Translate

viernes, 26 de diciembre de 2014

Historia de una conciencia

The story of a conscience

1 

El capitán Parrol Hartroy se encontraba hablando en voz baja con el centinela en el puesto de avanzada de su piquete de guardia. Este puesto estaba ubicado en una carretera que dividía el campamento del capitán, media milla en retaguardia, aunque el campamento del capitán no se veía desde ese lugar. Aparentemente el oficial le estaba dando al soldado ciertas instrucciones, o quizás sólo le preguntaba si todo estaba tranquilo en el frente. Mientras los dos hablaban se les acercó un hombre en la dirección del campamento, silbando con descuido, y el soldado le detuvo de inmediato. Era evidentemente un civil, alto, vestido con la rústica tela casera de amarillo grisáceo llamado «Nogal», que usaban los hombres durante los últimos días de la Confederación. Llevaba un sombrero que había sido alguna vez blanco, inclinado sobre la frente, y por debajo del sombrero se veía caer mechones de pelo disparejo que aparentemente no conocían ni las tijeras ni el peine. El rostro del hombre era bastante notable: frente ancha, nariz larga y mejillas delgadas; la boca era invisible debido a la tupida barba oscura que parecía tan descuidada como el cabello. Los ojos grandes tenían esa firmeza y fijeza de atención que tan frecuentemente revelan una inteligencia apreciativa y una fuerza de voluntad que no es fácil desviar de sus propósitos. Por lo menos así dicen los fisonomistas 'que tienen esa clase de ojos. En resumen, este era un hombre a quien uno probablemente no podría observar sin ser observado al mismo tiempo por él. Llevaba un bastón cortado en el bosque y sus viejas botas de cuero de vaca estaban blancas de polvo.
-Muéstreme su pase -dijo el soldado federal, quizás un poco más imperiosamente que lo que habría creído necesario si no fuera por la mirada de su comandante, quien observaba desde la vera del camino, cruzado de brazos.
-Pensé que me reconocería, general -dijo el caminante tranquila-mente mientras sacaba el papel del bolsillo de su chaqueta. Había algo en su tono de voz, quizás una leve nota de ironía, que hizo aquella acción menos agradable de lo que es generalmente. Supongo que tienen que ser bastante cuidadosos -agregó, con un tono más conciliador, como disculpándose por haber sido detenido.
Después de leer el pase, con su rifle apoyado en el suelo, el soldado devolvió el documento sin decir palabra, echó el arma al hombro y regresó hacia donde estaba su comandante. El civil siguió por el medio de la carretera y cuando hubo penetrado el terreno confederado se puso a silbar otra vez, perdiéndose muy pronto de vista en un ángulo del camino que en ese lugar se internaba en un bosquecito. Repentinamente el oficial descruzó los brazos, sacó el revólver del cinto y se lanzó a la disparada en la misma dirección, dejando al centinela absolutamente estupefacto.

2 

El capitán Hartroy comandaba un batallón independiente. Sus fuerzas consistían en una compañía de infantería, un escuadrón de caballería y una sección de artilleros separados del ejército al que pertenecían, para defender un importante desfiladero en las montañas Camberland de Tennessee. Aunque el comando corres-pondía a un oficial superior, se le había asignado a un oficial de línea después de «descubrirlo» y promoverlo. Su puesto era excepcional-mente peligroso; la defensa implicaba una grave responsabilidad y se le habían conferido sabiamente poderes discrecionales, tanto más necesarios dada la distancia a la que se encontraba del cuerpo principal del ejército, lo precario de sus líneas de comunicación y la ferocidad de las guerrillas enemigas que infestaban esa región. Había fortificado concienzudamente su pequeño campamento que rodeaba un villorrio de media docena de casas y un almacén de campaña, y había reunido una cantidad considerable de provisiones. Entregó a unos pocos civiles del lugar, cuya lealtad era reconocida, con quienes era necesario comerciar y de cuyos servicios diversos había hecho uso varias veces, pases escritos que les permitían internarse en sus defensas. Es fácil comprender que un abuso de este privilegio podía resultar en serias consecuencias favorables al enemigo. El capitán Hartroy había ordenado que quienquiera incurriera en tal abuso debía ser ejecutado tras un juicio sumario.
Mientras el centinela examinó el salvoconducto del civil, el capitán había estado mirando atentamente a este último. Le pareció un rostro familiar y no dudó al principio haberle entregado él mismo el pase que ahora tranquilizaba al centinela. Sólo después que el hombre se perdió de vista y dejó de oírlo, se le reveló su identidad gracias a un chispazo de su memoria. El oficial había actuado con la rapidez de una decisión militar.

3

Para quien no tenga singular aplomo, la aparición de un oficial del ejército, formidablemente uniformado, blandiendo en una mano una espada desen-vainada y en la otra un revólver amartillado, y corriendo, en furiosa perse-cución, es sin duda sumamente inquietante; sin embargo, no pareció tener ningún otro efecto sobre el hombre que en este caso era objeto de dicha persecución que el de aumentar en cierto grado su tranquilidad. Podría fácilmente haber huido a derecha o a izquierda, adentrándose en el bosque, pero eligió otra actitud: se volvió y enfrentó con calma al capitán diciéndole, mientras se acercaba:
-Me imagino que tiene usted algo que decirme, que se le ha olvidado. ¿Qué sería, amigo?
Pero el «amigo» no respondió, más ocupado en la acción poco amistosa de amenazarlo con una pistola amartillada.
-Ríndase -dijo el capitán con tanta calma como se lo permitía una cierta agitación causada por el esfuerzo, o es hombre muerto.
No había amenaza alguna en el tono de voz con que impartió esta orden; ella estaba dada por los medios con que se ejercía la coacción. Había también algo no del todo tranquilizador en los fríos ojos grises que miraban a lo largo del cañón del arma. Durante un instante los dos hombres se miraron en silencio; entonces el civil, sin apariencia de temor -con la misma enorme despreocupación con que había cumplido la orden menos austera del centinela- sacó lentamente del bolsillo el papel que había satisfecho a aquel humilde funcionario y lo tendió diciendo:
-Me parece que este pase del señor Hartroy es...
-El pase es una falsificación -dijo el oficial interrumpiéndolo. Yo soy el capitán Hartroy, y usted es Dramer Brune.
Sólo un ojo de lince habría notado la leve palidez del rostro del civil al escuchar estas palabras, y la única otra manifestación que atestiguaba su importancia fue un voluntario relajamiento del pulgar y de los dedos que sostenían el descartado papel, el cual, al caer olvidado sobre el camino, fue echado a rodar por una suave brisa y luego se detuvo, sucio de polvo, como humillado por la mentira que manifestaba. Un momento después el civil, todavía tranquilo, contemplando el cañón de la pistola, dijo:
-Sí, soy Dramer Brune, espía confederado y prisionero suyo. Llevo, como usted pronto descubrirá, un plano de su fuerte y de su armamento, una explicación de la forma en que están distribuidos sus hombres y el número a que ascienden, y un mapa de las entradas que muestra las posiciones de todos sus piquetes. Mi vida está en su poder, pero si usted desea tomarla de manera más formal que si lo hiciera por su mano, y si desea evitarme la vergüenza de entrar en el campamento a punta de pistola, le prometo que no resistiré, ni intentaré escapar, ni protestaré, sino que me someteré a la pena que deba ser impuesta.
El oficial bajó su pistola, la desamartilló y la puso en la cartuchera. Brune se adelantó un paso extendiendo la mano derecha.
-Es la mano de un traidor y un espía –dijo el oficial fríamente, y no la estrechó. El otro asintió –venga –dijo el capitán, vamos al campamento; usted no morirá hasta mañana en la madrugada.
Dio la espalda a su prisionero, y estos dos hombres enigmáticos volvieron sobre sus pasos y pronto pasaron al centinela, quien expresó su sentido de las cosas con un innecesario y exagerado saludo a su comandante.

4

La mañana siguiente a estos hechos, temprano, los dos hombres, aprehensor y cautivo, se encontraban sentados en la tienda del primero. Los separaba una mesa sobre la cual, entre una cantidad de cartas privadas y oficiales que el capitán había escrito durante la velada, estaban los papeles acusadores que portaba el espía. Ese caballero había dormido toda la noche en una tienda contigua, sin centinelas. Ambos; después de desayunar, fumaban.
-Señor Brune -dijo el capitán Hartroy, es probable que usted no comprenda por qué lo reconocí disfrazado, ni cómo sabía su nombre.
-No he tratado de enterarme, capitán -dijo el prisionero con pacífica dignidad.
Sin embargo, me gustaría que usted supiera, si la historia no lo ofende. Apreciará que lo conozco desde el otoño de 1861. En aquella época, usted era un soldado de un regimiento de Ohio, un soldado valiente que inspiraba confianza. Para sorpresa y pena de sus oficiales y camaradas desertó y se pasó al enemigo. Poco después fue capturado durante una escaramuza, reconocido, juzgado por una corte marcial y sentenciado a morir fusilado. Esperando la ejecución de la sentencia lo confinaron, sin cadenas, en un vagón de carga que se encontraba en una vía lateral del ferrocarril.
-En Grafton, Virginia -dijo Brune, quitando las cenizas de su cigarro con el meñique de la mano que lo sostenía y sin levantar la vista.
En Grafton, Virginia -repitió el capitán. Una noche oscura y tormentosa, un soldado que acaba de regresar de una marcha larga y fatigante fue destacado para vigilarlo. Se sentó sobre un cajón de galletas dentro del vagón, cerca de la puerta, con su rifle cargado y la bayoneta calada. Usted se sentó en una esquina, y las órdenes del soldado eran de matarlo si usted trataba de ponerse de pie.
Pero si yo pedía para ponerme de pie el soldado podía llamar al cabo de guardia.
Sí. A medida que pasaban las horas largas y silenciosas, el soldado se entregó a las exigencias de la naturaleza: el soldado mismo incurrió en la pena de muerte al dormirse en su puesto.
Eso fue lo que hizo usted.
-¡Cómo! ¿Me reconoce? ¿Me reconoció desde un primer momento?


El capitán se había puesto de pie y se paseaba por la tienda, visiblemente alterado. Su cara enrojeció, los ojos grises habían perdido la mirada fría y despiadada que mostraban cuando Brune los había visto detrás del cañón de la pistola; se habían suavizado maravillosamente.
-Lo conocí -dijo el espía, con su acostumbrada tranquilidad- cuando me enfrentó ordenando que me rindiera. Dadas las circuns-tancias, habría sido poco elegante de mi parte que le recordara todo esto. Soy quizás un traidor, ciertamente un espía; pero no quisiera parecer un suplicante.
El capitán se había detenido y miraba al prisionero. Había una singular ronquera en su voz cuando habló otra vez:
-Señor Brune, sea usted lo que su conciencia le permita ser; me salvó la vida a costa de la suya. Hasta que lo vi ayer, cuando mi centinela lo detuvo, lo creía muerto, creía que usted había sufrido la pena a la que, gracias a mi propio crimen, usted podía haber fácilmente eludido: no tenía más que salir del vagón y hacerme tomar su lugar ante el pelotón de fusilamiento. Usted tuvo una divina compasión. Tuvo piedad de mi fatiga. Me dejó dormir, veló mi sueño y, cuando se acercó el momento en el que debía llegar mi relevo, me despertó suavemente. Ah, Brune, Brune, aquello fue grande, fue digno, fue...
La voz del capitán se quebró; las lágrimas le corrían por la cara y resplandecían en su barba y sobre el pecho. Sentándose otra vez detrás de la mesa, hundió la cara en los brazos, sollozando. Todo estaba en silencio.
De repente, el claro sonido de un clarín se dejó oír convocando a la tropa. El capitán se sobresaltó e irguió el rostro, humedecido, de entre sus brazos; se había vuelto terriblemente pálido. Afuera, al sol, se oía a los hombres alineándose; las voces de los sargentos; el repiqueteo de los tambores. El capitán habló una vez más:
-Debí haber confesado mi falta para poder relatarla historia de su magnanimidad; podía haberle obtenido el perdón. Cien veces decidí hacerlo, pero la vergüenza me lo impidió. Por otra parte, su sentencia era justa. Bien, que Dios me lo perdone, nada dije y mi regimiento fue enviado poco después a Tennessee; no volví a saber de usted.
-Me fue bien, señor -dijo Brune sin aparente emoción-, huí y regresé a servir a mi bandera, la bandera confederada. Quisiera agregar que, antes de desertar del servicio federal, había solicitado por todos los medios que se me diera de baja tratando de hacer valer el argumento de que mis convicciones habían cambiado. Se me castigó.
-¡Ah! Sí yo hubiera sufrido la pena de mi crimen, si usted no me hubiera dado tan generosamente la vida que yo acepté sin gratitud, no se encontraría otra vez amenazado por una muerte inminente.
El prisionero se sobresaltó levemente y la ansiedad apareció en su rostro. Se habría dicho, también, que estaba sorprendido. En ese momento un teniente, el ayudante, apareció en la abertura de la tienda y saludó.
-Capitán -dijo, el batallón está formado.
El capitán Hartroy había recuperado su compostura. Se volvió hacia el oficial y respondió:


-Teniente, dígale al capitán Braham que le ordeno asumir el mando del batallón y lo lleve a alinearse fuera del parapeto. Este caballero es un desertor y un espía; debe ser fusilado ante la tropa. Le acompañará, sin grilletes ni guardias.
Mientras el ayudante esperaba en la puerta, los dos hombres que estaban dentro de la tienda se pusieron de pie e intercambiaron ceremoniosos saludos; Brune se retiró de inmediato.
Media hora después un viejo cocinero negro, la única persona que quedaba en el campamento, excepción hecha del comandante, se sobresaltó por el estampido de una descarga de fusilería y dejó caer la caldera que estaba sacando del fuego. Si no hubiera sido por su preocupación y por el silbido que el contenido de la caldera hacía entre las brasas, podría haber oído también, más cerca, el tiro de revólver con que el capitán Hartroy renunció a una vida que, en conciencia, ya no podía conservar.
De acuerdo con lo manifestado en una nota dirigida al oficial que lo sucedía en el mando, fue enterrado, como el desertor y espía, sin honores militares. Bajo la sombra solemne de las montañas que ya conocen la guerra, ambos duermen en tumbas tiempo ha olvidadas.



Cuentos de soldados

1.007.1 Ambrose Bierce - 073

No hay comentarios:

Publicar un comentario