tomó un cuchillo y un arco con flechas, tomó una cuerda con un
anzuelo en el extremo y un kun-gaj-kei, una lámina de hueso, para tocar si se
aburría por el camino.
Le prometió a su padre enviarle muy
pronto noticias. Dijo que, hasta su regreso, se diera de comer a todos con el
pescado que él había sacado del Amur.
Y se marchó.
Llegó hasta la orilla del mar.
Hasta el Mar Pequeño. Vio a una foca que le miraba con los ojos muy abiertos.
Estaba casi muerta de hambre.
Le gritó Azmún:
-¡Eh, vecina! ¿Queda mucho para
llegar donde el amo? -¿De qué amo hablas?
-De Tair-nadz, el Anciano del Mar.
-Si es al del mar, búscale en el
mar -contestó la foca.
Azmún siguió su camino. Llegó hasta
el Mar de Ojotsk, el Pilkerkj como le llamaban entonces. Allí estaba el mar,
delante de él, hasta el infinito. Encima revoloteaban las gaviotas y gritaban
los cormoranes. Las olas iban y venían. El cielo gris, sobre el mar, estaba
cubierto de nubes. ¿Dónde habría que buscar allí al Amo? ¿Cómo llegar hasta él?
Ni siquiera había a quién preguntar. Miró Azmún a su alrededor... ¿Qué hacer?
Les gritó a las gaviotas:
-¡Eh, vecinas! ¿Hay buena pesca?
Porque la gente se muere de hambre...
-¿Pesca? -contestaron las gaviotas.
¿No ves que apenas si podemos agitar las alas? Hace mucho tiempo que no vemos
ni un pez. Pronto nos llegará el fin. Se conoce que el Anciano del Mar se ha
dormido y no atiende a sus obligaciones.
Dijo Azmún:
-Yo voy a verle, vecinas. Sólo que
no conozco el camino... Dijeron las gaviotas:
-Allá lejos, en el mar, hay una
isla. Y de esa isla sale humo. Porque no es una isla, sino el tejado de la
yurta de Tair-nadz y el humo es el de su pipa, que sale por la chimenea. Nosotros
no hemos llegado nunca hasta allí, ni nuestros padres tampoco llegaron, pero se
lo hemos oído decir a los pájaros migratorios. No sabemos cómo se puede llegar hasta
allí. Pregúntaselo a las orcas.
-Bueno -dijo Azmún.
Echó a andar por la orilla del mar.
Anduvo mucho tiempo. Ya cansado, se sentó en la arena, entre las rocas, se
agarró la cabeza entre las manos y se puso a pensar. Piensa que te piensa, se
quedó dormido. De pronto oyó entre sueños ruido de gente en la orilla. Azmún abrió
los ojos...
Vio a unos muchachos que jugaban en
la orilla: daban carreras, luchaban agarrándose de los cintos, saltaban unos
por encima de los otros, esgrimían sus sables corvos... En esto llegaron unas
focas a la orilla. Los
muchachos se pusieron a pegarles con sus sables. A cada sablazo quedaba tendida
una foca. «¡Eh! –pensó Azmún. Me vendría bien un sable como ése.» Se fijó Azmún
y vio unas barcas aguje-readas en la orilla...
Los muchachos empezaron a luchar.
Tiraron sus sables en la
arena. Luego se enzarzaron, se pusieron a gritar, a regañar.
Estaban como ciegos. Azmún aprovechó aquel momento, lanzó su cuerda con el
anzuelo, enganchó un sable y fue tirando de él poco a poco. Lo probó con un
dedo. Estaba bien afilado.
Los muchachos dejaron de pelear.
Fueron a recoger sus sables, pero uno no encontró el suyo. Dijo el muchacho
llorando:
-ÍOy-ya-ja! ¡Buena me va a dar el
Amo! ¿Cómo me presento ahora al Anciano, qué le digo?
«¡Oh, oh! -pensó Azmún. Estos
muchachos conocen al Anciano. Serán de la aldea del mar.»
Siguió donde estaba, sin moverse.
Los muchachos andaban buscando el
sable. Nada, que no lo encontraban. El que lo había perdido corrió al bosque
por si se le había caído allí. Los demás echaron las barcas al mar y se
montaron en ellas. Sólo quedó una en la orilla.
Azmún corrió detrás de aquellos
muchachos. Echó al agua la barca que quedaba mirando hacia dónde iban los
muchachos. Bogaban mar adentro. Azmún se metió en la barca y remó también. De
pronto, se quedó pasmado. Las barcas y los muchachos habían desaparecido. En el
mar se veían únicamente unas cuantas orcas que nadaban dejando asomar sus
aletas como sables y en las aletas llevaban ensartados trozos de carne de foca.
En esto notó Azmún que su barca se
movía. Se fijó Azmún, y vio que no iba montado en una barca, sino sobre el lomo
de una orca. Entonces cayó en la cuenta de que no eran barcas lo que había en
la orilla, sino pieles de foca; de que no eran muchachos los que esgrimían sus
sables, sino orcas, y de que aquellos sables no eran sables sino las aletas
dorsales de las orcas. «Bueno -se dijo Azmún. Al fin y al cabo, voy acercándome
al Anciano.»
No sé si Azmún pasó mucho tiempo
así en el mar, pues no me lo contó, pero el caso es que en ese tiempo le creció
el bigote.
En esto divisó Azmún delante de él
una isla que parecía el tejado de una yurta. La isla tenía en la cumbre un
agujero y por aquel agujero salía humo. «Se conoce que allí vive el Anciano»,
se dijo Azmún. Puso entonces Azmún una flecha en su arco y la soltó para que
llegara donde su padre...
Las orcas llegaron nadando hasta la
isla, saltaron a la orilla, pegaron una voltereta y se convirtieron en
muchachos. En las manos tenían trozos de carne de foca.
Pero la orca que había llevado a
Azmún sobre su espalda se volvió al mar. ¡No podía regresar a casa sin su
sable! Azmún se cayó al agua y por poco se ahoga.
Al ver los muchachos que Azmún
braceaba en el agua, corrieron a ayudarle. Pero cuando Azmún estuvo ya en
tierra firme le miraron extrañados.
-Oye, ¿tú quién eres? ¿Cómo has
llegado hasta aquí?
-¿Es que no me reconocéis?
-contestó Azmún. Me quedé un poco rezagado buscando el sable. Aquí está, ¿no lo
veis?
-Es tu sable, sí. Pero, ¿por qué
estás tan cambiado? Dijo Azmún:
-He cambiado del susto que me llevé
cuando perdí el sable. Todavía me dura. Iré donde el anciano para que me
devuelva mi antiguo aspecto.
-El Anciano duerme -contestaron los
muchachos. ¿No ves que sale un poco de humo?
Los muchachos se fueron a sus
yurtas. Dejaron a Azmún solo.
Azmún se puso a trepar al monte.
Había subido hasta la mitad cuando vio un campamento. En aquel campamento no
había más que muchachas. Le atajaron el camino a Azmún sin dejarle seguir.
-El Anciano está dormido y ha dicho
que no le molesten...
-Rodearon a Azmún, haciéndole
arrumacos: ¡No vayas donde Tair-nadz! Quédate con nosotras. Toma a una por
esposa y verás qué bien vives.
Eran unas muchachas preciosas, a
cuál más bonita. Tenían los ojos límpidos, el rostro muy lindo, el talle
flexible, las manos ágiles... Tan hermosas eran que Azmún llegó a pensar si no
le convendría, efectivamente, tomar a una de ellas por esposa.
La tierra del Amur que llevaba
junto a su corazón se agitó entonces. Azmún recordó que no había llegado hasta
allí en busca de esposa, pero no podía desprenderse de las muchachas. Se le
ocurrió sacar un collar que llevaba también escondido y tirarlo al suelo.
Las muchachas se lanzaron a recoger
las cuentas y entonces vio Azmún que aquellas muchachas tenían aletas en lugar
de pies, que no eran muchachas, sino focas.
Mientras las muchachas recogían las
cuentas, Azmún llegó hasta arriba del monte. Dejó caer la cuerda por el agujero
que había en lo alto, enganchó el anzuelo en la cresta del monte y se deslizó
por la cuerda hacia abajo. Cuando llegó al fondo se encontró en casa del
Anciano del Mar.
Se pegó un buen golpe al caer. Miró
a su alrededor. Todo era igual que en casa de un nivjo: las yacijas, el hogar,
las paredes, las pértigas que formaban el armazón de la yurta... Sólo que
todo estaba cubierto de escamas de pescado. Y por las ventanas no se veía el
cielo, sino el agua.
Por las ventanas se veía moverse el
agua, se veía el ir y venir de las olas y entre las olas se mecían las algas
marinas como árboles extraños. Por delante de las ventanas pasaban peces que ningún
nivjo podría comerse nunca: con unos dientes y unos pinchos tremendos, capaces
de tragarse a cualquiera.
El Anciano estaba acostado y dormía
sobre una yacija con los cabellos grises esparcidos encima de la almohada. Tenía la
pipa en la boca, casi apagada, echando un hilillo de humo que subía hacia el
agujero del techo. Azmún le tocó con la mano. Nada , que el Anciano no se despertaba.
Azmún se acordó entonces de su
kun-gaj-kei, la lámina de hueso que solía tocar. La sacó del pecho, se la puso
entre los dientes y empezó a pegar en ella con los dedos. Y el kun-gaj-kei
empezó a sonar, unas veces como el piar de un pájaro, otras como el canto de un
arroyo o el zumbido de una abeja...
Tair-nadz nunca había oído nada
semejante. ¿Qué sería? Rebulló, se incorporó, se frotó los ojos y se sentó
sobre sus talones con las piernas encogidas. Era tan grande como un arrecife.
Tenía una cara bondadosa y unos bigotes colgantes como los de un siluro. Sobre
su piel, las escamas tenían reflejos nacarados. Sus ropas estaban hechas de
algas marinas... Vio a un muchachito que, comparado con él, era un eperlano frente a un esturión. Tenía en la boca un extraño objeto del que arrancaba unos
sonidos tan agradables, que a Tair-nadz se le alegró el corazón y al instante
se despabiló. Volvió el rostro bondadoso hacia Azmún, guiñó los ojos y
preguntó:
-¿Cómo te llamas y a qué pueblo
perteneces?
-Me llamo Azmún y soy del pueblo de
los nivjos.
-Los nivjos viven en la Tro-mif, en
la isla de Sajalin, y en Lia-eri. ¿Cómo
has llegado tan lejos, hasta estas aguas y tierras nuestras?
Refirió Azmún las calamidades que
estaban pasando los nivjos, saludó al Anciano y dijo:
-Ayuda a los nivjos, padre. Envíales
peces. Los nivjos se mueren de hambre, padre. Por eso me han enviado a pedirte
ayuda.
Tair-nadz se puso colorado de
vergüenza y dijo:
-¡Que contrariedad! Me eché a
descansar y me quedé dormido. Te agradezco que me hayas despertado.
Tair-nadz metió la mano debajo de la yacija. Azmún vio
que había allí un balde muy grande y, en el balde, una enorme cantidad de
peces: salmones de todas las especies, kalugas, esturiones, truchas...
Junto al balde estaba tirado un
pellejo. Tair-nadz echó peces en el pellejo hasta llenarlo una cuarta parte,
abrió la puerta y arrojó los peces al mar diciendo:
-¡Id donde los nivjos de Tro-mif!
¡Pronto, pronto! iY dejaos pescar bien en primavera!
-Padre -rogó Azmún: no les
escatimes peces a los nivjos. Tair-nadz frunció el ceño.
Azmún se asustó. «¡Lo he echado
todo a perder! -pensó. El Anciano se ha enfadado.»
Pero, al acordarse de su padre, se
irguió y miró cara a cara a Tair-nadz. El Anciano sonrió.
-A otro no le hubiera perdonado que
se metiera en mis asuntos; pero a ti te perdono porque veo que no te preocupas
por ti, sino por los demás. Sea lo que tú quieres.
Tair-nadz arrojó al mar medio
pellejo más de peces de toda clase.
-A las marismas del Amur, a Tro-mif
es adonde debéis ir. iY dejaos pescar bien en otoño!
Azmún se inclinó respetuosamente
delante de él.
-Padre: yo soy pobre y no tengo
bienes para pagarte. Pero acepta mi kun-gaj-kei como regalo.
Le dio a Tair-nadz su lámina de
hueso y le enseñó a tocarla.
Y el viejo, precisamente, estaba
deseando tomarla en sus manos. De tanto como le había gustado, no podía apartar
los ojos de ella.
Encantado, Tair-nadz se llevó la
lámina a la boca, la apretó entre los dientes y se puso a tocar.
Y el kun-gaj-kei empezó a sonar
unas veces como el viento sobre el mar, otras como la marea, como el rumor de
los árboles, como el piar de los pájaros al amanecer... Le entró tanta alegría
a Tair-nadz con la música que se puso a ir y venir, a bailar. La casa se
estremeció y por las ventanas pudo verse que se encrespaban las olas, que se
desprendían las algas marinas: había estallado una tempestad en el mar.
Viendo Azmún que Tair-nadz no se
ocupaba ya de él, empuñó su cuerda y trepó por ella. Mientras subió, se desolló
todas las manos porque, durante el tiempo que había pasado con el Anciano, la
cuerda se había recubierto de moluscos.
Por fin salió y miró a su
alrededor.
Las muchachas-focas seguían
rebuscando las cuentas del collar, repartiéndoselas, regañando. Ni se acordaban
de sus casas y las puertas se habían recubierto de musgo.
Azmún llegó a la aldea de abajo.
Estaba desierta, pero en el mar se veían, a lo lejos, las aletas de las orcas
que iban empujando los peces hacia las orillas de Pil-kerkj, hacia las orillas
de Lia-eri, hacia el Amur.
Estaba preguntándose Azmún cómo
podría volver a su casa, cuando vio en el cielo un arco iris que con un extremo
tocaba la isla y con el otro la Tierra Grande.
El mar seguía encrespado, con
grandes olas coronadas de espuma: eso era que Tair-nadz continuaba bailando en
su yurta.
Azmún trepó al arco iris. Le costó
mucho trabajo y se puso perdido de pintura: tenía la cara verde, las manos
amarillas, el vientre rojo, las piernas azules... En fin, subió mal que bien y
echó a correr por el arco iris hacia la Tierra Grande ,
tropezando, hundiéndose en los colores, casi a punto de caerse. Miró hacia
abajo y vio que el mar estaba negro de peces. ¡Los nivjos tendrían comida!
Se terminó el arco iris.
Azmún saltó al suelo y vio sentado
en la orilla, junto a una barca, al muchacho-orca cuyo sable se había llevado
él. Azmún le reconoció y le devolvió el sable.
-Gracias -dijo el muchacho al
empuñar de nuevo el sable. Ya pensaba que no volvería a ver mi casa nunca en la vida... No olvidaré tu
bondad y, en pago, empujaré los peces hasta el mismo río Amur. Porque no te
guardo rencor: ahora sé que no lo hacías por ti, sino por los demás.
Pegó una voltereta, se convirtió en
orca, se puso el sable de aleta y se marchó nadando mar adentro.
Se dirigió Azmún hacia Pil-kerkj,
llegó al Mar Grande y se encontró con las gaviotas y los cormoranes que le
gritaron:
-¡Eh, vecino! ¿Estuviste donde el
Anciano?
-¡Sí! -contestó Azmún. Pero no me
miréis a mí, mirad hacia el mar.
Por el mar llegaban tantos peces
que parecía hervir el agua. Las gaviotas se lanzaron a pescar peces y a
engordar a ojos vistas.
Azmún continuó su camino. Cruzó el
Lia-eri, llegó al Amur y vio a la foca casi sin vida. Le preguntó la foca:
-¿Estuviste donde el Anciano?
-¡Sí! -contestó Azmún. Pero no me
mires a mí, mira hacia el Lia-eri...
Los peces subían por las marismas,
y eran tantos que parecía hervir el agua. La foca se lanzó a pescar peces. Se
puso a comer peces y a engordar a ojos vistas...
Y Azmún seguía adelante. Llegó
hasta su aldea. Estaban los nivjos a la orilla del río Amur, medio muertos: ya
no les quedaba musgo que fumar ni un pececillo que comer.
Salió Pletún a recibir a su hijo a
la puerta de su casa. Le besó en ambas mejillas y preguntó:
-¿Estuviste donde el Anciano, hijo
mío?
-No me mires a mí, padre. Mira
hacia el Amur -contestó Azmún.
El agua del Amur parecía hervir de
tantos peces como habían llegado. Azmún lanzó su jabalina hacia el banco de
peces, y ni siquiera se hundió en el agua, sino que fue acercándose, arrastrada
por los peces.
-¿Crees que habrá bastantes peces,
padre mío?
-¡Sí!
Desde entonces, los nivjos viven
bien: no les faltan peces en primavera ni en otoño.
Mucha gente ha sido olvidada desde
aquellos tiempos... Pero hasta hoy vive el recuerdo de Azmún y de su
kun-gaj-kei.
Cuando el mar se agita y las olas
rompen contra las rocas de la orilla, cuando las crestas de espuma susurran
sobre el agua, en el silbido del viento marino se escucha unas veces el grito
de las aves y otras el rumor de los árboles... Es el Anciano del Mar que toca
el kun-gaj-kei y baila en su casa del fondo del mar para no dormirse...
1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074
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