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viernes, 26 de diciembre de 2014

Kilé bambá y loche el bogatir

Probablemente no hace mucho tiempo que esto sucedió. Vivía a orillas del Amur un hombre del pueblo nanayo llamado Kilé Bambá. Era Kilé Bambá un hombre de fuerza extraordinaria.
Trajo al mundo a Kilé una mujer sencilla. Pero se conoce que los diablos buenos le ayudaban porque creció con mucha rapidez. Aún andaba a vueltas con el chupete cuando peleó con una fiera.
Su madre salió un día de casa. Apuntaló la puerta con una estaca para que no se abriera. No sé cuánto tiempo se estaría la madre de charla con las vecinas, pero el caso es que, en su ausencia, un tigre entró por la ventana en casa de Bambá.
Los vecinos oyeron el rugido del tigre. Oyeron el llanto del pequeño Bambá. Y todos echaron a correr en distintas direcciones. ¿Cómo no va a escapar la gente si se ha metido un tigre en la aldea?
Bambá estuvo llorando un rato y luego se calló.
«¡Ay, pobrecito Bambá! -pensaron los vecinos. El tigre se lo habrá llevado a la taigá.»
La madre corrió a su casa. Y se encontró a Bambá tendido en el suelo, babeando y jugando con el rabo rayado del tigre. Y el tigre estaba caído al lado de la cuna: el pequeño Bambá lo había aplastado. ¡Vaya con Bambá!
Kilé Bambá y Loche el bogatir
Al ver a su madre, se sacó el chupete de la boca.
-Cada día hay más bichos -dijo. Se ponen inaguantables y no le dejan a uno dormir metiéndose por las ventanas. Está visto que tendré yo que ajustarles las cuentas puesto que no hay hombres en la aldea.
Bambá se puso de pie, agarró la jabalina del padre, la sopesó y dijo:
-Parece un poco pequeña. 
-Luego agarró la jabalina por ambos extremos, apretó y la partió por la mitad. Además, no es muy buena.
Fue a la taigá, agarró con la mano izquierda un joven arce, lo retorció y lo desgajó con raíz y todo. Luego le quitó las ramas, sacudió la tierra, probó si era manejable.
-Un poco ligera resulta -dijo. Pero, ¿qué se le va a hacer? Ya que no hay otra cosa, tendré que apañarme con ésta.
Sus paisanos le miraban, asombrados, preguntándose a quién habría salido. Porque nunca había habido un nanayo igual. Y no le llamaban ya Kilé Bambá, sino Berguén Bambá, el bogatir Bambá.
Y Bambá se convirtió en un cazador sin igual. Apenas comenzaba sus preparativos de caza, los animales despertaban en sus guaridas, más allá de nueve montes, más allá de nueve lagos, y se despedían de sus hijitos, seguros de que no escaparían a Bambá.
Tenía Bambá tan buen ojo, que con una sola mirada podía decir cuántos pelos plateados tenía un zorro en el lomo y cuántos blancos en la cola. Bambá tenía tan buen oído, que se quedaba escuchando un poco y decía: «Más allá de nueve ríos y más allá de siete arroyos se oye chillar a unas crías de marta cebellina. Conque allí hay que poner los cepos.»
Tenía Bambá tanta fuerza, que después de pasarse cien días cazando sin descanso, dormía una noche y se pasaba cien días más de caza.
Bambá comía mucho: por la mañana, un gamo; para almorzar, un alce y de cena un oso. Luego se acariciaba la tripa y decía: «Comería algo más, pero también hay que dejar para mañana.»
Cuando Bambá salía de caza, iban diez cazadores recogiendo lo que él abatía. Regresaba el chiquillo a la aldea seguido por toda una caravana de traíllas tirando de los trineos cargados de pieles. ¡Vaya con Bambá!
Bambá tenía buen corazón. Si algún niño lloraba en la aldea, iba a verle Bambá y le preguntaba: «¿Por qué lloras? Toma un laja pukaní para jugar.» Le daba una vejiga de pez hinchada, el niño se ponía a pegarle palmadas, a armar ruido, y dejaba de llorar. Tantos osos había cazado Bambá, que a todos los niños de la aldea les regaló un colmillo, un mafá garaní para que, colgado sobre su cuna, le diera buena suerte y no permitiese que los diablos malvados le asustaran. Todo el mundo saciaba su hambre en la aldea: no faltaba carne, había pescado de sobra y también pieles.
Los nanayos solían ir al reino de Nikán, cruzando el río. Allí vendían sus pieles y compraban ropones y provisiones. Los nanayos tenían la cara redonda, el vientre abultado, los ojos límpidos. Trenzaban cordones rojos en sus coletas, llevaban unti de pieles bonitas, bordadas en seda. Los nanayos tenían las manos ágiles; los nanayos tenían los pies veloces. ¡Así eran los nanayos!
Al ambán nikano, que observaba día tras día a los nanayos desde la orilla opuesta, le entró envidia de que los nanayos vivieran holgadamente y en buena armonía, de que no le pagaran tributo a nadie y tuvieran de todo. A sus braceros nikanos el ambán los había esquilmado hacía ya tiempo: les cobraba tributo para él, les cobrababa para el rey, para los soldados, para los frailes, para los mercaderes y otra vez para él... ¿Qué les quedaba a los pobres braceros? Conque se dijo el ambán: «¿Y si les exigiera también yasak a los nanayos? Puedo hacer una fortuna cobrándoles tributo.»
Así, pues, envió soldados y funcionarios suyos donde los nanayos. ¡Muchísimos hombres! Con sables, jabalinas, antorchas...
Llegaron donde los nanayos, y los nanayos, encantados de que les visitaran, empeñados en agasajarles. Pero los nikanos, sin mirar siquiera los manjares que les ofrecían, fueron derechitos a los cobertizos. Bambá se enfadó entonces con los nikanos.
-Sois unos groseros -les dijo. No sabéis comportaros cuando estáis de visita.
Los soldados del ambán manchú llevaban todos, una coleta colgando a la espalda.
Bambá los agarró por aquellas largas coletas, los ató a todos juntos con ellas y los arrojó al agua. Los nikanos estuvieron braceando y venga a bracear en el agua, hasta que se fueron al fondo... Y es que Bambá era muy fuerte.
El ambón manchú envió muchas veces soldados suyos donde los nanayos, pero nunca los vio volver.
Comprendió entonces el ambán manchú que por la fuerza no se podía someter a las gentes del Amur. Se puso a pensar, luego convocó a todos sus sabios y sus funcionarios para que pensaran también en el modo de sacar provecho de la tierra del Amur.
Estuvieron los sabios nikanos piensa que te piensa, hasta que por fin se les ocurrió una idea.
El más anciano le dijo al ambán:
-No envíes más soldados: el soldado piensa con la espada y no con la cabeza. Manda a un mercader donde los nanayos. El mercader es como la araña: donde se agarra, allí se queda hasta que no haya chupado toda la sangre.
El ambán siguió el consejo: envió al mercader Li-Chan donde los nanayos.
Llegó Li-Chan donde los nanayos, a la orilla del Amur. Li-Chan, como una vulpeja, hablaba muy suave y prometía todo lo habido y por haber. La lengua de Li-Chan no tenía huesos: tan pronto hablaba así como hablaba asá, igual que la vulpeja mueve la cola según sopla el viento. Llegó Li-Chan y empezó a fiarles mercancías a los nanayos: «¡Llévatelo, llévatelo! Ya haremos cuentas luego», decía. A este un collar, al otro un caldero, a aquel un ropón bordado, al de más allá unos pendientes, a algunos cereales y harina... «¡Llévatelo, llévatelo! Ya haremos cuentas luego.» Los nanayos veían que era un buen mercader. Los nanayos veían que con Li-Chan podían entenderse bien. El mercader no pegaba gritos, no profería amenazas, no daba patadas en el suelo, sino que todo lo hacía sonriendo, con una risita muy especial.
Así se fue ganando el mercader a los nanayos. Y los nanayos cesaron de ir al reino de Nikán y de traer de allí mercancías, puesto que a Li-Chan podían comprarle todo lo que necesitaban. Cualquier cosa que pidieran, de todo tenía el mercader.
Llegó el momento de saldar las deudas con Li-Chan.
Los nanayos le llevaron sus pieles a Li-Chan.
Pero, de pronto, los precios de todo lo que vendía Li-Chan se pusieron por las nubes. Explicaba que había que hacer un viaje muy duro para traer las mercancías, que los bandoleros acechaban por el camino, que había que darle parte al ambán, y a los bandoleros, y al rey de Nikán...
Los nanayos entregaron a Li-Chan todas las pieles que tenían, pero resultó que no bastaban para saldar la deuda. Aún le quedaron a deber a Li-Chan. Los nanayos son personas que pagan sus deudas por encima de todo. De manera que, para saldar aquélla, se pusieron a trabajar. Lo que cazaban en la taigá, se lo llevaban a Li-Chan. Lo que pescaban en el río, también se lo llevaban. Li-Chan había llegado donde los nanayos delgado como un gusano y ahora estaba gordo como un cerdo. En cambio, empezaron a desmejorarse los nanayos: no conseguían verse libres de aquella deuda...
Después de darle vueltas y vueltas al asunto, fueron donde Kilé Bambá.
-Mira lo que pasa -le explicaron entre suspiros: no conseguimos de ninguna manera saldar nuestra deuda. Algo ha enredado aquí el demonio. Al principio, Li-Chan contaba una piel por una. Luego, Li-Chan empezó a contar dos pieles por una. Y ahora, Li-Chan cuenta tres pieles por una. ¿Qué hacemos?
Bambá fue donde el mercader. Le preguntó, muy enfadado, qué estaba pasando. Pero Li-Chan echó mano de un erenté para demostrarle que en aquel libro estaban apuntadas todas las deudas. Bambá miraba los signos escritos en el libro y, aunque no los entendía, era evidente que estaban allí. Desde luego, si las deudas eran tan numerosas como los signos, nunca lograrían saldarlas. Lo que no se le ocurrió a Bambá fue que en aquel libro había más engaños que signos. Bambá se puso a preguntar a los manayos lo que habían comprado a crédito. «Pues un ropón -le contestaban, cereales, aguardiente también... y no recuerdo nada más.» Lo que habían comprado los nanayos antes del aguardiente, sí lo recordaban; lo que habían comprado después, no. El aguardiente les hacía perder la memoria a los nanayos...
Bambá empezó a ayudar a sus paisanos.
Al cabo de algún tiempo no les había solucionado su situación, y en cambio también él se encontraba entre las garras de Li-Chan. Sin saber cómo había sucedido.
«Se conoce que Li-Chan no es un mercader, sino un diablo -pensó Bambá. ¿Cómo es que tres pieles cuenten por una para él? ¡No lo entiendo!»
Y Bambá fue a ver al chamán para hablarle del mercader. Pero el chamán tenía una borrachera tan fenomenal que apenas podía hablar. Escuchó a Bambá haciendo un gran esfuerzo y dijo después:
-¡Tienes razón! ¡Li-Chan es un diablo! No hay más que ver el aguardiente que me ha dado: lo bebí hace tres días, y aún sigo borracho. ¿Puede hacer una cosa así un hombre como los demás? ¡Claro que ese Li-Chan es un diablo!
-Bueno, ¿y qué puede hacer un cazador contra un diablo? -Nada...
-Habla con los espíritus. ¡Haz que se marche ese diablo de Li-Chan! Los nanayos están agotados. Todo se lo llevan a él. ¡Pronto empezará a morirse la gente! -le pidió Bambá.
Kilé Bambá -y Loche el bogatir
-No puedo invocar a los espíritus contra Li-Chan -contestó el chamán. Es un diablo al que yo no puedo dominar. No es un diablo nanayo, sino un diablo nikano. ¡Es el ambán de los ambanes, el diablo de los diablos! Llévale más pieles.
-Iré a cazar a los cotos -dijo Bambá. Iré a las montañas de Sijoté-Alín y traeré tigres, taeré linces...
-No vayas a Sijoté-Alín. Caza aquí -dijo el chamán. En Sijoté-Alín viven los diablos de las montañas. El Kakzamú de los udés guarda aquellas montañas y convierte a las personas en rocas.
-¡Iré al Mar Grande! Traeré otarias, morsas, focas... El chamán se aspaventó:
-¡Caza aquí! En el mar grande vive Ganká, el demonio de las aguas. Tiene cuerpo de personas, cola de pez y, en lugar de mano, un gancho de hierro que asoma por encima del agua. ¡Con ese gancho arrastra a la gente!
-Pues iré el pantano y traeré alcaravanes, garzas, patos... El chamán escupió de indignación.
-¡Te digo que caces aquí! En el pantano vive Bokó, el diablo de una pata. Hará que te extravíes, te conducirá a una ciénaga, ¡y allá te quedarás para los restos!
-Iré a los salobrales -dijo entonces Bambá. Traeré alces, corzos...
Temblaba el chamán:
-¡Qué caces aquí, te digo! En los salobrales vive Agdá, el trueno. Tala los árboles con un hacha de piedra. Y cuando la descarga, convierte al hombre en polvo.
-Entonces, iré al lago Milke y traeré castores y gansos...
El chamán echaba espuma por la boca de la rabia que le daba escuchar a Bambá.
-En ese lago vive Jimú-ambá, el más terrible de los diablos. En cuanto ve a una persona, sale del lago y la hierba y las piedras arden por donde él pasa. Si Jimú te echa su aliento de fuego, morirás abrasado y nadie se enterará.
Kilé-Bambá quedó cabizbajo y pensativo. ¡Vaya con el bogatir Bambá! Rodeado de diablos, y todos más poderosos que Bambá Merguén! ¿De qué le servía a él su fuerza? ¡Oy-ya-ja! ¡Qué calamidad!
-Caza como has cazado hasta ahora -decía el chamán. Llévale pieles a Li-Chan. El te dará aguardiante y se te olvidarán todas las penas.
Pero Bambá no quería ver a Li-Chan. Y echó a andar a la buena de Dios...
Cruzó tres arroyos, rodeó seis lagos, subió y bajó nueve montes. Eligió un lugar adecuado, montó un cabaña, encendió una hoguera y se acostó en la cabaña. No hacía más que darles vueltas a sus amargos pensamientos.
«¿De qué le sirve a un hombre tener la fuerza de un bogatir si los diablos no le dejan vivir tranquilo? Por si no bastara que haya diablos en el bosque, diablos en la taigá, diablos en las montañas y diablos en el río, ¡aparece ahora Li-Chan en la aldea! ¿Habrá alguna fuerza capaz de acabar con todos esos diablos para que la gente pueda vivir tranquila?»
Kilé-Bambá se quedó dormido y entre sueños oyó que alguien llegaba desde el curso alto del Amur. Caminaba con paso pesado, haciendo ceder la taigá bajo sus pies y afluir el agua de bajo tierra. Bambá se levantó de un salto, le puso una flecha al arco y empuñó su cuchillo. ¿Quién sería?
En esto salió un hombre de entre los árboles. Bambá no había visto a nadie que se le pareciese: tenía el rostro blanco, los ojos azules, el pelo amarillo como el oro y una gran barba. No vestía al estilo del Amur. Llevaba en las manos un palo de hierro.
«¡Otro diablo que ha venido!», pensó Bambá.
Y el hombre le decía ya:
-¿Por qué has echado mano del arco? ¿Quieres dispararme una flecha? Yo soy amigo tuyo, y no enemigo. Además, ¿qué daño podrías hacerme con tu arco? Mejor será que veamos quién es mejor tirador.
¿Qué bogatir rechazaría una competición?
Bambá se plantó muy bien plantado: nadie en la aldea había disparado nunca más lejos que él. Vio a una liebre que corría tres arroyos más allá. Bambá soltó la flecha y dejó a la liebre clavada en un pino.
-¡Bien! -dijo el hombre de los cabellos amarillos.
Ahora fue él quien levantó su palo y dijo:
-Más allá de seis arroyos hay una ardilla que se dispone a saltar de un árbol a otro: voy a abatirla.
Apoyó su palo en un hombro, guiñó uno de sus ojos azules... y en ese momento estalló algo como un trueno que echó a rodar por los montes.
Kilé Bambá se cayó al suelo del susto.
-¡Oy, Agdá el trueno! -murmuró. ¡No me hagas daño! -No ha sido Agdá. He sido yo -reía el hombre aquél. Viendo que la ardilla estaba ya caída en el suelo, dijo Bambá:
-Has ganado tú. Ahora, vamos a luchar.
Ambos se quitaron la ropa y empezaron a luchar, agarrados de los cintos. Ninguno podía más que el otro. Ninguno lograba dejar al otro tendido en tierra. Aprovechando un momento que le pareció oportuno, Bambá quiso voltear al otro por encima de su hombro, pero el del pelo amarillo levantó a Bambá en vilo y lo mantuvo así un buen rato.
Ya con la vista nublada, pidió Bambá:
-Déjame ya en el suelo, que no soy ningún pajarraco. No me encuentro a gusto si no toco tierra. Tú has ganado... Vamos a ver ahora quién baila mejor.
Se puso a bailar Bambá. Empezó por la mañana y estuvo bailando hasta que se puso el sol. ¡Nadie había bailado nunca así en tierras del Amur!
El del pelo amarillo carraspeó, se escupió en las palmas de las manos y empezó él. Se pasó la noche bailando, se pasó el día bailando y seguía bailando al llegar la segunda noche... En todo el valle no se oía más que su taconeo. El agua rebosaba del río, temblaba la tierra y la polvareda velaba las estrellas...
-¡Eh, amigo! -gritó Bambá. ¡Basta! Tú has ganado.
Pero el del pelo amarillo se pasó aún tres días y tres noches bailando y dándose palmadas en los talones. Hasta que lo dejó diciendo:
-¡Bah! Esto no es nada. ¡De joven sí que bailaba yo...!
«¿Cómo iba a bailar así un hombre malvado? -pensaba Bambá. Tiene fuerza en los brazos, buena vista y humor alegre. ¿Qué más se puede pedir a un amigo?»
Entonces se hermanaron.
-Yo soy Kilé Bambá -dijo el nanayo.
-Y yo Iván Ruso. O Loche, a vuestro estilo.
-¿Tú eres un bogatir en tu tierra? -preguntó Bambá. Pero Loche denegó con un ademán.
-¡Qué voy a ser yo un bogatir! -protestó. Detrás de mí sí que vienen bogatires. Pero yo soy, sencillamente, el hijo menor de mi madre.
-¿A qué has venido aquí? -preguntó Bambá.
-A quedarme a vivir. En esta tierra vivieron mis padres hace mucho tiempo.
-Aquí se pasa mal -objetó el nanayo.
-¿Por qué? ¿Acaso es mala la tierra? -inquirió Iván. Luego
tomó un poco de tierra, la frotó entre las manos, la olió y dijo:
¡Muy buena tierra!
-Sí, pero han ido apareciendo tantos diablos que no nos dejan vivir.
Le refirió entonces Bambá sus desdichas a Iván. Le explicó que los diablos le tenían atado de pies y manos y le habían arrebatado su fuerza de bogatir.
-No te preocupes -replicó Iván. Cuando los ojos ven con claridad, siempre hay manera de poder más que los diablos.
Conque fueron juntos a la aldea. Los nanayos estaban todos muy pálidos: no había nada que comer. Unicamente Li-Chan, sentado a la puerta de su casa, estaba gordo y colorado como una garrapata.
-¿Es ése el diablo? -preguntó Iván.
-¡Ese, ése es!
Fueron Iván y Bambá a recorrer los cobertizos. Estaban total-mente vacíos. Sólo había telarañas en los rincones. Iván recogió las telarañas aquéllas, hizo una bola con ellas y fue a ver a Li-Chan.
-A ver, enséñame tu erenté, tu libro. ¿Dónde tienes aquí anotado lo que te debe mi amigo Bambá?
Sacó Li-Chan su erenté, su librote, lo abrió y fue señalando con su dedo gordísimo.
Kilé Bambá y Loche el bogatir
Iván tomó el libro y dijo:
-Si es cierto que Bambá debe esto, él es hombre de palabra y el fuego no quemará lo que él dice. Si has engañado tú a Bambá, tu palabra será la que se queme.
Arrojó Iván el libro a la hoguera y el libro ardió en seguida, envuelto en llamas. Li-Chan pataleaba, insultando a Iván. Entonces Iván le metió en la boca a Li-Chan la bola de telarañas que había recogido por los cobertizos. Al instante enflaqueció Li-Chan, se encogió y menguó hasta convertirse en una araña. Iván lo tiró al río, y allá fue Li-Chan por las aguas en busca de su ambán manchú, de su amo.
Los nanayos estaban pasando hambre.
Iván sacó entonces de debajo de la ropa unos granos pequeños y los echó a la tierra. De la tierra salió hierba verde, que luego se puso amarilla. En sus espigas había unas simientes también amarillas. Iván las recogió, las molió entre dos piedras y las simientes se convirtieron en polvo blanco. Mezcló Iván aquel polvo blanco con agua del Amur, hizo una masa y con la masa coció unas tortitas que repartió entre los nanayos diciendo: «Comed esto».
Los nanayos se las comieron. Estaban muy sabrosas. Y en seguida notaron que recobraban fuerzas. Se sentían más fuertes de lo que se habían sentido nunca después de comer cualquier otra cosa.
Los nanayos salieron de caza.
También se fueron a cazar Iván y Bambá.
-Me gustaría cazar un alce -dijo Iván. Vamos a los salobrales.
-Allí vive Agdá el trueno -se opuso Bambá.
Pero a Iván no le hicieron efecto sus palabras. ¿Y quién se queda a la zaga de un hermano adoptivo? ¡Se le caería la cara de vergüenza! Bambá le siguió. Iván empezó a hacer ruido con su palo de hierro y armó tal estruendo que Agdá huyó de los salobrales.
-Este es un sitio de caza muy bueno -dijo Iván. ¿Y dónde está tu Agdá?
Siguieron andando el nanayo y el ruso hermanados. Dieron con un pantano. Bambá vio que les cortaba el camino un hombrecillo chepudo, con una sola pierna, que echaba llamas azules por los ojos.
-¡No te metas ahí, Iván! -gritó Bambá. ¿No ves a un diablo? Es Bokó el jorobado. Hará que mueras en el pantano.
-¿Es éste el diablo Bokó? -preguntó Iván.
Le pegó un golpe en la única pata que tenía y, cuando lo hubo derribado, se valió de él para cruzar el pantano.
Bambá vio entonces que Bokó no era Bokó, sino una rama de abeto. En cuanto a Bokó, como si nunca hubiera existido: ni rastro de él. Cuando llegó el momento de cruzar un río, Bambá vio entre las aguas una especie de melena gris y unos ojos verdes brillantes.
-No te metas en el río -advirtió Bambá a Iván. ¿No ves que el viejo Ganká nos acecha en el agua? Mira cómo ha sacado su mano de hierro...
Iván se zambulló en el agua y agarró a aquel diablo de la melena gris. Cuando volvió a la superficie, sacaba en una mano una raíz de pino toda retorcida y un lucio que estaba allí al acecho. Iván y Bambá se comieron el lucio y siguieron andando. Bambá no volvió a ver al diablo Ganká.
Se metieron en las montañas. Bambá iba temblando de miedo porque aquéllos eran los lugares donde Kakzamú esperaba a la gente. No había hecho más que pensar en Kakzamú cuando le vio aparecer. Los miraba con ojos brillantes y rojos y ya adelantaba una mano hacia ellos para agarrarlos y convertirlos en rocas...
-¡Iván! -gritó Bambá-. Vámonos de aquí corriendo, vamos donde haya hierba porque allí no puede Kakzamú nada contra nosotros.
Iván volvió la cabeza y le atizó a Kakzamú tan fuerte con su palo de hierro que saltaron chispas en todas direcciones. Los ojos de Kakzamú se habían cerrado... Bambá vio que había allí un risco gris, recubierto de musgo, pero que no estaba Kakzamú. «Se habrá escondido», pensó, y siguió a Iván mirando hacia todas partes. Pero, nada, ¡que no aparecía Kakzamú! Lo había destruido el golpe de Iván.
-Y ahora, dime: ¿dónde vive ese diablo tuyo que se llama Jimú? -preguntó Iván a Bambá cuando llegaron a un lago.
No había terminado de hablar, y ya salía Jimú del lago, avanzando hacia ellos, retorciéndose y echando fuego. Bambá empezó a dar gritos y quería escapar de allí, cuando le dijo Iván:
-¿Qué te ocurre, Bambá? ¿No has visto nunca arder la hierba seca?
Bamba volvió la cara: no se veía a Jimú por ninguna parte. Era verdad: ardía la hierba seca y el fuego se arrastraba por la tierra como una serpiente. Y las piedras que dejaba al descubierto parecían efectivamente escamas. ¡Pero allí no había ningún Jimú! Bambá suspiró aliviado.
Ahora veía que no existían los diablos y que Iván y él estaban juntos sobre su tierra, fuertes los dos, valientes los dos. Dos cazadores, dos bogatires, sólo que Iván tenía más años. Todo lo que les rodeaba se comprendía perfectamente: en el bosque crecían árboles, en la taigá vivían animales, en el río nadaban peces y en los montes había rocas. Después de pensar un buen rato, observó de pronto Bambá:
-O sea, que se acabaron también nuestros cuentos. Se acabaron los cuentos que hablaban de los seres de la taigá, de los seres de las aguas y los seres de las montañas.
-No importa -afirmó Iván, porque nacerán otros cuentos. ¿No eres tú fuerte? ¿No eres valiente? ¿No eres el amo de tu tierra? ¿No soy yo tu amigo? ¿No eres tú amigo mío? Entonces, ¡claro que alguien contará nuestra historia!
A partir de entonces nacieron otras historias. Son cuentos que hablan de amor y de amistad. Cuentos que hablan de la fuerza y del valor. Cuentos que hablan de la destreza y de la fidelidad. Cuentos nuevos que nacen para hablar de corazones firmes, de brazos recios y de ojos avizores de buen cazador...

1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074

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