The
story of a conscience
1
El capitán
Parrol Hartroy se encontraba hablando en voz baja con el centinela en el puesto
de avanzada de su piquete de guardia. Este puesto estaba ubicado en una
carretera que dividía el campamento del capitán, media milla en retaguardia,
aunque el campamento del capitán no se veía desde ese lugar. Aparentemente el
oficial le estaba dando al soldado ciertas instrucciones, o quizás sólo le
preguntaba si todo estaba tranquilo en el frente. Mientras los dos hablaban se
les acercó un hombre en la dirección del campamento, silbando con descuido, y
el soldado le detuvo de inmediato. Era evidentemente un civil, alto, vestido
con la rústica tela casera de amarillo grisáceo llamado «Nogal», que usaban los
hombres durante los últimos días de la Confederación. Llevaba
un sombrero que había sido alguna vez blanco, inclinado sobre la frente, y por
debajo del sombrero se veía caer mechones de pelo disparejo que aparentemente
no conocían ni las tijeras ni el peine. El rostro del hombre era bastante
notable: frente ancha, nariz larga y mejillas delgadas; la boca era invisible
debido a la tupida barba oscura que parecía tan descuidada como el cabello. Los
ojos grandes tenían esa firmeza y fijeza de atención que tan frecuentemente
revelan una inteligencia apreciativa y una fuerza de voluntad que no es fácil
desviar de sus propósitos. Por lo menos así dicen los fisonomistas 'que tienen
esa clase de ojos. En resumen, este era un hombre a quien uno probablemente no
podría observar sin ser observado al mismo tiempo por él. Llevaba un bastón
cortado en el bosque y sus viejas botas de cuero de vaca estaban blancas de
polvo.
-Muéstreme su
pase -dijo el soldado federal, quizás un poco más imperiosamente que lo que
habría creído necesario si no fuera por la mirada de su comandante, quien
observaba desde la vera del camino, cruzado de brazos.
-Pensé que me
reconocería, general -dijo el caminante tranquila-mente mientras sacaba el
papel del bolsillo de su chaqueta. Había algo en su tono de voz, quizás una
leve nota de ironía, que hizo aquella acción menos agradable de lo que es
generalmente. Supongo que tienen que ser bastante cuidadosos -agregó, con un
tono más conciliador, como disculpándose por haber sido detenido.
Después de
leer el pase, con su rifle apoyado en el suelo, el soldado devolvió el
documento sin decir palabra, echó el arma al hombro y regresó hacia donde
estaba su comandante. El civil siguió por el medio de la carretera y cuando
hubo penetrado el terreno confederado se puso a silbar otra vez, perdiéndose
muy pronto de vista en un ángulo del camino que en ese lugar se internaba en un
bosquecito. Repentinamente el oficial descruzó los brazos, sacó el revólver del
cinto y se lanzó a la disparada en la misma dirección, dejando al centinela
absolutamente estupefacto.
2
El capitán
Hartroy comandaba un batallón independiente. Sus fuerzas consistían en una
compañía de infantería, un escuadrón de caballería y una sección de artilleros
separados del ejército al que pertenecían, para defender un importante
desfiladero en las montañas Camberland de Tennessee. Aunque el comando corres-pondía
a un oficial superior, se le había asignado a un oficial de línea después de
«descubrirlo» y promoverlo. Su puesto era excepcional-mente peligroso; la
defensa implicaba una grave responsabilidad y se le habían conferido sabiamente
poderes discrecionales, tanto más necesarios dada la distancia a la que se
encontraba del cuerpo principal del ejército, lo precario de sus líneas de
comunicación y la ferocidad de las guerrillas enemigas que infestaban esa
región. Había fortificado concienzudamente su pequeño campamento que rodeaba un
villorrio de media docena de casas y un almacén de campaña, y había reunido una
cantidad considerable de provisiones. Entregó a unos pocos civiles del lugar,
cuya lealtad era reconocida, con quienes era necesario comerciar y de cuyos
servicios diversos había hecho uso varias veces, pases escritos que les
permitían internarse en sus defensas. Es fácil comprender que un abuso de este
privilegio podía resultar en serias consecuencias favorables al enemigo. El
capitán Hartroy había ordenado que quienquiera incurriera en tal abuso debía
ser ejecutado tras un juicio sumario.
Mientras el
centinela examinó el salvoconducto del civil, el capitán había estado mirando
atentamente a este último. Le pareció un rostro familiar y no dudó al principio
haberle entregado él mismo el pase que ahora tranquilizaba al centinela. Sólo
después que el hombre se perdió de vista y dejó de oírlo, se le reveló su
identidad gracias a un chispazo de su memoria. El oficial había actuado con la
rapidez de una decisión militar.
3
Para quien no
tenga singular aplomo, la aparición de un oficial del ejército, formidablemente
uniformado, blandiendo en una mano una espada desen-vainada y en la otra un
revólver amartillado, y corriendo, en furiosa perse-cución, es sin duda
sumamente inquietante; sin embargo, no pareció tener ningún otro efecto sobre
el hombre que en este caso era objeto de dicha persecución que el de aumentar
en cierto grado su tranquilidad. Podría fácilmente haber huido a derecha o a
izquierda, adentrándose en el bosque, pero eligió otra actitud: se volvió y
enfrentó con calma al capitán diciéndole, mientras se acercaba:
-Me imagino
que tiene usted algo que decirme, que se le ha olvidado. ¿Qué sería, amigo?
Pero el
«amigo» no respondió, más ocupado en la acción poco amistosa de amenazarlo con
una pistola amartillada.
-Ríndase -dijo
el capitán con tanta calma como se lo permitía una cierta agitación causada por
el esfuerzo, o es hombre muerto.
No había
amenaza alguna en el tono de voz con que impartió esta orden; ella estaba dada
por los medios con que se ejercía la coacción. Había también algo no del todo
tranquilizador en los fríos ojos grises que miraban a lo largo del cañón del
arma. Durante un instante los dos hombres se miraron en silencio; entonces el
civil, sin apariencia de temor -con la misma enorme despreocupación con que
había cumplido la orden menos austera del centinela- sacó lentamente del
bolsillo el papel que había satisfecho a aquel humilde funcionario y lo tendió
diciendo:
-Me parece que
este pase del señor Hartroy es...
-El pase es
una falsificación -dijo el oficial interrumpiéndolo. Yo soy el capitán
Hartroy, y usted es Dramer Brune.
Sólo un ojo de
lince habría notado la leve palidez del rostro del civil al escuchar estas
palabras, y la única otra manifestación que atestiguaba su importancia fue un
voluntario relajamiento del pulgar y de los dedos que sostenían el descartado
papel, el cual, al caer olvidado sobre el camino, fue echado a rodar por una
suave brisa y luego se detuvo, sucio de polvo, como humillado por la mentira
que manifestaba. Un momento después el civil, todavía tranquilo, contemplando
el cañón de la pistola, dijo:
-Sí, soy
Dramer Brune, espía confederado y prisionero suyo. Llevo, como usted pronto
descubrirá, un plano de su fuerte y de su armamento, una explicación de la
forma en que están distribuidos sus hombres y el número a que ascienden, y un
mapa de las entradas que muestra las posiciones de todos sus piquetes. Mi vida
está en su poder, pero si usted desea tomarla de manera más formal que si lo
hiciera por su mano, y si desea evitarme la vergüenza de entrar en el
campamento a punta de pistola, le prometo que no resistiré, ni intentaré escapar,
ni protestaré, sino que me someteré a la pena que deba ser impuesta.
El oficial
bajó su pistola, la desamartilló y la puso en la cartuchera. Brune
se adelantó un paso extendiendo la mano derecha.
-Es la mano de
un traidor y un espía –dijo el oficial fríamente, y no la estrechó. El otro
asintió –venga –dijo el capitán, vamos al campamento; usted no morirá hasta
mañana en la madrugada.
Dio la espalda
a su prisionero, y estos dos hombres enigmáticos volvieron sobre sus pasos y
pronto pasaron al centinela, quien expresó su sentido de las cosas con un
innecesario y exagerado saludo a su comandante.
4
La mañana
siguiente a estos hechos, temprano, los dos hombres, aprehensor y cautivo, se
encontraban sentados en la tienda del primero. Los separaba una mesa sobre la
cual, entre una cantidad de cartas privadas y oficiales que el capitán había
escrito durante la velada, estaban los papeles acusadores que portaba el espía.
Ese caballero había dormido toda la noche en una tienda contigua, sin
centinelas. Ambos; después de desayunar, fumaban.
-Señor Brune -dijo
el capitán Hartroy, es probable que usted no comprenda por qué lo reconocí
disfrazado, ni cómo sabía su nombre.
-No he tratado
de enterarme, capitán -dijo el prisionero con pacífica dignidad.
Sin embargo,
me gustaría que usted supiera, si la historia no lo ofende. Apreciará que lo
conozco desde el otoño de 1861. En aquella época, usted era un soldado de un
regimiento de Ohio, un soldado valiente que inspiraba confianza. Para sorpresa
y pena de sus oficiales y camaradas desertó y se pasó al enemigo. Poco después
fue capturado durante una escaramuza, reconocido, juzgado por una corte marcial
y sentenciado a morir fusilado. Esperando la ejecución de la sentencia lo
confinaron, sin cadenas, en un vagón de carga que se encontraba en una vía
lateral del ferrocarril.
-En Grafton,
Virginia -dijo Brune, quitando las cenizas de su cigarro con el meñique de la
mano que lo sostenía y sin levantar la vista.
En Grafton,
Virginia -repitió el capitán. Una noche oscura y tormentosa, un soldado que
acaba de regresar de una marcha larga y fatigante fue destacado para vigilarlo.
Se sentó sobre un cajón de galletas dentro del vagón, cerca de la puerta, con
su rifle cargado y la bayoneta calada. Usted se sentó en una esquina, y las
órdenes del soldado eran de matarlo si usted trataba de ponerse de pie.
Pero si yo
pedía para ponerme de pie el soldado podía llamar al cabo de guardia.
Sí. A medida
que pasaban las horas largas y silenciosas, el soldado se entregó a las
exigencias de la naturaleza: el soldado mismo incurrió en la pena de muerte al
dormirse en su puesto.
Eso fue lo que
hizo usted.
-¡Cómo! ¿Me
reconoce? ¿Me reconoció desde un primer momento?
El capitán se
había puesto de pie y se paseaba por la tienda, visiblemente alterado. Su cara
enrojeció, los ojos grises habían perdido la mirada fría y despiadada que mostraban
cuando Brune los había visto detrás del cañón de la pistola; se habían
suavizado maravillosamente.
-Lo conocí -dijo
el espía, con su acostumbrada tranquilidad- cuando me enfrentó ordenando que me
rindiera. Dadas las circuns-tancias, habría sido poco elegante de mi parte que
le recordara todo esto. Soy quizás un traidor, ciertamente un espía; pero no
quisiera parecer un suplicante.
El capitán se
había detenido y miraba al prisionero. Había una singular ronquera en su voz
cuando habló otra vez:
-Señor Brune,
sea usted lo que su conciencia le permita ser; me salvó la vida a costa de la suya. Hasta que lo
vi ayer, cuando mi centinela lo detuvo, lo creía muerto, creía que usted había
sufrido la pena a la que, gracias a mi propio crimen, usted podía haber
fácilmente eludido: no tenía más que salir del vagón y hacerme tomar su lugar
ante el pelotón de fusilamiento. Usted tuvo una divina compasión. Tuvo piedad
de mi fatiga. Me dejó dormir, veló mi sueño y, cuando se acercó el momento en
el que debía llegar mi relevo, me despertó suavemente. Ah, Brune, Brune,
aquello fue grande, fue digno, fue...
La voz del
capitán se quebró; las lágrimas le corrían por la cara y resplandecían en su
barba y sobre el pecho. Sentándose otra vez detrás de la mesa, hundió la cara
en los brazos, sollozando. Todo estaba en silencio.
De repente, el
claro sonido de un clarín se dejó oír convocando a la tropa. El capitán
se sobresaltó e irguió el rostro, humedecido, de entre sus brazos; se había
vuelto terriblemente pálido. Afuera, al sol, se oía a los hombres alineándose;
las voces de los sargentos; el repiqueteo de los tambores. El capitán habló una
vez más:
-Debí haber
confesado mi falta para poder relatarla historia de su magnanimidad; podía
haberle obtenido el perdón. Cien veces decidí hacerlo, pero la vergüenza me lo
impidió. Por otra parte, su sentencia era justa. Bien, que Dios me lo perdone,
nada dije y mi regimiento fue enviado poco después a Tennessee; no volví a
saber de usted.
-Me fue bien,
señor -dijo Brune sin aparente emoción-, huí y regresé a servir a mi bandera,
la bandera confederada. Quisiera agregar que, antes de desertar del servicio
federal, había solicitado por todos los medios que se me diera de baja tratando
de hacer valer el argumento de que mis convicciones habían cambiado. Se me
castigó.
-¡Ah! Sí yo
hubiera sufrido la pena de mi crimen, si usted no me hubiera dado tan
generosamente la vida que yo acepté sin gratitud, no se encontraría otra vez
amenazado por una muerte inminente.
El prisionero
se sobresaltó levemente y la ansiedad apareció en su rostro. Se habría dicho,
también, que estaba sorprendido. En ese momento un teniente, el ayudante,
apareció en la abertura de la tienda y saludó.
-Capitán -dijo,
el batallón está formado.
El capitán
Hartroy había recuperado su compostura. Se volvió hacia el oficial y respondió:
-Teniente,
dígale al capitán Braham que le ordeno asumir el mando del batallón y lo lleve
a alinearse fuera del parapeto. Este caballero es un desertor y un espía; debe
ser fusilado ante la
tropa. Le acompañará, sin grilletes ni guardias.
Mientras el
ayudante esperaba en la puerta, los dos hombres que estaban dentro de la tienda
se pusieron de pie e intercambiaron ceremoniosos saludos; Brune se retiró de
inmediato.
Media hora
después un viejo cocinero negro, la única persona que quedaba en el campamento,
excepción hecha del comandante, se sobresaltó por el estampido de una descarga
de fusilería y dejó caer la caldera que estaba sacando del fuego. Si no hubiera
sido por su preocupación y por el silbido que el contenido de la caldera hacía
entre las brasas, podría haber oído también, más cerca, el tiro de revólver con
que el capitán Hartroy renunció a una vida que, en conciencia, ya no podía
conservar.
De acuerdo con
lo manifestado en una nota dirigida al oficial que lo sucedía en el mando, fue
enterrado, como el desertor y espía, sin honores militares. Bajo la sombra
solemne de las montañas que ya conocen la guerra, ambos duermen en tumbas
tiempo ha olvidadas.
Cuentos de soldados
1.007.1 Ambrose Bierce - 073
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