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viernes, 26 de diciembre de 2014

El hijo que nacio en un abedul

Lo peor que le puede suceder a un hombre es ser holgazán y envidioso...
Erase un anciano que vivía en una aldea. Tenía un hijo llamado Ulendá. Era un muchacho muy cabal: ancho de hombros, fuerte, bien parecido, sabiendo hablar... Pero tenía el defecto de que no le gustaba trabajar. No quería hacer nada...
¿Que salía de caza a la taigá? En cuanto veía un lecho de musgo se tumbaba a dormir. ¿Que el padre le mandaba a pescar? Se sentaba en la orilla y se pasaba el día entero mirando el agua sin moverse. ¿Que le mandaba su padre a cuidar de los renos? Ulendá se sentaba en un tocón, levantaba la cabeza y se ponía a contar las nubes. Y todos los renos se desmandaban.
Conque resultaba que, con todos sus años, el padre tenía que buscar el sustento para él y para el hijo.
El viejo estaba muy apenado: todos los demás hijos alimentaban a sus padres en señal de respeto y únicamente Ulendá vivía a expensas suyas.
Fue el padre a ver al zanguín, al juez, y le rogó:
-¡Ayúdame, sabio zanguín! No puedo seguir alimentando a un hijo que ya es un hombre. ¡Ya no tengo fuerzas! ¿Qué podría hacer? Aconséjame.
El zanguín se quedó pensando mucho rato; tanto, que se fumó cien pipas de tabaco mientras pensaba. Luego dijo:
-Un hijo holgazán es peor que una piedra al cuello. El arco no dispara si la cuerda está mojada. Hay que cambiar la cuerda. Lo que tú necesitas es otro hijo.
-¡Estoy tan viejo! -se lamentó el anciano. ¿Cómo voy a tener otro hijo?
Y le dijo el zanguín:
-Ve mañana a la taigá. Allí verás un abedul de hierro que crece entre dos olmos. Corta el abedul, porque en ese abedul crece tu hijo menor, meciéndose en su cunita. Críale y será tu sostén.
Conque fue el viejo a la taigá y, anda que te anda, se encontró efectivamente con un abedul de hierro que crecía entre dos olmos.
Se puso el viejo a cortar el abedul. Pegó un golpe, luego otro... Se rompió el hacha y en el abedul no había hecho ni siquiera una señal. ¡Menudo abedul! Rendido, el viejo se acostó a descansar un poco y se quedó dormido.
Soñó que se le acercaba un oso y le decía:
-Aquí a la derecha fluyen dos riachuelos por una vaguada. Uno tiene el agua blanca y el otro agua roja. Coge agua roja en una churnashká y echásela al abedul.
Al despertarse, el anciano se levantó y fue en busca de aquellos riachuelos. Mientras se abría paso por entre los árboles caídos, se hizo jirones la ropa: el ropón, los pantalones, los unti...
Bajó a una vaguada y, efectivamente, por allí corrían dos riachuelos. El anciano cogió agua roja de uno de ellos y volvió para atrás.
Llegó al abedul y lo salpicó con el agua roja.
De nuevo intentó cortar el abedul. Al primer hachazo que descargó, el abedul se estremeció y cayó al suelo.
Vio entonces el anciano que en el sitio donde partía la primera rama había una cunita. En la cunita estaba acostado un niño. Un niño que no era más grande que una aguja de hueso. Tenía el rostro redondo como la luna y los ojitos negros brillantes como dos cuentas.
-¡0y-ya-ja! -se lamentó el anciano. ¡Mucho tendré que esperar hasta que este hijo adoptivo crezca y pueda mantenerme!
Pero el niño del abedul dijo en respuesta:
-Padre, no cuentes los pasos al comenzar el camino.
El anciano se echó a la espalda, por encima del hombro, la cuna con el hijo dentro y echó a andar hacia su casa.
Fue andando, andando, hasta que notó algo raro. ¿Qué ocurría? La cuna pesaba más a cada paso. Antes de llegar a la aldea le dolía ya tanto el hombro al anciano que dejó la cuna en el suelo. No tenía fuerzas para seguir cargado con ella. Pero entonces vio que la cuna se había vuelto grande, grandísima. Y el niño del abedul había crecido mucho. Saltó de la cuna, se inclinó ante el anciano y dijo:
-Gracias, padre, por haberme ayudado a crecer. Echaron a andar juntos.
El anciano le puso de nombre Kalduká a su hijo menor.
Así fueron viviendo los tres: el anciano, Ulendá y Kalduká.
Antes de que el anciano pudiera darse cuenta, Kalduká era ya tan alto como Ulendá. Fuerte, ágil, trabajaba por los tres.
¿Que se ponía a competir con cualquiera en la lucha con pértigas? En un abrir y cerrar de ojos había dejado al adversario desarmado. El rebaño de renos tenía ahora el doble de reses. En la casa sobraba la yukola. En cuanto a las pieles, tenían para su uso y aún les quedaban para vender.
Ulendá, en cambio, seguía igual. Cuanto más tiempo pasaba tumbado, más holgazán se volvía. Y su pereza aumentaba tanto, que ni cabía ya en la casa...
El anciano tenía dos águilas: una con el pico rojo y otra con el pico negro. Cada otoño recogía las plumas que se les caían a las águilas de la cola. Hasta entonces, el anciano le daba a Ulendá las plumas del águila de pico rojo. Pero cuando su hijo Kalduká se convirtió en el sostén de la casa, el anciano se las dio a él diciendo:
-Kalduká es quien me mantiene. Conque a él hay que considerarle el mayor.
Ulendá no protestó, se tragó la afrenta, pero le guardó rencor a Kalduká. Se puso a pensar en cómo podría vengarse del niño del abedul, en cómo podría perjudicarle. Y era tal su rencor que pudo más que la pereza.
Ulendá comenzó a robarle a Kalduká las presas que caían en sus trampas. Ulendá comenzó a robarle a Kalduká los peces que caían en sus redes.
Kalduká fue a ver al zanguín.
-Ayúdame a encontrar al ladrón, sabio juez -le rogó.
-¿Cómo se puede encontrar a un ladrón siendo uno de los suyos?
Sin embargo, el zanguín encendió una hoguera, y acercó un gato a las llamas para que se chamuscara. El gato empezó a maullar con el hocico torcido. Dijo el zanguín:
-Que al ladrón se le ponga la cara torcida como a este gato. Hágase todo como mandan nuestras leyes, y tú mismo descubrirás al ladrón.
Kalduká marchó a su casa. Encontró a Ulendá acurrucado en un rincón con la cara envuelta en un trapo.
-¿Qué te ocurre, hermano? -preguntó Kalduká.
-Nada -contestó Ulendá-. Me duelen las muelas.
En esto sopló el viento, arrancó el trapo con que se tapaba Ulendá, y todos pudieron ver que tenía la cara torcida. Todos vieron que el ladrón era él. Desde entonces le llamaron Ulendá Caratorcida.
Aumentó el odio de Ulendá, que se pasaba el día y la noche pensando en cómo perjudicar y hacer daño al hermano adoptivo. Pero nada podía mientras viviera el anciano.
Pasó el tiempo, el anciano cayó enfermo y se murió. Le amor-tajaron, le lloraron. El zanguín rompió una jabalina sobre el cuerpo del anciano. Arrojó los pedazos en direcciones distintas para que el alma del cazador se separara del cuerpo. Y enterraron al viejo.
Un día le dijo Ulendá a Kalduká:
-Vamos a la isla, hermano: recogeremos saranás, encontraremos raíces dulces...
Montaron en una barca. Llegaron a la isla. El hermano menor fue a buscar saranás y se alejó bastante de la orilla, adentrándose en el bosque. Ulendá se montó en la barca y se marchó. Abandonó a su hermano en la isla:
-¡Que se lo coma el ave Kori!
Porque, en aquellos tiempos, vivía en el monte Jej-tsir el ave Kori, que era tan grande como una nube. Cuando el ave Kori abandonaba su nido, se hacía la oscuridad porque tapaba el cielo con sus alas. ¡Pobre del que cayera entre las garras del ave Kori! A esas personas, nadie las volvía a ver.
Kalduká anduvo un rato por la isla, volvió a la orilla, pero no encontró a Ulendá. Le llamó, venga a llamarle, pero él no contestaba. Kalduká se comió unas cuantas raíces dulces y se tumbó a descansar. Allí tendido, entró en calor y se durmió.
Se puso el sol. El ave Kori remontó el vuelo desde el monte Jej-tsir y tapó el cielo. Todo se puso oscuro. Agitaba las alas y hacía el ruido de un aguacero. Resoplaba, y parecía un vendaval.
Kalduká se despertó, asustado y empuñó el arco.
Pero el ave Kori ya estaba encima de él, con el pico abierto y los ojos brillantes como dos hogueras.
Kalduká disparó su arco, pero no le hizo nada porque las plumas del ave eran de hierro. Kori agarró a Kalduká entre sus garras y le dijo:
-Dime tres adivinanzas. Si las acierto, morirás. Si no las acierto, te llevaré a tu casa de vuelta.
Kalduká aceptó, después de pensarlo un poco, y preguntó.
-¿Qué será, ay, que será? Una rana subida a una roca y no se puede bajar.
Kori se puso a pensar, venga a pensar, pero no pudo adivinarlo. Dijo entonces Kalduká:
-Es la nariz en la cara.
Kalduká dijo la segunda adivinanza:
-¿Qué será, ay, qué será? Sale de un sitio, va adonde quiere, pero no dice por qué camino.
Tampoco acertó Kori.
-Es la flecha -le dijo Kalduká.
Y le puso la última adivinanza:
-¿Qué será, ay, qué será? Cien sobre una almohada, y no se pelean.
Kori no pudo acertar tampoco.
-Las pértigas que forman el tejado -dijo Kalduká.
Agarró entonces el ave a Kalduká y echó a volar. No sé cuánto tiempo voló, pero dejó a Kalduká delante de su casa. Entró Kalduká en su casa. Al verle, Ulendá se puso lívido de miedo, empezó a temblar.
-El viento me arrastró lejos de la isla. Se levantó una tormenta tan fuerte que no pude volver.
Kalduká no dijo nada.
Siguieron los hermanos su vida. Mientras Kalduká cazaba o pescaba, Ulendá Caratorcida estaba acostado. Su rencor no se aplacaba. Después de pensarlo un tiempo, le dijo a Kalduká:
-Echo de menos a nuestro padre. He oído decir a la gente que, si se le untan los labios a un muerto con la saliva de la serpiente Simú, el muerto resucita. ¡Qué bueno sería resucitar a nuestro padre!
-¿Y dónde está esa serpiente? -preguntó Kalduká. ¿Cómo se la puede encontrar?
-Allí donde nace el río Jor -explicó Ulendá.
Kalduká ensilló un reno, se montó en él y partió. ¿Quién sabe el tiempo que estuvo en camino? El caso es que, en ese tiempo, treinta veces crecieron hongos sobre un olmo caído. Por fin llegó Kalduká. Dejó el reno a la orilla del río, le pegó una palmada y lo convirtió en árbol. Luego echó a andar y llegó a un campamento.
Vio que allí vivían orochíes, que eran ulchíes cazadores. Estaban muy tristes. Les preguntó Kalduká a qué se debía su tristeza. Le contestaron que la serpiente Simú venía constantemente a su campamento, devoraba a la gente, les prendía fuego a las yurtas, y no podían librarse de ella.
-¿Cómo puede ser eso? -se extrañó Kalduká. ¿Es que no puede matarla ninguno de vosotros?
-Lo hemos intentado; pero la serpiente no hace más que soltar su aliento abrasador, y a la gente se le paralizan los brazos. Y ya comprenderás que, sin brazos, no se puede hacer nada.
-Probaré yo -dijo Kalduká después de pensarlo un poco. A ver si no me ocurre eso...
Afiló su jabalina, afiló su cuchillo, pidió un caldero de hierro en el campamento y marchó al bosque donde vivía la serpiente Simú. Se revistió todo de musgo. Se metió en el río hasta quedar todo mojado. Recogió resina de los árboles hasta llenar el caldero. Se puso a pegar con la jabalina en el caldero armando un ruido tremendo. Al oír Simú aquel ruido, salió de su agujero y se deslizó silbando. Por donde pasaba la serpiente quedaba una huella roja: era que ardían las piedras y la hierba.
Cuando vio a Kalduká, la serpiente le echó su aliento ardiente.
Pero el musgo mojado protegió a Kalduká del fuego. Kalduká tomó impulso y, con todas sus fuerzas, arrojó el caldero lleno de resina a las fauces de la serpiente. La resina se derritió del calor y le taponó el gaznate a Simú. La serpiente se retorció y murió. En lugar de fuego, empezó a salirle espuma blanca por la boca. Kalduká cogió espuma de aquélla y emprendió el camino de vuelta.
De pronto oyó que los árboles crujían. La taigá estaba envuelta en humo. Los animales escapaban corriendo y las aves huían en bandadas.
-¡Ay, qué desgracia, hijito! -le dijeron los orochíes a Kalduká. Has matado a Simú, pero ahora viene su hermano Jimú a vengarla. ¡Estamos perdidos!
-¡Calma! -dijo Kalduká. Desgracia es no tener cabeza sobre los hombros.
Agarró siete calderos de hierro, los metió uno dentro del otro y él se escondió debajo del primero.
El hijo que nació en un abedul
Llegó Jimú como una tromba, haciendo retemblar el aire y la tierra. Cuando vio los calderos se lanzó contra ellos y agujereó seis seguidos con la cabeza, pero no pudo con el último. Al pegar en él se rompió la cabeza. Lanzó un resoplido y volvió arrastrándose a la taigá para morir allí. Kalduká salió entonces de debajo de los calderos. Los orochíes le rodearon, encantados de que un hombre tan valiente los hubiese librado de la serpiente Simú.
Pidieron a Kalduká que se hermanara con su linaje, porque querían llamarle hijo. Las muchachas orochíes le miraban: cualquiera de ellas se habría casado con un muchacho así.
  Quédate a vivir con nosotros -decían los ancianos.
-No puedo. Tengo que volver a mi casa -contestó Kalduká.
Pero le había gustado una muchacha de aquel campamento. Fue con ella a dar un paseo. Llegaron hasta la orilla del río. Se sentaron sobre un árbol caído.
-Quisiera que fueras mi esposa y te vinieras conmigo -le dijo Kalduká a la muchacha.
Pegó Kalduká una palmada en un árbol, el árbol se convirtió en reno y el reno se lanzó al galope hacia el campamento de Kalduká.
Ulendá estaba en su casa, cantando, tan contento de pensar que se había muerto Kalduká. Y en esto se presentó Kalduká, y con una joven esposa, además.
Ulendá Caratorcida se puso más rabioso todavía contra su hermano. «¡Me cueste lo que me cueste -se decía-, acabaré con Kalduká y me quedaré con su mujer!»
Kalduká fue a ver al zanguín y se lo contó todo. Le contó que había traído saliva de la serpiente Simú para resucitar a su padre, según quería Ulendá Caratorcida.
Le contestó el zanguín después de fumarse una pipa.
-Tú, muchacho nacido en un abedul, no sabes que las personas no nacen dos veces. ¿Para qué molestar al anciano? Además, que Ulendá no te mandó para eso, sino para que encontraras la muerte.
El zanguín tomó la saliva de la serpiente y la arrojó al río. El río se agitó, empezó a hervir, a soltar vapor blanco. Y muchos, muchísimos peces subieron a la superficie panza arriba. Se habían muerto.
-¿Ves tú? -dijo el zanguín. Con esta saliva te habría matado a ti Ulendá Caratorcida.
Luego se volvió el zanguín hacia Ulendá Caratorcida.
-Márchate a la taigá, Ulendá -le dijo. Tú no amas a las personas y tu sitio no está entre las personas... Márchate a la taigá. Allí hay seres que viven solos y allí serás lo que eres en el fondo de tu alma.
Y se marchó Ulendá a la taigá. Mientras caminaba se cubrió de pelo y le crecieron garras en las manos y los pies. Primero anduvo en dos pies, pero luego echó a correr a cuatro patas. Ulendá Caratorcida se había convertido en oso.
En cambio Kalduká vivió feliz con su esposa. Tuvieron muchos hijos y en todo les acompañó la suerte.
Esto sucedió hace mucho tiempo. Tantos años hace que, para contarlos con los dedos, entre todos los ancianos del campamento no juntarían bastantes. Haría falta contar también los de los chiquillos. Pero no hay manera de conseguirlo porque los chiquillos andan siempre correteando. Conque, ¡cualquiera sabe cuándo ocurrió!

1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074

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