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viernes, 26 de diciembre de 2014

El anillo de oro

Un hombre estúpido es mala cosa. Pero, si además de estúpido es avaricioso, ya no hay por dónde cogerle. El hombre estúpido y avaricioso no hará nada bueno, ni para él ni para los demás.
En un campamento había muchos chiquillos. Les gustaba pelearse, echar carreras, luchar agarrados del cinto para ver quién era el más fuerte.
Eran unos chicos magníficos, muy ágiles. Todos los padres adoraban a sus hijos.
El chamán Chumboka también tenía un hijo, que se llamaba Akimká. El chamán era rico. Vivía del engaño. Decía que sabía muchas cosas; decía que trataba con los demonios y que tenía poderes para hechizar a cualquier persona o para curarla. Cuando alguien enfermaba en el campamento, llamaban al chamán. Llegaba Chumboka, miraba al enfermo y decía:
-Se ha metido un diablo dentro de él. Yo conozco a ese diablo. Sé quién es. Hay que hacerle salir.
Agarraba su pandero y se ponía a pegar en él y a dar vueltas y más vueltas alrededor de una hoguera que encendía... Y, a todo esto, pronunciaba ciertas palabras como si estuviera hablando con los demonios, ordenándoles que dejaran a aquel enfermo, que se marcharan, y amenazándoles también... ¿Que sanaba el enfermo? El chamán decía:
-¿Estáis viendo? He echado a los demonios. ¡Tengo mucha fuerza! Traedme presentes.
¿Que se moría el enfermo? El chamán decía:
-Los presentes eran malos. La gente no confiaba en mí. Por eso se han llevado los diablos al enfermo.
La gente temía al chamán. Le llevaba toda clase de presentes. Había quien se privaba de las cosas para ofrecérselas al chamán.
Chumboká llegó a juntar muchas riquezas. Y estaba tan ufano. Andaba por el campamento con el ropón todo grasiento de lo gordo que estaba y presumiendo que no había nadie como él.
Pero el hijo del chamán, Akimká, era igual que todos los chicos: ni peor ni mejor. Al chamán le dio rabia de que su hijo se pareciera a los demás. Decidido a que Akimká se diferenciara de los otros, fue a ver al herrero y le llevó un trozo de oro.
-Escucha, herrero, hazme un anillo.
-¿Para qué necesitas tú un anillo, y de oro además? -le preguntó el herrero al chamán.
-Para ponérselo a mi hijo al cuello -dijo el chamán. Así se diferenciará Akimká de los demás y toda la gente verá lo rico que es su padre.
-Haces mal en apartar a tu hijo de los otros chicos -dijo el herrero.
El chamán se enfadó y dijo:
-Tú eres tonto. Eres tonto y te atreves a darme consejos.
-¡Yo no soy tonto! -protestó el herrero.
-Pues, si no lo eres -dijo el chamán, adivina este acertijo: unos hombres blancos machacan y una mujer roja remueve.
Por muchas vueltas que le dio, el herrero no pudo sacar la solución. Chumboka dijo, riéndose de él:
-¿Ves tú? Ni siquiera eres capaz de adivinar un acertijo tan sencillo. Son los dientes y la lengua, hombre.
El herrero no contestó. Hizo el anillo y se lo dio al chamán. Chumboka fue a su casa. Le puso el anillo al cuello a su hijo y le prohibió que se juntara con los demás chicos.
Akimká andaba solito por el campamento. El anillo que llevaba al cuello resplandecía y Chumboka estaba encantado: ahora verían todos que el padre de Akimká no era un cualquiera.
El tiempo iba pasando.
Akimká crecía. Se le olvidaron los juegos de niños, le daba pereza correr. Se había puesto muy gordo. El anillo se había quedado estrecho, le apretaba el cuello. Akimká se quejaba:
-¡Padre, quítame el anillo!
Chumboka empezó a darle vueltas al anillo para ver si lograba quitárselo, pero no le fue posible: Akimká había crecido. Respiraba mal, jadeaba. La madre le dijo a Chumboka:
-Rompe el anillo.
Chumboka pegó un respingo.
-¿Qué dices? -protestó. ¡Valiente ocurrencia! Ese anillo es un objeto caro. Si lo rompo, lo echaré a perder. Akimká respira mal porque aquí hay mucha gente corriente y el aire se vicia. Llevaremos a Akimká a un monte.
En el monte continuaba Akimká respirando mal.
A Chumboka casi se le saltaban las lágrimas de pena al ver a su hijo. Pero todavía le daba más pena estropear el anillo.
El herrero vino una vez a ver al chamán y le preguntó:
-Y ahora, ¿cuál de nosotros es el estúpido?
-¡Tú, y nada más que tú! -gritó Chumboka.
-Bueno, pues si tan listo eres, adivina esto: ¿qué será, ay, que será, un puchero sin fondo y nunca lo tendrá? Se quedó pensando el chamán.
-¡Eh, valiente adivinanza! -exclamó luego. Un puchero sin fondo es un agujero en el hielo del río.
-Pues, no has acertado Chumboká -contestó el herrero. El caldero sin fondo es tu avaricia. Por mucho que se le eche al caldero, siempre estará sin fondo... ¡Sierra el aro que lleva tu hijo!
-¡Quita, quita! -gritó el chamán. ¡Estropear una cosa así!
El herrero le escupió a Chumboka a los ojos y se marchó.
En cuanto a Akimká, el hijo del chamán, murió con su aro de oro al cuello. El aire puro del monte tampoco le sirvió de nada.
Al ver a su hijo muerto estalló en sollozos Chumboka. Pero era tarde. Nada podría hacer volver a Akimká.

1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074

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