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viernes, 26 de diciembre de 2014

El sinsonte

The mocking-bird

La época: una agradable tarde de domingo a principios del otoño de 1861. Es escenario: el corazón de un bosque en la región montañosa del sudeste de Virginia. Puede verse al soldado Grayrock del ejército federal cómodamente sentado sobre la raíz de un gran pino. Tiene la espalda contra el mismo, sus piernas extendidas en el suelo, el rifle descansando sobre sus muslos y las manos (entrelazadas para que no caigan) apoyadas sobre el caño del arma. El contacto de su nuca con el árbol le ha empujado la gorra sobre los ojos, ocultándoselos casi; quien lo viese, diría que está dormido.
El soldado Grayrock no dormía. De hacerlo, hubiese puesto en peligro los intereses de los Estados Unidos; en efecto, se encontraba muy lejos de sus líneas, pronto a que lo capturara o matara el enemigo. Además, su estado de ánimo no parecía propicio al reposo y la causa de su perturbación era ésta: la noche anterior lo habían emplazado como centinela de guardia en este mismo bosque. Era una noche clara aunque sin luna, pero a la sombra del bosque reinaba la oscuridad más profunda.
El puesto de Grayrock distaba considerablemente de los otros puestos a derecha e izquierda, ya que habían sido colocados demasiado lejos del campamento, de tal manera que la línea era muy extensa para que pudieran ocuparla otras fuerzas. Joven era la guerra y los campamentos militares creían, equivocadamente, proteger mejor su sueño colocando piquetes desperdigados y adelante, que otros más nutridos y cercanos. E indudablemente necesitaban el mayor preaviso posible del avance del enemigo, ya que en esa época acostumbraban desvestirse para dormir, costumbre que no podía ser menos marcial. Así sucedió que en la mañana del memorable 6 de abril, en Shiloh, muchos de los hombres de Grant, en el momento de ser atravesados por las bayonetas confederadas, estaban desnudos como civiles; aunque debe reconocerse que esto no se debió a un defecto de sus líneas de centinelas. Su error fue de otro tipo: no tenían centinelas... Sin duda ésta es una disgresión inútil, y no quisiera interesar al lector en el destino de un ejército; el que nos importa aquí es el destino del soldado Grayrock.
Aquel sábado de noche, después de que lo dejaran en su solitario puesto, se quedó durante dos horas inmóvil, apoyado contra el tronco de un árbol inmenso, mirando fijamente hacia la oscuridad que tenía delante. Trataba de reconocer algunos objetos, pues lo habían destacado en ese mismo lugar durante el día. Pero ahora todo era diferente; no distinguía nada en detalle, sino grupos de cosas cuyas formas le resultaban poco familiares, ya que antes habían sido otros los detalles que atrajeron su atención.


Además, un pasaje que es todo árboles y maleza indefinible resulta confuso y no tiene rasgos destacados en los que se apoye la memoria. Agréguese la tiniebla de una noche sin luna, y se suscitará algo más que una gran inteligencia natural y una educación ciudadana para mantener el sentido de la orientación. Y es así como sucedió que el soldado Grayrock, después de observar con atención el espacio a su frente y de ejecutar con imprudencia una inspección circular de su entorno escasamente visible (caminando en silencio alrededor de su árbol para lograrlo), se desorientó por completo y mermó seriamente su utilidad como centinela. Perdido en su puesto, era ya incapaz de decir en qué dirección debía esperar al enemigo, ni dónde estaba el campamento por cuyo sueño y seguridad debía velar so pena de muerte. Consciente además de varias otras circunstancias desconcertantes en torno a su propia seguridad, el soldado Grayrock se sentía profundamente inquieto. Pero no tuvo tiempo de recobrar su tranquilidad, ya que en el mismo momento en que comprendía su desagradable problema escuchó un movimiento de hojas y el crujir de ramitas que se quebraban. Con el corazón en la boca, se volvió hacia los ruidos y percibió en la oscuridad la vaga forma de un ser humano.
-¡Alto! -gritó el soldado Grayrock en tono perentorio, como era debido, y respaldó la orden con el agudo sonido metálico del rifle amartillado-. ¿Quién va ahí?
Ninguna respuesta. Acaso una vacilación, y si hubo respuesta, se la tragó el estampido del rifle del centinela. En el silencio de la noche y el bosque, el ruido fue ensordecedor, y apenas se había extinguido lo repitieron los centinelas a derecha y a izquierda, en una descarga solidaria. Durante dos horas había estado creando enemigos con su imaginación y poblando con ellos el bosque que lo enfrentaba; así que el disparo de Grayrock trajo al invasor hacia una existencia visible. Después de las descargas, todos retrocedieron, anhelantes, hacia las reservas. Todos excepto Grayrock, quien no sabía en qué dirección retroceder. Después, cuando no llegó a aparecer ningún enemigo, el campamento, que se había despertado a dos millas de distancia, se desvistió y acostó nuevamente, y la línea de centinelas fue restablecida por cautela. Descubrieron a Grayrock manteniendo su posición con valentía, y el oficial de guardia le felicitó por eso como a un soldado modelo en aquella dedicada tropa.
Entretanto, Grayrock había intentado una búsqueda minuciosa aunque inútil de los despojos mortales del intruso contra quien había disparado, y a quien su intuición de tirador le aseguraba haber herido. Era, en efecto, uno de esos expertos natos que disparan casi sin apuntar, guiado por un sentimiento instintivo del blanco, y que por ello son casi tan peligrosos de noche como de día. Durante una buena mitad de sus veinticuatro años había sido el terror de todas las galerías de tiro al blanco de tres ciudades. Impedido ahora de mostrar el producto de su caza, tuvo la discreción de callarse, y se alegró al observar que su superior y sus camaradas suponían naturalmente que no había visto al enemigo, ya que no emprendió la retirada. De todas maneras, ganó su ((mención de honor» por mantenerse en su puesto.
Sin embargo, el soldado Grayrock no estaba nada satisfecho de su aventura nocturna, y cuando al día siguiente encontró un pretexto plausible para solicitar el permiso y salir de las líneas (el comandante se lo otorgó rápidamente en premio a su valentía de la noche anterior), marchó hacia el lugar donde aquella valentía había sido ejercida. Le dijo al centinela de guardia que había perdido algo -lo que era indudablemente cierto- y renovó la búsqueda del hombre que creía haber alcanzado y que, si estaba herido, esperaba rastrear siguiendo las huellas de la sangre.
Su suerte, a la luz del sol, no fue mayor que la que tuvo en la noche, y después de recorrer una amplia zona y adentrarse temera-riamente en el territorio de ((la Confederación», renunció fatigado a la búsqueda y se sentó sobre la raíz del gran pino donde ya lo hemos visto antes. Allí dio rienda suelta su decepción.


No debe inferirse que el fastidio de Grayrock obedecía a una naturaleza cruel frustrada de su premio sangriento. En los grandes y límpidos ojos, en los labios finos, en la amplia frente de aquel joven, se podía leer una historia bien diferente. En verdad, su carácter era una mezcla singularmente feliz de audacia y sensibilidad, de coraje y conciencia.
«Estoy desilusionado», se dijo, sentado allí en el fondo de la dorada bruma que sumergía al bosque como en un mar sutil. «Desilusionado de no poder descubrir a un prójimo muerto por mi mano. ¿Es que entonces desearía verdaderamente, haber cobrado una vida en la ejecución de un deber que hubiese cumplido igual sin ese resultado? ¿Qué más puedo desear? Si existía la amenaza de algún peligro, mi disparo la alejó; para eso estaba yo aquí. No, de verdad me siento feliz si no extinguí inútilmente la vida de un hombre. Sin embargo, estoy en una falsa posición. He permitido que me elogiaran los oficiales y me envidiaran mis camaradas. El campamento hierve de alabanzas a mi valentía. No es justo; sé que soy valiente, pero esta alabanza va dirigida a actos específicos que no he realizado, o que realicé de otra forma. Se cree que permanecí valientemente en mi puesto, sin disparar, cuando fui yo quien comenzó el tiroteo, y no me retiré durante la alarma general porque estaba desorientado. ¿Qué haré? ¿Diré que vi a un enemigo y disparé? Cada uno lo dijo de sí mismo, aunque nadie lo cree. ¿Diré una verdad que echará a tierra mi coraje y tendrá el mismo efecto que una mentira? ¡Ay! Es realmente un asunto penoso. ¡Le agradecería a Dios que me dejara encontrar a mi hombre!»
Y deseando tal cosa, el soldado Grayrock, vencido al fin por la languidez de la tarde y acunado por los tranquilos sonidos de los insectos que zumbaban y libaban en algunos arbustos perfumados, olvidó a tal punto los intereses de los Estados Unidos que se quedó dormido exponiéndose a que lo capturaran. Y dormido soñó.
Se soñó muchacho, viviendo en una lejana y agradable tierra en la costa de un gran río por el que altos vapores se desplazaban grandiosamente en todas direcciones bajo las volutas de humo negro. Ese humo los anunciaba mucho antes de que hubieran aparecido por las curvas y los delataba mucho después de que se marchaban. A su lado, constantemente, mientras miraba los barcos, se encontraba alguien a quien amaba con todo su corazón y su alma; un hermano mellizo. Juntos caminaban por las costas del río; juntos exploraban los campos más alejados y recogían mentas de olor penetrante y yuyos perfumados en las colinas desde las cuales se extendía el Reino de las Probabilidades. Desde allí, mirando hacia el sur a través del gran río, divisaban la Tierra Encantada. Tomados de la mano, latiendo al ritmo de un solo corazón, hijos ambos de una viuda, caminaban por senderos de luz a través de apacibles valles, observando las cosas nuevas bajo un nuevo sol. Y a lo largo de todos los dorados días flotaba un incesante sonido: la rica y excitante melodía de un sinsonte en su jaula suspendida sobre la puerta de la casa. Esa melodía entraba y se posesionaba de todos los intervalos espirituales del sueño, como una bendición musical. El pájaro estaba siempre cantando, feliz; las notas, infinitamente variadas, parecían fluir sin esfuerzo de su garganta, como burbujas y trinos, con cada latido del corazón, o como el chorro de una fuente. Esa melodía fresca y clara parecía el alma del paisaje, la interpretación y el significado de los misterios de la vida y el amor.
Pero llegó una época en que los días del sueño se oscurecieron de pena con una lluvia de lágrimas. La buena madre había muerto, la casita de la pradera junto al río estaba derruida, y dos familiares inconciliables separaron a los hermanos. William (el soñador) fue a vivir a una dudad populosa en el Reino de las Probabilidades, y a John, después de cruzar el río y entrar en la Tierra Encantada, lo llevaron a una región lejana donde se contaba que había gentes extrañas y malvadas. En la división de los bienes maternos, a él le había tocado lo único que creían de valor: el sinsonte. Podían separarlos a ellos, pero no al pájaro, de modo que desapareció en aquella tierra extraña, y para el mundo de William nunca más existió. Sin embargo, durante el tiempo en que duró su soledad, el canto llenaba todos sus sueños; parecía estar soñando siempre en el oído y en el fondo de su corazón.
Los parientes adoptivos de los muchachos estaban enemistados entre sí y no mantenían ningún tipo de comunicación. Todavía durante un tiempo los hermanos intercambiaron cartas llenas de baladronadas pueriles y fanfarronadas sobre las experiencias nuevas y variadas, con grotescas descripciones de los nuevos mundos conquistados. Pero estas cartas fueron cada vez menos frecuentes, y con la mudanza de William a otra ciudad más grande cesaron por completo. Siempre continuó, de todos modos, el canto del sinsonte, y cuando el soñador abrió los ojos y miró el paisaje de pinos, el fin de la música le indicó que había despertado.
El sol se ponía por el oeste, enrojeciendo el cielo. Los rayos, casi a tierra, proyectaban desde el tronco de cada pino gigantesco una pared de sombra que atravesaba la dorada bruma hasta que la luz y la sombra se fundían en un azul apenas perceptible.
El soldado Grayrock se levantó, miró cautelosamente en derredor, puso su rifle al hombro y se dirigió hacia el campamento. Había avanzado quizás media milla y atravesaba unos arbustos de laurel, cuando de entre ellos vio un pájaro y al posarse en un árbol emitió de su pecho tan infinitas oleadas de melodía como sólo una entre las criaturas de Dios puede hacerlo en Su Alabanza. No le resultaba difícil -bastaba con abrir el pico y respirar, pero el hombre se detuvo como anonadado, se detuvo y dejó caer su rifle, miró hacia arriba, hacia el pájaro, cubrió los ojos con las manos y lloró como un niño. Por un instante se convirtió verdaderamente en un niño, en recuerdo y espíritu, y volvió a vivir a la orilla del gran río, cerca de la Tierra Encantada... Luego, con un esfuerzo de voluntad, volvió en sí mismo, recogió el arma y maldiciéndose por idiota prosiguió su camino. Al cruzar un claro que llegaba hasta el corazón de la pequeña espesura, miró y allí, de espaldas sobre la tierra, con sus brazos abiertos y el uniforme gris oscurecido por una sola mancha de sangre sobre el pecho, yacía su propia imagen: ¡el cuerpo de John Grayrock, muerto de un balazo, y aún tibio! Había encontrado a su hombre.
Mientras el infortunado soldado se arrodillaba ante tal obra maestra de la guerra civil, el pájaro detuvo el canto sobre su rama y, resplandeciendo en la gloria carmín del poniente, planeó silenciosa-mente alejándose a través de los solemnes espacios del bosque. Esa tarde, en el campamento federal, el nombre de William Grayrock no obtuvo respuesta al pasar la lista. Ni entonces ni en las tardes que siguieron.



Cuentos de soldados

1.007. Bierce (Ambrose) - 073

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