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viernes, 26 de diciembre de 2014

Barba azul

Erase una vez un hombre que tenía hermosas ca­sas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y de plata, muebles tapizados en brocado y carrozas en­teramente doradas; pero, por desgracia, aquel hom­bre tenía la barba azul: esto le hacía tan feo y terri­ble que no había mujer ni joven que no huyera de él.
Una de sus vecinas, dama de calidad, tenía dos hi­jas sumamente bellas. El la pidió en matrimonio, y dejó a su elección que le diera la que quisiera. Nin­guna de las dos quería, y se lo pasaban la una a la otra, pues no se sentían capaces de ir con un hom­bre que tuviera la barba azul. Lo que también les re­pelía era que se había casado ya con varias mujeres y no se sabía lo que había sido de ellas.
Barba Azul, para entablar amistad, las llevó con su madre, con tres o cuatro de sus mejores amigas, y con algunos jóvenes del vecindario a una de sus ca­sas de campo, donde se quedaron ocho días enteros. Todo fueron paseos, partidas de caza y de pesca, bai­les y festines, meriendas; nadie dormía y se pasaban toda la noche gastándose bromas unos a otros; en fin, todo resultó tan bien que a la menor empezó a parecerle que el dueño de la casa ya no tenía la bar­ba tan azul, y que era un hombre muy cortés. Cuan­do volvieron a la ciudad se efectuó la boda.
Al cabo de un mes, Barba Azul dijo a su mujer que se veía obligado a hacer un viaje a provincias por lo menos seis semanas, para un asunto de mucha im­portancia; que le rogaba que se divirtiera mucho du­rante su ausencia, que invitara a sus amigas, que las llevara al campo si quería, y que siempre comiesen bien.
-Ahí tienes -le dijo- las llaves de los dos gran­des guardamuebles; éstas son las de la vajilla de oro y de plata; éstas las de mis cajas fuertes, donde se guardan el oro y la plata; éstas las de los estuches donde están las pedrerías, y ésta la llave maestra de todas las habitaciones. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete del fondo de la gran galería del piso de abajo: abrid todo, andad por donde queráis, pero os prohíbo que entréis en ese pequeño gabinete, y os lo prohíbo de forma que, si llegáis a abrirlo, no habrá nada que no podáis esperar de mi cólera.
Ella prometió observar exactamente cuanto se le acababa de ordenar. Y él, después de abrazarla, sube a la carroza y sale de viaje.
Las vecinas y las amigas no esperaron que les fue­sen a buscar para ir a casa de la recién casada, te­nían tanta impaciencia por ver todas las riquezas de su casa, pero no se habían atrevido a ir cuando esta­ba el marido, porque su barba azul les daba miedo.
Y aquí las tenemos recorriendo enseguida las habi­taciones, los gabinetes, los guardarropas, todos a cual más bellos y ricos. Después subieron a los guarda­muebles, donde no dejaban de admirar el número y la belleza de las tapicerías, de los lechos, de los so­fás, de los bargueños, de los veladores, de las mesas y de los espejos, donde se veían de cuerpo entero, y cuyos marcos, unos de cristal, otros de plata y otros de plata sobredorada, eran los más bellos y magnífi­cos que jamás se habían visto. No cesaban de exage­rar y envidiar la suerte de su amiga que, sin embar­go, no se divertía a la vista de todas estas riquezas, debido a la impaciencia que sentía por ir a abrir el gabinete del piso de abajo.
Se vio tan dominada por su curiosidad, que sin considerar que era una falta de educación dejarlas, bajó por una escalerita oculta, y con tanta precipita­ción que estuvo a punto de romperse la cabeza dos o tres veces. Al llegar a la puerta del gabinete, se de­tuvo un rato, pensando en la prohibición que le ha­bía hecho su marido y considerando que podría su­cederle alguna desgracia por haber sido desobédien­te; pero la tentación era tan fuerte que no pudo re­sistirla: cogió la llavecita y abrió temblando la puer­ta del gabinete.
Al principio no vio nada, porque las ventanas esta­ban cerradas; después de algunos momentos empezó a ver que el suelo estaba completamente cubierto de sangre coagulada y que en ella se reflejaban los cuer­pos de varias mujeres muertas y sujetas a lo largo de las paredes. (Eran todas las mujeres con las que Barba Azul se había casado y que había degollado una tras otra.)
Estuvo a punto de morirse de miedo, y la llave del gabinete que acababa de sacar de la cerradura se le cayó de la mano. Después de haberse recobrado un poco, recogió la llave, volvió a cerrar la puerta y su­bió a su cuarto para reponerse un poco, pero no lo consiguió, tan agitada como estaba.
Habiendo notado que la llave estaba manchada de sangre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por más que la lavara e incluso la frotara con arena y asperón, siempre quedaba sangre, pues la llave estaba encantada y no había manera de limpiar­la del todo; cuando se quitaba la sangre de un sitio, aparecía en otro.
Barba Azul volvió aquella misma noche de su via­je, y dijo que había recibido cartas en el camino que le anunciaban que el asunto por el cual se había ido acababa de solucionarse a su favor. Su mujer hizo todo lo que pudo para demostrarle que estaba encan­tada de su rápida vuelta. Al día siguiente, él le pidió las llaves y ella se las dio, pero con una mano tan temblorosa, que él adivinó sin esfuerzo lo que había pasado.
-¿Cómo es que -le dijo- la llave del gabinete no está con las demás?
-He debido de dejarla arriba encima de la mesa.
-No dejéis de dármela enseguida. Después de aplazarlo varias veces, no tuvo más re­medio que traer la llave. Barba Azul, después de mi­rarle, dijo a su mujer:
-¿Por qué tiene sangre esta llave?
-Yo no sé nada -respondió la pobre mujer, más pálida que la muerte.
-No lo sabéis -prosiguió Barba Azul. Pues yo sí lo sé; ¡habéis querido entrar en el gabinete! Pues bien, señora, entraréis en él e iréis a ocupar vuestro sitio al lado de las damas que habéis visto.
Ella se arrojó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón, con todas las señales de un ver­dadero arrepentimiento por no haber sido obediente. Hubiera enternecido a una roca, bella y afligida como estaba, pero Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca.
-Señora, habéis de morir -le dijo- y ahora mismo.
-Ya que he de morir -le respondió ella mirándo­le a los ojos bañados en lágrimas, dadme un poco de tiempo para encomendarme a Dios.
-Os doy medio cuarto de hora -prosiguió Bar­ba Azul, pero ni un momento más.
Cuando se quedó sola, llamó a su hermana y le dijo:
-Ana, hermana mía (pues se llamaba así), sube, por favor, a lo más alto de la torre para ver si vie­nen mis hermanos; me han prometido que vendrían a verme hoy, y si los ves hazles señas para que se den prisa.
Su hermana Ana subió a lo alto de la torre, y la pobre aflijida le gritaba de vez en cuando:
-¿Ana, hermana mía, no ves venir a nadie?
Y su hermana le respondía:
-No veo más que el sol que irradia y la hierba que verdea.
Entre tanto, Barba Azul, que tenía un gran cuchi­llo en la mano, gritaba con todas sus fuerzas a su mujer:
-¡Baja enseguida, o subo yo por ti!
-¡Un momento, por favor -le respondía su mu­jer, y enseguida gritaba bajito: ¡Ana, hermana mía, Ana, ¿no ves venir a nadie?
Y su hermana Ana respondía:
-No veo más que el sol que irradia y la hierba que verdea!
-¡Vamos, baja enseguida -gritaba Barba Azul, o subo yo por ti!
-Voy -respondía su mujer, y luego gritaba: Ana, hermana mía, Ana, ¿no ves venir a nadie?
-Veo -respondió la hermana Ana, una gran pol­vareda que se dirige hacia acá.
-¿Son mis hermanos?
-¡Ay, no, hermana, es un rebaño de ovejas!
-¿Quieres bajar de una vez? -gritaba Barba Azul.
-Espera un momento, respondía su mujer, y lue­go gritaba: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
-Veo -respondió- dos caballeros que vienen ha­cia aquí, pero todavía están muy lejos... ¡Bendito sea Dios! -exclamó un momento después- son mis her­manos, voy a hacerles señas lo más que pueda para que se apresuren.
Barba Azul se puso a gritar tan fuerte que toda la casa tembló. La pobre mujer bajó y fue a arrojarse a sus pies, llorosa y toda desmelenada.
-Es inútil -dijo Barba Azul, tienes que morir.
Luego, cogiéndola con una mano por los cabellos, y levantando el gran cuchillo con la otra, se dispuso a cortarle la cabeza. La pobre mujer, volviéndose ha­cia él y mirándole con ojos amortecidos, le rogó que le concediera un momentito para recogerse.
-No, no -dijo, encomiéndate bien a Dios.
Y levantó su brazo...
En aquel momento llamaron a la puerta tan fuerte que Barba Azul se detuvo de repente. Abrieron y en­seguida vieron entrar a dos caballeros que, espada en mano, se lanzaron directamente hacia Barba Azul.
El reconoció a los hermanos de su mujer, el uno Dragón y el otro Mosquetero, así que huyó ensegui­da para salvarse; pero los dos hermanos le persiguie­ron tan de cerca que lo cogieron antes de que pudie­ra alcanzar la escalinata. Le traspasaron el cuerpo con sus espadas y le dejaron muerto.
La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido, y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos.
Sucedió que Barba Azul no tenía herederos, por lo cual su mujer quedó dueña de todos sus bienes. Em­pleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; empleó la otra parte en comprar cargos de Capitán para sus dos hermanos; y el resto en casarse ella también con un hombre muy cortés que la hizo olvidar los malos ratos que había pasado con Barba Azul.

MORALEJA

La curiosidad, a pesar de su atractivo, con frecuen­cia cuesta muchos disgustos; todos los días se ven ejemplos semejantes. Es, aunque les pese a las mu­jeres, un placer bien ligero, que cuando se prueba deja de serlo y siempre cuesta muy caro.

OTRA MORALEJA

A poco que se tenga un espíritu sensato, y que se conozca el grimorio del mundo, enseguida se ve que esta historia es un cuento de los tiempos pasados; ya no existen esposos tan terribles, ni tampoco que pi­dan lo imposible, por muy celosos que sean y des­contentos. Ahora, cerca de su mujer, está hilando apacible, y de cualquier color que sea su barba, cues­ta trabajo saber quién es allí el amo.

1.026. Perrault (Charles) - 074

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