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lunes, 20 de octubre de 2014

De viaje

A Gustave Todouze.

I

El vagón estaba completo desde Cannes; se char­laba, todo el mundo se conocía. Cuando pasaron por Tarascón, alguien dijo: "Aquí es donde se asesina a la gente". Y se pusieron a hablar del asesino impo­sible de atrapar que, desde hacía dos años, se rega­laba de tiempo en tiempo, con la vida de un viajero. Cada cual hacía suposiciones o daba su opinión; las mujeres miraban estremecidas, la' noche oscura al otro lado de los cristales, con el temor de ver apare­cer de pronto, en la ventana, la cabeza de un hombre. Se comenzó a contar historias terribles de malos en­cuentros, de conversaciones con locos en un tren rá­pido, de horas pasadas frente a un personaje sospe­choso.
Cada hombre sabía una anécdota a su favor, cada uno de ellos había intimidado, echado por tierra y agarrotado a algún malhechor en circunstancias sor­prendentes, con una presencia de ánimo y una auda­cia admirables. Un médico, que pasaba los inviernos en el sur, quiso a su vez contar una aventura:
-Yo -dijo- nunca he tenido ocasión de compro­bar mi valor en un asunto de esta clase; pero he co­nocido una mujer, una de mis clientes que ya ha muer­to, a quien sucedió la más singular aventura del mun­do y también la más misteriosa y enternecedora.
Era una rusa, la condesa María Baranov, una gran dama, de una exquisita belleza. Ustedes saben qué be­llas son las rusas, con su fina nariz, su boca delica­da, sus ojos cercanos entre sí, de un indefinible color, de un azul grisáceo, y con su gracia fría, un poco du­ra... Tienen algo maligno y seductor, altivo y suave, tierno y severo, siempre encantador para un fran­cés.En' él fondo, tal vez es sólo la diferencia de raza y de tipo lo que me hace encontrar tantas cosas en ellas.
Su médico, desde hacía muchos años, la veía ame­nazada de una enfermedad tuberculosa y trataba de decidirla a venir al sur de Francia; pero ella se nega­ba obstinadamente a dejar San Petersburgo. Por fin, el último otoño, juzgándola perdida, el doctor avisó al marido, quien ordenó inmediatamente a su mujer que partiera para Menton.
Tomó el tren, sola en un coche, y la gente de su servidumbre ocupaba otro compartimiento. Iba un poco triste, mirando por la ventanilla, viendo pasar campiñas y pueblos, sintiéndose muy aislada, muy abandonada en la vida, sin hijos, casi sin parientes, con un marido cuyo amor estaba muerto y que la echaba al otro extremo del mundo sin acompañarla, como se manda al hospital un lacayo enfermo.
En cada estación, su criado Iván venía a pregun­tarle si nada le hacía falta. Era un viejo doméstico, ciegamente abnegado para con ella, dispuesto a cumplir todas las órdenes que le diera.
Caía la noche y el tren iba a toda velocidad. Ella no podía dormir, nerviosa hasta el exceso. De súbito, se le ocurrió contar el dinero que su marido le había entregado en el último minuto, en oro francés. Abrió su saquillo y vació sobre su falda la ola de reluciente metal.
Pero de pronto un soplo de aire húmedo le azotó el rostro. Sorprendida, levantó la cabeza. La portezue­la acababa de abrirse. La condesa María, desconcer­tada, echó una bufanda sobre el dinero que tenía en su falda, y esperó. Pocos segundos después apareció un hombre, sin sombrero, herido en una mano, ja­deando, en traje de etiqueta. Volvió a cerrar la por­tezuela, se sentó, miró con ojos relucientes a su ve­cina; luego se envolvió con un pañuelo la muñeca, de la que brotaba sangre.
La joven señora se sintió desfallecer de miedo. Aquel hombre, segura-mente, la había visto contar su oro, y venía para robar y matarla.
El la seguía mirando, jadeante, convulso el rostro, dispuesto a saltar sobre ella, indudablemente. Y di­jo de pronto:
-Señora, no tenga miedo.
Ella no contestó, incapaz de despegar los labios, oyendo latir su corazón y el zumbar de sus oídos. El añadió:
-No soy un malhechor, señora.
Y ella seguía sin hablar; pero en un brusco movi­miento que hizo, sus rodillas se juntaron y el oro res­baló a la alfombra como corre el agua de una llave.
El hombre, sorprendido, miraba aquella corriente de metal y se agachó para recogerlo.
Ella, azorada, se levantó echando al suelo toda su fortuna, y corrió hacia la portezuela para lanzarse afuera. Pero él comprendió lo que pensaba hacer, se levantó de un salto, la cogió entre sus brazos, la hizo sentarse a viva fuerza y sosteniéndola por las muñe­cas, le dijo: -Escúcheme, señora. No soy un malhe­chor, y la prueba está en que voy a recoger ese dine­ro y devolvérselo. Pero soy un hombre perdido, un hombre muerto si usted no me ayuda a pasar la frontera. No puedo decirle más. Dentro de una hora estaremos en la última estación rusa; dentro de una hora y veinte minutos pasaremos el límite del Im­perio. Si usted no me socorre, estoy perdido. Y sin embargo, ni he robado, ni he matado, ni he hecho na­da contra el honor. Se lo juro. No puedo decirle más.
Y poniéndose de rodillas, recogió el oro hasta de bajo de las banquetas, buscando las piezas que ha­bían rodado más lejos. Luego, cuando el saquillo de cuero estuvo lleno otra vez, se lo dio a su vecina sin decir palabra, y volvió a sentarse al otro lado del va­gón.
No se movían ninguno de los dos. Ella permanecía quieta y muda, aun desfalleciente de terror, pero cal­mándose poco a poco. El no hacía el menor gesto, el menor movimiento. Permanecía derecho, los ojos fijos, muy pálido, como si estuviera muerto. De vez en vez ella echaba hacia él una mirada rápida, que pronto dirigía a otro lado. Era un hombre de unos treinta años, muy hermoso, con toda la apariencia de un gentilhombre.
Corría el treni por las tinieblas, arrojaba a la noche sus silbidos desgarradores, disminuía a ratos la mar­cha, luego la reiniciaba a toda velocidad. Pero de pronto calmó su paso, silbó repetidas veces y se de­tuvo.
Iván apareció dispuesto a recibir órdenes.
La condesa María, con voz temblorosa, miró una vez más a su extraño compañero de viaje y dijo a su servidor con tono brusco:
-Iván, vas a volver junto al conde. No te necesito. El hombre, desconcertado, abría ojos tamaños. Balbuceó:
-Pero... barina...
Ella añadió:
-No, no tienes que venir; he cambiado de parecer. Quiero que te quedes en Rusia. Toma; ahí tienes dinero para regresar. Dame tu gorro y tu abrigo.
El viejo criado, lleno de extrañeza, entregó su abri­go y su gorro a la mujer, obedeciendo sin responder, habituado a los súbitos caprichos irresistibles de sus amos. Y se alejó con lágrimas en los ojos.
El tren volvió a partir, corriendo hacia la fronte­ra. La condesa María dijo a su vecino:
-Estas cosas son para usted, señor, es usted Iván, mi criado. No pongo sino una condición a esto que hago: y es que usted no me hablará nunca, que no me dirá una palabra, ni para agradecerme ni para nada.
El desconocido se inclinó en silencio.
Pronto se detuvo el tren de nuevo, y funcionarios en uniforme lo visitaron. La condesa pasó los docu­mentos, señalando al hombre sentado al fondo del vagón:
-Es mi criado Iván; aquí está el pasaporte.
El tren se puso en marcha.
Durante toda la noche, ambos estuvieron frente a frente, silenciosos.
Al llegar el día, y detenerse el tren en una estación alemana, el desconocido bajó; luego, junto a la por­tezuela, dijo:
-Perdóneme señora que rompa mi promesa; pero yo la he privado de su criado, y es justo que lo subs­tituya. ¿No necesita nada?.
Ella respondió fríamente:
-Vaya a buscar a mi doncella.
El fue, y luego desapareció.
Cuando ella bajaba en alguna estación, lo veía de lejos. El la miraba. Llegaron a Menton.

II

El doctor se calló un momento y luego continuó:
-Un día, cuando yo recibía a mis clientes en mi consulta, vi entrar a un hombre alto que me dijo.
-Doctor, vengo a preguntarle noticias de la con­desa María Baranov. Soy, aunque ella no me cono­ce, amigo de su marido.
Respondí:
-Desahuciada. No volverá nunca a Rusia.
Y de súbito el hombre se puso a sollozar. Luego se levantó y salió tropezando como un borracho.
Advertí aquella misma tarde a la condesa que un extranjero había venido a preguntar por su salud. Ella pareció conmovida y me contó la historia que acabo de narrarles a ustedes. Y añadió:
-Ese hombre que yo no conozco, me sigue ahora como mi sombra. Lo encuentro cada vez que salgo; me mira de un modo extraño, pero nunca me ha ha­blado.
Pensó un momento y dijo:
-Apuesto cualquier cosa a que está ahí en la calle, bajo mis ventanas.
Se levantó del sillón, fue a apartar las.cortinas y me mostró, efectivamente, al hombre que había ve­nido a buscarme sentado en uno de los bancos del paseo, los ojos alzados hacia el hotel. Nos vio, se le­vantó y se fué sin volver ni una vez la cabeza.
Y entonces sorprendí una cosa extraña y doloro­sa, en ese amor mudo de aquellos dos seres que no se conocían.
El la amaba con la devoción de un animal al que le han salvado la vida; un amor reconocido hasta la muerte. Todos los días iba a mi consulta a preguntar­me cómo estaba la condesa, comprendiendo que yo había, adivinado de qué se trataba. Y lloraba cuando la había visto pasar más débil y más pálida cada día.
Ella me decía:
-No he hablado sino una sola vez con ese hom­bre, y me parece que le conozco desde hace veinte años.
Cuando se encontraban, ella le devolvía el saludo, con una sonrisa grave y encantadora. Yo la sentía feliz, a ella tan abandonada que se sabía perdida, la sentía feliz por ser amada de aquel modo, con aquel respeto y aquella constancia, con aquella poesía exagerada, con aquella dedicación dispuesta a todo. Sin embargo, fiel a su obstinación de exaltada, se negaba desesperadamente a recibirle, a conocer su nombre, a hablarle. Decía: "No, no. Eso echaría a perder esta extraña amistad. Es necesario que per­manezcamos lejanos el uno del otro".
En cuanto a él, era ciertamente una especie de Don Quijote, pues no hacía nada por acercarse a ella.
Quería mantener hasta el final la absurda promesa de no hablarle nunca, la promesa que había hecho en el tren.
A veces, durante sus largas horas de debilidad, ella se levantaba del sillón, iba a entreabrir la cortina pa­ra ver si éll estaba allí, bajo su ventana. Y cuando lo había visto, siempre inmóvil en su banco, volvía a sentarse con una sonrisa en los labios.
Murió la condesa una mañana, alrededor de las diez. Al salir yo del hotel, él se me acercó, con la expresión trastornada. Ya sabía la noticia.
-Quisiera verla un momento, delante de usted, -me dijo.
Le cogí del brazo y volví a entrar a la casa.
Cuando estuvo ante el lecho de la muerta, le tomó la mano y la besó con un beso interminable; luego sa­lió corriendo, como un perturbado.
El doctor se calló de nuevo, y al poco rato añadió:
-Esta es la más singular aventura dé ferrocarril que conozco. Preciso es decir también que los hom­bres son unos seres absurdos y locos.
Una mujer murmuró a media voz:
-Esos dos seres han sido menos locos de lo que usted cree....
Eran... eran ...
Pero no podía hablar, pues lloraba. Y como se cambió de conversación para calmarla, no se supo lo que había querido decir.

1.042. Maupassant (Guy de) - 052

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