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viernes, 26 de diciembre de 2014

Riquet, el del copete

Erase una vez una Reina que dio a luz un hijo tan feo y contrahecho que, durante mucho tiempo, se dudó si tenía forma humana. Un Hada que estuvo presente en su nacimiento aseguró que no dejaría de ser amable, pues sería muy inteligente; añadió, incluso, que podría, en virtud del don que ella aca­baba de concederle, dar tanta inteligencia como él tendría a la persona a quien él más quisiera.
Todo esto consoló un poco a la pobre Reina, que estaba muy afligida por haber traído al mundo un ser tan feo. También es verdad que, en cuanto em­pezó a hablar, aquel niño dijo mil cosas bonitas y tenía en todos sus gestos un no sé qué de espiritual que se quedaba uno encantado.
Me olvidaba decir que vino al mundo con un pe­queño copete de pelos en la cabeza, lo que hizo que le llamaran Riquet el del Copete, pues Riquet era el nombre de la familia.
Al cabo de siete u ocho años, la Reina de un Reino vecino dio a luz dos niñas; la primera que vino al mundo era más bella que el día: la Reina se puso tan contenta que se temió que la perjudicara una alegría tan grande. La misma Hada que había asis­tido al nacimiento del pequeño Riquet el del Cope­te estaba presente, y, para moderar la alegría de la Reina, le declaró que aquella Princesita no tendría nada de inteligencia, y que sería tan estúpida como hermosa.
Esto mortificó mucho a la Reina, pero algunos momentos después sintió una pena mucho mayor, pues resultó que la segunda hija que dio a luz era extremadamente fea.
-No os aflijáis tanto, Señora -le dijo el Hada; vuestra hija será compensada por otro lado y ten­drá tanta inteligencia que apenas se darán cuenta de que le falta la belleza.
-Dios lo quiera -respondió la Reina. Pero, ¿no habría medio de poder dar un poco de inteligencia a la mayor, que es tan bella?
-No puedo hacer nada por ella, Señora, por lo que respecta a la inteligencia -le dijo el Hada, pero lo puedo todo por lo que se refiere a la belle­za; y como no hay nada que no quiera hacer para
satisfaceros, le voy a conceder el don de poder vol­ver hermoso o hermosa a la persona que le guste.
A medida que fueron creciendo las dos Princesas, sus perfecciones también crecieron con ellas, y en todas partes no se hablaba más que de la belleza de la mayor y de la inteligencia de la pequeña.
También es verdad que sus defectos aumentaron mucho con los años. La pequeña se volvía más fea a ojos vistas, y la mayor se volvía cada día más es­túpida: o no respondía nada a lo que se le pregun­taba o decía una tontería. Además, era tan torpe que ella no hubiera podido colocar cuatro porcelanas en la repisa de una chime-nea sin romper alguna, ni beber un vaso de agua sin echarse la mitad en el vestido.
Aunque la belleza es una gran ventaja para una joven, la pequeña, sin embargo, casi siempre tenía superioridad sobre la mayor en todas las reuniones. Al principio, todos se dirigían al lado de la más her­mosa para verla y admirarla, pero, al poco rato, se dirigían a la que tenía más inteligencia para oírla decir mil cosas agradables; y era asombroso ver que, en menos de un cuarto de hora, no quedaba nadie junto a la mayor y todo el mundo se había colocado en torno de la más pequeña.
La mayor, aun siendo tan estúpida, se dio cuenta perfectamente, y hubiera dado, sin sentirlo, toda su belleza por tener la mitad de la inteligencia de su hermana. La Reina, por más prudente que fuera, no pudo menos de reprocharle varias veces su ton­tería, lo que hizo que estuviera a punto de morirse de dolor aquella pobre Princesa.
Un día que se había retirado a un bosque para llorar su desgracia, vio que se le acercaba un hom­brecillo muy feo y muy desagradable, pero magnífi­camente vestido. Era el joven Príncipe Riquet el del
Copete, que, habiéndose enamorado de ella por los retratos que circulaban por todo el mundo, había abandonado el Reino de su padre para tener el pla­cer de verla y hablarla.
Encantado de encontrarla así, sola, la aborda con todo el respeto y la cortesía imaginable. Habiendo notado, después de hacerla los cumplidos de rigor, que estaba melancólica, le dijo:
-No comprendo, Señora, cómo una persona tan bella como sois vos pueda estar tan triste como pa­recéis; porque aunque puedo alabarme de haber visto infinidad de personas hermosas, puedo decir que jamás he visto a nadie cuya belleza se iguale a la vuestra.
-Gustáis decir eso, Señor -le respondió la Prin­cesa, y no pasó de ahí.
-La belleza -prosiguió Riquet el del Copete­ es una ventaja tan grande que debe suplir a todo lo demás; y cuando se la posee, no veo nada que pue­da afligiros mucho.
-Me gustaría más -dijo la Princesa- ser tan fea como vos y tener inteligencia que tener la be­lleza que tengo y ser tan tonta como soy.
-Señora, no hay nada que demuestre tanto que se tiene inteligencia como creer no tenerla, y pertenece a la naturaleza de este don que cuanto más se tiene, más se cree carecer de él.
-Eso no lo sé -dijo la Princesa; lo que sé bien es que soy muy tonta, y de ahí viene la pena que me mata.
-Señora, si sólo es eso lo que os aflige, puedo fácilmente poner fin a vuestro dolor.
-¿Y cómo lo haréis? -dijo la Princesa.
-Señora, tengo el poder -dijo Riquet el del Co­pete- de dar tanta inteligencia como se pueda a la persona a quien más he de amar; y como sois vos, Señora, esa persona, no depende más que de vos el tener tanta inteligencia como se pueda tener, con tal que queráis casaros conmigo.
La Princesa se quedó cortada y no respondió nada.
-Veo -prosiguió Riquet el del Copete- que esta proposición os desagrada, y no me extraña, pero os doy un año entero para decidiros.
La Princesa tenía tan poca inteligencia y, al mis­mo tiempo, tantas ganas de tenerla que pensó que el fin de este año no llegaría nunca, de modo que aceptó la proposición que se le hacía. Apenas hubo prometido a Riquet el del Copete que se casaría con él dentro de un año, tal día como aquél, cuando se sintió completamente distinta de lo que era antes; notó que tenía una facilidad increíble para decir todo lo que le apetecía y para decirlo de una mane­ra fina, suelta y natural. Desde aquel momento en­tabló una conversación galante y sostenida con Ri­quet el del Copete, donde brilló con tal fuerza que
Riquet el del Copete pensó que le había dado mucha más inteligencia de la que se había reservado para él mismo.
Cuando regresó a Palacio, toda la Corte no sabía qué pensar de un cambio tan súbito y tan extraor­dinario, porque igual que la habían oído decir antes impertinencias, ahora la oían decir cosas muy sen­satas e infinitamente ingeniosas.
Toda la Corte sintió una alegría como no se pue­de imaginar; sólo la menor no se alegró de ello, por­que al no tener ya sobre su hermana mayor la ven­taja de la inteligencia, a su lado parecía una mona desagradable.
El Rey se guiaba por su parecer, y hasta a veces iba a celebrar Consejo a su aposento. Habiéndose propagado el rumor de este cambio, todos los jóve­nes Príncipes de los Reinos vecinos hicieron todo lo posible para hacerse amar, y casi todos la pidie­ron en matrimonio; pero ella no encontraba ningu­no que tuviera bastante inteligencia, y los escucha­ba a todos sin comprometerse con ninguno.
Sin embargo, llegó uno tan poderoso, tan rico, tan inteligente y de tan buena figura que no pudo me­nos de sentir inclinación hacia él. Su padre, al dar­se cuenta de ello, le dijo que la dejaba elegir esposo y que no tenía más que declarar su gusto. Como cuanta más inteligencia se tiene, más trabajo cues­ta tomar una resolución firme sobre este asunto, después de darle las gracias a su padre, le rogó que le diera tiempo para pensarlo.
Fue, por casualidad, a pasearse por el mismo bos­que donde se había encontrado con Riquet el del Copete, para soñar más a gusto en lo que tenía que hacer.
Mientras se paseaba, reflexionando profundamen­te, oyó un ruido sordo bajo sus pies, como de va­rias personas que van y vienen y se agitan. Habien­do prestado oído más atentamente, oyó que alguien decía:
-Tráeme esa olla.
Y otro:
-Dame esa caldera.
Y otro:
-Echa leña al fuego.
La tierra se abrió en el mismo momento, y ella vio bajo sus pies una especie de cocina llena de co­cineros, de marmitones y de toda clase de encargados, necesarios para organizar un banquete magní­fico. Salió de ella un grupo de veinte o treinta asadores, que fueron a acampar en una avenida del bosque, alrededor de una mesa muy larga, y todos, con la aguja de mechar en la mano y el rabo de zorro cayéndoles sobre una oreja, se pusieron a trabajar al compás de una canción armoniosa.
La Princesa, asombrada por este espectáculo, les preguntó para quién trabajaban.
-Es, Señora -le respondió el más notable del grupo, para el Príncipe Riquet el del Copete, cuya boda se celebrará mañana.
La Princesa, aún más sorprendida de lo que había estado, acordándose de pronto de que hacía un año, tal día como aquél, ella había prometido casarse con el Príncipe Riquet el del Copete, se quedó como si se hubiera caído de las nubes. El hecho de que no se acordara se debía a que cuando hizo aquella promesa era tonta, y, al adquirir la nueva inteligen­cia que el Príncipe le había concedido, había olvi­dado todas sus tonterías.
No había dado treinta pasos siguiendo su paseo cuando Riquet el del Copete se presentó ante ella, elegante, magnífico y como un Príncipe que va a casarse.
-Señora -dijo él, aquí me tenéis, exacto en mantener mi palabra, y no dudo de que vos hayáis venido aquí para cumplir la vuestra y hacerme, dán­dome vuestra mano, el más feliz de todos los hombres.
-Os confesaré francamente -respondió la Prin­cesa- que todavía no he tomado una decisión y que no creo poder tomarla nunca como vos la de­seáis.
-Me sorprendéis, Señora -le dijo Riquet el del Copete.
-Lo creo -dijo la Princesa; seguramente si tuviera que habérme-las con un hombre grosero y sin inteligencia, me vería en una situación muy em­barazosa: «Una Princesa no tiene más que una pa­labra -me diríais, y tenéis que casaros conmigo, puesto que me lo habéis prometido»; pero como la persona con quien hablo es el hombre más inteli­gente del mundo, estoy segura de que sabrá atener­se a razones.
Vos sabéis que cuando era tonta, a pesar de todo, no podía decidirme a casarme con vos; ¿cómo que­réis que con la inteligencia que me habéis dado, y que me hace todavía más exigente de lo que era con la gente, tome hoy una resolución que no pude to­mar en aquel momento? Si pensarais de verdad ca­saros conmigo, habéis cometido un gran error en sacarme de mi necedad y hacer que vea más claro de lo que veía.
-Si a un hombre sin inteligencia -respondió Ri­quet el del Copete- se le admitiera, como acabáis de decir, que os reprochara vuestra falta de pala­bra, ¿por qué queréis, Señora, que no haga lo mis­mo yo en un asunto del que depende toda la felici­dad de mi vida? ¿Es razonable que las personas que tienen inteligencia estén en peores condiciones que las que no la tienen? ¿Podéis pretenderlo vos, que tanta tenéis, y que tanto deseasteis tener? Pero vayamos al asunto, si os parece. Exceptuando mi fealdad, ¿hay algo en mí que os desagrade? ¿Es­táis descontenta de mi nacimiento, de mi inteligen­cia, de mi carácter, y de mis modales?
-De ningún modo -respondió la Princesa. En vos me gusta todo lo que acabáis de decirme.
-Si es así -prosiguió Riquet el del Copete- voy a ser feliz, ya que vos podéis hacerme el hombre más agradable de todos los hombres.
-¿Y cómo puede hacerse eso? -le dijo la Prin­cesa.
-Eso se hará -respondió Riquet el del Copete­si me amáis lo suficiente como para desear que así sea; y para que no dudéis más, Señora, sabed que la misma Hada que el día de mi nacimiento me concedió el don de poder hacer inteligente a la persona que me gustase, también os concedió a vos el don de poder hacer hermosa a la persona a quien vos quisierais conceder esa gracia.
-Si la cosa es así -dijo la Princesa, deseo con todo mi corazón que os convirtáis en el Príncipe más hermoso y más cortés del mundo; y os conce­do el don en la medida en que esté en mi mano.
En cuanto la Princesa hubo pronunciado estas palabras, Riquet el del Copete apareció ante sus ojos como el hombre más hermoso, de mejor figu­ra y el más cortés que ella hubo visto jamás.
Algunos aseguran que no intervinieron para nada los encantami-entos del Hada, sino que sólo el amor hizo esta metamorfosis. Dicen que la Princesa, des­pués de haber reflexionado sobre la perseve-rancia de su amante, sobre su discreción y sobre todas las buenas cualidades de su alma y de su espíritu, no vio más la deformidad de su cuerpo y la fealdad de su rostro; que la joroba sólo le pareció el porte de un hombre que se las da de importante, y que así como hasta entonces le había visto cojear terri­blemente, ahora no le encontró más que un cierto aire inclinado que le encantaba; también dicen que sus ojos, que eran bizcos, le parecieron más brillan­tes, que su defecto pasó a su mente por la marca de un violento exceso de amor, y que, en fin, su gruesa nariz roja tuvo para ella algo de marcial y de heroico.
Sea lo que fuere, la Princesa le prometió al ins­tante casarse con él, siempre que él obtuviera el consentimiento del Rey, su padre. El Rey, que se había enterado de que su hija estimaba mucho a Riquet el del Copete, a quien conocía, además, por ser un Príncipe muy inteligente y prudente, le acep­tó con mucho placer por yerno.
Al día siguiente se celebró la boda, tal como ha­bía previsto Riquet el del Copete, y según las órde­nes que había dado hacía mucho tiempo.

MORALEJA

Lo que hemos visto en este escrito es menos un cuento vano que la pura verdad; todo es hermoso en quien se ama, todo lo que se ama tiene espíritu.

OTRA MORALEJA

Aunque la Naturaleza hubiese puesto rasgos be­llos y la viva pintura de una tez que jamás pueda igualar el Arte, todos estos dones no podrían rendir un corazón sensible tanto como ese encanto invisi­ble que sólo el amor sabe encontrar.


 1.026. Perrault (Charles) - 074

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