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lunes, 20 de octubre de 2014

El lobo

Esto nos lo contó el viejo marqués de Arville, al terminar la cena que se celebraba el día de San Hu­berto, en casa del barón de Ravels.
Se había corrido un ciervo aquel día. El marqués era el único de los comensales que no había partici­pado en la carrera, pues nunca cazaba.
Durante todo el tiempo que duró la abundante co­mida, no se había hablado sino de matanza de ani­males. Hasta las mujeres se interesaban por los rela­tos sanguinarios y aveces inverosímiles, y los ora­dores accionaban al contar los ataques y los comba­tes entre hombres y bestias, levantaban los brazos y narraban con voz estentórea.
El marqués de Arville hablaba bien, con cierta poesía un poco retumbanté, pero muy seductora. De­bía haber contado repetidas veces esta historia, pues la repetía' fácilmente. Sin titubear en las palabras que escogía con habilidad para llamar la atención y hacer imágenes oportunas.
-Señores, yo no he cazado nunca, ni mi padre, ni mi abuelo tampoco, ni siquiera mi bisabuelo: Es­te último, era hijo de un hombre que cazó más que todos ustedes. Murió en 1764. Voy a decirles cómo.
Se llamaba Juan y vivía con su hermano menor, Francisco de Arville, en nuestro castillo de Lorena en pleno bosque.
Francisco de Arville se había quedado soltero por amor a la caza.
Ambos cazaban durante todo el año, sin descanso, sin término, sin agotamiento. Sólo eso les gustaba; no entendían de otra cosa, hablaban de ello todo el tiempo y no vivían sino para-cazar. Tenían en el co­razón esta pasión terrible, inexorable, que les que­maba, les invadía por completo y no dejaba lugar para nada más.
Habían prohibido que se les molestara cuando es­taban cazando, por ningún motivo. Mi bisabuelo na­ció mientras su -padre perseguía un zorro, y Juan de Arville no interrumpió la carrera, sino que lanzó: "¡Vive Dios, que ese chiquilicuatro podía haber es­perado a que terminara el halalí!"
Su hermano Francisco parecía aún más arrebata­do que él. Desde el amanecer, iba a ver los perros, lue­go los caballos, cazaba pájaros en torno al castillo hasta el momento de partir para la cacería maySr.
En la región les llamaban el Señor Marqués y el Señor Menor, pues las nobles de aquel tiempo no eran tan quisquillosos como la nobleza de ocasión de nuestros días, que quiere establecer en los títulos una jerarquía descendente; pues el hijo de un marqués no es conde, ni el hijo de un vizconde, barón, así co­mo el, hijo de un general no es coronel de nacimien­to. Pero la mezquina vanidad de nuestro tiempo en­cuentra arreglos para todo.
Vuelvo a mis antepasados.
Eran, según parece, desmesuradamente grandes, huesudos, velludos, violentos y vigorosos. El joven, más alto que el mayor, tenía una voz tan fuerte, que según una leyenda, de la que él se vanagloriába, to­das las hojas del bosque se agitaban cuando él daba un grito.
Y cuando ambos montaban para salir de cacería, debía ser un soberbio espectáculo ver a aquellos dos gigantes a horcajadas sobre sus caballos.
Bueno, pues a mediados del invierno de aquel año de 1764, los fríos fueron excesivos y los lobos se pu­sieron feroces.
Llegaban a atacar a los campesinos que, retrasa­dos, volvían a sus casas, y en torno de estas casas merodeaban, aullando desde que el sol se ponía has­ta el alba, y despoblaban los establos.
Pronto circuló un rumor. Se hablaba de un lobo colosal, de pelam-bre gris, casi blanco, que se había comido dos niños, devorado el brazo de una mujer, degollado a todos los perros guardianes de la región, y que entraba sin miedo por los cercados para llegar a olisquear a las puertas de las casas. Todos los habi­tantes aseguraban haber oído su resoplar, que ha­cía temblar las llamas de las velas. Y el pánico se adueñó de toda la provincia. Nadie osaba salir des­de que se ponía el sol, y las tinieblas parecían estar embrujadas por la sombra del animal...
Los hermanos de Arville decidieron encontrarlo y matarlo, y convidaron a grandes cacerías a todos los gentiles hombres del país.
Fué en vano recorrer los bosques, hurgar en los matorrales, que no se le encontraba nunca. Y cada noche que seguía a las batidas, el animal, como para vengarse, atacaba alguna res, siempre lejos del lu­gar por donde se le había buscado.
Por fin, una noche entró a las pocilgas del castillo de Arville y se comió a los dos cerdos más hermosos.
Los hermanos ardieron en cólera, considerando este ataque como una provocación del monstruo, una injuria directa, un reto.
Reunieron los más fuer­tes perros, habituados a perseguir los animales te­mibles y salieron a cazar con el corazón enfurecido.
Desde la aurora hasta que el sol púrpura ¡descen­dió por detrás de los grandes árboles desnudos, ba­tieron todas las espesuras sin encontrar nada. Furio­sos y desolados, retornaban al paso de sus caballos por una vereda bordeada de matorrales, lamentan­do que su pericia hubiera sido burlada por aquel lo­bo; y dominados de pronto por una especie de mis­terioso temor.
El mayor decía:
-Ese animal no es un animal corriente. Se diría que piensa como un hombre.
El menor contestaba:
-Tal vez sería conveniente hacer bendecir una bala, por nuestro primo el obispo, o pedirle a algún sacerdote que diga las palabras necesarias.
Luego se callaron.
Juan reanudo:
-Mira qué rojo está el sol. El lobo va a hacer al­go malo esta noche.
No había terminado de hablar, cuando su caballo se encabritó; el de Francisco se puso a cocear. Un ancho matorral cubierto de hojarasca se abrió ante ellos, y un animal colosal, gris, salió y se lanzó hacia el bosque.
Los dos hermanos dieron un gruñido de alegría y, agachándose sobre las crines de sus caballos, los arro­jaron hacia adelante con un empujón de todas sus fuerzas, a tal velocidad, excitándolos con voces, mo­vimientos y espolazos, que más bien parecía que los fuertes caballeros llevaban entre sus piernas a los pesados brutos, y los levantaban, como si fueran vo­lando.
Así corrían a todo galope, atravesando las espe­suras, saltando los precipicios, subiendo las pendien­tes, dominando los barrancos, tocando la trompa a todo pulmón para atraer a su gente y sus perros.
Y de súbito, en esta carrera vertiginosa, mi bisa­buelo se golpeó en la frente con una rama enorme que le hendió el cráneo; cayó rígido al suelo, mientras que su caballo seguía la carrera y se perdía en la som­bra que rodeaba el bosque.
El menor de los Arville se detuvo, descabalgó, to­mó en brazos a su hermano y vio que el cerebro sa­lía, con la sangre, de la herida. Sentóse junto al cuer­po, puso sobre sus rodillas la cabeza des-figurada y roja, y esperó, contemplando el rostro inmóvil del hermano mayor. Poco a poco le iba ganando un mie­do singular que hasta entonces no había sentido, el miedo a las tinieblas, el miedo a la soledad, el miedo al bosque desierto y también el miedo al lobo fantás­tico que acababa de matar a su hermano para ven­garse de ellos.
Aumentaba la oscuridad, y el frío hacía crujir los árboles. Francisco se levantó tiritando, incapaz de permanecer allí por más tiempo, sintiéndose desfa­llecer. No se oía nada, ni el ladrar de los perros, ni el son de la trompa; todo estaba mudo en el invisi­ble horizonte; aquel silencio triste de la noche hela­da tenía algo terrorífico y extraño.
Tomó con sus manos de coloso el cuerpo de Juan, lo puso sobre la silla y emprendió la marcha hacia el castillo, despacio, con el ánimo turbado como si es­tuviera borracho, perseguido por imágenes terribles y sorprendentes.
Y de pronto, por el sendero que la noche invadía, cruzó una gran sombra. Era el animal. Una sacudi­da de espanto agitó al cazador; algo frío, como una gota de agua, le resbaló por la espalda. Hizo, como un monje tentado por él diablo, la señal de la cruz, atemorizado por el brusco retorno del temible me­rodeador. Pero sus ojos se posaron sobre el cuerpo inerte que llevaba ante él, y subitáneo, pasó del te­mor a la cólera y tembló con rabia desordenada.
Espoleó a su caballo y se lanzó tras el lobo.
Lo seguía por las pendientes, los barrancos y los boscajes, atravesando lugares que no conocía, fijos los ojos en la mancha blanca que huía en la noche, la noche que ya había cerrado por completo.
Su caballo también parecía animado de una fuer­za y de un ardor desconocidos. Galopaba con el cue­llo tendido, derecho, haciendo chocar con los árboles y las rocas la cabeza y los pies del muerto puesto de través en la silla, las zarzas arrancaban mechones de los cabellos; la frente, dando contra los enormes tron­cos, los salpicaba de sangre; las espuelas rompían pedazos de corteza en los árboles.
De pronto, caballo y caballero salieron del bosque, y penetraron en un valle cuando la luna aparecía en el viso de los montes. El valle era pedregoso, cerrado por rocas gigantescas, sin salida posible. Y el lobo acorralado se volvió.
Francisco lanzó entonces un aullido de gozo que -el eco repitió como el rodar de un trueno, y saltó de su caballo, cuchillo en mano.
Erizado, curva la espalda, el lobo le esperaba. Sus ojos lucían como dos estrellas. Pero antes de empren­der el combate, el fuerte cazador, levantando el cuer­po de su hermano, lo sentó sobre una roca, y soste­niendo con piedras su cabeza, que ya no era sino una mancha de sangre, le gritó en los oídos, como si hu­biera hablado a un sordo: "¡Mira, Juan, mira esto!"
Y después se arrojó sobre el monstruo. Se sabía fuerte como para volcar un monte y despedazar pie­dras en las manos. El animal quería morderle, tra­tando de atraparle en el vientre, pero él lo había co­gido por el cuello, aun sin haber usado su cuchillo, y lo estrangulaba lentamente, oyendo apagarse los re­soplidos de su garganta y los latidos de su corazón. Y reía, gozando a más no poder, apretando más y" más su formidable dogal, gritando en un delirio de alegría: "¡Mira, Juan, mira!" Cesó toda resisten­cia. El cuerpo del lobo se dobló lacio; estaba muerto.
Entonces, Francisco tomándolo en sus brazos, fué a arrojarlo a los pies del hermano mayor, repitiendo con voz enternecida: "¡Ahí lo tienes, mira, Juan: ahí está!"
Luego colocó sobre su montura los dos cadáveres, uno encima de otro, y se puso en camino.
Entró al castillo, riendo y llorando, como Gargan­túa ante el nacimiento de Pantagruel; dando gritos de triunfo y temblando de alegría al contar la muerte del animal, gimiendo y arrancándose las barbas al narrar la de su hermano.
Y con frecuencia, después cuando volvía a hablar de aquel día, murmuraba con lágrimas en los ojos: "Si al menos el pobre Juan me hubiera visto ahogar al otro, habría muerto contento, estoy seguro".
La viuda de mi antepasado inspiró a su huérfano el horror a la caza, que se ha transmitido de padres a hijos, hasta mí.
El marqués de Arville se calló. Alguien dijo:
-Eso es una leyenda, ¿no?
Y el narrador respondió:
-Le juro que es verdadera en toda su extensión.
Y entonces una mujer comentó con una vocecilla suave:
-Da lo mismo. Lo hermoso es tener pasiones así.

1.042. Maupassant (Guy de) - 052

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