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lunes, 20 de octubre de 2014

Una vendetta

La viuda de Paolo Saverini vivía sola con su hijo en una pobre casucha junto a las murallas de Boni­facio. La ciudad, construida sobre una saliente de la montaña, y en algunos sitios colgada encima del mar, mira, sobre el estrecho erizado de escollos, hacia la más baja costa de Cerdeña. A sus pies, por el otro la­do, rodeándola casi por completo, un corte del acan­tilado, que parece un gigantesco corredor, le sirve de puerto y conduce hasta las primeras casas, des­pués de un largo circuito entre dos abruptas paredes, los barquichuelos de pesca italianos o sardos; y ca­da semana, el viejo vapor asmático que hace el ser­vicio desde Ajaccio.
Sobre la blanca montaña, el amontonamiento de casas pone una mancha aún más blanca. Parecen nidos de pájaros silvestres, aferrados a la roca, do­minando aquel paso terrible por el que apenas se aventuran los navíos. El viento, sin descanso, fatiga la desnuda costa, la roe, apenas deja brotar la yerba; se hunde en el estrecho cuyos bordes azota. Las man­chas de pálida espuma que rodean las negras puntas de las innumerables rocas que atraviesan por doquie­ra las olas, parecen jirones de velamen flotando y palpitando en la superficie del agua.
La casa de la viuda de Saverini, agarfiada al mis­mo borde del acantilado, abría sus tres ventanas -a este horizonte salvaje y desolado.
Allí vivía ella sola, con su hijo Antonio y su pe­rra, la Vivaracha, animal grande y delgado, de hirsu­tos pelos, de la casta de los mastines. Servía para ir de caza, al muchacho.
Una noche, después de una disputa, Antonio Sa­verini fué traidoramente matado, de una puñalada, por Nicolás Ravolati, quien, aquella misma noche, huyó y llegó a Cerdeña.
Cuando la anciana madre recibió el cuerpo de su hijo, que unos caminantes le llevaron, no lloró, pero permaneció largo tiempo inmóvil, mirándolo; y lue­go, tendiendo su mano arrugada sobre el cadáver, le prometió la vendetta. No quiso que nadie se quedara con ella, y se encerró junto al muerto, en compañía de la perra que aullaba. Aullaba este animal de una manera continuada, de pie, al lado del lecho, vuelta la cabeza hacia su amo y con la cola apretada entre las patas. No se movía más que la madre que, incli­nada ahora sobre el cuerpo, fija la mirada, lloraba grandes lágrimas silenciosas contemplándolo.
El muchacho, tendido de espaldas, con su chaque­tón de paño grueso, desgarrado y agujereado el pe­cho, parecía dormir; pero tenía sangre por todas par­tes: en la camisa arrancada para los primeros auxi­lios; en el chalero, en los pantalones, en la cara, en las manos. Coágulos de sangre se habían cuajado en la barba y los cabellos.
La vieja se puso a hablarle, y al oír esta voz, la pe­rra calló.
-Sí, sí: tú serás vengado, pequeño niño mío, mi pobre hijo. Duerme, duerme, que serás vengado, ¿me oyes ? Es la madre la qúe te lo promete, y ella nunca ha faltado a su palabra, bien lo sabes tú.
Y lentamente se inclinó sobre él, poniendo sus la­bios fríos sore los labios muertos.
Entonces, Vivaracha se puso a gemir otra vez. Lanzaba una larga queja monótona, desgarradora, horrible.
Allí se quedaron ambas, la mujer y el animal, has­ta el amanecer.
Antonio Saverini fué enterrado al día siguiente, y muy pronto nadie volvió a hablar de él en Bonifacio.
No había dejado hermanos ni primos carnales; ningún hombre que pudiera llevar a cabo la vendetta. Sólo la madre pensaba en ello.
Al otro lado del estrecho, la vieja veía de mañana a tarde un punto blanco en la costa. Era un villorio de Cerdeña, llamado Longosardo, donde se refugiaban los bandidos corsos perseguidos. Aldehuela ha­bitada casi exclusivamente por esos bandidos, fren­te a las costas dé su patria; allí esperaban el momen­to de regresar, de retornar a la espesura[1]. En ese caserío, ella lo sabía, se había refugiado Nicolás Ra­volati.
Completamente sola durante todo el día, sentada a su ventana, ella miraba allá lejos, pensando en la venganza. ¿Cómo se las arregláría, sin nadie, enfer­ma, tan cercana a la müerte? Pero había prometido, había jurado sobre el cadáver. No podía olvidar, ni podía esperar. ¿Qué haría? Pasaba las noches en vela: no tenía reposo ni tranquilidad; buscaba, obstinada. La perra, a sus pies, dormitaba y, a veces levantan­do la cabeza, aullaba a la lejanía. Desde que su amo no estaba allí, aullaba con frecuencia de ese modo, co­mo si lo llamara, como si su alma de animal, descon­solada, guardara así un recuerdo imborrable.
Pues bien, una noche, en tanto que Vivaracha se ponía a gemir, la madre de súbito tuvo una idea, una idea feroz y vengativa. La meditó hasta la ma­ñana; levantándose al alborear, se fue a la ig!esia. Oró, prosternada, inclinada ante Dios, suplicándole que le ayudara y que diera a su pobre cuerpo gasta­do la fuerza que necesitaba para vengar al hijo.
Luego regresó a la casa. Había en el patio un viejo barril desencajado, que recogía el agua de las goteras; lo volcó, vaciándolo, lo sujetó al suelo con tarugos y piedras; luego encadenó a Vivaracha a esta casucha y entró a su habitación. Andaba de un lado a otro, sin descanso, fija la mirada en las costas de Cerdeña. Allá lejos estaba el asesino.
La perra aulló todo el día y toda la noche. Al ama­necer, la vieja le llevó agua en una jofaina; pero nada más; ni sopa ni pan.
Pasó el día. hivaracha, extenuada, dormía. Al día siguiente tenía los pelos erizados, los ojos relucientes y tiraba desesperadamente de su cadena. La vieja no le dió tampoco de comer. El animal furioso, ahora, ladraba con voz ronca. Pasó la noche.
Entonces, al levantar del día; la vieja Saverini fue a ver a su vecino y le rogó que le diera dos haces de paja; tomó las vestiduras harapientas que otrora ha­bía llevado su marido, las rellenó de paja para simu­lar un cuerpo humano.
Y clavando un palo en el suelo, ante la guarida de Vivaracha, ató sobre él aquel monigote, que parecía mantenerse de pie. Luego hizo una cabeza con un paquete de vieja ropa blanca.
La perra, sorprendida, miraba aquel hombre de paja, y se callaba, aunque estaba devorada por el hambre.
Entonces la vieja fue a comprar en la carnicería un largo pedazo de fnorcilla negra. Al llegar a su casa, encendió una candela de leña en el patio, junto al ba­rril y tostó su morcilla. Vivaracha, trastornada, sal­taba, babeando, clavados los ojos en la morcilla, cuyo humo le entraba por los hocicos hasta el vientre. Lue­go la vieja hizo con aquella carnaza humeante una corbata para el hombre de paja. Se la amarró por largo rato en torno al cuello, como para hacerla pe­netrar en el espantajo. Y cuando hubo concluído, des­ató a la perra.
De un salto formidable, el animal alcanz6 la gar­ganta del muñeco y, con la patas sobre los hombros, se puso a desgarrarla. Caía, con un trozo de su presa entre los dientes, luego se lanzaba de nuevo, hundía sus dientes en las cuerdas, arrancaba algunos pedazos de comida, volvía a caer, tornaba a saltar encarni­zada. Arrancaba el rostro con fuertes dentelladas y hacía pedazos todo el cuello,
La vieja, inmóvil y muda, miraba, chispeantes los ojos. Después tornó a encadenar al animal, la hizo ayunar por dos días y recomenzó el extraño ejercicio.
Durante tres meses la acostumbró a esta especie de lucha, a estas comidas conquistadas a fuerza de dentelladas. Ya no la encadenaba, sino que la arro­jaba, con un ademán, sobre el maniquí.
Le había enseñado a desgarrar, a devorarlo, aun cuando no hubiera ningún alimento escondido en su garganta. Luego, como recompensa, le daba la mor­cilla asada para ella.
Desde que advertía la presencia del hombre, Vi­varacha temblaba; luego volvía los ojos hacia su ama, que le gritaba "¡Sus!" con voz silbante, alzando un dedo.
Cuando juzgó que había llegado la hora, la madre Saverini fué a confesarse y a comulgar un domingo temprano, con un fervor estático; luego, habiéndose vestido con traje de hombre, parecida a un viejo men­digo andrajoso, hizo trato con un viejo pescador sar­do, que la condujo, acompañada de su perra, a la otra banda del estrecho.
Llevaba en un saco un gran trozo de morcilla. Vi­varacha ayunaba desde dos días atrás. La vieja a cada momento, le hacía oler la apetitosa presa, y la excitaba.
Entraron a Longosardo. La corsa andaba a coje­tadas. Se presento en casa de un panadero y preguntó dónde vivía Nicolás Ravolati. Este había vuelto a su antiguo oficio de carpintero. Trabajaba solo al fondo de su tenducho.
La vieja empujó la puerta y le llamó:
-¡Eh! ¡Nicolás!
El hombre se volvió. La vieja azuzando a su perra, y soltándola, gritó.
-¡Anda, anda! ¡Devora! ¡Devora!
El animal frenético, se lanzó y atrapó al hombre por la garganta. El extendió los brazos, luchó, rodó por tierra. Durante unos cuantos segundos se retor­ció, golpeando el suelo con los pies; luego se quedó inmóvil, mientras Vivaracha le despedazaba. el cuello, arrancando jirones. Dos vecinos, sentados a su puer­ta, recordaban perfecta-mente haber visto salir a un viejo mendigo con un perro negro que comía mien­tras andaba, algo que su amo le iba dando.
Aquella noche la vieja volvió a su casa. Y esa no­che durmió tranquila.

1.042. Maupassant (Guy de) - 052




[1] Retourner au maquis, en el texto original. Frase con que se expresa en Córcega la salida de los bandoleros o vengadores a campo libre, a ocultarse en las zarzas, esperando la ocasión y es­quivando en su escondrijo a la policía. De ahí viene la denomi­nación de "maquis" que se dió a los que formaban, en partidas ocultas o individualmente escondidos, las fuerzas de resistencia contra los alemanes, durante la ocupación de Francia en la se­gunda Guerra Mundial. (N. del T.)

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