Al pisar la avenida del castillo, vi un gran número
de damas y caballeros en traje de mañana, agrupados en la escalinata, unos, y
otros paseando por la alameda del parque. El patio aparecía lleno de campesinos
endomingados. El aspecto del castillo era de fiesta; por todas partes, flores,
guirnaldas, festones y banderas.
El mayordomo me condujo al cuarto que se me había
destinado en la planta baja, pidiéndome perdón por no poder ofrecerme otro
mejor; pero había tanta gente en el castillo, que no le fué posible conservarme
la habitación que ocupara en mi primera visita, por habérsela destinado a la
señora del mariscal de la nobleza; mi nuevo cuarto, por lo demás, era muy
decoroso, con vistas al parque y debajo de la habitación del conde; me vestí de
etiqueta en seguida para la ceremonia, y encima me puse los ornamentos; pero el
conde y su novia no parecían. Aquél había ido en busca de ella a Dowghielly;
debió llegar hacía tiempo, mas como el tocado de una novia no es cosa baladí,
el doctor advirtió a los invitados que, no debiendo servirse el almuerzo hasta
después de celebrada la ceremonia religiosa, los apetitos impacientes harían
bien en prevenirse pasando al comedor, en el que hallarían pasteles y licores
variadísimos. Observé en aquel trance lo mucho que el aguardar excita a la
murmuración; dos madres de lindas señoritas invitadas a la fiesta, se deshacían
en epigramas contra la novia.
Era más de mediodía cuando una salva de mortero y
algunos disparos de fusil avisaron la llegada de los novios, y, poco después,
una carretela de gala penetró en la avenida, arrastrada por cuatro magníficos
caballos. Por el sudor que cubría sus pechos, fácil era de ver que no fué culpa
de ellos el retraso. Sólo venían en el coche la novia, la señora Dowghiello
y el conde. Descendió éste y dió la mano a la señora Dowghiello. La
señorita Iwinska, con un gracioso movimiento lleno de infantil coquetería, hizo
ademán de ocultarse bajo su chal para eludir las curiosas miradas que de todas
partes le dirigían. No obstante, se puso en pie en el coche e iba ya a tomar la
mano del conde, cuando los caballos traseros, espantados sin duda por la lluvia
de flores que los campesinos lanzaban a la novia, y acaso también porque
sintieran ese extraño terror que el conde inspiraba a los animales, se
encabritaron, resoplando; una rueda chocó con el guardacantón de la escalinata,
y durante un momento creyóse que iba a sobrevenir un accidente. La señorita Iwinska
lanzó un grito. Pero no tardó en tranquilizarse. El conde, tomándola en sus
brazos, la condujo a lo alto de la escalinata tan fácilmente como si fuera una
paloma. Todos aplaudimos su destreza y su caballeresca galantería. Los
campesinos lanzaban estruendosos vivas, mientras la novia, roja por completo,
reía y temblaba a la vez. El
conde, no muy propicio a desembarazarse de carga tan encantadora, parecía
enorgullecido mostrándola a la muchedumbre circundante...
De pronto, una mujer de alta estatura, pálida,
enjuta, con el vestido en desorden, la cabellera suelta y contraído el
semblante por el terror, apareció en lo alto de la escalinata sin que nadie
pudiera saber de dónde venía.
-¡Al oso! -gritaba con aguda voz. ¡Al oso! ¡Los
fusiles!... ¡Lleva una mujer! ¡Matadle! ¡Fuego! ¡Fuego!
Era la
condesa. La llegada de la novia había atraído a todo el mundo
a la escalinata, al patio o a las ventanas del castillo. Las mismas mujeres que
cuidaban de la pobre loca, descuidaron su consigna, y así pudo escaparse sin
que nadie lo notara y llegar hasta en medio de nosotros. La escena fué
desagradabilísima. Se hizo preciso conducirla, a pesar de sus gritos y de su
resistencia.
Como muchos invitados desconocían su padecimiento,
hubo que darles explicaciones. Se cuchicheó durante mucho tiempo. Todos los
rostros estaban entristecidos. «¡Mal presagio!» -decían las personas
supersticiosas, y el número de ellas es grande en Lituania.
Al fin reapareció la novia, magníficamente ataviada y
cubierta de diamantes. Su tía la presentó a todos los invitados, y, cuando
llegó el momento de pasar a la capilla, con gran sorpresa mía, y en presencia
de todos los concurrentes, la señora Dowghiello dió una bofetada a su sobrina,
bastante fuerte para hacer volver la cara a los que hubieran sufrido alguna
distracción.
Aquella bofetada fué recibida con la resignación más
perfecta, sin que nadie se asombrara de ello; solamente un hombre vestido de
negro escribió no sé qué cosa en un papel que había traído, en el que algunos
de los asistentes pusieron su firma con la mayor indiferencia. Hasta la
finalización de la ceremonia no tuve la clave del enigma. De adivinarlo antes,
me hubiera opuesto con toda la fuerza de mi sagrada misión a una tan odiosa
práctica, que no tiene otra finalidad sino la de admitir un motivo de divorcio,
simulando que el matrimo-nio se ha efectuado por causa de violencia material
ejercida sobre una de las partes contratantes.
Después de la ceremonia religiosa me creí obligado a
dirigir algunas palabras a la joven pareja, limitándome a hacerles ver la
gravedad y santidad del vínculo que los unía, y como aun conservaba en la
memoria el inoportuno post-script2tiin de la señorita Iwinska ,
le recordé a ésta que entraba en una nueva vida exenta de espar-cimientos y
juveniles goces, y llena de serios deberes y graves pruebas. Esta parte de mi
plática -tal se me antojó- produjo mucho efecto en la novia y también en todos
los que entendían el alemán.
Con salvas de pólvora y jubilosos gritos, fué acogido
el cortejo al salir de la capilla, dirigiéndose de allí al comedor. Como la
comida era magnífica y aguzado el apetito, en su principio no se oyó otro ruido
que el de cuchillos y tenedores; pero, a poco, y con la ayuda de los vinos de
Champaña y de Hungría, se comenzó a charlar, a reír y aun a gritar. Se brindó
por la salud de la novia en abundancia y con entusiasmo. Se iniciaba apenas la
tranquilidad, cuando un viejo pan, de blancos bigotes, se levantó, y con voz
formidable, dijo:
-Veo con dolor que nuestras viejas costumbres se
pierden. Nunca nuestros padres hubiesen brindado con copas de cristal. Bebíamos
en el zapato de la novia y hasta en su bota, es lo mismo, pues en mis tiempos
las damas usaban botas de tafilete rojo. Demostremos, amigos, que aun somos
verdaderos lituanos. Y tú, señora, dígnate darme tu zapato.
La novia, enrojeciendo, le respondió conteniendo la
risa:
-Ven a cogerlo, señor...; pero yo no beberé en tu
bota.
El viejo pan, no se lo hizo repetir. Hincóse
galantemente de rodillas, descalzó a la novia un pequeño zapato de raso blanco
con tacón rojo, lo llenó de vino de Champaña y bebió tan aprisa y hábilmente
que apenas si derramó en su traje más de la mitad. El zapato corrió
de mano en mano, y todos los hombres bebieron en él, aunque no sin trabajo. El
viejo noble reclamó el zapato como preciosa reliquia, y la señora Dowghiello
avisó a una camarera para que completara el tocado de su sobrina.
Aquel brindis fué seguido de otros muchos, y a poco,
los invitados se mostraban tan escandalosos que me pareció conveniente no
permanecer entre ellos. Me escapé del comedor sin que nadie lo notara, para
respirar a mis anchas fuera del castillo; pero también aquí se me ofreció un
poco edificante espectáculo. Los domésticos y campesinos, que tuvieron en
abundancia cerveza y aguardiente, estaban, en su mayoría, beodos. Había habido
disputas y tal cual cabeza cascada. Acá y allá, en el prado, se veían borrachos
privados de sentido, y, en general, la fiesta tenía mucho de campo de batalla.
Grande era mi curiosidad por conocer las danzas populares; pero en la mayoría
de ellas llevaban la batuta desvergonzadas bohemias, y no creíí decente
mezclarme a una tal algarabía. Volví, pues, a mi cuarto, leí un momento, me
desnudé y me dormí a poco.
Las tres daban en el reloj del castillo cuando abrí
los ojos. Era una noche clara, no obstante la bruma ligera que ensombrecía a la luna. Quise dormirme
de nuevo, pero no pude conseguirlo. Según mi costumbre en semejantes casos,
pretendí hacerme de un libro para estudiar, pero no hallé las cerillas a mi
alcance. Me levanté e iba caminando a tientas por mi habitación, cuando un
cuerpo opaco, bastante grande, cruzó por delante de mi ventana y cayó, con
sordo ruido, en el jardín. Fué mi primera impresión que se trataba de un
hombre, y creí que alguno de los borrachos se había caído por la ventana. Abrí la mía
y miré, pero nada vi. Encendí, por último, una bujía, y, sin acostarme, me puse
a repasar mi glosario hasta el momento en que se me trajo el té.
Hacia las once, volví al salón, en el que hallé
muchas ojeras y muchas caras marchitas; en efecto: la fiesta, por lo que supe,
terminó muy tarde. Ni el conde ni la condesa habían aparecido aún. A las once y
media, después de muchas chanzas de mal gusto, se comenzó a murmurar en voz
baja, al principio, y bastante alto, después. El doctor Froeber, bajo su
responsabilidad, envió al ayuda de cámara del conde para que llamara a la
puerta de su señor. Al cabo de un cuarto de hora volvió el criado, y, un poco
trémulo, dijo al doctor que había llamado más de una docena de veces sin
obtener respuesta. La
señora Dowghiello , el doctor y yo, consultamos lo que había
de hacerse. La inquietud del ayuda de cámara se apoderó de mí. Subimos los tres
con él. Ante la puerta nos encontramos a la camarera de la joven condesa,
asustada por completo y asegurando que alguna desgracia debía haber ocurrido
porque la ventana de la señora estaba abierta de par en par. Recordé con terror
aquel pesado cuerpo que vi caer ante mi ventana. Llamamos fuertemente. Nada.
Por último, el ayuda de cámara trajo una barra de hierro y forzamos la puerta... Me falta
valor para describir el espectáculo que se ofreció a nuestros ojos. La joven
condesa aparecía muerta sobre el lecho, horriblemente destrozado el rostro y
abierta y cubierta de sangre la
garganta. El conde había desaparecido, y nadie, después, tuvo
noticias suyas.
El doctor examinó la tremenda herida de la joven.
-¡No es ésta herida de arma blanca -exclamó; es una
mordedura!
...........................................................................................
El doctor cerró su libro, y con aire absorto
contempló el fuego.
-¿Ha terminado la historia? -preguntó Adelaida.
-¡Ha terminado! -repuso el profesor con lúgubre
acento.
-Pero -insistió ella- ¿por qué la ha titulado Lokis?
Ni uno solo de sus personajes se llama así.
-Ese no es un nombre de hombre -dijo el profesor. A
ver, Teodoro, ¿comprende lo que quiere decir Lokis?
-De ninguna manera.
-Si conociera perfectamente la ley de transformación
del sánscrito al lituano, vería en lokis
el sánscrito arkcha o rikscha. Se llama lokis en lituano lo que entre los griegos se llamó ά ρ Χ ζ ο ς,
ursus, entre los latinos, y entre los alemanes, bär.
Ahora comprenderá mi epígrafe:
Miszka
su Lokiu
Abu
du tokiu.
Ya sabe que, en la fábula del Zorro, el oso se llama damp Brun. Entre los eslavos, con el
nombre de Miguel; Miszka, en lituano; apodo que reemplaza, casi siempre, al
nombre genérico lokis. De igual modo
los franceses han olvidado la palabra neolatina, goupil o gorpil, para
sustituirla con la de renard. Le
citaré, otros ejemplos...
Pero Adelaida observó que era tarde, y todos se
retiraron.
1.078. Merimee (Prospero) - 046
No hay comentarios:
Publicar un comentario