-Prisionero,
¿cuál es su nombre?
-Como debo
perderlo mañana al amanecer, no creo que valga la pena ocultarlo: Parker
Adderson.
-¿Su grado?
-Más bien
humilde. La vida de los oficiales de carrera es demasiado preciosa para que se
la exponga en el peligroso oficio de espía. Soy sargento.
-¿De qué
regimiento?
-Le ruego que
me disculpe. Si le contesto, entiendo que podría darle una idea de los
efectivos que tienen al frente. Me he introducido en las filas de ustedes para
obtener y no para comunicar esa clase de informes.
-Veo que no le
falta chispa.
-Si tiene la
paciencia de aguardar, le pareceré bastante apagado mañana.
-¿Cómo sabe
que debe morir mañana por la mañana?
-Así se
acostumbra con los espías capturados en la noche. Es una de
las bonitas reglas del oficio.
El general,
olvidando la dignidad que convenía a un oficial confederado de alto rango y de
vasto renombre, se permitió sonreír. Pero ninguno de aquellos que habían caído
en su desfavor, estando bajo sus órdenes, habría augurado nada bueno de ese
signo exterior y visible de aquiescencia. No era benévolo ni contagioso; no se
comunicaba con los hombres allí presentes: el espía capturado que lo provocó y
el centinela armado que condujo a éste a la tienda y que ahora se mantenía a
cierta distancia, vigilando al prisionero a la luz amarilla de una vela.
Sonreír no formaba parte del deber de aquel guerrero: muy otras eran sus
tareas. Continuó la conversación; era, en realidad, el proceso de un delito que
merecía la pena capital.
-¿Usted
admite, entonces, que es un espía que se ha introducido en mi campamento,
disfrazado con el uniforme de un soldado confederado, para obtener secretamente
informes sobre el número y la disposición de mis tropas?
-Sobre el
número, especialmente. La disposición ya la conocía. Es más
bien tétrica.
El general
sonrió de nuevo. El centinela, con un sentido más severo de su responsabilidad,
acentuó la austeridad de su expresión y se mantuvo un poco más erguido que
antes. Haciendo girar sobre el índice su sombrero de fieltro gris, el espía
miraba cómodamente a su alrededor. Era un lugar modesto. La tienda era la
típica tienda de campaña, de ocho por diez, iluminada por una vela de sebo
hundida en el cubo de una bayoneta encajada en una mesa de pino a la cual
estaba sentado el general, quien ahora escribía laboriosamente sin prestar
atención a su forzado huésped. Una vieja alfombra en el piso de tierra, un baúl
de fibra todavía más viejo, una segunda silla y un rollo de mantas: la tienda
no contenía otra cosa. Bajo las órdenes del general Clavering, la simplicidad y
la falta absoluta de "pompa y circunstancia" del ejército confederado
había alcanzado su máximo. De un grueso clavo hundido en el mástil de la
tienda, a la entrada, colgaba un cinturón de un largo sable, una pistola en su
cartuchera y, cosa bastante absurda, un cuchillo de monte. Cuando hablaba de
esta arma de ningún modo militar, el general solía decir que era un recuerdo de
sus pacíficos días de civil.
La noche era
tormentosa. Una lluvia torrencial caía como una cascada sobre la lona con ese
ruido monótono, semejante al redoble de un tambor, tan familiar a los oídos de
quienes viven bajo una tienda. Sometidos a los embates de las ráfagas
atronadoras, el frágil edificio temblaba y vacilaba y tiraba de las cuerdas y
estacas que lo fijaban al suelo.
Cuando hubo
terminado de escribir, el general dobló la hoja de papel y le dijo al
centinela:
-Oiga,
Tassman, llévele esto al ayudante mayor y vuelva.
-¿Y el
prisionero, mi general? -preguntó el soldado después de saludar y echar una
mirada en dirección al espía.
-Haga lo que
le digo -dijo el general.
El soldado
tomó la nota y salió de la tienda bajando bruscamente la cabeza. El general
Clavering volvió hacia el espía federal su hermoso rostro, de rasgos nítidos,
lo miró en los ojos, no sin dulzura, y le dijo:
-Es una mala
noche, muchacho.
-Para mí, no
cabe duda.
-¿Adivina lo
que acabo de escribir?
-Algo digno de
leerse, espero. Y me atrevo a decir, quizá sea vanidad de mi parte, que yo
figuro en ese papel.
-Sí, es el memorándum
de una orden acerca de su ejecución para ser leída a las tropas no bien suene la diana. Y también
hay unas líneas que conciernen al capitán preboste para que arregle los
detalles de la ceremonia.
-Espero, mi
general, que el espectáculo será inteligente prepa-rado, porque yo asistiré en
persona.
-¿No desea
tomar algunas disposiciones? ¿Ver a un capellán, por ejemplo?
-No querría
procurarme un descanso tan largo privándolo del suyo, aunque fuera por poco
rato.
-¡Dios mío,
muchacho! ¿Tiene usted intenciones de ir a la muerte sin otra cosa que bromas
en los labios? ¿No sabe usted que es un asunto serio?
-¿Cómo podría
saberlo? Nunca he estado muerto en mi vida. He oído decir que la muerte es un
asunto serio, pero nunca por aquellos que hicieron la experiencia.
El general
quedó un momento silencioso. Aquel individuo le interesaba, le divertía, quizá.
Era un tipo de hombre que no había encontrado antes.
-Por lo menos -dijo,
la muerte es una pérdida. La pérdida de la relativa felicidad que gozamos, y de
otras ocasiones de ser felices.
-Una pérdida
de la que nunca tendremos conciencia puede soportarse con calma y aguardarse
sin aprensión. Habrá observado, mi general, que de todos los hombres muertos
que usted ha tenido el heroico placer de sembrar en su camino, ninguno le ha
dado señales de pesar.
-Si estar
muerto no causa pesar, el. paso de la vida a la muerte, morir, en suma, da la
impresión de ser muy desagradable a quien no ha perdido la facultad de sentir.
-El
sufrimiento es desagradable, sin duda. Siempre me causa un malestar más o menos
grande. Pero mientras vivimos, más expuestos estamos al sufrimiento. Lo que
usted llama morir es, sencillamente, el último sufrimiento. Morir, en realidad,
es algo que no existe. Suponga, por ejemplo, que yo trato de escaparme. Usted
levanta el revólver que disimula con tanta cortesía sobre sus rodillas y...
El general se
ruborizó como una muchacha, luego rió suavemente mostrando sus dientes brillantes,
inclinó su hermosa cabeza y nada dijo.
El espía
continuó:
-Usted
dispara, y yo tengo en mi estómago algo que no he tragado. Caigo, pero no estoy
muerto. Después de media hora de agonía, estoy muerto. Pero en cualquier
instante dado de esa media hora, yo estaba vivo o muerto. No hay período de
transición.
"Mañana
por la mañana, cuando me ahorquen, ocurrirá exacta-mente lo mismo. Mientras
esté consciente, viviré. Una vez muerto, estaré inconsciente. La naturaleza
parece haber arreglado las cosas de acuerdo con mis intereses... Como yo mismo
las habría arreglado... -Es tan simple -agregó con una sonrisa- que se diría
que apenas importa que a uno lo cuelguen.”
Hubo un largo
silencio después de estas palabras. El general, impasible, miraba al hombre
bien de frente. Al parecer, no le prestaba atención. Como si sus ojos montaran
guardia junto al prisionero mientras otros pensamientos ocupaban su espíritu.
En seguida respiró largamente, profundamente, se estremeció como recién
despierto de una atroz pesadilla, y exclamó con voz apenas audible: "¡La
muerte es horrible!”
-Era horrible
para nuestros salvajes antepasados -dijo el espía con gravedad- porque no
tenían la inteligencia suficiente para disociar la noción de conciencia de la
noción de formas físicas en las cuales se manifiesta la muerte. De igual
manera, una inteligencia todavía más primitiva, la del mono, por ejemplo, es
incapaz de imaginar una casa sin moradores, y a la vista de una cabaña en ruinas
se representa a su ocupante herido. Para nosotros la muerte es horrible porque
hemos heredado la tendencia a considerarla horrible, y nos explicamos esta idea
por especulaciones quiméricas sobre el otro mundo; de igual modo, los nombres
de los lugares dan nacimiento a las leyendas que los explican, y una conducta
irrazonable hace surgir las teorías filosóficas que la justifican. Usted
puede ahorcarme, mi general, pero allí se detiene su poder de hacerme daño.
Usted no puede condenarme al cielo.
El general
parecía no haber oído. Las palabras del espía llevaron sus pensamientos por un
sendero poco familiar, y una vez allí marcharon a su antojo hacia conclusiones
propias. La tormenta había cesado, y algo del carácter solemne de la noche se
comunicó a sus reflexiones dándoles el tinte sombrío de un temor sobrenatural.
En él entraba, quizá, un elemento de presciencia. "No quisiera morir -dijo.
Esta noche, no."
Fue
interrumpido -si es que tenía la intención de seguir hablando- por la entrada
de un oficial de su estado mayor. Era el capitán Hasterlick, el preboste. El
general volvió en sí. Desapareció su aire ausente.
-Capitán dijo,
devolviendo el saludo del oficial-, este hombre es un espía yanqui que ha sido
capturado en nuestras filas. Llevaba encima los papeles que demuestran su
culpabilidad. Lo ha confesado todo. ¿Qué tiempo hace?
-Ha pasado la
tormenta, mi general, y brilla la luna.
-Bueno. Busque
un pelotón de hombres, condúzcalo ahora mismo al lugar de las maniobras y
hágalo fusilar.
El espía lanzó
un grito. Se echó hacia adelante, el cuello tenso, los ojos fuera de las
órbitas los puños cerrados.
-¡Dios mío! -exclamó
con voz ronca, articulando apenas las palabras-. ¡Usted no habla en serio!
¡Usted olvida que no debo morir hasta mañana!
-No he dicho
nada de mañana -replicó fríamente el general. Eso fue por su cuenta. Va a
morir ahora.
-Pero general,
le pido... le suplico que recuerde... ¡Yo debo ser ahorcado! Se necesita cierto
tiempo para levantar el patíbulo. Dos horas... una hora... A los espías se los
cuelga. La ley militar me concede ese derecho. Por el amor de Dios, mi general,
considere qué poco...
-Capitán, haga
lo que le ordeno.
El oficial
sacó su espada y después, sin decir una palabra, le señaló al espía la abertura
de la tienda. El
espía vaciló, pálido como un cadáver. El oficial lo tomó por el cuello y lo
empujó suavemente hacia delante. Como se acercara al mástil que sostenía la
tienda, el espía dio un salto, se apoderó del cuchillo de monte con la agilidad
de un gato, arrancó el arma de su vaina, empujó al capitán y, lanzándose sobre
el general con la furia de un demente, lo hizo caer de espaldas y se le echó
encima. La mesa se vino al suelo, se apagó la vela y los dos hombres lucharon
ciegamente en las tinieblas. El capitán se precipitó en auxilio de su oficial
superior; muy pronto rodaba también sobre las dos formas que se debatían.
Maldiciones y gritos inarticulados de rabia y de dolor ascendían de ese tumulto
de brazos y piernas. La tienda se abatió de pronto, y la lucha continuó debajo
de los pliegues confusos y envolventes de la lona. El soldado
Tassman, que regresaba de dar su mensaje, conjeturó vagamente la situación:
arrojó su fusil y asiendo al azar la ondulante lona intentó separarla,
inútilmente, de los hombres que cubría. El centinela que iba y venía frente a
la tienda, no atreviéndose a abandonar su puesto aunque el cielo se desplomara,
hizo un disparo al aire. La detonación alertó al campamento. El redoble de los
tambores y las notas agudas de los clarines llamaron a la tropa. Entonces
surgió una multitud presurosa de soldados semidesnudos que se vestían a la
disparada, bajo el claro de luna, no dejando de correr para ponerse en las
filas mientras obedecían a las breves órdenes de sus oficiales. Todo era como
es debido: una vez en las filas, los hombres estaban bajo vigilancia. Así
permanecieron mientras el estado mayor del general y los soldados de su escolta
ponían orden en el caos alzando la tienda caída y separando a los actores de
aquella extraña pelea, heridos y sin aliento.
En realidad,
uno había sin aliento: había muerto el capitán. Por su garganta asomaba el cabo
del cuchillo de monte, tan profundamente hundido debajo del mentón que su
extremo estaba acuñado en el ángulo de la mandíbula. La mano
que le asestó la cuchillada no había podido retirar el arma. El cadáver
aferraba la espada con una energía que desafiaba las fuerza de los vivos. La
hoja estaba manchada de rojo hasta la empuñadura.
El general se
puso de pie, pero en seguida lanzó un gemido y se desvaneció. Aparte de las
magulladuras, tenía dos profundas heridas de espada: una le había atravesado la
cadera; la otra, el hombro.
El espía no
había salido demasiado maltrecho. Con excepción el brazo derecho roto, hubiera
podido sufrir todas sus heridas en un combate común con armas comunes. Pero
estaba ofuscado y no parecía comprender lo que acababa de ocurrir. Se apartó de
aquellos que le atendían, se acurrucó en el suelo y empezó a murmurar palabras
ininteligibles. Su cara, hinchada por los golpes y chorreando sangre, estaba
sin embargo muy blanca bajo el pelo en desorden, tan blanca como la de un
cadáver.
-Este hombre
no es un loco -dijo el cirujano respondiendo a una pregunta. Está enfermo de
miedo. ¿Quién es y qué hace aquí?
El soldado
Tassman empezó a explicar. Era la oportunidad e su vida. No dejó nada por decir
que de una u otra manera pudiese acentuar su importancia en los acontecimientos
de aquella noche. Cuando terminó su historia y estaba listo para repetirla de
nuevo, nadie le prestó atención.
El general
acababa de volver en sí. Se apoyó en el codo, miró su alrededor, vio al espía
custodiado junto a una fogata del campamento.
-Que lleven a
este hombre al lugar de las maniobras y lo fusilen -dijo sencillamente.
-El general
delira -dijo un oficial que estaba cerca de el.
-No delira -dijo
el ayudante mayor. Repite lo que ha escrito en un memorándum que tengo en mi
poder. Le había dado esa misma orden a Hasterlick -señaló con un ademán el
cadáver del preboste- y ¡Dios de Dios! es una orden que será cumplida.
Diez minutos
después, el sargento Paker Adderson, del ejército federal, filósofo y hombre de
ingenio, arrodillado bajo el claro de luna y suplicando en términos
incoherentes que le perdonaran la vida, era fusilado por veinte hombres. En el
momento en que resonó la salva en el aire vivo de aquella media noche, el
general Clavering, que yacía pálido e inmóvil a la luz rojiza del fuego del
campamento, abrió sus grandes ojos azules, miró afablemente a los que le
rodeaban y murmuró:
-¡Qué silencio
hay en todo!
El cirujano
miró al ayudante mayor con aire grave y significativo. El enfermo cerró
lentamente los ojos y permaneció en esa actitud durante algunos minutos.
Después, con el rostro iluminado por una sonrisa inefablemente dulce, dijo con
voz débil:
-Supongo que
ha llegado la muerte.
Y expiró.
Cuentos de soldados
1.007.1 Ambrose Bierce - 073
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