Un día se encontraron la zorra y el
alce.
-¿Qué hay de nuevo? -preguntó la
zorra al alce.
-Nada de particular, vecina
-contestó el alce. Ayer sí que estuve a punto de tener un percance: iba
persiguiéndome un cazador, y se me engancharon las astas en unas ramas... Esto
de tener las patas tan largas es un problema... ¿Y tú, qué tal vives? -preguntó
el alce a la zorra.
-Pues mal, vecino -contestó la zorra. Me acechan los
cazadores. Esto de tener las patas cortas es un problema: no puedo mirar a mi
alrededor desde arriba.
Siguieron lamentándose de lo mal
que lo pasaban y lo mal que estaba todo organizado en el mundo: el que
necesitaba las patas largas las tenía cortas, y el que las necesitaba cortas
las tenía largas.
Hasta que dijo la zorra:
-Oye, vecino, ¿y si
intercambiáramos nuestras patas?
-Venga -contestó el alce.
Dicho y hecho.
La zorra miró a su alrededor: sobre
aquellas patas tan largas veía hasta muy lejos. No se veía a nadie por allí.
Corrió hacia un campamento con la idea de agarrar una gallina. Intentó
deslizarse en un gallinero, pero las patas tan largas eran un estorbo. Metió
una pata por una rendija para echarle la garra a alguna gallina, pero la pata
de alce está rematada por una pezuña y no sirve para agarrar las presas.
Suspiró la zorra y lamentó no tener sus patas, con aquellas garras afiladas,
tan cómodas para sujetar la presa y desgarrarla. En esto salió alguien de la casa... La zorra
escapó, asustada, y se quedó sin comer.
El alce, por su parte, resultaba
tan bajito con las patas de la zorra, que pudo esconderse entre la hierba.
-¡Qué bien! -pensaba encantado.
Ahora nadie me verá desde lejos.
Empezó a caminar despacito con las
patas de zorra. Pronto sintió cansancio. Cansancio y hambre. Como siempre,
levantó la cabeza para alimentarse con los brotes y las hojas de los árboles.
Lo intentó una vez, lo intentó otra, pero no alcanzaba: tenía las patas
demasiado cortas.
-¿Por qué cambiaría mis patas?
-suspiró el alce. ¡Con lo buenas que eran, tan altas y tan recias! En cambio,
éstas... Acabaré muriéndome de hambre.
Y rompió a llorar el alce.
De pronto oyó que alguien corría a
toda velocidad por la taigá, partiendo ramas, pisoteando la leña seca. Quiso
escapar el alce; ¿pero qué podía hacer con las patas tan cortas de zorra?
Tropezó en una rama seca, se cayó y cerró los ojos. «Creo que ha llegado mi
fin», pensó.
Pero en esto oyó que le llamaba la
zorra:
-¡Eh, vecino! ¿Dónde estás?
-¡Aquí, aquí! -contestó el alce.
¿Eras tú la que armaba tanto ruido?
-¡Ay, sí! -contestó la zorra. Estas patas
tuyas son un desastre. Quería deslizarme callandito, pero tus pezuñas rompen
las ramas, meten ruido. ¡Por poco me ocurre un percance!
-Lo mismo me pasa a mí con tus
patas -dijo el alce. Son muy cortas y débiles... Vamos a cambiar otra vez,
vecina, ¿quieres?
Volvieron a cambiar de patas.
El alce pegó con sus pezuñas contra
el suelo: ¡qué bien!
-Esto de que el alce tenga las
patas recias y las pezuñas duras está muy bien pensado -dijo.
La zorra dio una carrera. ¡Qué
estupendo! Las patas eran blandas, las garras afiladas, caminaba sin que se la
oyera.
-Verdad -contestó al alce. Esto de
que la zorra tenga las patas pequeñas y las garras afiladas está muy bien
pensado. Se despidie-ron y cada cual tiró por su lado. Desde entonces, los
animales no intercambian sus patas.
1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074
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