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viernes, 26 de diciembre de 2014

Un oficial, un hombre

One officer, one man

El capitán Graffenreid estaba de pie a la cabeza de su compañía. Ésta no había entrado a combate. Formaba parte del frente de batalla que se extendía a lo lejos, hacia la derecha, con una longitud visible de casi dos millas a través del campo abierto. El flanco izquierdo estaba oculto por el bosque; a mano derecha, la línea también se perdía de vista, pero después de mucho espacio. Unas cien yardas detrás se encontraba la segunda línea; detrás de ésta, las brigadas de reserva y las divisiones formadas en columnas. Las baterías de artilleros ocupaban los espacios intermedios y coronaban las colinas. Grupos de jinetes -generales con sus estados mayores y sus escoltas- quebraban la regularidad de las líneas y columnas. Algunas de estas figuras conspicuas portaban prismáticos y estaban inmóviles oteando tranquilamente la campiña que tenían por adelante; otros iban y venían lentamente, impartiendo órdenes. Había escuadrones de camilleros, ambulancias, carros con municiones y edecanes en la retaguardia de todos -de todo lo visible, porque aún detrás de ellos, a lo largo de los caminos, se extendía por muchas millas una vasta multitud de reservistas que junto con su variada impedimenta tienen asignada la tarea poco gloriosa pero importante de atender a las múltiples necesidades de los combatientes.
Un ejército alineado para la batalla, a la espera de un ataque o pronto para iniciarlo, presenta extraños contrastes. En el frente se encuentran la formalidad, la inmovilidad y el silencio. Hacia atrás estas características son cada vez menos notorias hasta que, al final, espacialmente hablando, se pierden por completo en medio de la confusión, el movimiento y el ruido. Lo homogéneo se convierte en heterogéneo. Lo definido desaparece; el reposo se ve sustituido por una actividad aparentemente sin propósito; la armonía se desvanece en la desorganización; la forma, en el desorden. Por todos lados hay conmoción e inquietud incesante.
Los hombres que no luchan no están listos nunca.
Desde su lugar el frente de la tropa, el capitán Graffenreid tenía una visión sin obstáculos del terreno enemigo. Una media milla de campo despejado y casi llano se abría ante él, y más allá un bosque irregular cubría un pequeño montículo; no se veía un ser humano por ninguna parte. Tampoco podía imaginarse nada más apacible que este agradable paisaje con sus alargadas franjas de campos oscuros sobre los cuales la atmósfera empezaba a estremecerse con el calor del sol matinal. Ni un solo ruido llegaba desde el campo y el bosque, ni siquiera el ladrido de un perro, o el canto de un gallo desde la plantación que apenas se veía en la colina entre los árboles. Sin embargo, cada uno de esos centenares de hombres sabía que él y la muerte se encontraban cara a cara.
El capitán Graffenreid no había visto un enemigo armado en toda su vida, aunque su regimiento era el más antiguo en el combate, desde los dos años que ya duraba la guerra. Tenía la ventaja poco común de una educación militar, y cuando sus camaradas marcharon hacia el frente a él lo habían asignado al servido administrativo en la capital de su estado donde se pensaba que habría de ser más útil. Como mal soldado había protestado, y como buen militar había obedecido. Relacionado amistosa y oficialmente con el gobernador, y en goce de su favor y confianza, rechazó firmemente toda promoción y había visto cómo sus inferiores eran promovidos por encima de su grado. La muerte trabajaba en su lejano regimiento; se habían abierto vacantes en los cargos de oficiales una y otra vez; pero un caballeresco sentimiento de que los premios de la guerra debían recaer sobre los que soportaban el peso de las batallas lo había llevado a mantenerse en su humilde rango para facilitar la fortuna de otros. Su silenciosa devoción a los principios venció por fin: fue relevado de sus odiosos deberes y enviado al frente, y ahora, todavía no bautizado por el fuego, se encontraba en la antesala de la batalla comandando una compañía de duros veteranos para quienes él sólo había sido un nombre, y ese nombre, objeto de burlas. Nadie -ni siquiera los oficiales de su misma promoción a favor de quienes había renunciado a sus derechos- comprendía su devoción. Estaban demasiado ocupados para poder ser justos; lo veían como alguien que había rehuido a su deber, hasta que se vio obligado a dirigirse al frente. Demasiado orgulloso como para explicarse, aunque no tan insensible como para dejar de sentir, sólo le restaba soportar su situación y esperar.
De todos los integrantes del ejército federal aquella mañana veraniega ninguno había aceptado el combate con más alegría que Anderton Graffenreid. Su espíritu retozaba, sus facultades se desbocaban. Estaba en un estado de exaltación mental y apenas podía sufrir la demora del ataque enemigo. Para él ahí estaba la oportunidad, y no le interesaba en absoluto el resultado. Que la victoria o la derrota se dieran según la voluntad de Dios; tanto en una como en la otra probaría que era un soldado y un héroe; reivindicaría el derecho al respeto de sus hombres, al compañerismo de los oficiales y a la consideración de sus superiores. ¡Cómo latía el corazón en su pecho cuando el clarín tocó las conmovedoras notas llamando a atención! ¡Con qué paso liviano, apenas consciente de la tierra que pisaba, se encaminó hacia adelante, al frente de su compañía, y con qué alegría notó la disposición táctica que había ubicado a su regimiento en la primera línea! Si por ventura tuvo un recuerdo de un par de ojos oscuros que se enternecerían al leer la crónica de los hechos de esa jornada, ¿quién lo acusará por esa reflexión tan poco marcial o pensará que decaía su ardor de soldado?
Repentinamente, desde el bosque que se encontraba a una media milla del frente -aparentemente desde las ramas superiores de los árboles, pero en realidad desde más allá de la colina -se elevó una alta columna de humo blanco. Un momento después llegó una explosión profunda y desgarradora, seguida -casi acompañada- por un terrible zumbido que parecía saltar a través del espacio con inconcebible rapidez, elevándose desde el susurro hasta el rugido con una graduación demasiado rápida como para que se notaran las sucesivas etapas de su horrenda progresión. Un temblor recorrió las filas; los hombres se sobresaltaron. El capitán Graffenreid dio un salto y se llevó las manos a la cabeza. Al hacerlo oyó una explosión aguda y resonante, y vio una tremenda columna de humo y de tierra que se elevaba sobre una ladera detrás de sus líneas; era la explosión de la granada. ¡Sólo había pasado a unos cien pies hacia su izquierda! Oyó o creyó oír una carcajada baja y burlona y volviéndose hacia la dirección de la que provenía vio a su teniente primero, los ojos fijos en él, con una inconfundible mirada de diversión. Observó la línea de rostros. Los hombres reían ¿De él? La idea devolvió el color a su pálido semblante, devolvió demasiado color. Sus mejillas se inflamaron con una fiebre de vergüenza.
El disparo del enemigo no tuvo respuesta: el oficial que estaba al mando de esa parte de la línea tan desguarnecida no tenía evidente-mente ningún deseo de provocar una cañoneada. El capitán Graffenreid fue consciente de un sentimiento de gratitud por esta interrupción. No sabía que el vuelo de un proyectil fuera un fenómeno de carácter tan imponente. Su concepción de la guerra ya había sufrido un profundo cambio, y tenía conciencia de que su nuevo sentir se manifestaba mediante una visible perturbación. La sangre hervía en sus venas: tenía una sensación de asfixia y sintió que si tuviera que dar una orden sería inaudible o por lo menos ininteligible. La mano que sostenía su espada temblaba; la otra se movía automáticamente aferrándose a diversas partes de su uniforme. Encontró difícil quedarse de pie inmóvil e imaginó que sus hombres lo observaban. ¿Era miedo? Temió que lo fuera.
Desde algún sitio de la derecha llegó, al cambiar el viento, un grave e intermitente murmullo como el del océano durante la tormenta, como el de un ferrocarril lejano, como el del viento entre los pinos; tres sonidos tan parecidos que el oído, sin la ayuda del pensamiento, no puede distinguirlos. Los ojos de las tropas giraron en esa dirección; los oficiales de a caballo apuntaron hacia allí sus prismáticos.
Una pulsación irregular se entremezclaba con el ruido. Al principio pensó que era el latir de su sangre afiebrada en sus oídos; luego, que era el distante repique de un tambor.
-Han comenzado a disparar sobre el flanco derecho -dijo un oficial.
El capitán Graffenreid comprendió: los sonidos eran de fusiles y de artillería. Asintió y trató de sonreír. No había aparentemente nada contagioso en la sonrisa.
Casi inmediatamente irrumpió, todo a lo largo de la orilla del bosque frente a ellos, una tenue línea de nubecillas de humo azul, sucedida por el estampido de rifles. Silbidos penetrantes surcaron el aire y terminaron abruptamente con un sonido sordo cerca suyo. El hombre que estaba al lado del capitán Graffenreid dejó caer su rifle; sus rodillas se doblaron y se inclinó torpemente hacia adelante golpeándose la cara. Alguien gritó: «¡Cuerpo a tierra!», y fue difícil distinguir un cadáver de un ser vivo. Parecía que aquellos pocos disparos hubieran muerto a diez mil hombres. Sólo los oficiales permanecieron erguidos; su concesión a la emergencia consistió en desmontar y enviar sus caballos al abrigo de las bajas colinas que se encontraban a retaguardia.
El capitán Graffenreid yacía al costado del muerto, desde cuyo cuerpo fluía lentamente un hilo de sangre. Tenía un olor tan suave y dulzón que descomponía. El rostro estaba hundido y aplastado contra la tierra. Ya se veía amarillo y era repulsivo. Nada sugería la gloria de la muerte de un soldado, ni mitigaba lo repugnante del incidente. Graffenreid no podía dejar de ver el cuerpo sin volverse de espaldas hacia sus hombres.
Fijó la mirada en el bosque donde una vez más todo era silencio. Trató de imaginar lo que sucedía allá, cómo las líneas de tropas se formarían para atacar, cómo empujarían los cañones a mano hasta el borde del claro. Imaginó que podía ver sus negras bocas apareciendo entre las malezas, listas para lanzar sus tormentas de proyectiles, tales como aquel cuyo chillido había sobresaltado tanto sus nervios. La tensión de los ojos se volvió dolorosa; una niebla pareció formarse delante de ellos; ya no podía distinguir nada a través del campo de batalla y sin embargo no podía retirar la mirada sin peligro de ver el cadáver que yacía a su lado.
El fuego de la batalla ya no ardía muy brillantemente en el espíritu de este guerrero. De la quietud había nacido la introspección. Eligió analizar sus sentimientos antes que distinguirse por un acto de valentía y devoción. El resultado fue profundamente deprimente. Se cubrió la cara con las manos y lanzó un quejido.
El ronco murmullo de la batalla se hizo más y más nítido hacia la derecha; en verdad, el murmullo se había convertido en un rugido, los latidos en truenos. Los sonidos se habían desplazado oblicuamente hacia el frente; evidentemente estaban rechazando al enemigo, y el momento propicio para avanzar contra el ángulo saliente de su línea llegaría pronto. El silencio y el misterio en el frente resultaban ominosos; todos los sentían un mal presagio para los atacantes.
Detrás de las líneas sonaron los cascos de caballos que galopaban; los hombres se volvieron para mirar. Una docena de oficiales del estado mayor cabalgaban hacia los diversos comandantes de brigada y de regimiento, que habían vuelto a montar. Un momento más tarde, un coro de voces gritaba desordenadamente las mismas palabras: «¡Atención, batallón!» Los hombres se pusieron de pie de un salto y fueron alineados por los comandantes de la compañía. Esperaban la palabra «Adelante». Esperaban, también, con corazones desbocados y dientes apretados, las ráfagas de hierro y plomo que los destruirían en cuanto se movieran para obedecer aquella palabra. La palabra no se daba; la tempestad no estallaba. La demora era horrible, enloquecedora. ¡Exasperaba como una tregua en la guillotina!
El capitán Graffenreid estaba de pie a la cabeza de su compañía, con el muerto a sus pies. Escuchó la batalla a la derecha: el golpeteo y el estallido de los fusiles, el incesante tronar de los cañones, los gritos interrumpidos de los combatientes. Observó las nubes de humo que se elevaban desde los bosques lejanos. Notó el silencio siniestro del que tenían delante. Estos extremos contrastantes afectaron toda la gama de sus sentidos. La tensión sobre su organización nerviosa fue insoportable. Sentía frío y calor. Jadeaba como un perro y luego olvidaba respirar hasta que el vértigo se lo recordaba.
Repentinamente se tranquilizó mirando hacia el suelo, los ojos se habían posado sobre su espada desnuda mientras la sostenía con la punta hacia la tierra. Pensó que se parecía en algo a la hoja corta y pesada de los antiguos romanos. ¡La imagen estaba cargada de sugerencias malignas, fatales, heroicas!
El sargento que se encontraba parado justo detrás del capitán Graffenreid observó entonces algo extraño. Su atención fue atraída por un movimiento poco común de aquel hombre -un repentino y enérgico lanzar las manos hacia adelante y luego hacia sí mismo, con los codos abiertos, como remando, y vio surgir de entre los omóplatos del capitán una brillante punta de metal que se prolongaba casi medio brazo de longitud: ¡una hoja de espada! Estaba levemente manchada de carmesí, y su punta se acercó tanto y tan rápidamente al pecho del sargento que éste dio un salto atrás, alarmado. En ese momento el capitán Graffenreid cayó pesadamente hacia adelante y murió.
Una semana más tarde, el teniente general que comandaba el cuerpo izquierdo del ejército federal enviaba el siguiente informe: «Tengo el honor de informar, respecto de la acción del 19 próximo pasado, que debido a la retirada del enemigo para reforzar su flanco izquierdo derrotado, mis fuerzas no se vieron acosadas seriamente. Mis bajas fueron las que siguen: muertos, un oficial, un hombre».



Cuentos de soldados

1.007.1 Ambrose Bierce - 073


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