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viernes, 26 de diciembre de 2014

Piel de asno .074

A la señora Marquesa de L...[1]

Hay gente cuyo espíritu, estirado bajo una frente siempre fruncida, no sufre ni aprueba ni estima más que lo que es pomposo y sublime; en mi opinión, me atrevo a sostener que al espíritu, incluso más selecto, pueden gustarle hasta las marionetas; y que hay tiempos y lugares en que lo grave y lo serio no valen ni un comino. ¿Por qué admirarse de que la razón más cuerda, con frecuencia cansada de velar, halle gusto en dormitar, mecida ingeniosamente por los cuentos de ogros y de hadas?
Sin temor a que me tachen de emplear mal mi recreo, voy a complacer vuestros justos deseos y voy a contaros la historia entera de Piel de Asno.

Erase una vez un Rey, el más notable del mundo, amable en paz, terrible en la guerra; sólo, en fin, comparable a sí mismo; sus vecinos le temían, sus estados estaban sosegados, y por todas partes se veían florecer, a la sombra de sus palmeras, las vir­tudes y las Bellas Artes.
Su adorada mitad y fiel compañera era tan bella y tan encantadora, tenía un carácter tan dulce y tan acomodado, que el Rey con ella no se sentía tan di­choso de ser Rey como de ser su esposo. De su tier­no y casto himeneo, pleno de dulzura y concordia, tuvieron solamente una hija, pero tan virtuosa que se consolaron con facilidad de no tener una familia más numerosa.
En su vasto y rico Palacio todo era magnificencia, por doquier hervía de abundancia de cortesanos y de criados; en su cuadra tenía caballos grandes y pequeños, de todas razas, cubiertos con hermosas gualdrapas, rígidas de oro y de bordados, pero lo que más sorprendía a todo el mundo al entrar era que, en el lugar más aparente, Maese Asno ostenta­ba sus dos largas orejas; esta injusticia quizá os sorprenda, pero en cuanto conozcáis sus virtudes sin igual os daréis cuenta de que el honor no era dema­siado grande.
Tan limpio le formó la Naturaleza que, en lugar de boñigas, al despertarse soltaba escudos y luises, de manera que todas las mañanas los recogían en el lecho dorado donde dormía.
Pero el Cielo, que a veces se cansa de contentar a los hombres, y que siempre suele mezclar alguna desgracia a sus dones, permitió que una enferme­dad rabiosa atacase a la Reina, acabando con ella. Por todas partes se buscaron remedios, pero ni toda la Facultad que estudia el griego, ni los charlatanes que hay de moda, pudieron detener el incendio que la fiebre encendía y aumentaba cada vez más.
Cuando, al fin, llegó su última hora, ella le dijo a su esposo, el Rey:
-No me toméis a mal antes de que me muera que os exija una cosa, y es que cuando sintáis de­seos de casaros cuando yo ya no exista...
-¡Ah! -dijo el Rey. Perded todo cuidado, no volveré a pensar en casarme en toda mi vida.
La Reina repuso:
-Así lo espero. Tomo como testimonio vuestro amor vehemente; pero, para estar más segura, deseo que me lo juréis, aunque con la excepción de que si hallaseis una dama más bella, mejor hecha y su­perior a mí, podríais libremente prometeros y casa­ros con ella.
Tenía tal confianza en su belleza que una prome­sa semejante le parecía como un juramento -logra­do con destreza- de que jamás se casaría. El Prín­cipe le juró, con los ojos bañados en lágrimas, todo lo que la Reina quiso; la Reina murió entre sus brazos, y jamás marido lloró ni gimió tanto. Al oír­le sollozar noche y día, juzgaron que ya no duraría mucho el duelo por el amor difunto, pues parecía un hombre apresurado que quiere terminar con el asunto.
Y no se equivocaron. Al cabo de unos meses, el Rey quiso casarse y empezó a preparar la elección; pero no era cosa fácil, tenía que guardar su jura­mento y que la nueva esposa fuera más atractiva y más bella que la que habían llevado hacía poco al mausoleo.
Ni la Corte, fértil en bellezas; ni el campo, ni la villa, ni los Reinos vecinos que fueron a recorrer, pudieron proporcionar otra como ella; la Infanta sola era más bella y tenía un tierno encanto que no poseía la difunta.
El mismo Rey cayó en la cuenta y, ardiendo en un amor extremo, empezó a pensar locamente que, por esta razón, tenía que casarse con ella.
Llegó a encontrar, incluso, un casuista que juzgó que el caso se podía proponer. Pero la joven Prin­cesa, triste al oír hablar de un tal amor, se lamen­taba y lloraba día y noche.
Con el alma abrumada por las penas fuese en busca de su Madrina, que vivía retirada en una cue­va adornada de nácar y coral; era un Hada admira­ble que nunca tuvo rival en su arte. Supongo que no será necesario que os diga lo que era un hada en aquellos tiempos dichosos. Estoy seguro que vues­tra aya os lo habrá dicho en vuestros años infan­tiles.
-Ya sé -dijo ella, al ver a la Princesa- por qué habéis venido aquí. Ya conozco la profunda tristeza de vuestro corazón. Pero, estando yo aquí, no ten­gáis cuidado. Nada podrá dañaros si os dejáis guiar de mis consejos; es verdad que vuestro padre quie­re desposaros; escuchar sus locas pretensiones sería una gran falta, pero, sin contradecirle, se le puede rechazar.
Decidle que antes de que vuestro corazón se rin­da a su amor tiene que daros, para contentaros, un vestido que sea del color del tiempo. No obstante su poder y toda su riqueza, por más que los cielos favorezcan sus anhelos, jamás podrá cumplir esta promesa.
Enseguida la Princesa marchó rápidamente a de­círselo a su padre enamorado, que en aquel mismo instante dio este aviso a los sastres más importan­tes, advirtiéndoles que si no le hacían, sin tardar demasiado, un vestido del color del tiempo, los ha­ría colgar a todos.
Cuando apenas despuntaba el segundo día, le tra­jeron el vestido deseado; el azul más bello del em­píreo cuando está ceñido de grandes nubes de oro, no lo es más que aquel color más azulado.
La Infanta, traspasada de alegría y de pesar, no sabe qué decir ni cómo librarse del compromiso.
-Princesa -le dijo su Madrina al oído, pedidle otro vestido que sea más brillante y menos corrien­te que el color de la Luna, y no podrá dároslo.
Apenas la Princesa se lo pidió que el Rey dijo a su bordador:
-Que el astro de la noche no tenga más resplan­dor, y que dentro de cuatro días me lo traigan aquí sin falta.
La rica vestidura estuvo hecha el día indicado, tal como el Rey lo había explicado. Cuando la noche desplegó sus velos en lo alto de los cielos, la luna con su manto plateado se muestra menos regia e imponente, aunque su claridad más viva en su curso diligente hace palidecer a las estrellas.
La Princesa, al ver aquel magnífico vestido, estu­vo a punto de dar su consentimiento, pero, aconse­jada por su Madrina, le dijo al Príncipe amante: -Ya no estaré contenta hasta que no posea un vestido más brillante y del color del sol.
El Príncipe, que la amaba con amor sin igual, hizo venir a un rico lapidario y le encargó que hiciera un tisú recamado de oro y de brillantes, diciendo que si no le dejaba satisfecho le haría morir en medio de los mayores tormentos.
El Príncipe no tuvo que hacer nada, pues antes de que pasasen siete días le trajo su obra preciosa, tan bella, tan radiante, tan hermosa que el rubio amante de Climene no deslumbra los ojos cuando pasea en su carro de oro la bóveda celeste.
La Infanta, a quien dejan confusa estos dones, no sabe qué razones responder a su padre, el Rey. Al punto, su Madrina le coge de la mano y le dice al oído:
-No hay que desanimarse, vamos por buen cami­no. ¿Es, acaso, alguna maravilla todos esos dones que recibís si tiene al asno que continuamente le llena de escudos su bolsa? Pedidle la piel de ese raro animal y, como es su única fuente de recursos, o mucho me equivoco, o no os lo podrá dar.
Esta Hada era muy sabia, y, sin embargo, ignora­ba que el amor violento, con tal de que le contenten, no da importancia a la plata ni al oro; la Infanta recibió al punto, galantemente, la piel que había so­licitado. Pero cuando la llevaron la piel se asustó, sintió gran horror y empezó a llorar amargamente. Su Madrina acudió y la hizo ver que cuando se obra bien no hay nada que temer, y que convenía hacer creer al Rey que estaba completamente preparada a someterse a la ley conyugal, aunque en el mismo momento, sola y bien disfrazada, era necesario que se marchara hacia algún país lejano para evitar un mal tan cierto y tan próximo.
-He aquí -prosiguió ella- un gran cofre donde meteremos todos vuestros trajes, el tocador, el espe­jo, vuestros diamantes y vuestros rubíes. Además, os doy mi varita, y siempre que la tengáis en la mano, el cofre, escondido bajo tierra, siempre se­guirá vuestro camino, y cuando queráis abrirlo, ape­nas mi varita toque la tierra, aparecerá ante vues­tros ojos.
Para volveros irreconocible, la piel de asno es un disfraz perfecto. Ocultaos bien bajo esta piel, que nadie creerá que bajo esta piel horrible se oculte nada bello.
La Princesa así disfrazada apenas salió, con el frescor del alba, de la casa de la sabia Hada. El Príncipe, que ya se aprestaba para la fiesta de su feliz himeneo, se entera horrorizado de su funesto sino.
No hay casa, ni camino, ni sendero que no reco­rran prontamente, pero todo es en vano, pues no hay modo de saber qué ha sido de ella.
Una negra y triste melancolía se extiende por do­quier; se acabaron las bodas y el festín y la tarta y los confites; las damas de la Corte, desanimadas, apenas si probaron algún plato, pero el más triste fue el cura, pues tuvo que desayunar muy tarde y, encima, se quedó sin sus regalos.
Entretanto, la Infanta proseguía su camino, cu­bierto el rostro de fea porquería; tendía la mano a todos los pasajeros, e intentaba, para ponerse a ser­vir, encontrar un empleo de criada. Pero hasta los menos delicados y hasta los más desgraciados, al verla tan repugnante y tan llena de basura, no que­rían escuchar ni acoger a una criatura tan sucia.
Andando, andando, marchó lejos, lejos, muy lejos, hasta que, finalmente, llegó a una alquería en don­de la granjera necesitaba una fregona que la lavara las bayetas y le limpiera el dornajo de los cerdos.
La puso en un rincón, al fondo de la cocina, en donde los criados, canalla insolente, no hacían más que mortificarla, contradecirla y ridiculizarla; har­tos de hacerla faenas, estaban siempre acosándola; era el blanco ordinario de todas sus bromas y de to­das sus agudezas.
Los domingos tenía un poco de descanso, pues acababa temprano su faena. Se metía en el cuarto, se cerraba bien y, entonces, se limpiaba la basura; abría luego el cofre, armaba el tocador y colocaba encima sus tarritos; contenta y satisfecha, se ponía el vestido de luna, delante del espejo, o aquel en que resplandecía el fuego del sol, o el bello vestido azul que no podía igualar al azul del cielo; y sólo sentía pena al ver que no podía desplegar, en aquel pequeño suelo, su larga cola. A ella le gustaba ver­ se joven, rosada y blanca, y cien veces más elegante que cualquiera otra; ese dulce placer le susten-taba hasta el otro domingo.
He olvidado decir en este cuento que en esta gran alquería estaba un gran corral de un Rey muy po­deroso y magnífico, donde había gallinas de Berbe­ría, cormoranes, pintadas, gallarones, rascones, al­mizclados, ansarones y mil pájaros exóticos y raros, que, diferentes todos ellos, llenaban enteramente más de diez corralones.
El hijo del Rey, siempre que venía de cazar, iba con frecuencia a aquella encantadora residencia, para reposar, beber agua con los nobles de su Corte. No fue Céfalo de belleza tal; era su porte noble y su aspecto marcial, propio para espantar con su presencia a los más fieros batallones. Piel de Asno, desde lejos, lo contempló con ternura y se dio cuen­ta de que, por tal osadía, todavía latía un corazón de Princesa debajo de sus harapos.
-¡Qué noble, aunque parece descuidado; qué amable -decía ella- y cuán feliz debe de ser la bella a quien haya entregado su corazón! Si él me honrase con un traje de nada, el más humilde de los atavíos, me consideraría más engalanada que con todos los que tengo.
Un día en que el joven Príncipe vagaba a la ven­tura, de corral en corral, atravesó un camino oscuro en donde se encontraba la humilde morada de Piel de Asno. Por puro azar, miró por el ojo de la cerra­dura y, como aquel día era fiesta, estaba ella rica­mente vestida y llevaba los soberbios vestidos, teji­dos de oro fino y de grandes diamantes que podían igualar la claridad más pura del sol.
El Príncipe la contempla a sus anchas y siente un placer tan grande que apenas si puede contener el aliento; aunque es muy bello su vestido, le emocio­na más ver la hermosura del rostro, su óvalo per­fecto, su blancura, sus finos rasgos, su juvenil fres­cura y, con todo, la nobleza de su aspecto, y, aún más, su recato y modesto pudor son testimonio de las bellezas de su alma, que se apodera de su co­razón.
Dominado por los transportes de su ardor, tres veces pensó derribar la puerta, pero creyendo verse ante una diosa, tres veces su brazo se detiene. Pen­sativo, se retira al Palacio y, allí, de día y de noche suspira; no quiere ir más al baile, a pesar de ser Carnaval. Odia la caza y detesta la comedia, ya no tiene apetito, todo le sienta mal, y, en el fondo, su enfermedad consiste en una languidez triste y mortal.
Indaga para saber quién sea esa Ninfa admirable que vive en un corral, al fondo de una espantosa galería, donde no se ve ni gota en pleno día.
-Es Piel de Asno -le dicen, y no es una Ninfa bella. La llaman Piel de Asno a causa de la piel con que se cubre; es el mejor remedio contra el amor, pues es la bestia más fea que pueda verse después del lobo.
Por más que le digan, él no puede creer que el rostro, cuyos rasgos el amor siempre le tiene pre­sente a su memoria, pueda ser borrado.
Mientras, la Reina Madre, que no tiene más que este hijo, llora y se desespera; y le insta, en vano, para que le diga su mal. El gime, llora y suspira; no dice nada, a no ser que exprese sus deseos de que Piel de Asno le haga un pastel. La Madre no entien­de lo que quiere decir su hijo.
-¡Oh, Cielos! -le dicen. Señora, esta Piel de Asno es más negra que un topo, más puerca y más fea que el marmitón más sucio.
-No importa -dice la Reina; hay que satisfa­cerle, y únicamente debemos pensar en esto.
Tanto le quería esta madre que le habría dado oro a comer, si lo hubiera querido.
Entonces, Piel de Asno coge la harina que había hecho cerner expresamente para tener la masa más fina, mantequilla, sal, huevos frescos y, para hacer a gusto su pastel, se encierra sola en su cuartucho.
Primero empezó por lavarse las manos, los brazos y el rostro; luego se vistió un corpiño de plata que abrochó con presteza para hacer su trabajo digna­mente, que empezó en aquel mismo instante.
Dicen que al trabajar tan apresuradamente se le salió del dedo, por casualidad, uno de sus anillos más caros, pero los que conocen el final de esta historia aseguran que lo hizo a propósito, y yo, fran­camente, me lo creo, porque estoy convencido de que cuando el Príncipe miraba por el agujero de su puerta ella se dio cuenta, ya que las mujeres en este sentido son muy duchas y su ojo es tan atento que no hay modo de verlas un momento sin que ellas sepan que las han mirado. Estoy completamente se­guro, y lo juraría, que ella no dudó ni un momento que su joven amante vería la sortija con agrado.
Nunca se hizo un pastel tan delicioso, y el Prín­cipe lo encontró tan rico que no faltó nada para que, en su hambre glotona, se tragara también el anillo. Cuando vio la admirable esmeralda y el es­trecho aro de oro que mostraba la forma del dedo, su corazón experimentó una alegría increíble; al instante lo guardó bajo su almohada, y como su mal iba en aumento, los médicos expertos, al verle adelgazar de día en día, dictaminaron por su mag­na ciencia que tenía mal de amores.
Como el himeneo, por mucho que se hable mal de él, es un remedio exquisito para esta enfermedad, decidieron casarlo, y, aunque se hizo de rogar, al fin dijo:
-Está bien, accedo, con tal de que me den en ma­trimonio a la persona a la que le vaya bien este anillo.
Ante esta petición tan extraña, la sorpresa del Rey y de la Reina fue muy grande, pero el Príncipe estaba tan mal que nadie se atrevió a decirle que no.
Vedlos cómo se ponen a buscar, sin mirar noble­za de sangre ni linaje, a la que aquel anillo iba a colocar en tal alto rango; no hay nadie que no se prepare a presentar el dedo, ni que quiera ceder su derecho.
Habiéndose corrido la especie de que hace falta un dedo muy delgado para pretender al Príncipe, cualquier charlatán, para tener buena acogida, dice que posee el secreto de adelgazar el dedo; una, si­guiendo su extraño capricho, lo raspa como si fuera un nabo; otra corta un trocito; otra se lo machaca, creyendo que lo puede hacer disminuir, y otra, cre­yendo hacerlo más pequeño, lo mete en cierta agua que le hace caer la piel; no queda, en fin, maniobra que alguna dama no realice para conseguir que su dedo quepa en el anillo.
La prueba comenzó por las jóvenes Princesas, lue­go por las Marquesas y por las Duquesas, pero sus dedos, aunque delicados, eran muy gruesos y no en­traban. Las Condesas y las Baronesas y todas las damas nobles, todas presentaron una a una su mano, aunque fue inútil.
Enseguida llegaron las grisetas, que tienen dedos muy bonitos y bien hechos, pues las hay muy bellas, y a veces parecía que el anillo iba a ajustarse, pero la sortija siempre resultaba muy pequeña o muy grande y, por igual, rechazaba a todo el mundo.
Fue preciso hacer venir a las sirvientas y a las co­cineras, a las criaditas, a las lavanderas; en una pa­labra, a toda la flor y nata de lo pueblerino, cuyas manazas negras y encarnadas esperaban también un feliz destino. Se presentaron una infinidad de chicas cuyos dedos gruesos y abultados habían pa­sado tan mal como un cable a través del ojo de una aguja.
Se creyó que, por fin, la prueba terminaba, por­que, en efecto, sólo quedaba la pobre Piel de Asno en el fondo de la cocina.
-Pero, ¿cómo hay quien crea -decían- que el Cielo la destine a reinar?
El Príncipe dijo:
-¿Y por qué no? Que la hagan venir.
Todos se echaron a reír, y dicen a voces:
-¿Qué significa esto? ¿Es que va a entrar en esta sala esa mona infecta?
Pero cuando sacó de debajo de la piel negra una manita que parecía de marfil, un poco coloreada de púrpura, y cuando la sortija fatal con gran justeza hubo rodeado su pequeño dedo, toda la Corte quedó tan sorprendida que no es para contado.
En medio de este súbito transporte, la llevaron al Rey, pero ella suplicó que antes de llevarla ante su Señor y su Dueño, que la dejaran tiempo para cam­biarse de vestido. Del que llevaba, a decir verdad, toda la concurrencia se reía, pero en cuanto llegó a la Residencia Real y atravesó las salas con sus pom­posas vestiduras, cuya magnificencia nadie igualaba, y con sus rubios cabellos sembrados de diamantes, que despedían mil rayos sólo comparables a los de sus grandes ojos azules, dulces y rasgados, que, ple­nos de orgullosa majestad, jamás miraban sin herir y agradar, y con su cintura, tan menuda y fina que se podía abarcar con las dos manos, y mostró su atractivo y su gracia divina, las damas de la Corte, con todos sus adornos, perdieron todo su incentivo.
En medio del ruido y del alborozo de toda la Asamblea, el buen Rey no cabía en sí de gozo, vien­do los atractivos de su nuera; ja Reina estaba entu­siasmada, y el Príncipe, su caro amante, inundada el alma de júbilo, sucumbía bajo el peso de su arro­bamiento.
Enseguida cada cual tomó sus medidas para pre­pararse al himeneo; el Monarca invitó a todos los Reyes de los alrededores, que, brillantemente enga­lanados, dejaron sus. Estados para asistir a este día tan notable. Se les veía llegar de los climas del sol naciente, montados sobre grandes elefantes; también vinieron de la costa mora, que, al ser más negros y más feos, asustaban a los niños pequeños; en fin, vinieron de todos los rincones del mundo hasta que toda la Corte quedó rebosando.
Pero ningún Príncipe, ningún potentado apareció con mayor esplendor que el padre de la novia, que, enamorado de ella en otro tiempo, ahora su alma estaba purificada por el fuego que le había abrasa­do. Al fin, había desterrado todo deseo criminal, y lo poco que quedaba de la llama odiosa aumentaba su cariño paternal. Cuando la vio, dijo llorando de alegría:
-¡Alabado sea el Cielo, que permite que te vea otra vez, hija mía!
Y corrió, al instante, para abrazarla tiernamente. Todos se interesaron por su ventura, y el futuro esposo se alegró mucho al saber que iba a ser el yerno de un Rey tan poderoso.
En aquel momento llegó la Madrina, que contó toda la historia y acabó, con su cuento, de colmar la gloria de Piel de Asno.
No resultará difícil comprender que el objetivo de este cuento es que los niños lleguen a aprender que es mejor exponerse al más rudo sufrimiento antes que faltar a su deber; que la virtud puede ser desgraciada, pero al final siempre merece la palma.
Que contra un loco amor y sus transportes fogo­sos la razón más fuerte es un débil dique, y que no existen tesoros tan valiosos de los que un amante no sea pródigo; que no existe una joven criatura que no pueda mantenerse con agua clara y con pan de centeno si tiene buenos vestidos; que no hay don­cella debajo del Cielo que no se crea bella y que no piense todavía que de estar en el célebre juicio de aquellas tres beldades, rivalizando con ellas, habría ganado la manzana de oro.
El cuento de Piel de Asno es difícil de creer, pero mientras existan en el mundo niños, madres y abue­los, su recuerdo siempre quedará en la memoria.

1.026. Perrault (Charles) - 074



[1] La Marquesa de Lambert, Anne Thérese de Marguenat de Courcelles (1647-1733) que tenía un salón literario, y escribió diversos libros para los jóvenes.

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