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lunes, 20 de octubre de 2014

Lokis - Cap. VIII

Al pisar la avenida del castillo, vi un gran número de damas y caballeros en traje de mañana, agrupados en la escalinata, unos, y otros paseando por la alameda del parque. El patio aparecía lleno de campesinos endomingados. El aspecto del castillo era de fiesta; por todas partes, flores, guirnaldas, festones y banderas.
El mayordomo me condujo al cuarto que se me había destinado en la planta baja, pidiéndome perdón por no poder ofrecerme otro mejor; pero había tanta gente en el castillo, que no le fué posible conservarme la habitación que ocupara en mi primera visita, por habérsela destinado a la señora del mariscal de la nobleza; mi nuevo cuarto, por lo demás, era muy decoroso, con vistas al parque y debajo de la habitación del conde; me vestí de etiqueta en seguida para la ceremonia, y encima me puse los ornamentos; pero el conde y su novia no parecían. Aquél había ido en busca de ella a Dowghielly; debió llegar hacía tiempo, mas como el tocado de una novia no es cosa baladí, el doctor advirtió a los invitados que, no debiendo servirse el almuerzo hasta después de celebrada la ceremonia religiosa, los apetitos impacientes harían bien en prevenirse pasando al comedor, en el que hallarían pasteles y licores variadísimos. Observé en aquel trance lo mucho que el aguardar excita a la murmuración; dos madres de lindas señoritas invitadas a la fiesta, se deshacían en epigramas contra la novia.
Era más de mediodía cuando una salva de mortero y algunos disparos de fusil avisaron la llegada de los novios, y, poco después, una carretela de gala penetró en la avenida, arrastrada por cuatro magníficos caballos. Por el sudor que cubría sus pechos, fácil era de ver que no fué culpa de ellos el retraso. Sólo venían en el coche la novia, la señora Dowghiello y el conde. Descendió éste y dió la mano a la señora Dowghiello. La señorita Iwinska, con un gracioso movimiento lleno de infantil coquetería, hizo ademán de ocultarse bajo su chal para eludir las curiosas miradas que de todas partes le dirigían. No obstante, se puso en pie en el coche e iba ya a tomar la mano del conde, cuando los caballos traseros, espantados sin duda por la lluvia de flores que los campesinos lanzaban a la novia, y acaso también porque sintieran ese extraño terror que el conde inspiraba a los animales, se encabritaron, resoplando; una rueda chocó con el guardacantón de la escalinata, y durante un momento creyóse que iba a sobrevenir un accidente. La señorita Iwinska lanzó un grito. Pero no tardó en tranquilizarse. El conde, tomándola en sus brazos, la condujo a lo alto de la escalinata tan fácilmente como si fuera una paloma. Todos aplaudimos su destreza y su caballeresca galantería. Los campesinos lanzaban estruendosos vivas, mientras la novia, roja por completo, reía y temblaba a la vez. El conde, no muy propicio a desembarazarse de carga tan encantadora, parecía enorgullecido mostrándola a la muchedumbre circundante...
De pronto, una mujer de alta estatura, pálida, enjuta, con el vestido en desorden, la cabellera suelta y contraído el semblante por el terror, apareció en lo alto de la escalinata sin que nadie pudiera saber de dónde venía.
-¡Al oso! -gritaba con aguda voz. ¡Al oso! ¡Los fusiles!... ¡Lleva una mujer! ¡Matadle! ¡Fuego! ¡Fuego!
Era la condesa. La llegada de la novia había atraído a todo el mundo a la escalinata, al patio o a las ventanas del castillo. Las mismas mujeres que cuidaban de la pobre loca, descuidaron su consigna, y así pudo escaparse sin que nadie lo notara y llegar hasta en medio de nosotros. La escena fué desagradabilísima. Se hizo preciso conducirla, a pesar de sus gritos y de su resistencia.
Como muchos invitados desconocían su padecimiento, hubo que darles explicaciones. Se cuchicheó durante mucho tiempo. Todos los rostros estaban entristecidos. «¡Mal presagio!» -decían las personas supersticiosas, y el número de ellas es grande en Lituania.
La señorita Iwinska, a pesar de todo, rogó que se le concedieran cinco minutos para hacerse el tocado y ponerse el velo de desposada, operación que duró una hora, más de lo necesario para que las personas que desconocían la enfermedad de la condesa se enteraran de ella con toda suerte de detalles.
Al fin reapareció la novia, magníficamente ataviada y cubierta de diamantes. Su tía la presentó a todos los invitados, y, cuando llegó el momento de pasar a la capilla, con gran sorpresa mía, y en presencia de todos los concurrentes, la señora Dowghiello dió una bofetada a su sobrina, bastante fuerte para hacer volver la cara a los que hubieran sufrido alguna distracción.
Aquella bofetada fué recibida con la resignación más perfecta, sin que nadie se asombrara de ello; solamente un hombre vestido de negro escribió no sé qué cosa en un papel que había traído, en el que algunos de los asistentes pusieron su firma con la mayor indiferencia. Hasta la finalización de la ceremonia no tuve la clave del enigma. De adivinarlo antes, me hubiera opuesto con toda la fuerza de mi sagrada misión a una tan odiosa práctica, que no tiene otra finalidad sino la de admitir un motivo de divorcio, simulando que el matrimo-nio se ha efectuado por causa de violencia material ejercida sobre una de las partes contratantes.
Después de la ceremonia religiosa me creí obligado a dirigir algunas palabras a la joven pareja, limitándome a hacerles ver la gravedad y santidad del vínculo que los unía, y como aun conservaba en la memoria el inoportuno post-script2tiin de la señorita Iwinska, le recordé a ésta que entraba en una nueva vida exenta de espar-cimientos y juveniles goces, y llena de serios deberes y graves pruebas. Esta parte de mi plática -tal se me antojó- produjo mucho efecto en la novia y también en todos los que entendían el alemán.
Con salvas de pólvora y jubilosos gritos, fué acogido el cortejo al salir de la capilla, dirigiéndose de allí al comedor. Como la comida era magnífica y aguzado el apetito, en su principio no se oyó otro ruido que el de cuchillos y tenedores; pero, a poco, y con la ayuda de los vinos de Champaña y de Hungría, se comenzó a charlar, a reír y aun a gritar. Se brindó por la salud de la novia en abundancia y con entusiasmo. Se iniciaba apenas la tranquilidad, cuando un viejo pan, de blancos bigotes, se levantó, y con voz formidable, dijo:
-Veo con dolor que nuestras viejas costumbres se pierden. Nunca nuestros padres hubiesen brindado con copas de cristal. Bebíamos en el zapato de la novia y hasta en su bota, es lo mismo, pues en mis tiempos las damas usaban botas de tafilete rojo. Demostremos, amigos, que aun somos verdaderos lituanos. Y tú, señora, dígnate darme tu zapato.
La novia, enrojeciendo, le respondió conteniendo la risa:
-Ven a cogerlo, señor...; pero yo no beberé en tu bota.
El viejo pan, no se lo hizo repetir. Hincóse galantemente de rodillas, descalzó a la novia un pequeño zapato de raso blanco con tacón rojo, lo llenó de vino de Champaña y bebió tan aprisa y hábilmente que apenas si derramó en su traje más de la mitad. El zapato corrió de mano en mano, y todos los hombres bebieron en él, aunque no sin trabajo. El viejo noble reclamó el zapato como preciosa reliquia, y la señora Dowghiello avisó a una camarera para que completara el tocado de su sobrina.
Aquel brindis fué seguido de otros muchos, y a poco, los invitados se mostraban tan escandalosos que me pareció conveniente no permanecer entre ellos. Me escapé del comedor sin que nadie lo notara, para respirar a mis anchas fuera del castillo; pero también aquí se me ofreció un poco edificante espectáculo. Los domésticos y campesinos, que tuvieron en abundancia cerveza y aguardiente, estaban, en su mayoría, beodos. Había habido disputas y tal cual cabeza cascada. Acá y allá, en el prado, se veían borrachos privados de sentido, y, en general, la fiesta tenía mucho de campo de batalla. Grande era mi curiosidad por conocer las danzas populares; pero en la mayoría de ellas llevaban la batuta desvergonzadas bohemias, y no creíí decente mezclarme a una tal algarabía. Volví, pues, a mi cuarto, leí un momento, me desnudé y me dormí a poco.
Las tres daban en el reloj del castillo cuando abrí los ojos. Era una noche clara, no obstante la bruma ligera que ensombrecía a la luna. Quise dormirme de nuevo, pero no pude conseguirlo. Según mi costumbre en semejantes casos, pretendí hacerme de un libro para estudiar, pero no hallé las cerillas a mi alcance. Me levanté e iba caminando a tientas por mi habitación, cuando un cuerpo opaco, bastante grande, cruzó por delante de mi ventana y cayó, con sordo ruido, en el jardín. Fué mi primera impresión que se trataba de un hombre, y creí que alguno de los borrachos se había caído por la ventana. Abrí la mía y miré, pero nada vi. Encendí, por último, una bujía, y, sin acostarme, me puse a repasar mi glosario hasta el momento en que se me trajo el té.
Hacia las once, volví al salón, en el que hallé muchas ojeras y muchas caras marchitas; en efecto: la fiesta, por lo que supe, terminó muy tarde. Ni el conde ni la condesa habían aparecido aún. A las once y media, después de muchas chanzas de mal gusto, se comenzó a murmurar en voz baja, al principio, y bastante alto, después. El doctor Froeber, bajo su responsabilidad, envió al ayuda de cámara del conde para que llamara a la puerta de su señor. Al cabo de un cuarto de hora volvió el criado, y, un poco trémulo, dijo al doctor que había llamado más de una docena de veces sin obtener respuesta. La señora Dowghiello, el doctor y yo, consultamos lo que había de hacerse. La inquietud del ayuda de cámara se apoderó de mí. Subimos los tres con él. Ante la puerta nos encontramos a la camarera de la joven condesa, asustada por completo y asegurando que alguna desgracia debía haber ocurrido porque la ventana de la señora estaba abierta de par en par. Recordé con terror aquel pesado cuerpo que vi caer ante mi ventana. Llamamos fuertemente. Nada. Por último, el ayuda de cámara trajo una barra de hierro y forzamos la puerta... Me falta valor para describir el espectáculo que se ofreció a nuestros ojos. La joven condesa aparecía muerta sobre el lecho, horriblemente destrozado el rostro y abierta y cubierta de sangre la garganta. El conde había desaparecido, y nadie, después, tuvo noticias suyas.
El doctor examinó la tremenda herida de la joven.
-¡No es ésta herida de arma blanca -exclamó; es una mordedura!

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El doctor cerró su libro, y con aire absorto contempló el fuego.
-¿Ha terminado la historia? -preguntó Adelaida.
-¡Ha terminado! -repuso el profesor con lúgubre acento.
-Pero -insistió ella- ¿por qué la ha titulado Lokis? Ni uno solo de sus personajes se llama así.
-Ese no es un nombre de hombre -dijo el profesor. A ver, Teodoro, ¿comprende lo que quiere decir Lokis?
-De ninguna manera.
-Si conociera perfectamente la ley de transformación del sánscrito al lituano, vería en lokis el sánscrito arkcha o rikscha. Se llama lokis en lituano lo que entre los griegos se llamó ά ρ Χ ζ ο ς, ursus, entre los latinos, y entre los alemanes, bär.
Ahora comprenderá mi epígrafe:

Miszka su Lokiu
Abu du tokiu.

Ya sabe que, en la fábula del Zorro, el oso se llama damp Brun. Entre los eslavos, con el nombre de Miguel; Miszka, en lituano; apodo que reemplaza, casi siempre, al nombre genérico lokis. De igual modo los franceses han olvidado la palabra neolatina, goupil o gorpil, para sustituirla con la de renard. Le citaré, otros ejemplos...
Pero Adelaida observó que era tarde, y todos se retiraron.

1.078. Merimee (Prospero) - 046

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