Ocurrió esto cuando los animales
aún comprendían el lenguaje humano. El tigre estaba entonces emparentado con
los udegués. Entonces, el tigre era bienvenido en casa de los Bisanká.
Vivían los Bisanká en el curso
superior del río Koppi. Eran muchos. Cuando hablaban todos juntos, se les oía
desde el Aniuí.
Un año se dio muy bien la caza. Los Bisanká
cazaron más martas cebelli-nas, nutrias, ardillas, hurones, osos, zorros y
turones que habían cazado nunca.
Vinieron unos comerciantes, los
Bisanká les compraron todo lo que traían, y la cantidad de pieles que tenían
parecía no haber disminuido.
Los Bisanká se prepararon entonces
para bajar al Amur a vender sus pieles. Equiparon veinte trineos. Reunieron los
mejores perros del campamento. Ellos entretejieron nuevos cordones rojos en sus
trenzas. Se pusieron gorros de kabargá con colas de cebellinas sobre los
blancos bogdós que les ceñían la
frente. Se vistieron con ropones blancos bordados en seda y
pantalones blancos... Luego se montaron en los trineos, agitaron los ostoles,
los encajaron entre los patines de los trineos y dieron rienda suelta a los
perros.
-iTaj!
¡Taj! ¡Pot-pot-pot!
Los perros emprendieron la carrera
lanzando pellas de nieve a los lados. No se oía más ruido que el de los
patines.
Los perros ladraban al correr y su
ladrido hacía que todos los animales escaparan a esconderse detrás de los
árboles o entre la nieve. Y
los perros corrían como el viento.
Eran perros buenos, de los que
corren sin descanso y no se detienen ni para comer la yukola.
Los perros cruzaron la sierra en
línea recta, sin importarles los montes, los ríos o las barranqueras que
encontraban a su paso. Así llegaron al nacimiento del Aniuí, y por él bajaron
al Jor, luego al Ussurí y finalmente al Amur. Nadie sabe el tiempo que tardaron
en llegar porque, como iban muy contentos, no contaron el tiempo.
En Mullaki del Amur estaba muy
animado el comercio. Había venido multitud de gente de todas partes: nanayos
del Amur, nivjos vestidos con pieles de pescados de las islas, neguidalos del
Amgún con traíllas de perros, orochoníes de pastizales lejanos con ropas de
borrego, ulchíes con calzado de piel de alce, orochíes con unti de reno...
¡Imposible hablar de todos!
Se comerciaba con animación.
Habían venido muchos comerciantes:
manchúes con el pelo recogido en coletas, nekas con la cabeza afeitada y las
uñas muy largas, mercaderes de otras islas con corazas de madera y sables de
dos filos...
Pero con los mercaderes llegó
también la enfermedad negra. Nadie sabe cómo llegó. Quizá viniera en una barca,
con los perros, con los renos o a pie... No lo sé. Ni tampoco sé cómo vino
vestida. Pero lo cierto es que se hizo el ama en aquel bazar.
Se disponían los Bisanká a
comerciar, cuando apareció la enfer-medad negra.
Empezó a morir gente. Morían
nanayos, nikanos, neguidalos, orochoníes, manchúes, orochíes, ulchíes... Morían
cazadores y morían mercaderes.
Viendo la gente aquella calamidad,
viendo que la muerte no reparaba en nada, huyó de allí en todas direcciones.
Pero los Bisanká ni siquiera tenían
que escapar, porque solamente había quedado con vida un muchacho llamado Kongá.
Había venido con su hermano, pero al hermano se lo llevó la muerte negra.
Enterró Kongá a sus paisanos, pero luego pensó:
«¿Cómo voy a dejar a mi hermano en
tierra extraña? Me lo llevaré. Quiero que sea enterrado según nuestros usos.
Que comparezca él ante el Amo en representación de todos nuestros paisanos.»
Kongá hizo un cajón grande y metió
dentro el cuerpo de su hermano.
Abandonó Kongá todas las
mercancías, que ya no importaban nada, se montó en el último trineo, arreó a
los perros y escapó a toda prisa de aquel maldito lugar hacia su casa.
Kongá escapaba sin volver la
cabeza, huyendo de la enfermedad.
Pero la enfermedad iba en el cajón
con su hermano...
De nuevo viajó Kongá mucho tiempo
remontando primero el Ussurí, luego el Jor y el Aniuí y después cruzando las
montañas...
En aquellas montañas había unas
praderas de piedra y, en aquellas praderas de piedra, un campamento de tigres.
Allí vivían los tigres. Conducían a su campamento muchos caminos alfombrados de
huesos y cercados de calaveras.
Llegó Kongá hasta uno de los
caminos.
En el camino estaba parado un
tigre. Cuando vio a Kongá pegó un salto hacia atrás y se convirtió en persona.
Saludó a Kongá, le preguntó si había ido bien el comercio y qué novedades
traía.
El muchacho le contó la desgracia
que habían tenido y las malas noticias que traía. El hombre tigre sacudió la
cabeza y dijo:
-Sigue tu camino. Cuando vayáis a
enterrar a tu hermano, iré a llorarle. Tu hermano era un buen cazador...
Pegó un salto hacia atrás, recobró
su forma de tigre y se marchó.
Kongá cruzó aquel camino. Desde
allí, el campamento estaba ya cerca.
Llegó el muchacho, les contó a su
madre y a sus paisanos lo que le había ocurrido. La madre abrió el cajón para
despedirse de los restos de su hijo.
Abrió el cajón y dejó escapar la
enfermedad...
La muerte negra echó a andar por el
campamento. Toda la gente se murió.
Sólo quedaron vivos la hermana y el
hermano pequeños de Kongá. Y el chamán Kanchugá.
Kanchugá era cobarde y codicioso.
Nunca le prestaba ayuda a nadie. Viendo que, aparte de él, sólo habían quedado
vivos dos niños, pensó:
«De aquí a que se marche la muerte,
yo puedo alimentarme. ¿Qué obligación tengo de dar de comer a los chicos?
Entonces, no me alcanzará a mí.»
Conque cerró la puerta de la yurta
de Kongá y la atrancó con una estaca. Allí se quedaron los niños. El chamán se
metió en su casa, cerró y se puso a comer.
Primero no salía de su yurta. Pero
luego empezó a recomerle la codicia.
«¿Por qué tiene que echarse a
perder la comida que hay en el campamento? -pensó-. Robar lo de los muertos es
un pecado muy grande. Los espíritus malos vigilan la comida de los muertos -se
decía. Bueno, ¿y qué? Ellos son muchos y yo estoy solo. Si se lanzan contra mí
chocarán los unos con los otros, se enredarán a golpes y ni se acordarán de que
estoy yo aquí.»
Conque se marchó Kanchugá a llevarse
la comida que había en las yurtas.
Arrambló con todo lo que había en
el campamento -airelas conservadas, grasa de foca, cebolla silvestre en
salmuera, carne de alce, panzas de esturión, saraná seca, tortitas, se lo llevó
a su casa. ¡Y venga a comer!
Mientras, los niños lloraban de
hambre en la yurta de Kongá.
En esto llegó el tigre al
campamento. Pegó un salto hacia atrás y se convirtió en persona. Vio que no
salía humo de ningún hogar, que no andaba nadie por la calle, que no sonaba el
pandero ni ladraban los perros. Todos estaban muertos. Había venido a llorar al
hermano de Kongá, pero ¿dónde habría lágrimas suficientes para llorar a tantos
difuntos?
El hombre tigre oyó entonces que
alguien lloraba en la yurta de Kongá. Abrió la puerta. Vio a los
niños. Los tomó en brazos. Y se puso a recorrer el campamento por si encontraba
a alguien más vivo. Nadie contestaba a su llamada...
También fue el hombre tigre a la
yurta de Kanchugá. Tiró de la puerta, pero no pudo abrir. Sin embargo, se
notaba que había alguien dentro. Llamó.
Kanchugá oyó que llamaban. Pensó
que serían los hermanos de Kongá que habían logrado salir de su casa y venían a
pedirle comida. Kanchugá estaba como siempre comiendo, con la boca llena. Tragó
como pudo, atragantándose, y gritó:
-¡Largo y no pidáis nada! Ni
siquiera tengo comida para mí...
Entonces dijo el hombre tigre:
-¡Eh, Kanchugá! Has olvidado la ley
de los hombres del bosque. Ya sabes: ayudar al débil, dar comida al que no la
tiene y amparar al huérfano. Así han vivido los udés. Y así vivirán. No hay
sitio para ti entre las personas. Tres veces morirás de miedo. Cada vez se hará
tu cuerpo más pequeño y aumentará tu avidez. Eso te ocurrirá hasta que
desaparezcas del todo.
Pegó un salto hacia atrás, recobró
su forma de tigre. Hizo montar a los niños sobre su espalda y se los llevó al
campamento de los tigres.
-Estos son hijos de un tío mío
-dijo a los demás. No tienen a nadie que les dé de comer.
Los tigres se encargaron de
alimentar a los niños. Les daban las mejores tajadas. Les pusieron nombres
nuevos para que la muerte negra no viniera a buscarlos a aquel sitio nuevo
siguiéndolos por sus nombres antiguos. A la niña la llamaron Ingá y al
niño Egdá.
Así fueron creciendo los niños.
Ingá aprendió a hacer preciosas
labores y Egdá se hizo cazador.
Llegado el momento, el viejo tigre
cruzó con ellos el camino de los tigres, les indicó el camino que los
conduciría donde los hombres corrientes, les explicó la ley que debían seguir
para llevar una vida honrada y se volvió a su campamento.
Ingá y Egdá echaron a andar hacia
donde vivían los hombres.
Pasaron por delante del campamento
de sus padres. La hierba había borrado los caminos que conducían allá. Egdá
colgó un puñado de hierba seca sobre el camino para que la gente pasara por
allí de largo, sin detenerse.
Esto es todo lo que les sucedió a
los niños.
Ahora veréis lo que le pasó a
Kanchugá. Cuando el hombre tigre hubo hablado, a Kanchugá se le alargó la
nariz, los colmillos se le salieron de la boca, le crecieron cerdas en la
espalda y pezuñas en las manos y los pies. Kanchugá se había convertido en
jabalí.
Tenía menos estatura, pero su
avidez había aumentado. Devoró todo lo que tenía en su casa y se marchó a la taigá. Comía raíces,
comía hierba fresca, buscaba bellotas y todo lo engullía, atragan-tándose de
tanta avidez, pero sin saciar el hambre. El día entero andaba por la taigá
masticando, royendo, roznando, y seguía hambriento. También dormido roznaba,
pegaba sorbe-tones, mascujaba: soñaba con bellotas, menudillos de aves y otras
cosas de comer. Nada más despertarse, se ponía nuevamente a engullir, pero
seguía teniendo la barriga vacía.
Así encontraron Ingá y Egdá a
Kanchugá en la taigá cuando se marchaban del campamento de los hombres tigres.
Kanchugá vio a los hermanos y
pensó: «Ahora me los como, y saciaré por fin el hambre.» Y se abalanzó sobre
los hermanos de Kongá.
Egdá levantó su jabalina y
Kanchugá-jabalí se murió del susto. Pegó un salto hacia atrás y se convirtió en
lince. Abrió las fauces, enseñó los dientes y saltó sobre Egdá para comérselo.
De nuevo levantó Egdá la jabalina y
Kanchugá-lince se murió del susto. Pegó un salto hacia atrás y se convirtió en
rata. De tamaño, era mucho más pequeño, pero su avidez había aumentado.
Golpeaba la tierra con su cola pelada, adelantaba sus dientes afilados y miraba
a Egdá con sus ojos rojizos. «Ahora me lo como -pensó- y ya no tendré hambre.»
Egdá espantó a la rata con una mano, y por tercera vez se murió del susto
Kanchugá. Pegó un salto hacia atrás y se convirtió en escarabajo, uno de esos
escarabajos carcoma que devoran pinos centenarios convirtiéndolos en polvo.
Empezó a zumbar, con las alas desplegadas, moviendo las antenas y las patas.
Voló hacia Egdá, se le posó en la frente y abrió la boca con la idea de
tragarse al muchacho vivo.
Harto ya, dijo Egdá:
-Ya que sigues siendo igual de
malvado y de ansioso, la culpa de lo que te pasa es tuya y nada más que tuya.
Dicho esto, se pegó una palmada en
la frente y no quedó nada del escarabajo.
Así desapareció el ávido Kanchugá,
que no quiso darles ni un poco de comida a unos niños huérfanos. A manos de
ellos pereció.
Y a nadie le dio pena de él.
1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074
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