Wolfert
Webber o los sueños dorados
En el año de gracia de mil setecientos y...,
no me acuerdo la fecha exacta, aunque estoy seguro de que era a principios del
siglo XVIII, vivía en la notable ciudad de Manhattoes un burger, Wolfert Webber
de nombre.
Descendía del viejo Cobus Webber, nativo de
Brille, en Holanda, uno de los primeros colonizadores, cuya fama proviene de
haber introducido la col en las colonias y que llegó a esta provincia durante
el protectorado de 0loffe Van Kortlandt, conocido también por el nombre de «el
soñador».
El campo en el cual Cobus Webber se instaló
junto con sus coles permaneció siempre en manos de la familia, que continuó la
misma clase de actividad, con esa perseverancia, digna de elogio, por la cual
se distinguen los burgers holandeses. Durante varias generaciones, todo el genio de la familia se aplicó al
estudio y desarrollo de ese noble vegetal; a esa concentración intelectual se
debe, sin duda, el prodigioso tamaño y la fama que alcanzaban las coles de los
Webber.
Esta dinastía continuó sin interrupción;
ningún linaje dio pruebas más indiscutibles de legitimidad. El hijo mayor
heredaba tanto la apariencia como los terrenos de su progenitor; si se hubieran
tomado los retratos de esta familia de tranquilos potentados, hubieran
presentado una línea de cabezas de un parecido maravilloso, tanto en la forma
como en el tamaño con los vegetales que cultivaban.
El asiento de su gobierno continuaba
invariablemente en el solar de la familia, una casa construida en estilo
holandés, cuyo techo terminaba en punta, sobre la cual se erguía el
acostumbrado gallo de hierro, que indicaba la dirección del viento. Todo el
edificio tenía un aire de seguridad y tranquilidad largamente gozada. Muchos
pájaros habían hecho su nido allí; todos saben que los volátiles traen suerte
al edificio en el cual se refugian. En una mañana de sol de cualquier día a
principios de verano, se oían sus alegres cantos, mientras hendían el aire,
como si proclamaran la grandeza y prosperidad de los Webber.
De esta manera tranquila y en medio de
comodidades vegetaba esta excelente familia, bajo la sombra de los árboles que
rodeaban la casa.
Poco a poco empezaron a extenderse en torno
de ella los suburbios de la ciudad. Las nuevas construcciones interceptaban la
visión; las praderas que rodeaban la propiedad empezaban a mostrar el tráfago y
las multitudes propias de una ciudad; en una palabra, viviendo de acuerdo con
todas las costumbres de la vida rústica, comenzaron a darse cuenta de que eran
habitantes de una ciudad. Sin embargo, siguieron manteniendo su carácter y sus
tierras, ambos recibidos por herencia, con la tenacidad con que un princi pillo
alemán defendería sus pretendidos derechos ante el Emperador del Sacro Imperio
Romano Germánico. Wolfert era el último de su estirpe; heredó el banco patriarcal, cerca de la puerta, debajo del árbol
familiar, desde donde manejaba el cetro de sus padres, como un potentado rural
en el centro de una metrópoli.
Para compartir las cargas y las dulzuras de
su soberanía, eligió una compañera, de esa excelente clase de mujeres, llamadas
de su casa, que están tanto más ocupadas cuanto menos hay que hacer. Sin
embargo, su actividad tomó una dirección particular: toda su vida parecía estar
dedicada a hacer calceta, en casa o fuera de ella, de pie o sentada;
continuamente estaban sus agujas en movimiento; se afirma que su constante
diligencia proporcionaba casi toda la ropa de esta clase que se necesitara en
su casa, durante todo el año.
Dios había bendecido la unión de estas buenas
gentes con una hija, que criaron con gran ternura y cariño, habiéndose tomado
todo el trabajo posible para completar su educación, por lo que sabía un poco
de todas las actividades propias de su sexo, incluso preparar la más variada
clase de conservas y bordar su propio nombre en un cañamazo. En el jardín
familiar se observaba también la influencia de sus gustos, pues aparecía
mezclado lo útil con lo agradable: hileras enteras de flores rodeaban a las
coles y los girasoles asomaban sus flores por la empalizada, como si saludaran
afectuosamente a los que pasaban.
Así, en paz y contento consigo mismo y con el
mundo, reinaba Wolfert Webber sobre las tierras heredadas de sus padres. Como
todos los otros soberanos, no carecía su vida de preocupaciones y disgustos. Le
molestaba algunas veces el crecimiento de su ciudad natal. Poco a poco, su
pequeño territorio quedó encerrado entre calles y casas, que interceptaban el
aire y la luz del sol. Tenía que sufrir las invasiones de las poblaciones
fronterizas, que infestaban los suburbios de la metrópoli, las cuales,
favorecidas por la oscuridad de la noche, entraban en sus dominios y se
llevaban como prisioneros líneas enteras de coles, sus más nobles súbditos. Los
cerdos vaga-bundos aprovechaban para sus incursiones cualquier descuido, una
puerta abierta, por ejemplo, dejando un campo de solación detrás de ellos; los
chicos mal educados arrancaban las flores de los girasoles, la gloria del
jardín. Sin embargo, todas estas eran pequeñas moles-tias, que de vez en cuando
le hacían arrugar el entrecejo, exacta-mente como una brisa de verano forma
olas en la superficie de un pantano dedicado a la cría de truchas, pero no
podían afectar aquella tranquilidad tan profundamente asentada en su alma.
Le bastaba echar mano de un robusto bastón,
que guardaba detrás de la puerta, salir corriendo, santiguar con él las
espaldas del intruso, así fuera un muchacho o un cerdo, y volver a colocarlo en
su sitio, para sentirse otra vez maravillosamente fresco y tranquilo.
Sin embargo, la causa principal de la
preocupación del honrado Wolfert era la prosperidad creciente de la ciudad. Los
gastos aumentan al doble y al triple, aunque a él le era imposible aumentar en
la misma proporción el tamaño de sus coles, como tampoco impedir el creciente
número de competi-dores, ni que se elevasen los precios, por lo que, mientras a
su alrededor todos se enriquecían, él se empobrecía, siendo imposible, por más
que se devanara los sesos, hallar modo de remediarlo.
Esta preocupación, que aumentaba día a día,
ejercía un efecto gradual sobre nuestro notable burger, tanto que llegó a
producirle arrugas en la cara, cosa completamente desconocida anteriormente en
la familia Webber y que parecía dar una expresión de ansiedad, incluso a las
mismas alas de su sombrero, completamente opuesta a la beatífica de sus
antepasados. Tal vez ni aun esto hubiera alterado la serenidad de su alma, si
hubiera de preocuparse sólo por él mismo y por su mujer, pero allí estaba su
hija, que llegaba a la pubertad por sus pasos contados. Todos saben que cuando
las muchachas llegan a esta edad necesitan más cuidados que cualquier otro
fruto o flor.
No tengo talento para descubrir los encantos
femeninos, de lo contrario detallaría los progresos de esta pequeña belleza
holandesa; cómo se tornaba cada vez más profundo el azul de sus ojos, y se
coloreaban más y más sus mejillas y cómo se redondeaban sus formas al alcanzar
las dieciséis primaveras, hasta que al cumplir diecisiete parecía pronta a estallar,
saliéndose de sus vestidos, como un capullo que está por abrirse.
iQué lástima que yo no pueda mostrarla como
era ella entonces, en su vestido dominguero, heredado de sus antepasados, pues
con él se casó su abuela, y que ahora estaba convenientemente moder-nizado, con
muchos adornos, que también provenían de aquella venerable fuente! Su pelo era
castaño claro, recogido en trenzas que formaban moños a cada lado de la cabeza,
gracias al uso de manteca de vaca; llevaba al cuello una cadena de oro puro de
la cual colgaba una cruz que descansaba precisamente a la entrada del valle de
las delicias, como si quisiera santificar el lugar, y..., pero ¿quién me mete a
mí, a mi avanzada edad, a describir los encantos femeninos? Baste decir que Ema
había llegado a los diecisiete años. Hacía mucho tiempo que se entretenía en
bordar pares de corazones, atravesados por puntiagudas flechas, con verdaderos
lazos amorosos, todo ello muy lindamente trabajado en seda azul; era evidente
que empezaba a languidecer, por faltarle alguna ocupación más interesante que
criar girasoles o preparar salsifíes en conserva.
En este período crítico de la vida femenina,
cuando el corazón de una damisela, como el que dije que cuelga de su cuello y
que es su emblema, se inclina a aceptar una imagen única, empezó a frecuentar
un nuevo visitante la casa de Wolfert Webber. Era éste Dirk Waldron, hijo único
de una pobre viuda, pero que podía enorgullecerse de tener más padres que
ningún otro muchacho de la provincia, pues su madre había enviudado cuatro
veces, y había tenido este único retoño en su último matrimonio, por lo que con
todo derecho podía asegurar que era el tardío fruto de un largo período de
cultivo. Este hijo de cuatro padres unía los méritos y el vigor de sus cuatro
progenitores.
Si no tenía una gran familia que le
precediera, era probable que le siguiera una bastante numerosa, pues bastaba
verle para comprender que estaba destinado a ser el fundador de una raza de
gigantes.
Poco a poco este visitante llegó a ser un
íntimo de la familia.
Hablaba muy poco, pero se pasaba sentado
mucho tiempo. Llenaba la pipa del viejo Webber, cuando estaba vacía, recogía
las agujas o la lana de la madre, cuando se habían caído, y llenaba la tetera
para la hija con el contenido de la caldera de cobre que silbaba encima del
fuego. Todas estas pequeñas muestras de habilidad parecen carecer de
importancia, pero cuando se traduce el amor al flamenco o al holandés, se
expresa entonces la elocuencia misma. La familia Webber no dejó de notarlo. El
joven encontró maravilloso favor a los ojos de la madre; la caldera de cobre
parecía silbar una agradable nota de bienvenida en cuanto él se acercaba; y si
pudiésemos leer las modestas miradas de la hija, mientras estaba sentada
cosiendo al lado de su madre, no observaríamos un ápice menos de buena voluntad
que en la autora de sus días o en la caldera.
Sólo Wolfert no comprendía lo que pasaba;
profundamente absorto en sus meditaciones acerca del crecimiento de la ciudad y
de sus coles, miraba el fuego y fumaba, en silencio, su pipa. Una noche, cuando
la dulce Ema, de acuerdo con la costumbre, acompañó a su pretendiente hasta la
puerta, éste se despidió de ella haciendo tal ruido, que aun el distraído
Wolfert hubo de darse cuenta. Una nueva ansiedad se agregaba a las que ya
tenía. Nunca se le había ocurrido que aquella niña, que hacía tan poco tiempo
se le subía por las rodillas y jugaba con muñecas, pudiera de repente pensar en
amoríos y en matrimonio. Se restregó los ojos, examinó los hechos y halló
realmente que, mientras él soñaba, la niña se había convertido en mujer, y, lo
que era peor, se había enamorado. Así el pobre Wolfert tuvo una preocupación
más. Era un padre bondadoso y además un hombre prudente. El muchacho era sano y
trabajador, pero no tenía tierras ni dinero. Todas las ideas de Wolfert seguían
el mismo camino: en caso de matrimonio, no veía otra alternativa que entregar a
la joven pareja una parte de su huerta de coles, aunque toda ella no mantenía
sino escasamente a su familia.
Como padre prudente que era, se decidió a
ahogar esta pasión en sus comienzos, por lo que prohibió al joven que siguiera
frecuentando la casa, aunque le costó bastante tomar esa decisión, que provocó
en su hija más de una silenciosa lágrima. Demostró ésta ser, sin embargo, un dechado
de obediencia y piedad filial. No gritó, no se rebeló contra la autoridad
paterna, ni le dio por el histerismo, como lo haría más de una damisela
romántica, de esas que leen novelas. Aseguro al lector interesado que no tenía
un heroico temperamento, inclinado por la rebeldía. Por el contrario, se portó
como hija obediente, y dio a su pretendiente con la puerta en las narices; si
alguna vez volvió a verse con él, fue en la ventana de la cocina o en la
empalizada.
La tarde de un domingo, mientras se dirigía a
una taberna rural, situada a unos tres kilómetros de sus tierras, Wolfert
reflexionaba profundamente en todas estas cosas, arrugando severamente el
entrecejo.
Era el punto de reunión preferido de la
colonia holandesa, por haber pasado de padres a hijos, quedando siempre en
poder de una familia de esa nacionalidad, que le daba el aire y la apariencia
de los viejos y buenos tiempos. Era una casa de estilo holandés, que
probablemente había sido la residencia campestre de algún notable burger de los
primeros días de la colonia. Se encontraba próximo a un lugar llamado Corlears
Hook, cerca del brazo de mar, en una entrada de la costa donde la marea subía y
bajaba con extraordinaria rapidez. Aquella casa venerable se distinguía desde
lejos por los árboles que la rodeaban, que parecían invitar al que pasaba,
mientras que algunos sauces llorones evocaban la frescura de un bosquecillo, lo
que hacía muy agradable el lugar durante el calor del verano. Acudían allí
muchos de los antiguos habitantes del lugar, a jugar, a fumar sus pipas o
discutir los negocios públicos.
Una tarde de otoño, Wolfert se dirigió a la
antigua taberna. Las hojas empezaban a caerse de los árboles y, arrastradas por
el viento, formaban remolinos en los campos. El frío prematuro de aquellos días
había obligado a los parroquianos a refugiarse dentro de la taberna. Como era
la tarde de un domingo, los habituales clientes celebraban sesión. La mayoría
de los presentes eran buenos burgers holandeses, aunque no faltaban personas de
diferente carácter y origen, como es natural en un país de población tan
mezclada.
Sentado ante el fuego, en un sillón de cuero,
estaba el dictador de aquel mundillo, el venerable Ramm, o para llamarlo con su
nombre completo, Ramm Ra pelye. Era de origen flamenco, ilustre por lo antiguo
de su familia, pues su bisabuela fue la primera criatura nacida de padres
blancos en la colonia. Pero era aun más ilustre por su riqueza y dignidad;
había sido mucho tiempo concejal y el mismo gobernador se quitaba
respetuosamente el sombrero delante de él. Desde tiempo inmemorial le
pertenecía aquel sillón de cuero; mientras formó parte del gobierno de la
ciudad, fue aumentando en volumen, hasta que, al cabo de los años, llenaba todo
el sillón. Su palabra era ley entre los que dependían de él, pues siendo un
hombre tan rico nadie esperaba que diera algún argumento para defender sus
opiniones. El tabernero le atendía con un esmero particular, no porque pagara
mejor que los otros parroquianos, sino porque la moneda del rico parece siempre
más aceptable. El tabernero tenía siempre una palabra amable y una broma para
dejarla caer en los oídos del augusto Ramm. Es cierto que éste nunca se reía y
que mantenía el aire grave y altivo de un perro de presa, aunque alguna vez
premiaba al dueño de casa con algún signo de aprobación, que aunque no era más
que un gruñido, divertía al tabernero más que la carcajada de un pobre.
-Esta noche será mala para los buscadores de
tesoros -dijo el tabernero, cuando un golpe de viento hizo temblar las ventanas
de la casa.
-iCómo! -exclamó un capitán inglés, a media
paga, al que le quedaba sólo un ojo, y que era un asiduo visitante de la
taberna. ¿Trabajan otra vez?
-Así es -respondió el tabernero. En estos
últimos tiempos han tenido suerte. Se dice que han encontrado una olla grande
de dinero, detrás de la granja de Stuyvesant. La gente afirma que lo enterró el
mismo gobernador Stuyvesant.
-iQué disparate! -exclamó el capitán tuerto,
agregando un poco de agua a su vaso de brandy.
-Usted puede creerlo o no, como le plazca
-dijo el tabernero, algo amoscado. Pero todo el mundo sabe que el viejo
gobernador enterró una gran parte de su dinero cuando los casacas rojas
ingleses se apoderaron de la provincia. También se dice que el viejo caballero
aparece por las noches, en el mismo atavío que lleva en el cuadro que conserva
la familia.
-iQué disparate! -repitió el oficial a media
paga.
-Si usted lo dice, será un disparate. Pero
Cornelio Van Zandt le vio a medianoche, paseando por su huerto, con su pata de
palo y la espada desnuda en la mano, que parecía echar rayos y centellas. ¿Por
qué había de aparecer por allí, sino porque las gentes han estado hurgando por
el lugar donde él enterró su dinero?
El tabernero fue interrumpido por varios
sonidos guturales que procedían del lugar donde estaba sentado Ramm Ra pelye y
que demostraban que éste se encontraba en la situación completamente extraña
para él de elaborar una idea. Como era un hombre demasiado importante para que
le molestase un tabernero, éste respetuosamente prefirió dejar que aquel
importante personaje la produjera él mismo. El obeso corpachón de aquel notable
burger mostraba ahora todos los síntomas de un volcán, a punto de iniciar una
erupción. Primero le tembló el abdomen, lo que pareció un terremoto; después
salió del cráter, digo de la boca, una bocanada de humo; luego se produjo en su
garganta una especie de silbido, como si la idea tratase de abrirse camino a
través de la lava; aparecieron a poco varios dislocados miembros de una frase,
que terminaron en un ataque de tos, y finalmente se impuso su voz, con el tono
lento pero absoluto de un hombre que, si no siente el valor de sus ideas,
comprende la magnitud de su bolsa. A cada dos o tres palabras expelía una
bocanada de humo.
-¿Quién dice que Pedro Stuyvesant aparece por
las noches? -una bocanada de humo. ¿No tiene la gente ya respeto por las
personas? -otra bocanada de humo. Pedro Stuyvesant sabía muy bien lo que tenía
que hacer con su dinero, para enterrarlo -otra bocanada de humo. Conozco a los
Stuyvesant -otra bocanada de humo. A todos ellos -otra bocanada de humo.
No hay familia más respetable en toda la
provincia -otra bocanada de humo. De los primeros colonizadores, gente de su
casa otra bocanada de humo. No son de
esos recién venidos que quieren hacerse importantes -otra bocanada de humo-. No
me vengan a decir que Pedro Stuyvesant se aparece por la noche -más bocanadas
de humo.
Después de decir esto el notable Ramm arrugó
el entrecejo, cerró la boca hasta que se le formaron arrugas en las comisuras
de los labios y siguió fumando con tal intensidad que muy pronto la niebla
ocultó su cabeza, así como el humo envuelve la cúspide terrible del monte Etna.
Un silencio general siguió a esta severa
advertencia de aquel hombre tan rico. Sin embargo, el asunto era demasiado
interesante para abandonarlo tan fácilmente. Muy pronto, Peechy Prauw Van Hook,
el cronista de la taberna, uno de esos viejos charlatanes cuya verborragia
parece aumentar con la edad, reinició la conversación sobre el mismo tema.
Peechy podía contar en una tarde tantas
historias como sus oyentes pudieran digerir en un mes. Afirmó que por lo que él
sabía, se había encontrado varias veces dinero en diversas partes de la isla.
Las felices personas que lo habían descubierto habían soñado previamente tres
veces con el tesoro, y, lo que era más notable, sólo los descendientes de las
viejas familias holandesas lo habían encontrado, lo que demostraba claramente
que el dinero había sido enterrado por gentes de esa misma nacionalidad.
-Todo eso no es más que un conjunto de
disparates -exclamó el oficial a media paga-. Nada tienen que ver los
holandeses con ello. Todos esos tesoros fueron enterrados por el capitán Kidd y
su tripulación.
Al oír esto todos los circunstantes se
asombraron. En aquellos tiempos, el nombre del capitán Kidd era como un
talismán, al cual se asociaban mil historias maravillosas. El oficial a media
paga abrió el fuego y sus relatos acumularon sobre el capitán Kidd todos los
saqueos y hazañas de Morgan, de Barbanegra y de todos los sangrientos
bucaneros.
El oficial era hombre cuya palabra pesaba
mucho entre los pacíficos asistentes de la taberna, debido a su carácter de
soldado y a sus relatos, llenos del humo de la pólvora. Sin embargo, todas sus
doradas historias acerca del capitán Kidd y de los tesoros que había enterrado
se estrellaban ante la oposición de Peechy Prauw, quien antes que aguantar que
sus progenitores holandeses fueran eclipsados por un filibustero extranjero,
llenó todos los campos de la vecindad con las ocultas riquezas de Pedro
Stuyvesant y sus contemporáneos.
Wolfert Webber no perdió una palabra de esa
discusión. Volvió pensativo a casa, lleno de magníficas ideas. Le parecía que
el suelo de su isla natal se había convertido en polvo de oro y que todo el
campo estaba lleno de tesoros. Ardía su cabeza al pensar cuántas veces debería
haber pasado sin darse cuenta por lugares en los cuales sólo la tierra vegetal
encubría innumerables tesoros. Su mente se agitaba ante este torbellino de
nuevas ideas.
Cuando llegó a ver la venerable mansión de
sus antepasados, y la pequeña propiedad donde su raza había florecido durante
tanto tiempo, sintió la amargura de su estrecho destino.
-iInfeliz de mí! -exclamó. Otros pueden irse
a la cama y soñar con montones de dinero; les basta agarrar, a la mañana, una
pala y sacar doblones, como si fueran patatas, pero tú soñarás con tus
dificultades y te levantarás pobre. Todo el año has de cavar en tus campos y
nunca sacas sino coles.
Wolfert Webber se fue a acostar bastante
apesadumbrado; pasó mucho tiempo antes que aquellas visiones doradas que le
habían calentado los cascos le permitieran dormirse. Sin embargo, esas mismas
visiones aparecieron en sus sueños, tomando un aspecto más definido. Soñó que
había descubierto un inmenso tesoro en el centro de su huerta. A cada
movimiento de la pala sacaba un lingote del codiciado metal; cruces de
diamantes caían entre el barro y las talegas de oro se rompían por su propio
peso, hinchadas con piezas de a ocho y venerables doblones. Cajones llenos de
monedas de oro danzaban delante de sus asombrados ojos, arrojando su áureo
contenido.
Cuando Wolfert se levantó era un hombre tan
pobre como siempre. No tenía entusiasmo para dedicarse a sus obligaciones
diarias, que parecían tan desagradables e inútiles. Todo el día permaneció
sentado en un rincón cerca del fuego, imaginando que las llamas eran lingotes
de oro.
Su sueño se repitió la noche siguiente. Se
veía nuevamente en su huerta,
desenterrando enormes riquezas. Había algo muy extraño en esta repetición. Pasó
otro día entregado a sus ensueños; aunque era día de limpieza general y la
casa, como ocurre en tales ocasiones en las familias holandesas, era un
verdadero pandemónium, no se movió de su sitio, mientras alrededor de él todo
estaba patas arriba.
A la tercera noche se fue a la cama con el
corazón palpitante. Se puso, al revés su rojo gorro de dormir, para que le
trajera suerte.
Hacía ya tiempo que había pasado la
medianoche, cuando venciendo las preocupaciones y la ansiedad pudo conciliar el
sueño. Volvió a soñar con oro: una vez más vio su huerta llena de lingotes del
precioso metal y de talegas repletas.
Wolfert se levantó completamente trastornado.
Un sueño que se repite tres veces, nunca engaña; si era así, su fortuna era
cosa hecha. Estaba tan agitado que se puso el chaleco al revés, lo que era una
nueva prueba de su buena suerte. Ya no dudaba que en sus tierras se encontraba
un gran tesoro escondido, que esperaba tan sólo que alguien lo descubriera. Se
arrepintió de haber cavado tanto tiempo la superficie de su huerta, en lugar de
haber hurgado las entrañas de la tierra. Se sentó a la mesa para desayunarse,
con la cabeza llena de esas reflexiones; pidió a su hija que le pusiera más oro
en el té y al pasar una de las fuentes a su mujer, le dijo que tomara uno o
varios doblones.
Su principal preocupación consistía ahora en
obtener su enorme tesoro sin que nadie se enterara. En lugar de trabajar
regularmente, durante el día, en su huerta, se levantaba de la cama, a altas
horas de la noche, y provisto de un pico y una pala se dedicaba a cavar
profundos pozos en toda su huerta. Al poco tiempo, sus tierras, que tenían un
aspecto tan ordenado y regular, con sus falanges de coles que parecían un
ejército vegetal en orden de batalla, quedaron reducidas a una escena de devastación.
Wolfert proseguía su obra destructora, provisto de un gorro de dormir, una
linterna, un pico y una pala. Recorría sus aniquiladas hileras de coles, como
un ángel del Apocalipsis de su propio mundo vegetal.
Cada mañana aparecía un nuevo testimonio de
los destrozos de la noche anterior: coles de toda edad y condición, desde los
tiernos retoños hasta las que habían llegado a la madurez, aparecían arrancadas
de la tierra, abandonadas para que se pudrieran. En vano se quejaba la mujer de
Wolfert; en vano lloraba su hija por sus destrozados canteros de flores.
«Tendrás mucho oro -gritaba Wolfert, acariciándola.
Tendrás un collar de ducados para casarte,
hija mía».
Su familia empezó a pensar que el pobre
hombre estaba loco. Mientras dormía, hablaba acerca de tesoros escondidos,
perlas y diamantes y barras de oro. Durante el día estaba distraído y daba
vueltas por sus tierras, como si estuviera en trance espiritista. La señora
Webber mantuvo varios conciliábulos con todas las comadres de la vecindad. A cualquier
hora del día se reunían en la casa, mientras la pobre mujer de Wolfert recitaba
alguna fórmula contra las brujerías. Su hija intentaba consolarse mediante
entrevistas cada vez más frecuentes con su pretendiente Dirk Waldron. Ya no se
oían en la casa aquellas agradables canciones holandesas que ella acostumbraba
cantar. Se olvidaba de sus bordados y observaba ansiosamente a su padre,
cuando éste se pasaba las horas sentado delante del fuego. Una vez Wolfert se
dio cuenta de que su hija le miraba con atención y por un momento abandonó sus
dorados sueños:
Alégrate, hija mía -exclamó lleno de
entusiasmo. ¿Por qué estás triste? Algún día te codearás con los Brinkerhoff,
los Schermerhorn, los Van Horne y los Van Dam. iPor San Nicolás, que hasta el
mismo santo se alegrará entonces de tenerte por hija!
Su mujer sacudió la cabeza ante tan tonta
vanagloria y más que nunca quedó convencida de que su marido había perdido la
chaveta.
Entretanto, Wolfert seguía cavando, pero como
sus tierras eran extensas y en sus sueños no se indicaba ningún lugar preciso,
tenía que cavar al acaso, esta noche en un lugar, la próxima en otro. Se inició
el invierno antes de que hubiera podido explorar un décimo de sus tierras. El suelo helado era enormemente duro, y las
noches demasiado frías para trabajar con pico y pala. Tan pronto como llegó la
primavera y subió la temperatura ablandándose el suelo, Wolfert reinició sus
labores, con renovado celo. Como siempre, invertía el horario de trabajo. En
lugar de dedicarse a sus labores durante el día, plantando y trasplantando sus
coles, permanecía ocioso durante las horas de sol, hasta que la llegada de la
noche le impulsaba a reiniciar sus secretos trabajos. De esta manera continuó
cavando todas las noches, durante varias semanas y aun durante varios meses,
sin encontrar un ochavo. Cuanto más cavaba, mayor era su pobreza. Desaparecía
el rico suelo de sus tierras, reemplazado por la arena, la grava y las piedras,
que desenterraba buscando el tesoro, hasta que su propiedad parecía un desierto.
Mientras tanto, seguía el curso de las
estaciones. Los árboles florecieron y dieron fruto; volvieron las aves de paso
y se fueron otra vez.
Gradualmente, Wolfert despertó de un sueño de
riquezas. No había sembrado nada para el invierno. Éste fue largo y severo,
tanto que por primera vez la familia empezó a sentir estrechez. Poco a poco,
las ideas de Wolfert tomaron otro camino obligadas por la dura realidad.
Comprendió que podía llegar el momento en que él y los suyos pasarían realmente
necesidad. Se consideraba a sí mismo como uno de los más desdichados hombres de
la provincia, por no haber podido descubrir un tesoro tan cuantioso; después
que aquellos miles de libras habían escapado a sus investigaciones, era
sumamente duro ponerse a buscar chelines.
Su rostro expresaba una profunda
preocupación; recorría la ciudad con el aire de un hombre que anda buscando
dinero; iba con los ojos bajos, como si buscase dinero perdido en el suelo;
metía las manos en los bolsillos, como hacen los hombres que no tienen otra
cosa que poner en ellos. No podía pasar por el asilo de pobres de su ciudad
natal sin una mirada de arrepentimiento, como si se imaginase que había de ser
su futuro refugio. Lo extraño de su conducta y de sus maneras no dejó de
provocar muchos comen-tarios. Durante largo tiempo se sospechó que estuviera
loco, y todos tenían compasión de él; finalmente, se creyó que había perdido su
fortuna, y entonces todos se alejaban de él.
Los ricos burgers, amigos suyos de otros
tiempos, le recibían en la puerta de la calle, cuando iba a visitarlos, le
apretaban calurosa-mente la mano al partir y sacudían la cabeza cuando se
alejaba diciendo con expresión compasiva: «¡Pobre Wolfert!». Cuando le veían
venir por la calle se alejaban en dirección contraria. Hasta el barbero, el
zapatero remendón y el sastre de una calle cercana, tres de sus compañeros de
taberna, los más pobres pero los más alegres, le observaban con aquella
abundancia de simpatía que generalmente acompaña a la carencia de dinero; sin
duda, en caso de necesidad, el contenido de sus bolsillos hubiera estado a
disposición de Wolfert, sólo que se encontraban completamente vacíos.
Todos se apartaban de la casa de Wolfert,
como si la pobreza, lo mismo que la peste, fuera contagiosa; todos, excepto
Dirk Waldron, que seguía visitando, a hurtadillas, a la hija de Webber y cuyo
amor parecía recer a medida que desaparecían los medios de la elegida de su
corazón.
Pasaron muchos meses después de la visita de
Wolfert a la taberna. Un domingo de tarde, cuando se encontraba paseando solo,
reflexionando sobre sus necesidades y desilusiones, sus pasos se dirigieron
instintivamente en la dirección acostumbrada, y, cuando se despertó de sus
sueños, se encontró a la puerta de la taberna. Durante algún tiempo dudó en
entrar, pero ansiaba compañía, y ¿dónde puede un hombre arruinado encontrarla
mejor que en una taberna, donde no existe ningún ejemplo ni ningún consejo
sensato para sacarle de sus casillas?
Wolfert encontró a varios de los viejos
parroquianos sentados en su lugar habitual. Sólo faltaba el augusto Ramm Ra
pelye, que durante tantos años había ocupado el sitio de honor: el sillón de
cuero; se sentaba allí ahora un hombre completamente desconocido, que, sin
embargo, parecía sentirse a sus anchas en aquel lugar. Era más bien bajo, pero
ancho de espaldas y muy musculoso. Todo su cuerpo demostraba que tenía una
fuerza atlética. El color de su tez era obscuro y tostado por el sol; su nariz
estaba cruzada por una profunda cicatriz que parecía hecha por un cuchillo de
abordaje, herida que terminaba en el labio superior, mostrando parte de la
dentadura, lo que le hacía asemejarse a un perro de presa. Un mechón de pelo
blanco le daba un cierto parecido con un oso gris, hermoseando su rostro, al
que favorecía su misma expresión de dureza. Su traje tenía mucho del de un
marinero, aunque no faltaban detalles que demostraban que hacía tiempo residía
en tierra. Daba órdenes a todo el mundo con aire autoritario, y hablaba con una
voz enérgica; mandó varias veces al d...o al tabernero y sus criados, con
perfecta impunidad; prueba de ello es que se le servía con mayor obsequiosidad
que la que se hubiera demostrado nunca al mismo poderoso Ramm Rapelye.
Se despertó la curiosidad de Wolfert por
saber quién era aquel intruso que así usurpaba el cetro de este antiguo
dominio. Peechy Prauw le llevó a un rincón, donde, en voz baja, y tomando
muchas precauciones, le contó todo lo que sabía acerca de aquel hombre. Varios
meses antes, en una noche de tormenta, el tabernero y sus ayudantes se habían
despertado al oír unos gritos que parecían aullidos de lobo. Provenían de la
costa y finalmente aquellas buenas gentes entendieron que alguien gritaba. «iAh
de la casa!», como hubiera dicho: «iAh del barco!», en alta mar. El tabernero
salió corriendo con toda su gente. Al acercarse al lugar de donde provenían los
gritos, encontraron a aquel personaje de aspecto anfibio, sentado en un gran
cajón de madera, como los que usan los marineros. Nadie podía decir cómo había
llegado hasta allí: si había viajado en un bote o había venido flotando en su
baúl; de todas maneras, no parecía muy dispuesto a responder a lo que se le
preguntase; por otra parte, algo en su expresión y en sus maneras parecía
inducir a no hacerle ninguna pregunta. Baste decir que tomó posesión de un
cuarto de la taberna, hasta el cual arrastraron trabajosamente su pesado cajón.
Allí permanecía desde entonces, sin alejarse de ella o de sus cercanías, aunque
es cierto que algunas veces desaparecía por uno, dos y hasta tres días, sin
avisar previamente o dar ninguna explicación acerca de sus andanzas.
Parecía tener siempre dinero en abundancia,
aunque en general eran monedas extranjeras de muy raro dibujo; pagaba
regularmente sus gastos diarios, antes de ir a acostarse. Arregló su cuarto de
acuerdo con sus propios gustos, substituyendo la cama por una hamaca, como se
usa en los barcos, decorando los muros con herrumbradas pistolas y cuchillos de
abordaje de procedencia extranjera. Pasaba la mayor parte de su tiempo sentado
frente a la ventana de su habitación, que le permitía observar una gran parte
del brazo de mar; fumaba entonces una pipa corta de muy antiguo modelo,
teniendo a su lado un vaso de ron, y en la mano un anteojo de larga vista, con
el cual estudiaba toda embarcación que aparecía en aquellas aguas.
Todo esto hubiera pasado inadvertido, puesto
que en aquellos tiempos la provincia era el refugio de aventureros de toda
clase y origen, por lo que cualquier peculiaridad del vestido o de la conducta
no llamaba mayormente la atención. En muy poco tiempo, sin embargo, este
extraño lobo de mar, que de manera tan rara había encallado en tierra, empezó a
chocar contra las antiguas costumbres y los parroquianos de la taberna y a
entrometerse, de una manera dictatorial, en todos los asuntos de ella hasta que
finalmente llegó a dominarla por completo. Era inútil tratar de resistirse a su
autoridad. No era precisamente un buscapleitos, sino mandón y perentorio, como
alguien que está acostumbrado a ser el tirano del entre puente; todo lo que
decía y hacía tenía un aire de audacia diabólica, que inspiraba respeto a los
que le rodeaban.
Pronto redujo a silencio al oficial a media
paga, que había sido durante tanto tiempo el héroe indiscutido de la taberna;
los tranquilos burgers se quedaron con la boca abierta al ver cómo aquel
capitán, tan inflamable, se callaba rápidamente. Además, los relatos de aquel
hombre extraño eran para poner los pelos de punta a aquellas pacíficas gentes.
No había ninguna aventura de piratería o filibusterismo de los últimos veinte
años en la que él no pareciera estar perfectamente versado. Le divertía contar
las hazañas de los bucaneros en las Indias 0ccidentales y en la persecución del
correo español. ¡Cómo brillaban sus ojos al describir el ataque a un barco
cargado de oro, la desesperada lucha, costado a costado, el abordaje y el
apresamiento de los ricos galeones españoles! ¡Con qué satisfacción refería el
ataque a alguna rica colonia española, el saqueo de una iglesia o de un
convento! Uno se imaginaba estar oyendo a un goloso deleitarse con la
preparación de un sabroso pato para la fiesta de San Miguel cuando describía
cómo quemaron a un caballero español, para que indicase dónde ocultaba sus
riquezas; lo hacía con tal lujo de detalles que todos los ricos burgers
presentes se movían incómodos en sus asientos. Todo esto lo contaba con
infinita satisfacción, como si fuera una broma excelente, echando luego una
mirada tan maligna sobre el vecino más próximo, que el pobre hombre se echaba a
reír de puro asustado. Sin embargo, si alguien pretendía contradecirle en
alguna de sus historias, echaba en seguida rayos y centellas. Hasta su mismo
sombrero parecía adquirir una fiereza momentánea y enojarse ante aquella
oposición. «iPor todos los diablos!, ¿cómo ha de saberlo usted tan bien como
yo? Le digo a usted que fue como acabo de contarlo».
Agregaba en seguida una andanada de rayos y
centellas, mezclada con juramentos de marinero, tales que nunca se habían oído
entre aquellos pacíficos muros.
Los buenos burgers empezaron a entrever que él
conocía aquellas historias por algo más que por habérselas oído relatar a
otros. Día a día, sus sospechas acerca de aquel hombre se hacían más terribles.
El modo extraño cómo había llegado, lo raro de su conducta, el misterio que le
rodeaba, todo contribuía a que fuera incomprensible a sus ojos. Para ellos, era
un monstruo surgido de las profundidades marinas, medio hombre, medio pez: era
Behemoth, era Leviatán; en una palabra, no sabían quién era.
El espíritu dominador de este hijo de las
aguas pronto se hizo intolerable. No respetaba a nadie; contradecía, sin
vacilar un instante, a los más ricos burgers; se apoderó del sagrado sillón,
que desde tiempo inmemorial había sido el trono del ilustre Ramm Ra pelye;
llegó a tanto su audacia que
palmeó la espalda de este notable burger, se bebió un ron y le hizo una
guiñada, algo enteramente increíble. Desde aquel día, Ramm Ra pelye no apareció
más por la taberna, y siguieron su ejemplo varios de los más eminentes
parroquianos, demasiado ricos para permitir que se les contradijera o para que
tuvieran que reírse de las bromas de otro hombre.
El tabernero estaba desesperado, pero no
sabía cómo deshacerse de aquel monstruo marino y de su cajón, pues parecía que
ambos habían echado raíces en la taberna. Esto fue todo lo que Peechy Prauw
murmuró al oído de Wolfert, mientras le tiraba de los botones de la chaqueta,
después de haberse refugiado ambos en un rincón. Durante todo el tiempo que
duró su relato, miraba de cuando en cuando hacia la puerta, cuidando de que no
le oyera el terrible héroe de su historia.
Sin decir una palabra, Wolfert se sentó en un
rincón, profunda-mente impresionado por aquel desconocido, tan versado en la
historia de la piratería. Para él era un ejemplo de las revoluciones que
sacuden poderosos imperios observar cómo el venerable Ramm Ra pelye había sido
arrojado de su trono para ser sustituido por aquel rudo marinero, que todavía
olía a alquitrán y que desde su mismo asiento pretendía gobernar aquellos
pacíficos patriarcas, llenando los tranquilos muros con escándalos y
bravuconadas.
Aquella tarde el extranjero estaba más
comunicativo que de costumbre, y narró un cierto número de asombrosas historias
de piratería en alta mar.
Se detenía en ellas con particular
delectación, acentuando lo que había de espeluznante en los detalles, en
proporción al efecto que causaban en su pacífico auditorio. Dio una relación
detallada del apresamiento de un barco mercante español. La embarcación se
encontraba detenida por una calma tropical, frente a las costas de una isla,
que era uno de los refugios de los piratas.
Con sus anteojos de larga vista, los piratas
reconocieron desde la costa su carácter y sus fuerzas.
Esa misma noche, una tripulación escogida de
audaces aventu-reros se acercó al barco en una ballenera. Mientras la
embarcación permanecía inmóvil, con las velas semi plegadas, por la carencia de
viento, los piratas se acercaron en su bote, cuyos remos habían sido cubiertos
de paja, para que no se oyera ni ese ruido. Estaban muy cerca de la popa cuando
la guardia advirtió el peligro. Se dio la alarma; los piratas iniciaron el
ataque y subieron al barco, con la espada en la mano. La tripulación inició la
defensa, pero en gran confusión; algunos de sus miembros fueron muertos
inmediata-mente, otros fueron arrojados por la borda y se ahogaron, mientras
que el resto disputaba valientemente el terreno a los piratas. Se encontraban a
bordo, con sus esposas, tres caballeros españoles que ofrecieron la más
desesperada resistencia.
Mataron a muchos de los asaltantes, luchando
como demonios, pues los azuzaban los gritos de terror de sus esposas, que se
habían refugiado en la cámara. Uno de los caballeros era viejo: los piratas
dieron pronto cuenta de él. Los otros se defendían valientemente, aun cuando el
mismo capitán de los bucaneros se encontraba entre sus asaltantes. En aquel
momento se oyó un grito de triunfo en el puente: «iEl barco es nuestro!».
Uno de los caballeros españoles, al oír esto,
dejó caer al instante su espada y se entregó; el otro, un joven de ardiente temperamento,
recién casado, tiró una cuchillada a la cara del jefe de los piratas,
abriéndosela al medio.
El capitán de los filibusteros pudo todavía
gritar: «iNo hay cuartel!»
-¿Qué hicieron con los prisioneros? preguntó Peechy Prauw con curiosidad.
-Los arrojaron a todos por la borda contestó el extranjero.
Un silencio de muerte siguió a esta
respuesta. Peechy Prauw se apartó silenciosamente, como un hombre que
distraídamente ha pisado la cola de un león dormido. Los honrados burgers
observaron horrorizados la profunda cicatriz que cruzaba la cara del extranjero
y movieron un poco sus sillas para alejarse de él. Sin embargo, el marino
siguió fumando sin que se contrajera un músculo de su rostro, como si no
percibiera o no notara el desfavorable efecto que había producido en sus
oyentes.
El oficial a media paga fue el primero en
romper el silencio, pues se sentía continuamente tentado a contradecir, sin
ningún resultado positivo, a aquel tirano de los mares y reconquistar con ello
el perdido favor de sus antiguos compañeros. Intentó contrarrestar el efecto de
aquellos cuentos, que olían a pólvora, mediante otros igualmente tremebundos.
Como era costumbre en él, Kidd era su héroe, acerca del cual había recogido
muchas de las tradiciones que circulaban en la provincia. El marino había
mostrado siempre una cierta antipatía contra aquel guerrero tuerto. En esta
ocasión escuchó con impaciencia particular.
Estaba sentado, con las piernas cruzadas,
tamborileando con un pie en el suelo, y echaba, de cuando en cuando, una mirada
de basilisco a aquel guerrero hablador. Este, finalmente, dijo que Kidd había
subido por el río Hudson, con parte de su tripulación, para enterrar sus
tesoros.
-¡Que Kidd remontó el Hudson río arriba! estalló el marino, con un juramento terrible.
Kidd nunca hizo eso.
-Pues yo le digo a usted que sí -afirmó el
otro. Se dice que enterró una parte de sus tesoros en una planicie que da al
río y que todavía se llama El tesoro del Diablo.
-Eso lo dice usted -gruñó el marinero. Yo le
digo a usted que Kidd nunca subió por el Hudson. ¿Qué diablo sabe usted de Kidd
o de los lugares donde se ocultaba?
-¿Qué sé yo acerca de eso? -respondió
débilmente el oficial a media paga. ¡Vamos! Yo me encontraba en Londres cuando
fue juzgado y tuve el placer de ver cómo lo ajusticiaban.
-Entonces, señor, permítame que le diga que
usted vio colgar al mejor hombre que ha pisado la tierra.
-Y acercando su cara a la del oficial,
prosiguió: Más de una de esas ratas de tierra adentro que vieron cómo le
ahorcaban, hubiera hecho mejor papel que él bailando en el extremo de una
cuerda.
Así quedó reducido a silencio el oficial a
media paga, pero la indignación que se ocultaba en su pecho salía a relucir en
su único ojo, que ardía como una brasa. Peechy Prauw, que perdía toda oportunidad
de quedarse callado, hizo notar que ciertamente
el caballero extranjero tenía razón. Kidd
nunca enterró dinero en el Hudson, ni en
ninguna parte de la provincia, aunque muchos así lo aseguraban. Allí habían
enterrado tesoros Bradisch y otros bucaneros, algunos decían que en la bahía de
la Tortuga, otros en Long Island, y finalmente otros afirmaban que en
Hell-Gate. «Me acuerdo -prosiguió Peechy Prauw- de una aventura de Samuel, el
negro pescador, que le ocurrió
hace bastan-tes años y que muchos creen que tiene algo que ver con los
bucaneros. Como somos todos amigos aquí, se la contaré. Hace muchos años,
Samuel volvía una noche de pescar en Hell-Gate...»
Antes de que pudiera proseguir, el
desconocido le interrumpió mediante un movimiento repentino, golpeando con su
puño de hierro sobre la mesa, con una fuerza tranquila, que hizo cimbrar a las
mismas tablas del mueble, y gritó, con la rabia de un oso enfurecido, moviendo
la cabeza:
-Señor vecino: ¡váyase usted al diablo! Será
mejor que deje usted tranquilos a los bucaneros y sus tesoros. No son para que
los busquen los vejestorios. Los filibusteros lucharon duramente para conseguir
su dinero, dieron el cuerpo y el alma por él; en cualquier parte que esté
enterrado, créamelo usted, sólo quien tenga pacto con el demonio podrá
conseguirlo.
A esta explosión repentina sucedió un
silencio sepulcral en todo el cuarto; Peechy Prauw se reconcentró en sí mismo y
hasta el oficial tuerto palideció. Wolfert, que había escuchado con mucho
interés desde su rincón toda esta conversación acerca de tesoros enterrados,
observaba con una mezcla de terror y reverencia al viejo bucanero, pues
sospechaba que lo era. En todas las historias acerca del correo español había
un cierto retintín de monedas, de oro, que daba valor a cada una de las
palabras pronunciadas. Wolfert hubiera dado cualquier cosa por examinar el
cajón del marinero, que él imaginaba lleno de cálices de oro, de crucifijos y
de talegas hinchadas de doblones.
El silencio sepulcral que había seguido a las
palabras del marinero fue interrumpido por éste mismo, quien sacó de su
bolsillo un reloj prodigioso, de diseño curioso y antiguo, que para Wolfert era
decididamente de origen español. Al tocar un resorte dio las diez; el marinero
pidió su cuenta, la pagó con monedas extranjeras, bebió el resto que quedaba en
su vaso y, sin despedirse de nadie, salió del cuarto, hablando solo, mientras
subía pesada-mente las escaleras.
Pasó algún tiempo antes de que las personas
allí reunidas pudieran reponerse de la sorpresa en que habían caído. Hasta los
mismos pasos del desconocido, que recorría a grandes zancadas su cuarto, y se
oían en el salón de la taberna, inspiraban terror. Sin embargo, el tema era
demasiado interesante para abandonarlo en seguida. Mientras charlaban no se habían
dado cuenta de la proximidad de una tormenta que ahora se descargaba y que
impedía que ninguno se fuera a casa hasta que cesara. Se acercaron mutuamente y
pidieron a Peechy Prauw que continuara su relato interrumpido tan
descortésmente. Éste accedió fácilmente, contándolo sin embargo en un tono muy
bajo, inaudible a veces por el fragor del trueno; a menudo se detenía para escuchar con visible terror
los pesados pasos del desconocido. He aquí, poco más o menos, lo que contó:
1.025. Irving (Washington) - 058
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