A la señora
Marquesa de L...[1]
Hay gente cuyo espíritu,
estirado bajo una frente siempre fruncida, no sufre ni aprueba ni estima más
que lo que es pomposo y sublime; en mi opinión, me atrevo a sostener que al
espíritu, incluso más selecto, pueden gustarle hasta las marionetas; y que hay
tiempos y lugares en que lo grave y lo serio no valen ni un comino. ¿Por qué
admirarse de que la razón más cuerda, con frecuencia cansada de velar, halle
gusto en dormitar, mecida ingeniosamente por los cuentos de ogros y de hadas?
Sin temor a que me tachen
de emplear mal mi recreo, voy a complacer vuestros justos deseos y voy a
contaros la historia entera de Piel de Asno.
Erase una vez un Rey, el
más notable del mundo, amable en paz, terrible en la guerra; sólo, en fin,
comparable a sí mismo; sus vecinos le temían, sus estados estaban sosegados, y
por todas partes se veían florecer, a la sombra de sus palmeras, las virtudes
y las Bellas Artes.
Su adorada mitad y fiel
compañera era tan bella y tan encantadora, tenía un carácter tan dulce y tan
acomodado, que el Rey con ella no se sentía tan dichoso de ser Rey como de ser
su esposo. De su tierno y casto himeneo, pleno de dulzura y concordia,
tuvieron solamente una hija, pero tan virtuosa que se consolaron con facilidad
de no tener una familia más numerosa.
En su vasto y rico
Palacio todo era magnificencia, por doquier hervía de abundancia de cortesanos
y de criados; en su cuadra tenía caballos grandes y pequeños, de todas razas,
cubiertos con hermosas gualdrapas, rígidas de oro y de bordados, pero lo que
más sorprendía a todo el mundo al entrar era que, en el lugar más aparente,
Maese Asno ostentaba sus dos largas orejas; esta injusticia quizá os
sorprenda, pero en cuanto conozcáis sus virtudes sin igual os daréis cuenta de
que el honor no era demasiado grande.
Tan limpio le formó la Naturaleza que, en
lugar de boñigas, al despertarse soltaba escudos y luises, de manera que todas
las mañanas los recogían en el lecho dorado donde dormía.
Pero el Cielo, que a
veces se cansa de contentar a los hombres, y que siempre suele mezclar alguna
desgracia a sus dones, permitió que una enfermedad rabiosa atacase a la Reina , acabando con ella.
Por todas partes se buscaron remedios, pero ni toda la Facultad que estudia el
griego, ni los charlatanes que hay de moda, pudieron detener el incendio que la
fiebre encendía y aumentaba cada vez más.
Cuando, al fin, llegó su
última hora, ella le dijo a su esposo, el Rey:
-No me toméis a mal antes
de que me muera que os exija una cosa, y es que cuando sintáis deseos de
casaros cuando yo ya no exista...
-¡Ah! -dijo el Rey.
Perded todo cuidado, no volveré a pensar en casarme en toda mi vida.
-Así lo espero. Tomo como
testimonio vuestro amor vehemente; pero, para estar más segura, deseo que me lo
juréis, aunque con la excepción de que si hallaseis una dama más bella, mejor
hecha y superior a mí, podríais libremente prometeros y casaros con ella.
Tenía tal confianza en su
belleza que una promesa semejante le parecía como un juramento -logrado con
destreza- de que jamás se casaría. El Príncipe le juró, con los ojos bañados
en lágrimas, todo lo que la
Reina quiso; la
Reina murió entre sus brazos, y jamás marido lloró ni gimió
tanto. Al oírle sollozar noche y día, juzgaron que ya no duraría mucho el
duelo por el amor difunto, pues parecía un hombre apresurado que quiere
terminar con el asunto.
Y no se equivocaron. Al
cabo de unos meses, el Rey quiso casarse y empezó a preparar la elección; pero
no era cosa fácil, tenía que guardar su juramento y que la nueva esposa fuera
más atractiva y más bella que la que habían llevado hacía poco al mausoleo.
Ni la Corte , fértil en bellezas;
ni el campo, ni la villa, ni los Reinos vecinos que fueron a recorrer, pudieron
proporcionar otra como ella; la
Infanta sola era más bella y tenía un tierno encanto que no
poseía la difunta.
El mismo Rey cayó en la
cuenta y, ardiendo en un amor extremo, empezó a pensar locamente que, por esta
razón, tenía que casarse con ella.
Llegó a encontrar,
incluso, un casuista que juzgó que el caso se podía proponer. Pero la joven
Princesa, triste al oír hablar de un tal amor, se lamentaba y lloraba día y
noche.
Con el alma abrumada por
las penas fuese en busca de su Madrina, que vivía retirada en una cueva
adornada de nácar y coral; era un Hada admirable que nunca tuvo rival en su
arte. Supongo que no será necesario que os diga lo que era un hada en aquellos
tiempos dichosos. Estoy seguro que vuestra aya os lo habrá dicho en vuestros años
infantiles.
-Ya sé -dijo ella, al ver
a la Princesa-
por qué habéis venido aquí. Ya conozco la profunda tristeza de vuestro corazón.
Pero, estando yo aquí, no tengáis cuidado. Nada podrá dañaros si os dejáis
guiar de mis consejos; es verdad que vuestro padre quiere desposaros; escuchar
sus locas pretensiones sería una gran falta, pero, sin contradecirle, se le
puede rechazar.
Decidle que antes de que
vuestro corazón se rinda a su amor tiene que daros, para contentaros, un
vestido que sea del color del tiempo. No obstante su poder y toda su riqueza,
por más que los cielos favorezcan sus anhelos, jamás podrá cumplir esta
promesa.
Enseguida la Princesa marchó
rápidamente a decírselo a su padre enamorado, que en aquel mismo instante dio
este aviso a los sastres más importantes, advirtiéndoles que si no le hacían,
sin tardar demasiado, un vestido del color del tiempo, los haría colgar a
todos.
Cuando apenas despuntaba
el segundo día, le trajeron el vestido deseado; el azul más bello del empíreo
cuando está ceñido de grandes nubes de oro, no lo es más que aquel color más
azulado.
-Princesa -le dijo su
Madrina al oído, pedidle otro vestido que sea más brillante y menos corriente
que el color de la Luna ,
y no podrá dároslo.
Apenas la Princesa se lo pidió que
el Rey dijo a su bordador:
-Que el astro de la noche
no tenga más resplandor, y que dentro de cuatro días me lo traigan aquí sin
falta.
La rica vestidura estuvo
hecha el día indicado, tal como el Rey lo había explicado. Cuando la noche
desplegó sus velos en lo alto de los cielos, la luna con su manto plateado se
muestra menos regia e imponente, aunque su claridad más viva en su curso diligente
hace palidecer a las estrellas.
El Príncipe, que la amaba
con amor sin igual, hizo venir a un rico lapidario y le encargó que hiciera un
tisú recamado de oro y de brillantes, diciendo que si no le dejaba satisfecho
le haría morir en medio de los mayores tormentos.
El Príncipe no tuvo que
hacer nada, pues antes de que pasasen siete días le trajo su obra preciosa, tan
bella, tan radiante, tan hermosa que el rubio amante de Climene no deslumbra
los ojos cuando pasea en su carro de oro la bóveda celeste.
La Infanta, a quien dejan
confusa estos dones, no sabe qué razones responder a su padre, el Rey. Al
punto, su Madrina le coge de la mano y le dice al oído:
-No hay que desanimarse,
vamos por buen camino. ¿Es, acaso, alguna maravilla todos esos dones que
recibís si tiene al asno que continuamente le llena de escudos su bolsa?
Pedidle la piel de ese raro animal y, como es su única fuente de recursos, o
mucho me equivoco, o no os lo podrá dar.
Esta Hada era muy sabia,
y, sin embargo, ignoraba que el amor violento, con tal de que le contenten, no
da importancia a la plata ni al oro; la Infanta recibió al punto, galantemente, la piel
que había solicitado. Pero cuando la llevaron la piel se asustó, sintió gran
horror y empezó a llorar amargamente. Su Madrina acudió y la hizo ver que
cuando se obra bien no hay nada que temer, y que convenía hacer creer al Rey
que estaba completamente preparada a someterse a la ley conyugal, aunque en el
mismo momento, sola y bien disfrazada, era necesario que se marchara hacia
algún país lejano para evitar un mal tan cierto y tan próximo.
-He aquí -prosiguió ella-
un gran cofre donde meteremos todos vuestros trajes, el tocador, el espejo,
vuestros diamantes y vuestros rubíes. Además, os doy mi varita, y siempre que
la tengáis en la mano, el cofre, escondido bajo tierra, siempre seguirá
vuestro camino, y cuando queráis abrirlo, apenas mi varita toque la tierra,
aparecerá ante vuestros ojos.
Para volveros
irreconocible, la piel de asno es un disfraz perfecto. Ocultaos bien bajo esta
piel, que nadie creerá que bajo esta piel horrible se oculte nada bello.
No hay casa, ni camino,
ni sendero que no recorran prontamente, pero todo es en vano, pues no hay modo
de saber qué ha sido de ella.
Una negra y triste
melancolía se extiende por doquier; se acabaron las bodas y el festín y la
tarta y los confites; las damas de la
Corte , desanimadas, apenas si probaron algún plato, pero el
más triste fue el cura, pues tuvo que desayunar muy tarde y, encima, se quedó
sin sus regalos.
Entretanto, la Infanta proseguía su
camino, cubierto el rostro de fea porquería; tendía la mano a todos los
pasajeros, e intentaba, para ponerse a servir, encontrar un empleo de criada.
Pero hasta los menos delicados y hasta los más desgraciados, al verla tan
repugnante y tan llena de basura, no querían escuchar ni acoger a una criatura
tan sucia.
Andando, andando, marchó
lejos, lejos, muy lejos, hasta que, finalmente, llegó a una alquería en donde
la granjera necesitaba una fregona que la lavara las bayetas y le limpiera el
dornajo de los cerdos.
La puso en un rincón, al
fondo de la cocina, en donde los criados, canalla insolente, no hacían más que
mortificarla, contradecirla y ridiculizarla; hartos de hacerla faenas, estaban
siempre acosándola; era el blanco ordinario de todas sus bromas y de todas sus
agudezas.
Los domingos tenía un
poco de descanso, pues acababa temprano su faena. Se metía en el cuarto, se
cerraba bien y, entonces, se limpiaba la basura; abría luego el cofre, armaba
el tocador y colocaba encima sus tarritos; contenta y satisfecha, se ponía el
vestido de luna, delante del espejo, o aquel en que resplandecía el fuego del
sol, o el bello vestido azul que no podía igualar al azul del cielo; y sólo sentía
pena al ver que no podía desplegar, en aquel pequeño suelo, su larga cola. A
ella le gustaba ver se joven, rosada y blanca, y cien veces más elegante que
cualquiera otra; ese dulce placer le susten-taba hasta el otro domingo.
He olvidado decir en este
cuento que en esta gran alquería estaba un gran corral de un Rey muy poderoso
y magnífico, donde había gallinas de Berbería, cormoranes, pintadas,
gallarones, rascones, almizclados, ansarones y mil pájaros exóticos y raros,
que, diferentes todos ellos, llenaban enteramente más de diez corralones.
El hijo del Rey, siempre
que venía de cazar, iba con frecuencia a aquella encantadora residencia, para
reposar, beber agua con los nobles de su Corte. No fue Céfalo de belleza tal;
era su porte noble y su aspecto marcial, propio para espantar con su presencia
a los más fieros batallones. Piel de Asno, desde lejos, lo contempló con
ternura y se dio cuenta de que, por tal osadía, todavía latía un corazón de
Princesa debajo de sus harapos.
-¡Qué noble, aunque
parece descuidado; qué amable -decía ella- y cuán feliz debe de ser la bella a
quien haya entregado su corazón! Si él me honrase con un traje de nada, el más
humilde de los atavíos, me consideraría más engalanada que con todos los que
tengo.
Un día en que el joven
Príncipe vagaba a la ventura, de corral en corral, atravesó un camino oscuro
en donde se encontraba la humilde morada de Piel de Asno. Por puro azar, miró
por el ojo de la cerradura y, como aquel día era fiesta, estaba ella ricamente
vestida y llevaba los soberbios vestidos, tejidos de oro fino y de grandes
diamantes que podían igualar la claridad más pura del sol.
El Príncipe la contempla
a sus anchas y siente un placer tan grande que apenas si puede contener el
aliento; aunque es muy bello su vestido, le emociona más ver la hermosura del
rostro, su óvalo perfecto, su blancura, sus finos rasgos, su juvenil frescura
y, con todo, la nobleza de su aspecto, y, aún más, su recato y modesto pudor
son testimonio de las bellezas de su alma, que se apodera de su corazón.
Dominado por los
transportes de su ardor, tres veces pensó derribar la puerta, pero creyendo
verse ante una diosa, tres veces su brazo se detiene. Pensativo, se retira al
Palacio y, allí, de día y de noche suspira; no quiere ir más al baile, a pesar
de ser Carnaval. Odia la caza y detesta la comedia, ya no tiene apetito, todo
le sienta mal, y, en el fondo, su enfermedad consiste en una languidez triste y
mortal.
Indaga para saber quién
sea esa Ninfa admirable que vive en un corral, al fondo de una espantosa
galería, donde no se ve ni gota en pleno día.
-Es Piel de Asno -le
dicen, y no es una Ninfa bella. La llaman Piel de Asno a causa de la piel con que se
cubre; es el mejor remedio contra el amor, pues es la bestia más fea que pueda
verse después del lobo.
Por más que le digan, él
no puede creer que el rostro, cuyos rasgos el amor siempre le tiene presente a
su memoria, pueda ser borrado.
Mientras, la Reina Madre , que no
tiene más que este hijo, llora y se desespera; y le insta, en vano, para que le
diga su mal. El gime, llora y suspira; no dice nada, a no ser que exprese sus
deseos de que Piel de Asno le haga un pastel. La Madre no entiende lo que
quiere decir su hijo.
-¡Oh, Cielos! -le dicen.
Señora, esta Piel de Asno es más negra que un topo, más puerca y más fea que el
marmitón más sucio.
-No importa -dice la
Reina; hay que satisfacerle, y únicamente debemos pensar en esto.
Tanto le quería esta
madre que le habría dado oro a comer, si lo hubiera querido.
Entonces, Piel de Asno
coge la harina que había hecho cerner expresamente para tener la masa más fina,
mantequilla, sal, huevos frescos y, para hacer a gusto su pastel, se encierra
sola en su cuartucho.
Primero empezó por
lavarse las manos, los brazos y el rostro; luego se vistió un corpiño de plata
que abrochó con presteza para hacer su trabajo dignamente, que empezó en aquel
mismo instante.
Dicen que al trabajar tan
apresuradamente se le salió del dedo, por casualidad, uno de sus anillos más
caros, pero los que conocen el final de esta historia aseguran que lo hizo a
propósito, y yo, francamente, me lo creo, porque estoy convencido de que
cuando el Príncipe miraba por el agujero de su puerta ella se dio cuenta, ya
que las mujeres en este sentido son muy duchas y su ojo es tan atento que no
hay modo de verlas un momento sin que ellas sepan que las han mirado. Estoy
completamente seguro, y lo juraría, que ella no dudó ni un momento que su
joven amante vería la sortija con agrado.
Nunca se hizo un pastel
tan delicioso, y el Príncipe lo encontró tan rico que no faltó nada para que,
en su hambre glotona, se tragara también el anillo. Cuando vio la admirable
esmeralda y el estrecho aro de oro que mostraba la forma del dedo, su corazón
experimentó una alegría increíble; al instante lo guardó bajo su almohada, y
como su mal iba en aumento, los médicos expertos, al verle adelgazar de día en
día, dictaminaron por su magna ciencia que tenía mal de amores.
Como el himeneo, por
mucho que se hable mal de él, es un remedio exquisito para esta enfermedad,
decidieron casarlo, y, aunque se hizo de rogar, al fin dijo:
-Está bien, accedo, con
tal de que me den en matrimonio a la persona a la que le vaya bien este
anillo.
Ante esta petición tan
extraña, la sorpresa del Rey y de la
Reina fue muy grande, pero el Príncipe estaba tan mal que
nadie se atrevió a decirle que no.
Vedlos cómo se ponen a
buscar, sin mirar nobleza de sangre ni linaje, a la que aquel anillo iba a
colocar en tal alto rango; no hay nadie que no se prepare a presentar el dedo,
ni que quiera ceder su derecho.
Habiéndose corrido la
especie de que hace falta un dedo muy delgado para pretender al Príncipe,
cualquier charlatán, para tener buena acogida, dice que posee el secreto de
adelgazar el dedo; una, siguiendo su extraño capricho, lo raspa como si fuera
un nabo; otra corta un trocito; otra se lo machaca, creyendo que lo puede hacer
disminuir, y otra, creyendo hacerlo más pequeño, lo mete en cierta agua que le
hace caer la piel; no queda, en fin, maniobra que alguna dama no realice para
conseguir que su dedo quepa en el anillo.
La prueba comenzó por las
jóvenes Princesas, luego por las Marquesas y por las Duquesas, pero sus dedos,
aunque delicados, eran muy gruesos y no entraban. Las Condesas y las Baronesas
y todas las damas nobles, todas presentaron una a una su mano, aunque fue
inútil.
Enseguida llegaron las
grisetas, que tienen dedos muy bonitos y bien hechos, pues las hay muy bellas,
y a veces parecía que el anillo iba a ajustarse, pero la sortija siempre
resultaba muy pequeña o muy grande y, por igual, rechazaba a todo el mundo.
Fue preciso hacer venir a
las sirvientas y a las cocineras, a las criaditas, a las lavanderas; en una palabra,
a toda la flor y nata de lo pueblerino, cuyas manazas negras y encarnadas
esperaban también un feliz destino. Se presentaron una infinidad de chicas
cuyos dedos gruesos y abultados habían pasado tan mal como un cable a través del
ojo de una aguja.
Se creyó que, por fin, la
prueba terminaba, porque, en efecto, sólo quedaba la pobre Piel de Asno en el
fondo de la cocina.
-Pero, ¿cómo hay quien
crea -decían- que el Cielo la destine a reinar?
El Príncipe dijo:
-¿Y por qué no? Que la
hagan venir.
Todos se echaron a reír,
y dicen a voces:
-¿Qué significa esto? ¿Es
que va a entrar en esta sala esa mona infecta?
Pero cuando sacó de
debajo de la piel negra una manita que parecía de marfil, un poco coloreada de
púrpura, y cuando la sortija fatal con gran justeza hubo rodeado su pequeño
dedo, toda la Corte
quedó tan sorprendida que no es para contado.
En medio de este súbito
transporte, la llevaron al Rey, pero ella suplicó que antes de llevarla ante su
Señor y su Dueño, que la dejaran tiempo para cambiarse de vestido. Del que
llevaba, a decir verdad, toda la concurrencia se reía, pero en cuanto llegó a la Residencia Real y
atravesó las salas con sus pomposas vestiduras, cuya magnificencia nadie
igualaba, y con sus rubios cabellos sembrados de diamantes, que despedían mil
rayos sólo comparables a los de sus grandes ojos azules, dulces y rasgados,
que, plenos de orgullosa majestad, jamás miraban sin herir y agradar, y con su
cintura, tan menuda y fina que se podía abarcar con las dos manos, y mostró su
atractivo y su gracia divina, las damas de la Corte , con todos sus adornos, perdieron todo su
incentivo.
En medio del ruido y del
alborozo de toda la Asamblea ,
el buen Rey no cabía en sí de gozo, viendo los atractivos de su nuera; ja
Reina estaba entusiasmada, y el Príncipe, su caro amante, inundada el alma de
júbilo, sucumbía bajo el peso de su arrobamiento.
Enseguida cada cual tomó
sus medidas para prepararse al himeneo; el Monarca invitó a todos los Reyes de
los alrededores, que, brillantemente engalanados, dejaron sus. Estados para
asistir a este día tan notable. Se les veía llegar de los climas del sol
naciente, montados sobre grandes elefantes; también vinieron de la costa mora,
que, al ser más negros y más feos, asustaban a los niños pequeños; en fin,
vinieron de todos los rincones del mundo hasta que toda la Corte quedó rebosando.
Pero ningún Príncipe,
ningún potentado apareció con mayor esplendor que el padre de la novia, que,
enamorado de ella en otro tiempo, ahora su alma estaba purificada por el fuego
que le había abrasado. Al fin, había desterrado todo deseo criminal, y lo poco
que quedaba de la llama odiosa aumentaba su cariño paternal. Cuando la vio,
dijo llorando de alegría:
-¡Alabado sea el Cielo,
que permite que te vea otra vez, hija mía!
Y corrió, al instante,
para abrazarla tiernamente. Todos se interesaron por su ventura, y el futuro
esposo se alegró mucho al saber que iba a ser el yerno de un Rey tan poderoso.
En aquel momento llegó la Madrina , que contó toda la
historia y acabó, con su cuento, de colmar la gloria de Piel de Asno.
No resultará difícil
comprender que el objetivo de este cuento es que los niños lleguen a aprender
que es mejor exponerse al más rudo sufrimiento antes que faltar a su deber; que
la virtud puede ser desgraciada, pero al final siempre merece la palma.
Que contra un loco amor y
sus transportes fogosos la razón más fuerte es un débil dique, y que no
existen tesoros tan valiosos de los que un amante no sea pródigo; que no existe
una joven criatura que no pueda mantenerse con agua clara y con pan de centeno
si tiene buenos vestidos; que no hay doncella debajo del Cielo que no se crea
bella y que no piense todavía que de estar en el célebre juicio de aquellas
tres beldades, rivalizando con ellas, habría ganado la manzana de oro.
El cuento de Piel de Asno
es difícil de creer, pero mientras existan en el mundo niños, madres y abuelos,
su recuerdo siempre quedará en la memoria.
1.026. Perrault (Charles) - 074
[1] La Marquesa de Lambert, Anne Thérese de Marguenat de Courcelles (1647-1733) que
tenía un salón literario, y escribió diversos libros para los jóvenes.
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