Un
amigo mío, Luis R., tenía reunidos en su casa una noche, hará cosa
de ocho meses, a varios camaradas de colegio. Bebíamos ponche y
fumábamos, hablando de literatura y pintura y contando de cuando en
cuando anécdotas jocosas, como es habitual en reuniones de gente
joven. Se abre súbitamente la puerta y entra como un vendaval uno de
mis buenos amigos de la infancia:
-¿A
que no adivinan de dónde vengo? -exclamó en seguida.
-Apuesto
a que vienes de Mabille -contesta uno.
-¡Caray!
Vienes demasiado alegre; acabas de conseguir dinero prestado, has
enterrado a un tío tuyo o has empeñado el reloj -dice otro.
-Estabas
ya borracho, y como te ha dado en la nariz el ponche de Luis, has
subido a su casa para emborracharte de nuevo -contesta un tercero.
-No
dan en el clavo; vengo de P., en Normandía, donde he pasado ocho
días, y traigo de allí a un gran criminal, amigo mío, que les voy
a presentar, con su permiso.
Y
diciendo y haciendo, sacó del bolsillo una mano disecada. Era una
mano horrible, negra, seca, muy larga y como si estuviese crispada;
los músculos, extraordinariamente poderosos, estaban sujetos,
interior y exteriormente, por una tira de piel apergaminada; las
uñas amarillas, estrechas, cubrían aún las extremidades de los
dedos; todo aquello olía a criminal desde una legua de distancia.
-Verán
-dijo mi amigo. Vendían hace unos días los cachivaches de un viejo
brujo, muy conocido en la comarca; todos los sábados iba a su
aquelarre montado en su palo de escoba, practicaba la magia blanca y
la magia negra, hacía que las vacas diesen leche azul y las
obligaba a llevar la cola igual que el compañero de San Antonio. Lo
cierto es que aquel tunante sentía gran apego hacia esta mano;
aseguraba que había pertenecido a un célebre criminal que fue
ajusticiado el año mil setecientos treinta y seis, por haber tirado
de cabeza a un pozo a su mujer legítima, en lo cual no creo que
anduviese descaminado; después ahorcó del campanario de la iglesia
al cura que los casó. Realizada esta doble hazaña, se lanzó a
correr mundo, y durante su carrera, corta pero bien aprovechada,
desvalijó a doce viajeros; asfixió, ahumándolos, a una veintena
de frailes, y convirtió en serrallo un monasterio de religiosas.
-Y
¿qué vas a hacer con esa monstruosidad? -gritamos todos a una.
-¿Qué?
Verán. Voy a ponerla de tirador de la campanilla de la puerta, para
asustar a mis acreedores.
-Amigo
mío -dijo Henry Smith, un inglés grandullón y flemático, en mi
opinión, esa mano es carne de indio, conservada por un
procedimiento nuevo; te aconsejo que la hiervas para hacer caldo.
-Basta
de burlas, caballeros -dijo con la mayor seriedad un estudiante de
medicina que estaba a dos dedos de la borrachera; y tú, Pedro, el
mejor consejo que puedo darte es que hagas dar tierra cristianamente
a ese despojo humano, no vaya a ser que su propietario venga a
reclamártelo, sin contar con que quizá esa mano haya adquirido
malos hábitos. Ya conoces el refrán: "El que ha matado,
matará".
-Y
el que ha bebido, beberá -intervino el anfitrión, y acto seguido
escanció al estudiante un vaso grande de ponche, que éste se echó
al cuerpo de un trago, rodando luego, borracho perdido, debajo de la
mesa.
Risas
formidables acogieron aquella salida, y Pedro alzó su vaso
saludando a la mano:
-Brindo
-dijo- por la próxima visita de tu dueño. Se cambió de
conversación, y cada cual se retiró a su casa.
Al
día siguiente tuve que pasar por su puerta y entré a visitarlo;
eran cerca de las dos, y me lo encontré leyendo y fumando.
-¿Cómo
sigues? -le pregunté.
-Muy
bien -me contestó.
-¿Y
tu mano?
-Has
tenido que verla al tirar de la campanilla, porque la puse anoche
allí, cuando llegué a casa. A propósito: se conoce que algún
imbécil quiso jugarme una chuscada, porque a eso de la medianoche
empezaron a alborotar a mi puerta; pregunté quién era, pero como
nadie me contestó, volví a acostarme y me dormí.
En
aquel mismo instante tocaron la campanilla; quien llamaba era el
propietario de la casa, individuo grosero y muy impertinente. Entró
sin saludar.
-Caballero
le dijo a mi amigo, hágame el favor de quitar en el acto esa
carroña que ha colgado usted del cordón de la campanilla, porque
de lo contrario me veré obligado a despedirlo.
-Caballero
-le contestó Pedro, con gran solemnidad, ha insultado usted a una
mano que no merece ser tratada así, porque perteneció a un hombre
muy bien educado.
El
propietario dio media vuelta y se marchó como había entrado. Pedro
fue tras él, descolgó la mano y luego la ató a la cuerda de la
campanilla que tenía en la alcoba.
-Así
está mejor -dijo. Esta mano, lo mismo que el morir
habemos de
los trapenses, me hará pensar en cosas serias cuando me vaya a
dormir.
Permanecí
una hora con mi amigo, me despedí de él y regresé a mi casa.
Aquella
noche dormí mal, estaba agitado, nervioso; varias veces me desperté
sobresaltado y hasta llegué a imaginarme que había entrado en mi
habitación un hombre; me levanté a mirar dentro de los armarios y
debajo de la cama; finalmente, cuando empezaba a quedarme
transpuesto, a eso de las seis de la mañana, salté de la cama al
sentir que llamaban violentamente a mi puerta. Era el criado de mi
amigo; venía a medio vestir, pálido y tembloroso.
-¡Ay,
señor! -exclamó sollozando. ¡Han asesinado a mi pobre amo!
Me
vestí a toda prisa y corrí a casa de Pedro. La encontré llena de
gente que discutía muy agitada; estaban como en ebullición, todos
peroraban, relatando el suceso y comentándolo cada cual a su
manera. Llegué con grandes dificultades hasta el dormitorio de mi
amigo, di mi nombre y me permitieron la entrada. Cuatro agentes de
policía estaban de pie en el centro de la habitación, con el
carnet
en
la mano; examinaban todo, cuchicheaban entre sí de cuando en cuando
y escribían; dos médicos conversaban cerca de la cama en que Pedro
yacía sin conocimiento. No estaba muerto, pero su aspecto era
horrible. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos; sus pupilas
dilatadas parecían mirar fijamente y con espanto indecible una cosa
pavorosa y desconocida; sus dedos estaban crispados y tenía el
cuerpo tapado con una sábana que le llegaba hasta la barbilla.
Levanté la sábana; se veían en su cuello las marcas de cinco
dedos que se habían hundido profundamente en su carne; algunas
gotas de sangre manchaban la camisa. Algo me llamó de pronto la
atención; miré por casualidad a la campanilla de la alcoba: la
mano disecada no estaba allí.
Sin
duda que los médicos la habrían quitado para que no se
impresionasen las personas que tenían que entrar en la habitación,
porque era una mano verdaderamente horrible. No pregunté qué había
sido de ella.
Doy
a continuación, recortado de un periódico del día siguiente, el
relato del crimen, con todos los detalles que recogió la Policía:
"Ayer
ha sido víctima de un atentado horrible el joven Pedro B.,
estudiante de derecho, que pertenece a una de las mejores familias
de Normandía. Este joven se retiró a casa a las diez de la noche,
y despidió a su criado, el señor Bonvin, diciéndole que estaba
cansado y que iba a acostarse en seguida. A eso de la medianoche; el
criado se despertó de pronto oyendo que tiraban violentamente de la
campanilla que tiene su amo para llamar. Tuvo miedo, encendió una
vela y esperó; la campanilla dejó de oírse por espacio de un
minuto, pero luego volvió a sonar con tal violencia que el criado,
fuera de sí de espanto, salió corriendo de su habitación y fue a
llamar al portero; éste corrió a dar parte a la policía, y los
individuos de ésta abrieron a viva fuerza la puerta; había
transcurrido un cuarto de hora. Un horrible espectáculo se presentó
a sus ojos: los muebles habían sido derribados y todo indicaba que
entre la víctima y el malhechor había tenido lugar una lucha
terrible. El joven Pedro B. yacía, inmóvil, en medio de la
habitación, caído de espaldas, con los miembros rígidos, el
rostro lívido y los ojos dilatados de terror; tenía en el cuello
las marcas profundas de cinco dedos. El informe del doctor Bordeau,
que fue llamado inmediatamente, dice que el agresor debía estar
dotado de una fuerza prodigiosa y que su mano era
extraordinariamente enjuta y nerviosa, porque los dedos se habían
juntado casi al través de las carnes, dejando cinco agujeros como
otros tantos balazos. No existe dato alguno que permita sospechar el
móvil del crimen, ni quién pueda ser el autor."
Leíase
al siguiente día en el mismo periódico:
"Al
cabo de dos horas de cuidados asiduos del doctor Bordeau, el joven
Pedro B., víctima del horrible atentado que relatábamos ayer,
recobró el conocimiento. Su vida está ya fuera de peligro, pero se
abrigan temores por su razón. No existe pista alguna del criminal."
En
efecto, mi pobre amigo se había vuelto loco; lo visité todos los
días en el hospital durante siete meses; pero ya no recobró la luz
de la razón. Durante sus delirios pronunciaba frases extrañas y,
como todos los locos, tenía una idea fija, creyéndose perseguido
constante-mente por un espectro. Un día vinieron a buscarme con
urgencia, diciéndome que estaba mucho peor. Lo encontré
agonizando. Permaneció durante dos horas muy tranquilo; de pronto,
saltó de la cama, a pesar de todos nuestros esfuerzos, y gritó,
agitando los bra-zos, presa de un terror espantoso: "¡Agárrala!
¡Agárrala! ¡Socorro, socorro, que me estrangula!" Dio dos
vueltas a la habitación vociferando y cayó muerto, de cara al
suelo.
Como
era huérfano, tuve que encargarme de trasladar sus restos al
pueblecito de P., en cuyo cementerio estaban enterrados sus padres.
De ese pueblo regresaba precisamente la noche en que nos encontró
bebiendo ponche en casa de Luis, y en que nos enseñó la mano
disecada. Se encerró el cadáver en un féretro de plomo; cuatro
días más tarde me paseaba yo tristemente en el cementerio donde se
le iba a dar sepultura; me acompañaba el anciano sacerdote que le
había dado las primeras lecciones.
Hacía
un tiempo magnífico; el cielo azul resplandecía de luz; los
pájaros cantaban en las zarzas del talud donde él y yo habíamos
comido moras muchas veces cuando éramos niños. Creía estar
viéndolo aún deslizarse a lo largo del seto vivo y meterse por un
pequeño hueco que yo conocía muy bien, allá, al final del terreno
de enterramiento de pobres; luego regresábamos a casa con las
mejillas y los labios embadurnados del jugo de la fruta que habíamos
comido; yo no quitaba mi vista de las zarzas, que ahora estaban
llenas de moras; alargué instintivamente la mano, arranqué una y
me la llevé a la boca; el cura había abierto su breviario y
farfullaba en voz baja sus oremus,
y
hasta mis oídos llegaba desde el extremo de la avenida el ruido de
los azadones de los enterradores, que cavaban la fosa. De pronto,
éstos se pusieron a llamarnos; el cura cerró su breviario y fuimos
a ver qué querían. Habían tropezado con un féretro.
Hicieron
saltar la tapa de un golpe de pico, y nos encontramos ante un
esqueleto de estatura desmesurada, que yacía de espaldas y parecía
estarnos mirando con las cuencas de sus ojos vacías, como
desafiándonos. Sin saber por qué, experimenté yo cierto malestar,
casi, casi miedo.
-¡Fíjense!
-exclamó uno de los enterradores. A este tunante le dieron un
hachazo en la muñeca, y aquí está la mano cortada.
Y
recogió junto al cuerpo una mano grande, seca, que nos enseñó. Su
compañero dijo, riéndose:
-¡Cuidado!
Parece como si estuviera mirando, dispuesto a tirársete al cuello
para que le devuelvas la mano.
-Amigos
míos -dijo el sacerdote, dejen a los muertos en paz y vuelvan a
tapar ese féretro. Cavaremos en otro lugar la fosa del señor Pedro.
Como
ya nada tenía que hacer allí, tomé al día siguiente el camino de
regreso a París, no sin antes haber dejado cincuenta francos al
anciano sacerdote para que celebrase misas en sufragio del alma de
aquel muerto cuya sepultura habíamos turbado.
1.042. Maupassant (Guy de) - 051
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