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viernes, 26 de diciembre de 2014

La cenicienta o el zapatito de cristal

Erase una vez un gentilhombre que se casó en se­gundas nupcias con una mujer, la más altiva y orgu­llosa que se pudo ver jamás. Tenía dos hijas de su mismo carácter, y que se parecían a ella en todo. El marido tenía, por su parte, una hija joven, pero de una dulzura y bondad sin igual: esto le venía de su madre, que era la mejor persona del mundo.
Apenas se celebraron las bodas, que la madrastra dio rienda suelta a su mal carácter; no podía sopor­tar las buenas cualidades de aquella niña, que hacían a sus hijas, todavía más odiosas.
Ella le encargó de las tareas más viles de la casa; tenía que fregar platos y escaleras, limpiar la habi­tación de la señora y de las señoritas, sus hijas; dor­mía en lo más alto de la casa, en un desván, sobre un mal jergón, mientras que sus hermanas estaban en habitaciones entarimadas, donde tenían camas a la última moda, y espejos donde se podían ver de cuerpo entero. La pobre chica lo soportaba todo con paciencia y no se atrevía a quejarse a su padre, que le hubiera reñido, porque su mujer le dominaba com­pletamente.
Cuando terminaba su labor, se iba a un rincón de la chimenea, y se sentaba sobre las cenizas, por lo que en casa la llamaban generalmente Culocenizón; la menor, que no era tan mal educada como su her­mana, la llamaba Cenicienta; sin embargo, Cenicien­ta con sus malos vestidos, no dejaba de ser cien veces más bella que sus hermanas, aunque iban magní­ficamente vestidas.
Sucedió que el hijo del Rey dio un baile, al que invitó a todas las personas de calidad: nuestras dos doncellas fueron invitadas también, pues figuraban mucho en el país. Y ahí las tenemos muy contentas y muy atareadas en elegir los vestidos y los peinados que mejor les sentaban; nueva pena para la Cenicien­ta, porque a ella le tocaba planchar la ropa de sus hermanas y era ella quien almidonaba sus puños. No se hablaba más que de la forma de vestirse:
-Yo -dijo la mayor- me pondré el vestido de terciopelo rojo y los adornos de Inglaterra.
-Yo -dijo la menor- me pondré mi falda corrien­te, pero, en cambio, me pondré el abrigo de flores de oro y mi broche de diamantes, que es de los me­jores.
Hicieron venir a una buena peinadora, para que les hiciera peinados con rizos dobles, y mandaron que comprasen lunares postizos en la sastrería. Luego llamaron a la Cenicienta para que les diera su pare­cer, porque tenía buen gusto.
La Cenicienta les aconsejó lo mejor que pudo, y hasta se ofreció a peinarlas, lo que aceptaron de buen grado.
Mientras las peinaba, ellas le decían:
-Cenicienta, ¿te gustaría ir al baile?
-¡Ay, señoritas! Os estáis burlando de mí; eso no
está hecho para mí.
-Tienes razón, se reirían mucho si vieran ir al bai­le a un Culocenizón.
Otra que no fuera la Cenicienta les hubiera peina­do al revés; pero ella era buena y las peinó perfec­tamente bien. Estuvieron casi dos días sin comer, tal era su arrebato de alegría. Rompieron más de doce cordones a fuerza de tirar de ellos para lograr la cintura más fina, y siempre estaban delante del es­pejo.
Por fin llegó el feliz día; se marcharon y la Ceni­cienta las siguió con la mirada todo el tiempo que pudo; cuando ya ni las vio más, se echó a llorar. Su Madrina, que la vio toda llorosa, le preguntó qué le sucedía.
-Me gustaría mucho, me gustaría mucho...
Lloraba tan fuerte que no pudo acabar. Su madri­na que era hada, le dijo:
-Te gustaría mucho ir al baile, ¿no es eso?
-¡Ay, sí!- dijo la Cenicienta, suspirando.
-Pues bien, si eres buena chica -dijo su Madri­na- haré que vayas.
La llevó a su habitación y le dijo:
-Ve al jardín y tráeme una calabaza.
La Cenicienta se fue enseguida a coger la más her­mosa que pudo encontrar y se la llevó a su Madri­na, sin lograr entender cómo aquella calabaza podría hacerla ir al baile.
Su madrina la vació y dejando solamente la cor­teza, la tocó con su varita mágica, y la calabaza se convirtió enseguida en una hermosa carroza dorada. Después fue a mirar en su ratonera, donde encon­tró seis ratones aún vivos; dijo a la Cenicienta que levantara un poco la trampa de la ratonera, y a cada ratón que salía le golpeaba con su varita y el ratón, enseguida, se convertía en un hermoso caballo: lo cual formó un precioso tiro de seis caballos, de un bello color gris de ratón con manchas.
Como estuviera preocupada por encontrar algo que le sirviera de cochero, la Cenicienta dijo:
-Voy a ver si hay alguna rata en la ratonera y haremos de ella un cochero.
-Tienes razón -dijo su Madrina- vete a ver.
La Cenicienta le trajo la ratonera, donde había tres ratas muy gordas. El Hada escogió una de las tres, a causa de la magnífica barba que tenía, y habiéndo­la tocado, la transformó en un gordo cochero, que tenía los bigotes más hermosos que se hayan visto jamás. Después le dijo:
-Ve al jardín y allí encontrarás seis lagartos de­trás de la regadera. Tráemelos.
En cuanto los hubo traído, la Madrina los convir­tió en seis lacayos, que subieron al instante detrás de la carroza con sus uniformes galoneados, y se aga­rraron a ella como si no hubieran hecho otra cosa en su vida.
El Hada dijo, entonces, a la Cenicienta:
-Bueno, ya tienes con qué ir al baile. ¿Estás con­tenta?
-Sí, ¿pero voy a ir así con estos vestidos tan feos?
Su Madrina no hizo más que tocarla con su varita mágica, y al instante sus vestidos se convirtieron en vestidos de paño de oro y de plata, recamados de piedras preciosas; después le dio un par de zapatitos de cristal, los más bonitos del mundo.
Cuando se vio de tal modo ataviada, subió a la carroza; pero su Madrina le recomendó, sobre todo, que no se quedara después de las doce de la noche, advirtiéndole que si se quedaba en el baile un mo­mento más, su carroza se convertiría de nuevo en calabaza, sus caballos en ratones, sus lacayos en la­gartos, y sus viejos vestidos recobrarían su forma primitiva.
Prometió a su Madrina que no dejaría de mar­charse del baile antes de las doce de la noche. Y así se marchó, no cabiendo en sí de gozo.
El hijo del Rey, a quien fueron a avisar que aca­baba de llegar una gran Princesa que nadie conocía, corrió a recibirla; le dio la mano para ayudarla a des­cender de la carroza y la condujo a la sala donde estaban los invitados. Se hizo, entonces, un gran si­lencio, dejaron de bailar, y los violines dejaron de tocar, de tan atentos como estaban contemplando la gran belleza de aquella desconocida. No se oía más que un rumor confuso:
-¡Ah, qué bella es!
El mismo Rey, con lo viejo que era, no dejaba de mirarla y de decir bajito a la Reina que hacía mucho
tiempo que no veía una persona tan bella y agrada­ble. Todas las demás observaban con mucha atención su peinado y su traje, para hacerse a la mañana si­guiente otro igual, siempre que se encontraran telas bellas y tan diestros artesanos.
El hijo del Rey la colocó en el lugar más honora­ble y luego la sacó a bailar: bailó con ella con tanta gracia que la admiraron aún más. Trajeron una cena magnífica, de la que no probó nada el joven Prínci­pe, de tan ocupado como estaba de examinarla. Ella fue a sentarse al lado de sus hermanas y las hizo mil demostraciones de cortesía. Compartió con ellas las naranjas y limones que el Príncipe le había dado, lo que las sorprendió mucho, pues no la conocían de nada.
Cuando estaban así hablando, la Cenicienta oyó que daban las doce menos cuarto; hizo, al instante, una gran reverencia a todos los presentes, y se fue lo más rápida que pudo.
En cuanto llegó, se fue a ver a su Madrina, y des­pués de haberle dado las gracias, le dijo que desea­ría ir otra vez al baile al día siguiente, pues el hijo del Rey se lo había rogado.
Cuando estaba entretenida en contar a su Madrina todo lo que había pasado en el baile, las dos herma­nas llamaron a la puerta: la Cenicienta fue a abrirles.
-¡Cuánto habéis tardado en volver!- les dijo bos­tezando, frotándose los ojos, y volviéndose a tum­bar como si acabara de despertarse; sin embargo, no le había entrado ninguna gana de dormir desde que las había dejado.
-Si hubieras venido al baile -le dijo una de sus hermanas- no te habrías aburrido: ha ido una Prin­cesa bellísima, la más bella que se haya podido ver jamás. Nos ha hecho mil demostraciones de cortesía y nos ha dado naranjas y limones.
La Cenicienta no cabía en sí de gozo. Les preguntó el nombre de esta Princesa, pero le contestaron que nadie la conocía, que el hijo del Rey lo sentía mucho y que daría todas las cosas del mundo por saber quien era.
La Cenicienta sonrió y les dijo:
-¿Así que era muy bella? ¡Dios mío, qué suerte tenéis! ¿No podría verla yo? ¡Ay, señorita Javotte, prestadme el vestido amarillo que os ponéis todos los días!
-¡Vaya -dijo la señorita Javotte, en eso estaba pensando! Muy loca tendría yo que estar para dejar mi vestido a una fea Culocenizón.
La Cenicienta contaba con esta negativa y se ale­gró de ello, porque se hubiera visto muy confusa si su hermana hubiera querido prestarle su vestido.
Al día siguiente las dos hermanas fueron al baile y la Cenicienta también, pero aún mejor ataviada que la primera vez. El hijo del Rey estuvo todo el tiempo a su lado y no dejó de decirle cosas agradables; la joven Doncella no se aburría en absoluto y se olvi­dó de lo que le había recomendado su Madrina, de modo que oyó dar la primera campanada de las doce de la noche cuando pensaba que no eran más que las once: se levantó y huyó tan ligera como lo hu­biera hecho una cierva.
El Príncipe la siguió, pero no pudo alcanzarla; dejó caer uno de sus zapatos de cristal, que el Príncipe re­cogió cuidadosamente.
La Cenicienta llegó a su casa toda sofocada, sin ca­rroza, sin lacayos, y con sus feos vestidos, de toda su magnificencia no le quedaba más que uno de sus zapatitos, la pareja del que había dejado caer.
Preguntaron a los guardias de la puerta del pala­cio si no habían visto salir a una Princesa; dijeron que sólo habían visto salir a una jovencita muy mal vestida, y que más parecía una campesina que una doncella. Cuando regresaron sus dos hermanas del baile, la Cenicienta les preguntó si también aquella noche se habían divertido y si había estado la bella dama. Ellas le dijeron que sí, pero que había huido en cuanto habían dado las doce de la noche, y tan rá­pidamente que había dejado caer uno de sus zapati­tos de cristal, el más bonito del mundo; que el hijo del Rey lo había recogido y que no había hecho más que mirarlo durante todo el resto del baile, y que seguramente debía estar muy enamorado de la bella persona a quien pertenecía el zapatito.
Y decían la verdad, porque pocos días después, el hijo del Rey mandó publicar a toque de corneta que se casaría con aquella a quien valiera el zapatito.
Empezaron a probárselo a las Princesas, luego a las Duquesas, y a toda la Corte, pero fue inútil. Lo llevaron a casa de las dos hermanas, que hicieron todo lo posible para que su pie entrara en el zapa­to, pero no lo consiguieron.
La Cenicienta, que les estaba mirando, y que cono­ció su zapato, dijo riéndose:
-¡A ver si me vale a mí!
Sus hermanas se echaron a reír y empezaron a burlarse de ella. El gentilhombre que hacía la prueba del zapato, habiendo mirado atentamente a la Ceni­cienta, y encontrándola muy bella, dijo que eso era justo y que tenía orden de probárselo a todas las jóvenes. Mandó a la Cenicienta probárselo y, acer­cando el zapato a su piececito, vio que entraba sin esfuerzo y que estaba hecho a su medida.
Grande fue el asombro de las dos hermanas, pero fue más grande todavía cuando la Cenicienta sacó de su bolso otro zapatito y se lo puso en el otro pie. En aquel momento llegó la Madrina, que, golpeando con su varita mágica los vestidos de la Cenicienta, hizo que se volvieran aún más magníficos que los ante­riores.
Entonces las dos hermanas reconocieron en ella a la hermosa persona a quien habían visto en el baile. Se arrojaron a sus pies para pedirle perdón por to­dos los malos tratos que le habían hecho sufrir.
La Cenicienta las levantó y, abrazándolas, les dije que las perdonaba de todo corazón y que les rogaba que la quisieran siempre. La llevaron al Príncipe, ataviada como estaba. Este la encontró más bella que nunca y, unos días después, se casó con ella. La Ce­nicienta, que era tan buena como hermosa, hizo alo­jar a sus hermanas en el palacio, y el mismo día las casó con dos grandes Señores de la Corte.

MORALEJA

La belleza para las mujeres es un raro tesoro, que jamás se cansa uno de admirar; pero lo que se llama gracia y bondad no tiene precio alguno y vale más. Eso es lo que la Madrina le dio a Cenicienta cuando la vistió y la instruyó tan bien, que hizo de ella una Reina (así, de paso, se va moralizando en todo el cuento).
Hermosas, este don vale más que estar muy bien peinadas para rendir un corazón, y, para lograr todo, la gracia y la bondad es el verdadero don de las ha­das; sin ellas nada se puede, con ellas todo.

OTRA MORALEJA

Sin duda es una gran ventaja tener ingenio y va­lor, linaje, entendimiento y otros talentos semejantes de que el Cielo nos dota; pero, por muchos que ten­gáis, para medrar serán cosas vanas si no tenéis, para hacerlas valer, madrinas y padrinos.


 1.026. Perrault (Charles) - 074

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