A la Señorita
de la C.[1]
Si fuerais menos
razonable me guardaría mucho de contaros esta fábula loca y poco galante que
voy a relataros.
De una vara de morcilla
es la materia.
-¡Una vara de morcilla!
¡Piedad, querida mía! ¡Qué horror! -gritaría una Preciosa, que, siempre tierna
y seria, no quiere oír hablar más que de los asuntos del corazón. Pero a vos
que sabéis contar más cautivadoramente que nadie y con esa expresión tan
natural que nos parece estar viendo lo que escuchamos, que sabéis que en la
manera en que está inventada una cosa está la belleza, más aún que en la
materia del cuento; a vos os gustará mi fábula y su moralidad. Me atrevo a
deciros que estoy plenamente convencido.
Erase una vez un pobre leñador
que estaba harto de la vida tan penosa que llevaba y solía decir que tenía
ganas de ir a reposar a los bordes del Aqueronte; porque veía que, en su
profundo dolor, jamás el Cielo cruel no había querido concederle ni uno de sus
deseos.
Un día, que se quejaba en
el bosque, Júpiter, con el rayo en la mano, se le apareció; difícilmente podría
pintar el miedo que sobrecogió al buen hombre.
-No quiero nada -exclamó,
arrojándose al suelo; no deseo nada, ni truenos ni nada. Vamos a hablar,
Señor, de igual a igual.
-Deja de temblar -le dijo
Júpiter; vengo compadecido de tus quejas, para demostrarte que eres injusto en
tus quejas. Escucha. Yo te prometo, yo que soy el dueño soberano del mundo
entero, atender plenamente tus tres primeros deseos, los primeros que quieras
formular sobre cualquier cosa. Mira bien lo que pueda satisfacerte, y como tu
felicidad depende de tus votos, piénsalo bien antes de formular tus deseos.
En diciendo estas
palabras, Júpiter ascendió a los Cielos, y el leñador, muy contento, echándose
el haz de leña a la espalda, emprendió el camino de regreso. Nunca le pareció
la carga menos pesada.
-No hay que obrar a la
ligera -decía trotando. El caso es importante; hay que pedir consejo a la
parienta.
Cuando entró bajo el
techo de la cabaña la carga de helechos, le dijo:
-Fanchon, hagamos un buen
fuego y una buena comida; somos muy ricos. Y sólo necesitamos formular
nuestros deseos.
Y allí, punto por punto,
le cuenta todo lo sucedido. Al oír su relato, la esposa, viva y presurosa, concibe
mil proyectos en su mente; pero conside-rando la importancia de conducirse con
prudencia, le dice a su esposo:
-Blas, amigo mío, para no
cometer una tontería debido a nuestra impaciencia, examinemos juntos lo que nos
conviene hacer en una situación así. Dejemos para mañana nuestro primer deseo
y consultemos con la almohada.
-Estoy de acuerdo -dice
el buen Blas. Anda, vete y trae vino añejo.
Cuando volvió con él,
bebió y, saboreando cómodamente, cerca del fuego, aquel dulce reposo, dijo
apoyándose en el respaldo de su silla:
-¡Con estas brasas tan
buenas, qué bien vendría una vara de morcilla!
Apenas acabó de
pronunciar estas palabras, que su mujer, muy asombrada, vio una larga morcilla
que, saliendo de una esquina de la chimenea, se aproximaba a ella serpenteando.
Al instante lanzó un grito; pero juzgando que esta aventura tenía por causa el
deseo que, por pura torpeza, había formulado el imprudente de su marido, no
hubo injuria, ni pulla, ni improperio que, hecha una furia, no dijera a su
pobre marido.
-¡Cuando se podría
obtener un Imperio, oro, perlas, rubíes, diamantes, vestidos! ¿Y no se te
ocurre desear más que una morcilla?
-Bueno, me he equivocado
-dijo. Mi elección ha sido desacertada. He cometido una gran falta; lo haré
mejor la próxima vez.
-Bueno, bueno -repuso
ella. Espérame sentado. ¡Se necesita ser un animal para formular ese deseo!
El esposo, más de una
vez, llevado de la cólera, se sintió tentado de formular un deseo mudo. Y, dicho
entre nosotros, habría sido lo mejor que hubiera podido hacer.
-Los hombres -se decía-
hemos venido al mundo a padecer. ¡Maldita sea la morcilla, plegue a Dios,
maldita pécora que se te quede colgada de la nariz!
Esta súplica, al
instante, fue escuchada por el Cielo y, apenas el marido profirió sus palabras,
la vara de morcilla se quedó pegada a su nariz. Este prodigio imprevisto irritó
muchísimo a Fanchon. Fanchon era bonita, muy graciosa, y a decir verdad este
adorno en su nariz no hacía buen efecto, salvo que al colgarla sobre la boca la
impedía hablar tranquilamente, lo cual era una ventaja para su esposo, tan
grande que en aquel feliz momento pensó no desear más.
-Ya podría, pensaba para
sus adentros, después de una desgracia tan terrible, con el deseo que me queda,
convertirme de una vez en Rey. Desde luego, nada iguala la grandeza soberana,
pero hay que pensar qué tristeza tendría la Reina cuando, al sentarse en su trono, se viera
con la nariz más larga que una vara. Voy a ver qué dice y que decida ella si
prefiere convertirse en una gran Princesa y conservar esa horrible nariz o
quedarse de simple leñadora con la nariz corriente, como las demás personas,
tal como la tenía antes de la desgracia.
Al fin, la cosa bien
examinada, aun sabiendo que el poder que proporciona el cetro y la corona y que
cuando se está coronada siempre se tiene la nariz bien hecha, como no existe
nada que posea la fuerza de agradar, ella prefirió conservar su cofia antes
que hacerse Reina y ser fea.
Así, pues, el leñador no
cambió de estado, no se convirtió en un potentado, no llenó su bolsa de escudos,
y fue feliz de emplear el deseo que le quedaba para volver a su mujer a su
primitivo estado, débil felicidad, pobre recurso.
Qué cierto es que los
hombres miserables, ciegos, imprudentes y variables no deben formular deseo alguno,
y qué pocos hay entre ellos que sean capaces de hacer buen uso de los dones
que Dios les ha concedido.
1.026. Perrault (Charles) - 074
[1] Es posible que fuera Philis de la Charce (1645-1703), dama que se dedicó a las
armas y a las letras.
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