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lunes, 20 de octubre de 2014

Pierrot

A Henry Rouzon.

La señora Lefevre era una dama campesina, viu­da, una de esas palurdas a medias, que usan muchos cintajos y complicados sombreretes, que hablan con rudeza, toman en público aires de importancia y ocultan un alma burda y vanidosa bajo aspectos cómicos y currutacos, como disimulan sus bastas manos bajo guantes de seda cruda.
Tenía como sirvienta a una buena y sencilla cam­pesina llamada Rosa.
Ambas habitaban una casita de verdes persianas, junto a un camino, en Normandía, en el centro de la región de Caux.
Como tenían ante su vivienda un estrecho jar­dín, cultivaban algunas legumbres.
Una noche les robaron media docena de cebollas.
Cuando Rosa se dio cuenta del robo, corrió a avi­sarle a la señora, que bajó en refajo de lana. Fué aquello una desolación, un terror. ¡Le habían roba­do, robado a la señora Lefevre! ¡Así pues, en el país había ladrones y la cosa podría repetirse!
Y las dos mujeres, horrorizadas, contemplaban las huellas, suponían cosas: "Mire, han pasado por aquí. Han puesto los pies sobre el muro. Han saltado al reborde".
Y se espantaban ante el porvenir. ¿Cómo iban a dormir tranquilas ahora?
El rumor del robo se extendió. Los vecinos llega­ron, comprobaron, discútieron a su vez; y las dos mu­jeres explicaban a cada recién llegado sus observa­ciones y sus ideas.
Un granjero vecino les dió este consejo: "Sería muy conveniente que tuvieran ustedes un perro".
Era verdad eso. Debían tener un perro, aun cuan­do no fuera más que para dar la alarma. No un pe­rro demasiado grande, no. ¿Qué harían ellas con un perrazo en la casa? Se arruinarían alimentándolo, Pero un perrillo, un gozque ladrador, eso sí serviría.
Cuando la gente hubo partido, la señora Lefevre discutió por largo tiempo la idea de tener un perro. Después de reflexionar, hacía mil objeciones, ate­rrorizada por el pensamiento de un lebrillo lleno de comida. Era ella una de esas señoras campesinas que llevan siempre unos céntimos en el bolso para darlos como limosna, ostensiblemente, a los pobres de los caminos, y para contribuir a las colectas del domingo.
Rosa, que tenía afección por los animales, expuso sus razones y las defendió con astucia. Y se decidió adquirir un perro, un perrito.
Empezaron a buscarlo, pero no se podía encon­trar sino perros de gran tamaño, tragadores de sopa hasta más no poder. El tendero de Rolleville tenía un perro pequeñín. Pero exigía que se le pagaran dos francos, para reponerse de los gastos de crianza. La señora Lefevre afirmó que estaba dispuesta a alimen­tar un perro, pero que no lo compraría.
El panadero, que sabía de los acontecimientos, llevó una mañana, en su carretela, un extraño ani­malito pajizo, casi sin patas, con un cuerpo de co­codrilo, cabeza de zorro y rabo en trompeta, un ver­dadero penacho tan grande como todo el resto de su persona. Un cliente quería deshacerse del ani­malillo. La señora Lefevre encontró bastante hermo­so aquel gozquejo inmundo, que no le costaba nada. Rosa lo besó y preguntó cómo lo llamaban. El pa­nadero respondió que lo llamaban "Pierrot".
Fué colocado en un viejo cajón de jabón y le die­ron a beber agua. Bebió. En seguida le presentaron un pedazo de pan. Comió. La señora Lefevre, inquie­ta, tuvo una idea. "Cuando esté acostumbrado a la casa, le dejaremos en libertad, y él mismo se busca­rá su comida por ahí".
Y le dejaron libre, lo que no impidió que estuvie­ra hambriento. No ladraba, por lo demás, sino para reclamar su comida. Pero en este caso ladraba insis­tentemente. Todo el mundo podía entrar en el jar­dín; Pierrot iba a acariciar a quienquiera que llegase, y permanecía absolutamente mudo.
Entre tanto, la señora Lefevre se había acostum­brado al animal; hasta había llegado a quererlo, y a pasarle con su mano, de vez en vez, mendrugos mo­jados en salsa.
Pero no había pensado en el impuesto, y cuando le pidieron ocho francos -¡ocho francos, señora! ­por aquel gozquejo insignificante que ni siqaiera la­drabá, estuvo a punto de desmayarse.
Se decidió inmediatamente que había que desem­barazarse del perrillo. Nadie lo quiso y en diez le­guas a la redonda, todos los campesinos se negaron a "darle la morcilla". Esto es, a envenenarlo, para quitarlo de en medio.
En medio de una llanura espaciosa se ve una es­pecie de choza o, mejor dicho, un techadillo de bá­lago colocado sobre el suelo. Es la entrada de la man­tillera. Un gran pozo, derecho, se hunde hasta vein­te metros bajo tierra, para llegar a una serie de lar­gas galerías subterráneas. Se baja una vez al año a esta mina, en la época en que se echa el mantillo so­bre los campos. El resto del tiempo sirve de cemen­terio a los perros que se quiere abandonar; y a veces cuando se pasa cerca del orificio, se oyen quejumbro­sos aullidos, furiosos ladridos desesperados, lamenta­bles llamadas.
Los perros de los cazadores y de los pastores, hu­yen con espanto de las cercanías de aquel boquete gemebundo; y cuando uno se asoma, percibe un abo­minable hedor a podredumbre.
Dramas terribles se llevan a cabo en aquella os­curidad.
Cuando un animal agoniza desde hace diez o doce días en el fondo, alimentado por los restos inmundos de sus predecesores, un nuevo animal, más grande, más vigoroso sin duda, es arrojado allí de súbito. Allí quedan los dos solos, hambrientos, relucientes los ojos. Se miran, se siguen, titubean ansiosos. Pe­ro el hambre los impulsa; se atacan, luchan encar­nizadamente por largo tiempo; y el más fuerte de. vora al más débil, lo devora vivo.
Se decidió a echar allí a Pierrot, y se buscó un eje­cutor. El peón caminero pidió cinco francos por la gestión. Esto pareció locamente exagerado a la se­ñora Lefevre. Un vecino se contentaba con dos fran­cos; pero aun era demasiado; y habiendo opinado Rosa que era mejor que lo llevaran ellas mismas, puesto que así nadie lo martirizaría de camino, se decidió que irían juntas al caer la noche.
Aquella tarde le dieron una buena sopa con un poco de manteca. Se la tomó hasta la última gota, y, cuando meneaba la cola de contento, Rosa le cogió y lo envolvió en su delantal. Iban a largos pasos, co­mo merodeadores, por la llanura. Pronto vieron la mantillera y se acercaron. La señora Lefevre se aso­mó para saber si había algún animal que gimiera allí abajo. No, no había ninguno.° Entonces Rosa llo­rando besó a Pierrot y lo arrojó al boquete. Ambas se inclinaron, aguzando los oídos.
Al principio oyeron un ruido sordo; luego la queja aguda, desgarradora, de un animal herido; luego una sucesión de cortos gritos de dolor; luego llamadas desesperadas, súplicas del perro que imploraba con la cabeza levantada hacia la abertura.
¡Ladraba!, ¡oh, ladraba!
Y se fueron llenas de remordimientos, de espanto, de un terror inexplicable; huyeron a todo correr. Y como Rosa iba más deprisa, la señora Lefevre le gritaba: "¡Espéreme, Rosa, espéreme!"
Pasaron la noche atormentadas por pesadillas.
La señora Lefevre soñó que se sentaba a la mesa para tomar su sopa, pero cuando destapaba la sope­ra, Pierrot estaba dentro, saltaba y la mordía en la nariz.
Se despertó y creyó oír ladrar el perrillo todavía. Escuchó; se había engañado.
Durmióse de nuevo y se encontró sobre una ca­rretera, interminable, y de súbito, en medio vio un canasto, un gran canasto abandonado; este canasto le daba miedo.
Terminó empero, por abrirlo, y Pierrot que esta­ba dentro, acurrucado, le atrapó la mano y no se la soltaba; ella se sabía perdida, llevando así en el ex­tremo de su brazo al perro, colgando con los dien­tes apretados.
Se levantó al amanecer, medio loca, y corrió hacia la mina.
Pierrot ladraba, todavía ladraba, había pasado la noche ladrando. La mujer empezó a sollozar y le llamó con mil palabrillas cariñosas. El respondió con todas las inflexiones tiernas de su voz de perro.
Entonces ella quiso volverle a ver, prometiéndo­se hacerlo feliz hasta su muerte.
Corrió a casa del pocero encargado de extraer el mantillo y le contó su caso. El hombre oía sin decir palabra. Cuando ella terminó, dijo el hombre: "¿Quie­re usted su perro? Eso costará cuatro francos".
Ella dio un respingo y todo su dolor desapareció como por ensalmo.
-¿Cuatro francos? ¿Está usted loco? ¿Cuatro francos?
Y él respondió:
-¿Cree usted que voy a llevar hasta allí mis cuer­das, mis manivelas, y colocarlo todo, y bajar con mi muchacho a riesgo de que su perrillo me muerda, por el gusto de devolvérselo? No haberlo echado, en ese caso.
Ella se fue indignada. -¡Cuatro francos!
Apenas llegada a su casa, llamó a Rosa y le expu­so las aspiraciones del pocero. Rosa, siempre resigna­da, repetía "¡Cuatro francos! Es mucho dinero, se­ñora!". Y añadió: "¿Y si le echáramos de comer, al pobre perro, para que no se muera de hambre?"
La señora Lefevre aprobó feliz. Y allá se encami­naron con un gran pedazo de pan untado en mante­ca.
Lo cortaron en trozos que fueron echando uno tras otro; hablando a Pierrot al mismo tiempo. Y apenas el perro se habla comido un trozo, ladraba para pedir otro.
Volvieron por la tarde, y al otro y todos los días. Pero no hacían sino un viaje.
Y una mañana, en el momento de echar el primer bocado, oyeron de pronto un ladrido formidable en el pozo. ¡Había dos! ¡Hablan echado otro perro, uno grande!
Rosa gritó: -¡Pierrot!
Y Pierrot ladró, ladró. Entonces se pusieron a echar más comida. Pero, cada vez oían un empujón terri­ble y luego los quejidos de Pierrot mordido por su compañero que, siendo más fuerte, se lo comía todo.
Inútil era que ellas especificaran: "¡Eso va para ti, Pierrot!" "Pierrot, evidentemente, no conseguía nada.
Sin saber qué hacer, las dos mujeres se miraban. Y la señora Lefevre dijo con voz agria:
-Yo no puedo estar alimentando a todos los pe­rros que echen ahí dentro. Hay. que renunciar a venir.
Y sofocada por la idea de tantos perros alimenta­dos a sus expensas, se fue, llevándose lo que aún que­daba de pan; y de camino se puso a comer de aquél.
Rosa la seguía, enjugándose los ojos con una pun­ta del delantal.

1.042. Maupassant (Guy de) - 052

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