Kidd el pirata
Hace muchos años, poco tiempo después de
haber tenido que entregar su Muy Poderosa Majestad el Señor Protector de los
Estados Generales de Flandes el territorio de la Nueva Holanda al rey Carlos II
de Inglaterra, mientras el territorio se encontraba todavía en un estado de
general inquietud, esta provincia era el refugio de numerosos aventureros,
gente de vida dudosa y de toda clase de caballeros de industria y de sujetos
que miran con disgusto las limitaciones antiguas, impuestas por la ley y los
diez mandamientos. Los más notables entre aquéllos eran los bucaneros, hienas
del mar que tal vez en tiempo de guerra se habían educado en la escuela del
corso, pero que habiendo sentido una vez la dulzura del saqueo, habían
conservado para siempre la inclinación por ello. Hay muy poca distancia entre
el marino que hace el corso y el pirata.
Ambos luchan por amor del saqueo, sólo que el
último es el más bravo, pues afronta al enemigo y a la horca.
Sea como quiera, en cualquier escuela que se
hubieran educado, los bucaneros que rondaban por las colonias inglesas eran
gentes audaces que aun en tiempos de paz causaban enormes perjuicios a las
colonias y a los barcos mercantes españoles. Todo contribuía a convertir
aquella región en el punto de cita de los piratas, donde podían vender el botín
y concertar nuevas maldades: el fácil acceso de la bahía de Manhattoes, el gran
número de abras de sus costas y la poca vigilancia que ejercía un gobierno
apenas organizado. Mientras trajeron con ellos ricos y variados cargamentos,
todo el lujo de los trópicos, y el suntuoso botín de las provincias españolas,
vendiéndolo con la despreocupación característica de todos los filibusteros,
fueron siempre bienvenidos para los avisados comerciantes de Manhattoes. En
pleno día se podía ver por las calles de la pequeña ciudad a estos
desesperados, renegados de todos los climas y de todos los países de la tierra,
tropezando con los tranquilos mijnheers, vendiendo su extraño botín por la
mitad o un cuarto del precio a los inteligentes comerciantes, para gastarlo
después en las tabernas, bebiendo, jugando, cantando, jurando, gritando y
escandalizando a la vecindad con peleas de media noche y diversiones de
rufianes.
Finalmente estos excesos llegaron a tales
extremos que se convirtieron en un escándalo y pedían a gritos que interviniera
el gobierno. De acuerdo con esto se tomaron medidas para atajar el mal que ya
había tomado considerable incremento y exterminar esta gusanería de la colonia.
Entre los agentes empleados para llevar a
cabo este propósito se encontraba el tristemente famoso Capitán Kidd. Era un
carácter equívoco, uno de esos indescriptibles animales del océano que no
vuelan y que no son ni carne ni pescado. Tenía algo de comerciante, un poco más de contrabandista y ribetes de
redomado pícaro.
Durante muchos años había comerciado con los
piratas en una embarcación muy veloz y de poco tonelaje, que podía entrar en
toda clase de aguas. Conocía todos los puntos donde se ocultaban los piratas;
se encontraba siempre efectuando un viaje misterioso, tan ocupado como
polluelos en una tormenta.
Este obscuro personaje fue elegido por el
gobierno para dar caza a los piratas, de acuerdo con el viejo proverbio según
el cual lo mejor para deshacerse de un perro es echarle otro.
Kidd salió de Nueva York en 1695, en un barco
llamado «La Galera de la Aventura», bien armado y debidamente provisto de su
patente de corso.
Al llegar a uno de sus numerosos refugios,
estableció nuevas condiciones para su tripulación, incorporó algunos de sus
viejos camaradas, gente de armas tomar, y se dirigió al 0riente. En lugar de
perseguir a los piratas se dirigió a la isla de Madera, Bonavista y Madagascar,
llegando hasta la entrada del Mar Rojo. Aquí, entre otras muchas fechorías,
capturó una embarcación ricamente cargada, cuya tripulación era árabe, pero su
capitán era inglés. Kidd era muy capaz de hacer pasar esto por una hazaña,
puesto que se trataba de una especie de cruzada contra los infieles, pero el
gobierno había perdido ya hacía mucho tiempo todo entusiasmo por esos triunfos
cristianos. Después de haber recorrido todos los mares, vendiendo el producto
de sus robos y cambiando varias veces de barco, Kidd tuvo la audacia de volver
a Boston, cargado de botín, con una tripulación atrevida que le pisaba los
talones.
Sin embargo, los tiempos habían cambiado. Los
bucaneros ya no podían impunemente mostrar sus barbas en las colonias. El nuevo
gobernador, lord Bellamont, se había distinguido por su celo en extirparlos;
tenía mayor razón en estar enojado con Kidd por haber contribuido al
nombramiento de éste para que persiguiera a los piratas; en cuanto apareció en
Boston se dio la alarma y se tomaron medidas para arrestarlo.
Sin embargo, el carácter audaz de Kidd y los
esfuerzos desesperados de los compañeros, que le seguían como perros de presa,
condujeron a que el arresto no fuera inmediato. Se dice que se aprovechó de
este tiempo para enterrar gran parte de sus tesoros, y se paseaba después con
la cabeza alta por las calles de Boston. Cuando se le arrestó intentó
defenderse, pero fue desarmado y llevado a la prisión junto con sus compañeros.
Era tan formidable la fama de estos piratas y su tripulación, que se creyó
aconsejable despachar una fragata para llevar a él y sus compañeros a
Inglaterra. En vano se hicieron esfuerzos para arrancarle de las manos de la
justicia; él y sus compañeros fueron juzgados, condenados y ahorcados en
Londres. Kidd tardó en morir, pues la cuerda que rodeaba su cuello se rompió
bajo su peso. Se le ató por segunda vez de una manera más efectiva.
Sin duda de ahí proviene la leyenda según la
cual Kidd tenía la vida encantada, y se le había ahorcado dos veces.
Tales son los hechos principales de la vida
del Capitán Kidd, que han dado origen a una gran maraña de tradiciones. La
noticia de que había enterrado grandes tesoros de oro y joyas antes de ser
arrestado, puso en conmoción a todos los buenos habitantes de la costa. Se oían
rumores y más rumores, según los cuales se habían encontrado grandes sumas de
dinero en monedas con inscripciones moriscas, sin duda botín de sus fechorías
en 0riente, pero que el común de la gente consideraba con un terror
supersticioso, tomando las letras árabes por caracteres diabólicos o mágicos.
Algunos decían que el tesoro había sido
enterrado en varios lugares solitarios y deshabitados cerca de Plymouth y el
Cabo Cod, pero gradualmente se empezó a citar otros lugares del país, no sólo
en la costa oriental, sino también a lo largo del brazo de mar, llegando a
tejer una leyenda áurea referente a Manhattoes y Long Island. De hecho, las
rigurosas medidas de lord Bellamont produjeron una repentina zozobra entre los
bucaneros que se encontraban en aquel momento repartidos por toda la provincia.
0cultaron su dinero y sus joyas en lugares apartados, a lo largo de las costas
desvaí-tadas de los ríos y del mar, dispersándose ellos mismos por todo el
territorio. La acción de la justicia impidió que muchos de ellos volvieran
alguna vez a desenterrar lo que habían ocultado, meta desde entonces de los
buscadores de tesoros.
Este es el origen de los frecuentes relatos
acerca de rocas o árboles que llevan extraños signos, que se supone indican el
lugar donde hay enterrado dinero; muchos han buscado y pocos encontrado el
botín de los piratas. En todas las historias, referentes a estas empresas, el
diablo desempeñaba un gran papel. 0 se ganaba su amistad mediante diversas
ceremonias e invocaciones, o se celebraba con él algún pacto solemne. De todas
maneras, siempre se inclinaba a jugar alguna mala partida a los buscadores de
tesoros. Algunos cavaban hasta llegar a un cofre de hierro, cuando, casi
invariable-mente, ocurría algo extraño e imprevisto. De repente la tierra se
desplomaría llenando la excavación, o los buscadores de tesoros huirían
aterrorizados ante algún extraño ruido o alguna aparición; algunas veces
aparecía el mismo diablo, para llevarse el botín que parecía estar finalmente
al alcance de los buscadores, que, sin embargo, al día siguiente no encontrarían
el menor rastro de sus trabajos de la noche anterior.
No obstante, todos estos rumores eran
extremadamente vagos y excitaban mi curiosidad sin satisfacerla. Nada hay en
este mundo tan difícil de alcanzar como la verdad, y no hay nada en el mundo
que me interese fuera de ella. Entre los viejos habitantes de la provincia,
eran particularmente las viejas holandesas de la misma mi fuente favorita de
información auténtica. Pero aunque me enorgullezco de saber más que ningún otra
persona acerca del folklore de mi provin-cia natal, durante mucho tiempo mis
investigaciones no condujeron a ningún resultado substancial.
Finalmente, ocurrió que un día el azar me
deparó un interesante hallazgo. Era al fin del verano, cuando me encontraba
descansando de la fatiga mental producida por algunos intensos estudios,
dedicado a la pesca en uno de aquellos ríos que habían sido el lugar predilecto
de mi juventud, en compañía de varios notables burgers de mi ciudad natal,
entre los cuales había más de un ilustre miembro de esa corporación, cuyo
nombre, si yo me atreviera a citarlo, honraría estas pobres páginas.
Nuestro deporte nos era indiferente. Los
peces estaban empeñados por lo visto en no morder el anzuelo, y aunque
cambiamos varias veces de lugar, no tuvimos mejor suerte. Al fin anclamos cerca
de una fila de rocas, sobre la costa oriental de la isla de Manhattan. Era un
día cálido y sin viento.
El río corría sin oleaje y sin formar
torbellinos; todo estaba tan tranquilo y quieto, que casi nos asombraba cuando
algún pájaro abandonaba el árbol donde se encontraba, hendía después el aire y
se precipitaba al agua para buscar su presa. Mientras cabeceábamos en nuestro
bote, semiadormecidos por la cálida tranquilidad del día y la forzada ociosidad
de nuestro deporte, uno de los notables, concejal de la ciudad, mientras le
dominaba el sueño, dejó que se hundiera su caña de pescar. Al despertarse, le
pareció que había pescado algo gordo, a juzgar por el peso. Al subirlo a la
superficie encontramos, con gran sorpresa nuestra, que era una pistola, de
modelo muy extraño y curioso, que por la herrumbre que la cubría y por estar
carcomida la culata y cubierta de conchas, debía encontrarse en el agua desde
hacía mucho tiempo. La inesperada aparición de aquel instrumento de lucha fue
motivo de amplias especulaciones entre mis pacíficos compañeros. Uno supuso que
había caído al agua durante la guerra de la Independencia; otro, de la forma
peculiar del arma, dedujo que provenía de los primeros viajeros que visitaron
la colonia, tal vez el famoso Adrián Block, que exploró el brazo de mar y
descubrió la isla que lleva su nombre, tan famosa ahora por sus quesos. Pero un
tercero, después de observarla durante algún tiempo, afirmó que era de origen
español. «Aseguraría -dijo- que si esa pistola pudiera hablar, nos contaría
extrañas historias de encarnizadas luchas con los caballeros españoles. No tengo la menor duda que
es una reliquia de los viejos tiempos de los bucaneros. ¿Quién sabe si no
perteneció al mismo Kidd?»
«Ah, ese Kidd era un hombre audaz -exclamó un
ballenero del Cabo Cod, de enérgicas facciones. Conozco una vieja canción
acerca de él:
Mi
nombre es capitán Kidd
Cuando
yo recorría los mares
Cuando
yo recorría los mares.
»Y sigue refiriendo cómo ganó el favor del
diablo enterrando la Biblia:
Tenía
la Biblia en la mano,
Cuando
yo recorría los mares,
Y
la enterré en la arena,
Cuando
yo recorría los mares.
»A propósito, recuerdo una historia de un
hombre que una vez desenterró un tesoro del Capitán Kidd; la escribió un vecino
mío y yo la aprendí de memoria. Como los peces no pican, se la contaré a
ustedes ahora, para pasar el tiempo».
-Y diciendo esto nos relató la siguiente
historia.
1.025. Irving (Washington) - 058
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