Lo peor que le puede suceder a un
hombre es ser holgazán y envidioso...
Erase un anciano que vivía en una
aldea. Tenía un hijo llamado Ulendá. Era un muchacho muy cabal: ancho de
hombros, fuerte, bien parecido, sabiendo hablar... Pero tenía el defecto de que
no le gustaba trabajar. No quería hacer nada...
¿Que salía de caza a la taigá? En
cuanto veía un lecho de musgo se tumbaba a dormir. ¿Que el padre le mandaba a
pescar? Se sentaba en la orilla y se pasaba el día entero mirando el agua sin
moverse. ¿Que le mandaba su padre a cuidar de los renos? Ulendá se sentaba en
un tocón, levantaba la cabeza y se ponía a contar las nubes. Y todos los renos
se desmandaban.
Conque resultaba que, con todos sus
años, el padre tenía que buscar el sustento para él y para el hijo.
El viejo estaba muy apenado: todos
los demás hijos alimentaban a sus padres en señal de respeto y únicamente
Ulendá vivía a expensas suyas.
Fue el padre a ver al zanguín, al
juez, y le rogó:
-¡Ayúdame, sabio zanguín! No puedo
seguir alimentando a un hijo que ya es un hombre. ¡Ya no tengo fuerzas! ¿Qué
podría hacer? Aconséjame.
El zanguín se quedó pensando mucho
rato; tanto, que se fumó cien pipas de tabaco mientras pensaba. Luego dijo:
-Un hijo holgazán es peor que una
piedra al cuello. El arco no dispara si la cuerda está mojada. Hay que cambiar la cuerda. Lo que tú
necesitas es otro hijo.
-¡Estoy tan viejo! -se lamentó el
anciano. ¿Cómo voy a tener otro hijo?
Y le dijo el zanguín:
-Ve mañana a la taigá. Allí verás un
abedul de hierro que crece entre dos olmos. Corta el abedul, porque en ese
abedul crece tu hijo menor, meciéndose en su cunita. Críale y será tu sostén.
Conque fue el viejo a la taigá y,
anda que te anda, se encontró efectivamente con un abedul de hierro que crecía
entre dos olmos.
Se puso el viejo a cortar el
abedul. Pegó un golpe, luego otro... Se rompió el hacha y en el abedul no había
hecho ni siquiera una señal. ¡Menudo abedul! Rendido, el viejo se acostó a
descansar un poco y se quedó dormido.
Soñó que se le acercaba un oso y le
decía:
-Aquí a la derecha fluyen dos
riachuelos por una vaguada. Uno tiene el agua blanca y el otro agua roja. Coge
agua roja en una churnashká y echásela al abedul.
Al despertarse, el anciano se levantó
y fue en busca de aquellos riachuelos. Mientras se abría paso por entre los
árboles caídos, se hizo jirones la ropa: el ropón, los pantalones, los unti...
Bajó a una vaguada y,
efectivamente, por allí corrían dos riachuelos. El anciano cogió agua roja de
uno de ellos y volvió para atrás.
Llegó al abedul y lo salpicó con el
agua roja.
De nuevo intentó cortar el abedul.
Al primer hachazo que descargó, el abedul se estremeció y cayó al suelo.
Vio entonces el anciano que en el
sitio donde partía la primera rama había una cunita. En la cunita estaba
acostado un niño. Un niño que no era más grande que una aguja de hueso. Tenía
el rostro redondo como la luna y los ojitos negros brillantes como dos cuentas.
-¡0y-ya-ja! -se lamentó el anciano.
¡Mucho tendré que esperar hasta que este hijo adoptivo crezca y pueda
mantenerme!
Pero el niño del abedul dijo en
respuesta:
-Padre, no cuentes los pasos al
comenzar el camino.
El anciano se echó a la espalda,
por encima del hombro, la cuna con el hijo dentro y echó a andar hacia su casa.
Fue andando, andando, hasta que
notó algo raro. ¿Qué ocurría? La cuna pesaba más a cada paso. Antes de llegar a
la aldea le dolía ya tanto el hombro al anciano que dejó la cuna en el suelo.
No tenía fuerzas para seguir cargado con ella. Pero entonces vio que la cuna se
había vuelto grande, grandísima. Y el niño del abedul había crecido mucho.
Saltó de la cuna, se inclinó ante el anciano y dijo:
-Gracias, padre, por haberme
ayudado a crecer. Echaron a andar juntos.
El anciano le puso de nombre
Kalduká a su hijo menor.
Así fueron viviendo los tres: el
anciano, Ulendá y Kalduká.
Antes de que el anciano pudiera
darse cuenta, Kalduká era ya tan alto como Ulendá. Fuerte, ágil, trabajaba por
los tres.
¿Que se ponía a competir con
cualquiera en la lucha con pértigas? En un abrir y cerrar de ojos había dejado
al adversario desarmado. El rebaño de renos tenía ahora el doble de reses. En
la casa sobraba la yukola.
En cuanto a las pieles, tenían para su uso y aún les quedaban
para vender.
Ulendá, en cambio, seguía igual.
Cuanto más tiempo pasaba tumbado, más holgazán se volvía. Y su pereza aumentaba
tanto, que ni cabía ya en la casa...
El anciano tenía dos águilas: una
con el pico rojo y otra con el pico negro. Cada otoño recogía las plumas que se
les caían a las águilas de la
cola. Hasta entonces, el anciano le daba a Ulendá las plumas
del águila de pico rojo. Pero cuando su hijo Kalduká se convirtió en el sostén
de la casa, el anciano se las dio a él diciendo:
-Kalduká es quien me mantiene.
Conque a él hay que considerarle el mayor.
Ulendá no protestó, se tragó la
afrenta, pero le guardó rencor a Kalduká. Se puso a pensar en cómo podría
vengarse del niño del abedul, en cómo podría perjudicarle. Y era tal su rencor
que pudo más que la pereza.
Ulendá comenzó a robarle a Kalduká
las presas que caían en sus trampas. Ulendá comenzó a robarle a Kalduká los
peces que caían en sus redes.
Kalduká fue a ver al zanguín.
-Ayúdame a encontrar al ladrón,
sabio juez -le rogó.
-¿Cómo se puede encontrar a un
ladrón siendo uno de los suyos?
Sin embargo, el zanguín encendió
una hoguera, y acercó un gato a las llamas para que se chamuscara. El gato
empezó a maullar con el hocico torcido. Dijo el zanguín:
-Que al ladrón se le ponga la cara
torcida como a este gato. Hágase todo como mandan nuestras leyes, y tú mismo
descubrirás al ladrón.
Kalduká marchó a su casa. Encontró
a Ulendá acurrucado en un rincón con la cara envuelta en un trapo.
-¿Qué te ocurre, hermano? -preguntó
Kalduká.
-Nada -contestó Ulendá-. Me duelen
las muelas.
En esto sopló el viento, arrancó el
trapo con que se tapaba Ulendá, y todos pudieron ver que tenía la cara torcida.
Todos vieron que el ladrón era él. Desde entonces le llamaron Ulendá
Caratorcida.
Aumentó el odio de Ulendá, que se
pasaba el día y la noche pensando en cómo perjudicar y hacer daño al hermano
adoptivo. Pero nada podía mientras viviera el anciano.
Pasó el tiempo, el anciano cayó
enfermo y se murió. Le amor-tajaron, le lloraron. El zanguín rompió una
jabalina sobre el cuerpo del anciano. Arrojó los pedazos en direcciones
distintas para que el alma del cazador se separara del cuerpo. Y enterraron al
viejo.
Un día le dijo Ulendá a Kalduká:
-Vamos a la isla, hermano:
recogeremos saranás, encontraremos raíces dulces...
Montaron en una barca. Llegaron a la isla. El hermano menor
fue a buscar saranás y se alejó bastante de la orilla, adentrándose en el
bosque. Ulendá se montó en la barca y se marchó. Abandonó a su hermano en la
isla:
-¡Que se lo coma el ave Kori!
Porque, en aquellos tiempos, vivía
en el monte Jej-tsir el ave Kori, que era tan grande como una nube. Cuando el
ave Kori abandonaba su nido, se hacía la oscuridad porque tapaba el cielo con
sus alas. ¡Pobre del que cayera entre las garras del ave Kori! A esas personas,
nadie las volvía a ver.
Kalduká anduvo un rato por la isla,
volvió a la orilla, pero no encontró a Ulendá. Le llamó, venga a llamarle, pero
él no contestaba. Kalduká se comió unas cuantas raíces dulces y se tumbó a
descansar. Allí tendido, entró en calor y se durmió.
Se puso el sol. El ave Kori remontó
el vuelo desde el monte Jej-tsir y tapó el cielo. Todo se puso oscuro. Agitaba
las alas y hacía el ruido de un aguacero. Resoplaba, y parecía un vendaval.
Kalduká se despertó, asustado y
empuñó el arco.
Pero el ave Kori ya estaba encima
de él, con el pico abierto y los ojos brillantes como dos hogueras.
Kalduká disparó su arco, pero no le
hizo nada porque las plumas del ave eran de hierro. Kori agarró a Kalduká entre
sus garras y le dijo:
-Dime tres adivinanzas. Si las
acierto, morirás. Si no las acierto, te llevaré a tu casa de vuelta.
Kalduká aceptó, después de pensarlo
un poco, y preguntó.
-¿Qué será, ay, que será? Una rana
subida a una roca y no se puede bajar.
Kori se puso a pensar, venga a
pensar, pero no pudo adivinarlo. Dijo entonces Kalduká:
-Es la nariz en la cara.
Kalduká dijo la segunda adivinanza:
-¿Qué será, ay, qué será? Sale de
un sitio, va adonde quiere, pero no dice por qué camino.
Tampoco acertó Kori.
-Es la flecha -le dijo Kalduká.
Y le puso la última adivinanza:
-¿Qué será, ay, qué será? Cien
sobre una almohada, y no se pelean.
Kori no pudo acertar tampoco.
-Las pértigas que forman el tejado
-dijo Kalduká.
Agarró entonces el ave a Kalduká y
echó a volar. No sé cuánto tiempo voló, pero dejó a Kalduká delante de su casa.
Entró Kalduká en su casa. Al verle, Ulendá se puso lívido de miedo, empezó a
temblar.
-El viento me arrastró lejos de la isla. Se levantó una
tormenta tan fuerte que no pude volver.
Kalduká no dijo nada.
Siguieron los hermanos su vida.
Mientras Kalduká cazaba o pescaba, Ulendá Caratorcida estaba acostado. Su
rencor no se aplacaba. Después de pensarlo un tiempo, le dijo a Kalduká:
-Echo de menos a nuestro padre. He
oído decir a la gente que, si se le untan los labios a un muerto con la saliva
de la serpiente Simú ,
el muerto resucita. ¡Qué bueno sería resucitar a nuestro padre!
-¿Y dónde está esa serpiente?
-preguntó Kalduká. ¿Cómo se la puede encontrar?
-Allí donde nace el río Jor
-explicó Ulendá.
Kalduká ensilló un reno, se montó
en él y partió. ¿Quién sabe el tiempo que estuvo en camino? El caso es que, en
ese tiempo, treinta veces crecieron hongos sobre un olmo caído. Por fin llegó
Kalduká. Dejó el reno a la orilla del río, le pegó una palmada y lo convirtió
en árbol. Luego echó a andar y llegó a un campamento.
Vio que allí vivían orochíes, que
eran ulchíes cazadores. Estaban muy tristes. Les preguntó Kalduká a qué se
debía su tristeza. Le contestaron que la serpiente Simú
venía constantemente a su campamento, devoraba a la gente, les prendía fuego a
las yurtas, y no podían librarse de ella.
-¿Cómo puede ser eso? -se extrañó
Kalduká. ¿Es que no puede matarla ninguno de vosotros?
-Lo hemos intentado; pero la
serpiente no hace más que soltar su aliento abrasador, y a la gente se le
paralizan los brazos. Y ya comprenderás que, sin brazos, no se puede hacer
nada.
-Probaré yo -dijo Kalduká después
de pensarlo un poco. A ver si no me ocurre eso...
Afiló su jabalina, afiló su
cuchillo, pidió un caldero de hierro en el campamento y marchó al bosque donde
vivía la serpiente
Simú. Se revistió todo de musgo. Se metió en el río hasta
quedar todo mojado. Recogió resina de los árboles hasta llenar el caldero. Se
puso a pegar con la jabalina en el caldero armando un ruido tremendo. Al oír
Simú aquel ruido, salió de su agujero y se deslizó silbando. Por donde pasaba
la serpiente quedaba una huella roja: era que ardían las piedras y la hierba.
Cuando vio a Kalduká, la serpiente
le echó su aliento ardiente.
Pero el musgo mojado protegió a
Kalduká del fuego. Kalduká tomó impulso y, con todas sus fuerzas, arrojó el
caldero lleno de resina a las fauces de la serpiente. La resina
se derritió del calor y le taponó el gaznate a Simú. La serpiente se retorció y
murió. En lugar de fuego, empezó a salirle espuma blanca por la boca. Kalduká cogió
espuma de aquélla y emprendió el camino de vuelta.
De pronto oyó que los árboles
crujían. La taigá estaba envuelta en humo. Los animales escapaban corriendo y
las aves huían en bandadas.
-¡Ay, qué desgracia, hijito! -le
dijeron los orochíes a Kalduká. Has matado a Simú, pero ahora viene su hermano
Jimú a vengarla. ¡Estamos perdidos!
-¡Calma! -dijo Kalduká. Desgracia
es no tener cabeza sobre los hombros.
Agarró siete calderos de hierro,
los metió uno dentro del otro y él se escondió debajo del primero.
El hijo que nació en un abedul
Llegó Jimú como una tromba,
haciendo retemblar el aire y la tierra. Cuando vio los calderos se lanzó contra
ellos y agujereó seis seguidos con la cabeza, pero no pudo con el último. Al
pegar en él se rompió la
cabeza. Lanzó un resoplido y volvió arrastrándose a la taigá
para morir allí. Kalduká salió entonces de debajo de los calderos. Los orochíes
le rodearon, encantados de que un hombre tan valiente los hubiese librado de la serpiente Simú.
Pidieron a Kalduká que se hermanara
con su linaje, porque querían llamarle hijo. Las muchachas orochíes le miraban:
cualquiera de ellas se habría casado con un muchacho así.
Quédate a vivir con nosotros -decían los ancianos.
-No puedo. Tengo que volver a mi
casa -contestó Kalduká.
Pero le había gustado una muchacha
de aquel campamento. Fue con ella a dar un paseo. Llegaron hasta la orilla del
río. Se sentaron sobre un árbol caído.
-Quisiera que fueras mi esposa y te
vinieras conmigo -le dijo Kalduká a la muchacha.
Pegó Kalduká una palmada en un
árbol, el árbol se convirtió en reno y el reno se lanzó al galope hacia el
campamento de Kalduká.
Ulendá estaba en su casa, cantando,
tan contento de pensar que se había muerto Kalduká. Y en esto se presentó
Kalduká, y con una joven esposa, además.
Ulendá Caratorcida se puso más
rabioso todavía contra su hermano. «¡Me cueste lo que me cueste -se decía-,
acabaré con Kalduká y me quedaré con su mujer!»
Kalduká fue a ver al zanguín y se
lo contó todo. Le contó que había traído saliva de la serpiente Simú para
resucitar a su padre, según quería Ulendá Caratorcida.
Le contestó el zanguín después de
fumarse una pipa.
-Tú, muchacho nacido en un abedul,
no sabes que las personas no nacen dos veces. ¿Para qué molestar al anciano?
Además, que Ulendá no te mandó para eso, sino para que encontraras la muerte.
El zanguín tomó la saliva de la
serpiente y la arrojó al río. El río se agitó, empezó a hervir, a soltar vapor
blanco. Y muchos, muchísimos peces subieron a la superficie panza arriba. Se
habían muerto.
-¿Ves tú? -dijo el zanguín. Con
esta saliva te habría matado a ti Ulendá Caratorcida.
Luego se volvió el zanguín hacia
Ulendá Caratorcida.
-Márchate a la taigá, Ulendá -le
dijo. Tú no amas a las personas y tu sitio no está entre las personas...
Márchate a la taigá. Allí
hay seres que viven solos y allí serás lo que eres en el fondo de tu alma.
Y se marchó Ulendá a la taigá. Mientras
caminaba se cubrió de pelo y le crecieron garras en las manos y los pies.
Primero anduvo en dos pies, pero luego echó a correr a cuatro patas. Ulendá
Caratorcida se había convertido en oso.
En cambio Kalduká vivió feliz con
su esposa. Tuvieron muchos hijos y en todo les acompañó la suerte.
Esto sucedió hace mucho tiempo.
Tantos años hace que, para contarlos con los dedos, entre todos los ancianos
del campamento no juntarían bastantes. Haría falta contar también los de los
chiquillos. Pero no hay manera de conseguirlo porque los chiquillos andan
siempre correteando. Conque, ¡cualquiera sabe cuándo ocurrió!
1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074
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