La
celda tenía paredes desnudas, pintadas con cal. Una ventana estrecha
y con rejas, horadada muy alto para que no se pudiera alcanzar,
alumbraba el cuarto, claro y siniestro; y el loco, sentado en una
silla de paja, nos miraba con una mirada fija, vacía y atormentada.
Era muy delgado, con mejillas huecas, y el pelo casi cano que se
adivinaba había encanecido en unos meses. Su ropa parecía demasiado
ancha para sus miembros enjutos, su pecho encogido, su vientre hueco.
Uno sentía que este hombre estaba destrozado, carcomido por su
pensamiento, un Pensamiento, al igual que una fruta por un gusano. Su
Locura, su idea estaba ahí, en esa cabeza, obstinada, hostigadora,
devoradora. Se comía el cuerpo poco a poco. Ella, la Invisible, la
Impalpable, la Inasequible, la Inmaterial Idea consumía la carne,
bebía la sangre, apagaba la vida.
¡Qué
misterio representaba este hombre aniquilado por un sueño! ¡Este
Poseso daba pena, miedo y lástima! ¿Qué extraño, espantoso y
mortal sueño vivía detrás de esa frente, que fruncía con
profundas arrugas, siempre en movimiento?
El
médico me dijo: -Tiene unos terribles arrebatos de furor; es uno de
los dementes más peculiares que he visto. Padece locura erótica y
macabra. Es una especie de necrófilo. Además, ha escrito un diario
que nos muestra de la forma más clara la enfermedad de su espíritu
y en el que, por así decirlo, su locura se hace palpable. Si le
interesa, puede leer ese documento.
Seguí
al doctor hasta su gabinete y me entregó el diario de aquel
desgraciado.
-Léalo
-dijo, y deme su opinión.
He
aquí lo que contenía el cuaderno:
Hasta
los treinta y dos años viví tranquilo, sin amor. La vida me parecía
sencillísima, generosa y fácil. Yo era rico. Me gustaban tantas
cosas que no podía sentir pasión por ninguna en concreto. ¡Es
estupendo vivir! Me despertaba feliz cada día, dispuesto a hacer las
cosas que me gustaban, y me acostaba satisfecho, con la apacible
esperanza de un mañana y un futuro sin preocupaciones.
Había
tenido algunas amantes sin haber sentido nunca mi corazón
enloquecido por el deseo o mi alma herida por el amor después de la
posesión. Es estupendo vivir así. Es mejor amar, pero es terrible.
Los que aman como todo el mundo deben experimentar una felicidad
apasionada, aunque quizás menor que la mía, porque el amor vino a
mí de una manera increíble.
Como
era rico, buscaba muebles antiguos y objetos viejos; y a menudo
pensaba en las manos desconocidas que habían palpado esas cosas, en
los ojos que las habían admirado, en los corazones que las habían
querido, ¡porque se quieren las cosas! A menudo permanecía durante
horas y horas mirando un pequeño reloj del siglo pasado. Era una
preciosidad, con su esmalte y su oro cincelado. Y seguía funcionando
como el día en que lo compró una mujer, encantada de poseer esa
fina joya. No había dejado de latir, de vivir su vida mecánica, y
seguía siempre con su tictac regular, desde una época pasada.
¿Quién
sería la primera en llevarlo sobre su pecho, entre los tejidos
tibios, mientras el corazón del reloj latía junto a su corazón de
mujer? ¿Qué mano lo habría tenido entre la punta de los dedos
cálidos, mirándolo por ambas caras una y otra vez y limpiando
luego los pastores de porcelana empañados un segundo por el
trasudor de la piel? ¿Qué ojos habrían acechado en la esfera
florida la hora esperada, la hora querida, la hora divina?
¡Cómo
me habría gustado ver, conocer a aquella mujer que había elegido
este objeto exquisito y raro! ¡Pero está muerta! ¡Estoy poseído
por el deseo de las mujeres de antaño, amo, desde lejos, a todas
aquellas que han amado! La historia de los cariños pasados me llena
el corazón de pesar. ¡Oh, la belleza, las sonrisas, las jóvenes
caricias, las esperanzas!
¿No
debería ser eterno todo esto?
¡Cuánto
he llorado, durante noches enteras, pensando en las pobres mujeres
de otro tiempo, tan bellas, tan tiernas, tan dulces, cuyos brazos se
abrieron para el beso, y ya muertas! ¡El beso es inmortal! ¡Va de
boca en boca, de siglo en siglo, de edad en edad; los hombres lo
recogen, lo dan y mueren!
El
pasado me atrae, el presente me asusta porque el futuro es muerte.
Lamento todo lo que se ha hecho, lloro por todos los que han vivido;
quisiera detener el tiempo, detener la hora. Pero ella pasa, se va y
me quita segundo tras segundo un poco de mí para la nada de mañana.
Y no volveré a vivir nunca más.
Adiós,
mujeres de ayer. Os amo.
Pero
no tengo de qué quejarme. Encontré a aquélla a la que yo
esperaba; y gracias a ella he disfrutado de placeres increíbles.
Una
mañana soleada iba vagabundeando por París, con el alma alegre y
el pie ligero, mirando las tiendas con un vago interés de paseante
ocioso. De pronto, en una tienda de antigüedades vi un mueble
italiano del siglo XVII. Era hermoso y muy raro. Se lo atribuí a un
artista veneciano llamado Vitelli, muy famoso en su época.
Y
seguí mi camino.
¿Por
qué me persiguió el recuerdo de ese mueble con tanta fuerza,
haciéndome volver atrás? Me detuve ante la tienda para verlo de
nuevo y sentí que me tentaba.
La
tentación es algo tan singular... Miramos un objeto y éste, poco a
poco, nos seduce, nos turba, nos invade como lo haría un rostro de
mujer. Su encanto entra en nosotros; extraño encanto que viene de
su forma, de su color, de su fisonomía de cosa; y ya lo amamos, lo
deseamos, lo queremos. Una necesidad de posesión nos invade, una
necesidad débil al principio, como tímida, pero que crece, se hace
violenta, irresistible.
Y
los comerciantes parecen adivinar en la llama de la mirada ese deseo
secreto y creciente.
Compré
el mueble e hice que me lo llevaran inmediatamente a casa,
poniéndolo en mi habitación.
¡Oh,
cómo compadezco a quienes desconocen esa luna de miel entre el
coleccionista y el objeto que acaba de comprar! Lo acaricia con la
mirada y la mano como si fuera de carne; vuelve a su lado en
cualquier momento, piensa siempre en él vaya donde vaya, haga lo
que haga. Su recuerdo vivo le sigue en la calle, por el mundo, en
todos los lados; y cuando vuelve a casa, antes incluso de quitarse
los guantes y el sombrero, corre a contemplarlo con una ternura de
amante.
Realmente,
durante ocho días adoré ese mueble. Abría en todo momento sus
puertas, sus cajones; lo tocaba extasiado, disfrutando de todos los
placeres íntimos de la posesión.
Pero
una tarde, mientras palpaba el espesor de un panel, me di cuenta de
que debía de ocultar un escondite. Los latidos de mi corazón se
aceleraron y me pasé la noche buscando el secreto sin llegar a
descubrirlo.
Lo
conseguí al día siguiente, al introducir la hoja de una navaja en
una hendidura del entablado. Una plancha se deslizó y percibí,
extendida sobre un fondo de terciopelo negro, una maravillosa
cabellera de mujer. Sí, una cabellera: una enorme trenza de
cabellos rubios, casi pelirrojos, que debían de haber sido cortados
junto a la piel y estaban atados por una cuerda de oro.
¡Me
quedé estupefacto, aturdido, temblando! Un perfume casi insensible,
tan antiguo que parecía ser el alma de un olor, se escapaba del
misterioso cajón y de la sorprendente reliquia.
La
cogí, despacio, casi religiosamente, y la saqué de su escondite.
Entonces se liberó, derramándose en un torrente dorado que cayó
hasta el suelo, espeso y ligero, ágil y brillante como la cola de
fuego de un cometa.
Una
extraña emoción se apoderó de mí. ¿Qué era aquello? ¿Cuándo?
¿Cómo? ¿Por qué habían ocultado esos cabellos en el mueble?
¿Qué aventura, qué drama escondía ese recuerdo? ¿Quién los
había cortado? ¿Un amante en un día de despedida? ¿Un marido en
un día de venganza? ¿O la que los había llevado en su frente en
un día de desesperación? ¿Fue antes de entrar en un convento
cuando se arrojó ahí esa fortuna de amor, como una prenda dejada
al mundo de los vivos? ¿Fue en el momento de cerrar la tumba de la
joven y hermosa muerta cuando quien la adoraba se había quedado el
cabello que embellecía su cabeza, lo único que podía conservar de
ella, la única parte viva de su carne que no podía pudrirse, la
única que podía amar todavía y acariciar y besar en sus momentos
de rabia y de dolor? ¿No resultaba extraño que esa cabellera
hubiera permanecido incólume, cuando ya no quedaba ni un ápice del
cuerpo del que había nacido?
Fluía
entre mis dedos, me hacia cosquillas en la piel con una caricia
singular, una caricia de muerta. Me sentía conmovido, como si fuera
a llorar.
La
conservé largo tiempo entre mis manos, y me pareció que se movía
como si una parte de su alma se hubiera quedado escondida en ella.
Entonces la volví a poner sobre el terciopelo deslustrado por el
tiempo, cerré el cajón y el mueble y me fui a recorrer las calles
para soñar.
Caminaba
siempre de frente, preso de tristeza, y también de desconcierto, de
ese desconcierto que se nos queda en el corazón tras un beso de
amor. Me parecía que ya había vivido antaño, que debía de haber
conocido a aquella mujer
Y
los versos de Villon subieron a mis labios como lo haría un
sollozo.
Decidme
dónde, en qué país está Flora,
la
bella romana
Archipiade
y Taís que fue su prima
hermana.
Eco,
voz que lleva la fama
bajo
río o bajo estanque ; cuya belleza
fue
más que humana.
Mas,
¿dónde están las nieves de antaño?
La
reina Blanca como un lis
que
cantaba con voz de sirena,
Berta
la del gran pie, Beatriz, Alix
y
Haremburgis, que obtuvo el Maine,
y
Juana, la buena Lorena
que
los ingleses quemaran en Ruán...
¿Dónde
están, Virgen soberana?
Mas
¿dónde están las nieves de antaño!
Cuando
regresé a casa, sentí un deseo irresistible de volver a ver mi
extraño hallazgo; y lo cogí de nuevo, y sentí, al tocarlo, un
largo escalofrío que me recorría el cuerpo.
Durante
unos días, sin embargo, permanecí en mi estado habitual, aunque ya
no me abandonaba el vivo recuerdo de aquella cabellera.
En
cuanto volvía a casa, necesitaba verla y tocarla. Daba la vuelta a
la llave del armario con ese estremecimiento que tenemos al abrir la
puerta de nuestra amada, ya que sentía en las manos y en el corazón
una necesidad confusa, singular, continua, sensual de bañar mis
dedos en aquel arroyo encantador de cabellos muertos.
Luego,
cuando había acabado de acariciarla, cuando había cerrado de nuevo
el mueble, seguía sintiéndola allí como si fuera un ser viviente,
escondido, prisionero; y la sentía y la deseaba otra vez; tenía de
nuevo la necesidad imperiosa de volver a tocarla, de palparla, de
excitarme hasta el malestar con aquel contacto frío, escurridizo,
irritante, enloquecedor, delicioso.
Viví
así un mes o dos, ya no lo sé. Ella me obsesionaba, me
atormentaba. Estaba feliz y torturado, como en una espera de amor,
como después de las confesiones que preceden al abrazo.
Me
encerraba a solas con ella para sentirla sobre mi piel, para hundir
mis labios en ella, para besarla, morderla. La enroscaba alrededor
de mi rostro, la bebía, ahogaba mis ojos en su onda dorada, con el
fin de ver el día rubio a través de ella.
¡La
amaba! Sí, la amaba. Ya no podía pasar sin ella, ni estar una hora
sin volver a verla.
Y
esperaba... esperaba... ¿qué? No lo sabía. La esperaba a ella.
Una
noche me desperté bruscamente con el pensamiento de que no me
encontraba solo en mi habitación.
Sin
embargo, estaba solo. Pero no pude volver a dormirme; y como me
agitaba en una fiebre de insomnio, me levanté para ir a tocar la
cabellera. Me pareció más suave que de costumbre, más animada.
¿Regresan los muertos? Los besos con los que la excitaba me hacían
desfallecer de felicidad; y me la llevé a mi cama, y me acosté,
oprimiéndola contra mis labios, como una amante a la que se va a
poseer.
¡Los
muertos regresan! Ella vino. Sí, la he visto, la he tenido entre
mis brazos, la he poseído, tal como era cuando estaba viva antaño,
alta, rubia, exuberante, los senos fríos, la cadera en forma de
lira; y he recorrido con mis caricias esa línea ondeante y divina
que va desde la garganta hasta los pies siguiendo todas las curvas
de la carne.
Sí,
la he tenido, todos los días y todas las noches. Ha vuelto, la
Muerta, la bella Muerta, la Adorable, la Misteriosa, la Desconocida,
todas las noches. Mi felicidad fue tan grande que no pude
esconderla. Junto a ella experimentaba un arrobamiento sobrehumano,
¡la alegría profunda, inexplicable de poseer lo Inasequible, lo
Invisible, la Muerta! ¡Ningún amante ha disfrutado nunca de gozos
más ardien-tes, más terribles!
No
supe esconder mi felicidad. La amaba tanto que ya no quería estar
sin ella. La llevaba conmigo, siempre, a todas partes. La paseaba
por la ciudad como si fuera mi esposa, y la llevaba al teatro en
palcos con rejas, como si fuera mi amante... Pero la vieron...
adivinaron... me la quitaron... Y me han metido en la cárcel, como
un malhechor. Me la quitaron... ¡Oh! ¡Miseria!...«
El
manuscrito se detenía ahí. Y de pronto, mientras dirigía una
mirada despavorida hacia el médico, un grito espantoso, un aullido
de furor impotente y de deseo exasperado se alzó en el manicomio.
-Escúchelo
-dijo el doctor. Hay que duchar cinco veces al día a ese loco
obsceno. El sargento Bertrand no fue el único en amar a las
muertas.
Balbuceé,
emocionado de asombro, horror y piedad:
-Pero...
esa cabellera... ¿existe realmente?
El
médico se levantó, abrió un armario lleno de frascos y de
instrumentos y me lanzó, de una punta a otra de su gabinete, una
larga centella de cabellos rubios que voló hacia mí como un pájaro
de oro.
Me
estremecí al sentir entre mis manos su tacto acariciador y ligero. Y
me quedé con el corazón latiendo de repugnancia y de deseo, de
repugnancia como al contacto de los objetos arrastrados en crímenes,
de deseo como ante la tentación de algo infame y misterioso.
El
médico prosiguió encogiéndose de hombros:
-La
mente del hombre es capaz de cualquier cosa.
(13
de mayo de 1884)
1.042. Maupassant (Guy de) - 051
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