El pueblo español tiene pasión
oriental por contar cuentos; es por todo extremo amante de lo maravilloso.
Reunidos en el atrio o umbral de la puerta de la casa en las noches del estío,
o alrededor de las grandes y soberbias campanas de las chimeneas de las
ventanas en el invierno, escuchan con insaciable delicia las leyendas
milagrosas de santos, las peligrosas aventuras de viajeros y las temerarias
empresas de bandoleros y contrabandistas. El salvaje y solitario aspecto del
país, la imperfecta difusión de la enseñanza, la escasez de asuntos generales
de conversación y la vida novelesca y aventurera de un país en que los viajes
se hacen como en los tiempos primitivos, y a que produzca una fuerte impresión
lo extravagante e inverosímil. No hay, en verdad, ningún tema más persistente y
popular que el de los tesoros enterrados por los moros, y que esté tan
arraigado en todas las comarcas. Atravesando las agrestes sierras, teatro de
antiguas acciones de guerra y hechos notables, se ven moriscas atalayas
levantadas sobre peñascos o dominando algún pueblecillo; y, si preguntáis a
vuestro arriero lo que allí pasó, dejará en el acto de chupar su cigarrillo
para contaros alguna conseja de tesoros moriscos enterrados bajo sus cimientos,
y no habrá ningún ruinoso alcázar en cualquier ciudad que no tenga una áurea
tradición, transmitida generación tras generación por la gente pobre de la
vecindad.
Éstas, lo mismo que la mayor parte
de las ficciones populares, tienen algún fundamento histórico. Durante las
guerras entre moros y cristianos, que asolaron este país por espacio de algunos
siglos, las ciudades y los castillos estaban expuestos a cambiar repentinamente
de dueño, y sus habitantes, mientras duraban los bloqueos y los asaltos, se
veían precisados a esconder su dinero y sus alhajas en las entrañas de la
tierra, a ocultarlo en las bóvedas y pozos, tal como se hace hoy día en los
despóticos y bárbaros países de oriente. Cuando la expulsión de los moriscos,
muchos de ellos escondieron también sus más preciosos objetos, creyendo que su
destierro sería solamente temporal y que ellos volverían y recuperarían sus
tesoros en el porvenir. Se ha descubierto casualmente algún que otro dinero,
después de pasados algunos siglos, entre las ruinas de fortalezas y casas
moriscas, habiendo bastado unos cuantos hechos aislados de esta clase para dar
pie a un sinnúmero de narraciones fabulosas sobre tesoros ocultos.
Las historias que de aquí brotan
tienen generalmente cierto tinte oriental, y participan de esa mezcla de árabe
y cristiano que parece característico en las cosas de España, especialmente en
las provincias del Mediodía.
Las riquezas escondidas han de
estar casi siempre bajo la influencia mágica, o guardadas por encantamientos y
talismanes, y, algunas veces, defendidas por horribles monstruos o fieros
dragones, o bien por moros encantados que se hallan maravillosamente vestidos
con sus férreas armaduras y desnudas las espadas, pero inmóviles como estatuas
y haciendo una desvelada guardia durante muchos siglos.
La Alhambra, por sus especiales
circunstancias históricas, es un rico manantial de ficciones populares de este
género, y han contribuido a aumentarlo las mil reliquias que se han
desenterrado de vez en cuando. Cierta vez se encontró un gran jarrón de barro
que contenía monedas moriscas y el esqueleto de un gallo, lo cual -según la
opinión de algunos inteligentes que lo vieron-debió ser enterrado vivo. Otra
vez se descubrió otro jarrón que contenía un gran escarabajo de arcilla cocida,
cubierto con inscripciones arábigas, y del cual se dijo que era un prodigioso
amuleto de ocultas virtudes. De esta manera los cerebros de la escuálida
muchedumbre moradora de la Alhambra se dieron a tejer ilusiones con tal
fecundidad, que no hay salón, torre o bóveda en la vieja fortaleza que no se
haya hecho el teatro de alguna tradición maravillosa.
Sin duda, el lector -con la lectura
de las anteriores páginas- se nos habrá familiarizado con los sitios de la
Alhambra, por lo cual me ocuparé ya con preferencia, en adelante, de las
maravillosas leyendas relacionadas con ella, y a las cuales he dado forma
cuidadosamente, sacándolas de los varios apuntes y notas que recogí en el
transcurso de mis excursiones, del mismo modo que el anticuario forma un ordenado
documento histórico sobre unas cuantas letras casi borradas y no inteligibles.
Si el escrupuloso lector encuentra
algo que lastime su credulidad, sea indulgente recordando la naturaleza
especial de aquellos sitios, pues no cabe que sean exigidas allí las leyes de
la proba-bilidad que rigen las cosas comunes de la vida, debiendo sólo tenerse
en cuenta que la mayor parte de los sucesos ocurren en los salones de un
palacio encantado; que todo sucede y pasa sobre un suelo fantástico.
1.025. Irving (Washington) - 000
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