One officer,
one man
El capitán
Graffenreid estaba de pie a la cabeza de su compañía. Ésta no había entrado a
combate. Formaba parte del frente de batalla que se extendía a lo lejos, hacia
la derecha, con una longitud visible de casi dos millas a través del campo
abierto. El flanco izquierdo estaba oculto por el bosque; a mano derecha, la
línea también se perdía de vista, pero después de mucho espacio. Unas cien
yardas detrás se encontraba la segunda línea; detrás de ésta, las brigadas de
reserva y las divisiones formadas en columnas. Las baterías de artilleros
ocupaban los espacios intermedios y coronaban las colinas. Grupos de jinetes -generales
con sus estados mayores y sus escoltas- quebraban la regularidad de las líneas
y columnas. Algunas de estas figuras conspicuas portaban prismáticos y estaban
inmóviles oteando tranquilamente la campiña que tenían por adelante; otros iban
y venían lentamente, impartiendo órdenes. Había escuadrones de camilleros,
ambulancias, carros con municiones y edecanes en la retaguardia de todos -de
todo lo visible, porque aún detrás de ellos, a lo largo de los caminos, se
extendía por muchas millas una vasta multitud de reservistas que junto con su
variada impedimenta tienen asignada la tarea poco gloriosa pero importante de
atender a las múltiples necesidades de los combatientes.
Un ejército
alineado para la batalla, a la espera de un ataque o pronto para iniciarlo,
presenta extraños contrastes. En el frente se encuentran la formalidad, la
inmovilidad y el silencio. Hacia atrás estas características son cada vez menos
notorias hasta que, al final, espacialmente hablando, se pierden por completo
en medio de la confusión, el movimiento y el ruido. Lo homogéneo se convierte
en heterogéneo. Lo definido desaparece; el reposo se ve sustituido por una
actividad aparentemente sin propósito; la armonía se desvanece en la
desorganización; la forma, en el desorden. Por todos lados hay conmoción e
inquietud incesante.
Los hombres
que no luchan no están listos nunca.
Desde su lugar
el frente de la tropa, el capitán Graffenreid tenía una visión sin obstáculos
del terreno enemigo. Una media milla de campo despejado y casi llano se abría
ante él, y más allá un bosque irregular cubría un pequeño montículo; no se veía
un ser humano por ninguna parte. Tampoco podía imaginarse nada más apacible que
este agradable paisaje con sus alargadas franjas de campos oscuros sobre los
cuales la atmósfera empezaba a estremecerse con el calor del sol matinal. Ni un
solo ruido llegaba desde el campo y el bosque, ni siquiera el ladrido de un
perro, o el canto de un gallo desde la plantación que apenas se veía en la
colina entre los árboles. Sin embargo, cada uno de esos centenares de hombres
sabía que él y la muerte se encontraban cara a cara.
El capitán
Graffenreid no había visto un enemigo armado en toda su vida, aunque su
regimiento era el más antiguo en el combate, desde los dos
años que ya duraba la
guerra. Tenía la ventaja poco común de una educación militar,
y cuando sus camaradas marcharon hacia el frente a él lo habían asignado al
servido administrativo en la capital de su estado donde se pensaba que habría
de ser más útil. Como mal soldado había protestado, y como buen militar había
obedecido. Relacionado amistosa y oficialmente con el gobernador, y en goce de
su favor y confianza, rechazó firmemente toda promoción y había visto cómo sus
inferiores eran promovidos por encima de su grado. La muerte trabajaba en su
lejano regimiento; se habían abierto vacantes en los cargos de oficiales una y otra
vez; pero un caballeresco sentimiento de que los premios de la guerra debían
recaer sobre los que soportaban el peso de las batallas lo había llevado a
mantenerse en su humilde rango para facilitar la fortuna de otros. Su
silenciosa devoción a los principios venció por fin: fue relevado de sus
odiosos deberes y enviado al frente, y ahora, todavía no bautizado por el
fuego, se encontraba en la antesala de la batalla comandando una compañía de
duros veteranos para quienes él sólo había sido un nombre, y ese nombre, objeto
de burlas. Nadie -ni siquiera los oficiales de su misma promoción a favor de
quienes había renunciado a sus derechos- comprendía su devoción. Estaban
demasiado ocupados para poder ser justos; lo veían como alguien que había
rehuido a su deber, hasta que se vio obligado a dirigirse al frente. Demasiado
orgulloso como para explicarse, aunque no tan insensible como para dejar de
sentir, sólo le restaba soportar su situación y esperar.
De todos los
integrantes del ejército federal aquella mañana veraniega ninguno había
aceptado el combate con más alegría que Anderton Graffenreid. Su espíritu
retozaba, sus facultades se desbocaban. Estaba en un estado de exaltación
mental y apenas podía sufrir la demora del ataque enemigo. Para él ahí estaba la
oportunidad, y no le interesaba en absoluto el resultado. Que la victoria o la
derrota se dieran según la voluntad de Dios; tanto en una como en la otra
probaría que era un soldado y un héroe; reivindicaría el derecho al respeto de
sus hombres, al compañerismo de los oficiales y a la consideración de sus
superiores. ¡Cómo latía el corazón en su pecho cuando el clarín tocó las
conmovedoras notas llamando a atención! ¡Con qué paso liviano, apenas
consciente de la tierra que pisaba, se encaminó hacia adelante, al frente de su
compañía, y con qué alegría notó la disposición táctica que había ubicado a su
regimiento en la primera línea! Si por ventura tuvo un recuerdo de un par de
ojos oscuros que se enternecerían al leer la crónica de los hechos de esa
jornada, ¿quién lo acusará por esa reflexión tan poco marcial o pensará que
decaía su ardor de soldado?
Repentinamente,
desde el bosque que se encontraba a una media milla del frente -aparentemente
desde las ramas superiores de los árboles, pero en realidad desde más allá de
la colina -se elevó una alta columna de humo blanco. Un momento después llegó
una explosión profunda y desgarradora, seguida -casi acompañada- por un
terrible zumbido que parecía saltar a través del espacio con inconcebible
rapidez, elevándose desde el susurro hasta el rugido con una graduación
demasiado rápida como para que se notaran las sucesivas etapas de su horrenda
progresión. Un temblor recorrió las filas; los hombres se sobresaltaron. El
capitán Graffenreid dio un salto y se llevó las manos a la cabeza. Al hacerlo
oyó una explosión aguda y resonante, y vio una tremenda columna de humo y de
tierra que se elevaba sobre una ladera detrás de sus líneas; era la explosión
de la granada. ¡Sólo había pasado a unos cien pies hacia su izquierda! Oyó o
creyó oír una carcajada baja y burlona y volviéndose hacia la dirección de la
que provenía vio a su teniente primero, los ojos fijos en él, con una
inconfundible mirada de diversión. Observó la línea de rostros. Los hombres
reían ¿De él? La idea devolvió el color a su pálido semblante, devolvió
demasiado color. Sus mejillas se inflamaron con una fiebre de vergüenza.
El disparo del
enemigo no tuvo respuesta: el oficial que estaba al mando de esa parte de la
línea tan desguarnecida no tenía evidente-mente ningún deseo de provocar una
cañoneada. El capitán Graffenreid fue consciente de un sentimiento de gratitud
por esta interrupción. No sabía que el vuelo de un proyectil fuera un fenómeno
de carácter tan imponente. Su concepción de la guerra ya había sufrido un
profundo cambio, y tenía conciencia de que su nuevo sentir se manifestaba
mediante una visible perturbación. La sangre hervía en sus venas: tenía una
sensación de asfixia y sintió que si tuviera que dar una orden sería inaudible
o por lo menos ininteligible. La mano que sostenía su espada temblaba; la otra
se movía automáticamente aferrándose a diversas partes de su uniforme. Encontró
difícil quedarse de pie inmóvil e imaginó que sus hombres lo observaban. ¿Era
miedo? Temió que lo fuera.
Desde algún
sitio de la derecha llegó, al cambiar el viento, un grave e intermitente
murmullo como el del océano durante la tormenta, como el de un ferrocarril
lejano, como el del viento entre los pinos; tres sonidos tan parecidos que el
oído, sin la ayuda del pensamiento, no puede distinguirlos. Los ojos de las
tropas giraron en esa dirección; los oficiales de a caballo apuntaron hacia
allí sus prismáticos.
Una pulsación
irregular se entremezclaba con el ruido. Al principio pensó que era el latir de
su sangre afiebrada en sus oídos; luego, que era el distante repique de un
tambor.
-Han comenzado
a disparar sobre el flanco derecho -dijo un oficial.
El capitán
Graffenreid comprendió: los sonidos eran de fusiles y de artillería. Asintió y
trató de sonreír. No había aparentemente nada contagioso en la sonrisa.
Casi
inmediatamente irrumpió, todo a lo largo de la orilla del bosque frente a
ellos, una tenue línea de nubecillas de humo azul, sucedida por el estampido de
rifles. Silbidos penetrantes surcaron el aire y terminaron abruptamente con un
sonido sordo cerca suyo. El hombre que estaba al lado del capitán Graffenreid
dejó caer su rifle; sus rodillas se doblaron y se inclinó torpemente hacia
adelante golpeándose la
cara. Alguien gritó: «¡Cuerpo a tierra!», y fue difícil
distinguir un cadáver de un ser vivo. Parecía que aquellos pocos disparos
hubieran muerto a diez mil hombres. Sólo los oficiales permanecieron erguidos;
su concesión a la emergencia consistió en desmontar y enviar sus caballos al
abrigo de las bajas colinas que se encontraban a retaguardia.
El capitán
Graffenreid yacía al costado del muerto, desde cuyo cuerpo fluía lentamente un
hilo de sangre. Tenía un olor tan suave y dulzón que descomponía. El rostro
estaba hundido y aplastado contra la tierra. Ya se veía amarillo y era repulsivo. Nada
sugería la gloria de la muerte de un soldado, ni mitigaba lo repugnante del incidente.
Graffenreid no podía dejar de ver el cuerpo sin volverse de espaldas hacia sus
hombres.
Fijó la mirada
en el bosque donde una vez más todo era silencio. Trató de imaginar lo que
sucedía allá, cómo las líneas de tropas se formarían para atacar, cómo
empujarían los cañones a mano hasta el borde del claro. Imaginó que podía ver
sus negras bocas apareciendo entre las malezas, listas para lanzar sus
tormentas de proyectiles, tales como aquel cuyo chillido había sobresaltado
tanto sus nervios. La tensión de los ojos se volvió dolorosa; una niebla
pareció formarse delante de ellos; ya no podía distinguir nada a través del
campo de batalla y sin embargo no podía retirar la mirada sin peligro de ver el
cadáver que yacía a su lado.
El fuego de la
batalla ya no ardía muy brillantemente en el espíritu de este guerrero. De la
quietud había nacido la
introspección. Eligió analizar sus sentimientos antes que
distinguirse por un acto de valentía y devoción. El resultado fue profundamente
deprimente. Se cubrió la cara con las manos y lanzó un quejido.
El ronco
murmullo de la batalla se hizo más y más nítido hacia la derecha; en verdad, el
murmullo se había convertido en un rugido, los latidos en truenos. Los sonidos
se habían desplazado oblicuamente hacia el frente; evidentemente estaban
rechazando al enemigo, y el momento propicio para avanzar contra el ángulo
saliente de su línea llegaría pronto. El silencio y el misterio en el frente
resultaban ominosos; todos los sentían un mal presagio para los atacantes.
Detrás de las
líneas sonaron los cascos de caballos que galopaban; los hombres se volvieron
para mirar. Una docena de oficiales del estado mayor cabalgaban hacia los
diversos comandantes de brigada y de regimiento, que habían vuelto a montar.
Un momento más tarde, un coro de voces gritaba desordenadamente las mismas
palabras: «¡Atención, batallón!» Los hombres se pusieron de pie de un salto y
fueron alineados por los comandantes de la compañía. Esperaban
la palabra «Adelante». Esperaban, también, con corazones desbocados y dientes
apretados, las ráfagas de hierro y plomo que los destruirían en cuanto se
movieran para obedecer aquella palabra. La palabra no se daba; la tempestad no
estallaba. La demora era horrible, enloquecedora. ¡Exasperaba como una tregua
en la guillotina!
El capitán
Graffenreid estaba de pie a la cabeza de su compañía, con el muerto a sus pies.
Escuchó la batalla a la derecha: el golpeteo y el estallido de los fusiles, el
incesante tronar de los cañones, los gritos interrumpidos de los combatientes.
Observó las nubes de humo que se elevaban desde los bosques lejanos. Notó el
silencio siniestro del que tenían delante. Estos extremos contrastantes
afectaron toda la gama de sus sentidos. La tensión sobre su organización
nerviosa fue insoportable. Sentía frío y calor. Jadeaba como un perro y luego
olvidaba respirar hasta que el vértigo se lo recordaba.
Repentinamente
se tranquilizó mirando hacia el suelo, los ojos se habían posado sobre su
espada desnuda mientras la sostenía con la punta hacia la tierra. Pensó que
se parecía en algo a la hoja corta y pesada de los antiguos romanos. ¡La imagen
estaba cargada de sugerencias malignas, fatales, heroicas!
El sargento
que se encontraba parado justo detrás del capitán Graffenreid observó entonces
algo extraño. Su atención fue atraída por un movimiento poco común de aquel
hombre -un repentino y enérgico lanzar las manos hacia adelante y luego hacia sí
mismo, con los codos abiertos, como remando, y vio surgir de entre los
omóplatos del capitán una brillante punta de metal que se prolongaba casi medio
brazo de longitud: ¡una hoja de espada! Estaba levemente manchada de carmesí, y
su punta se acercó tanto y tan rápidamente al pecho del sargento que éste dio
un salto atrás, alarmado. En ese momento el capitán Graffenreid cayó
pesadamente hacia adelante y murió.
Una semana más
tarde, el teniente general que comandaba el cuerpo izquierdo del ejército
federal enviaba el siguiente informe: «Tengo el honor de informar, respecto de
la acción del 19 próximo pasado, que debido a la retirada del enemigo para
reforzar su flanco izquierdo derrotado, mis fuerzas no se vieron acosadas
seriamente. Mis bajas fueron las que siguen: muertos, un oficial, un hombre».
Cuentos de soldados
1.007.1 Ambrose Bierce - 073
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