Nunca hubiera él soñado con tan buena fortuna.
Hijo de un alguacil provinciano, Juan Marín, había venido como tantos otros a
estudiar Derecho en el barrio latino. En los diferentes figones que había
frecuentado sucesivamente, había hecho amistad con numerosos estudiantes
charlatanes, que escupían política y bebían cerveza. Cobró admiración por
ellos y los siguió con obstinación, de café en café, llegando a pagar sus
consumiciones, cuando tenía dinero.
Luego se hizo abogado y defendió causas que perdió.
Y una mañana, leyendo el diario, vió que uno de sus antiguos camaradas del
barrio latino acababa de ser elegido diputado.
De nuevo fue su perro fiel, el amigo que hace recados,
al que se manda a buscar cuando se tiene necesidad de él y con el que uno
nunca se molesta. Pero sucedió que, por aventura párlamentaria, el diputado
llegó a ministro. Seis meses después, Juan Marín era nombrado consejero de
Estado.
Tuvo primero una crisis de orgullo como para perder
la cabeza. Salía
a la calle por el gusto de.lucirse, como si hubieran podido adivinar su
posición por el sólo hecho de verle. Encontraba el medio de decir a los
comerciantes en cuyas tiendas entraba, a los vendedores de diarios, y hasta a
los cocheros de punto, a propósito de las cosas más insignificantes:
-Yo, que soy consejero de Estado...
Luego sintió, como es natural, a consecuencia de
su dignidad, por necesidad profesional, por deber de hombre poderoso y
generoso, un imperioso deseo de proteger. Ofrecía su ayuda a todo el mundo, en
cualquier ocasión, coñ. inagotable generosidad.
Cuando encontraba por los bulevares alguna persona
conocida, se le acercaba con aire encantado, le tomaba las manos, se informaba
sobre su salud, y luego, sin esperar preguntas, declaraba:
-Usted sabe que yo soy consejero de Estado y estoy
a su servicio. Si puedo serle útil en algo, acuda a mí sin rodeos. En mi
situación se puede hacer mucho por los amigos.
Y entraba en los cafés con el conocido recién encontrado,
para pedir una pluma, tinta y una'hoja de papel de carta: -"una sola hoja,
mozo: es para escribir una recomendación".
Y escribía cartas de recomendación, diez, veinte,
cincuenta al día. Escribía en el Café Americano, en la Maison-Dorée , en el
Café Riche, en casa de Bignon, en casa de Tortoni, en el Helder, en el Inglés,
en el Napolitano, en todas partes. Escribía a todos los funcionarios de la República desde los
jueces depaz hasta los ministros. Y era feliz, completamente feliz.
Una mañana, cuando salía de su casa para dirigirse
al Consejo de Estado, empezó a llover. Dudó si tomar un coche de punto, pero no
lo tomó y se fué a pie por las calles.
El chubasco se iba haciendo terrible, anegaba las
aceras, inundaba la
calzada. El señor Marín se vio obligado a refugiarse en un
portal. Allí estaba ya, refugiado también, un viejo sacerdote de blancos
cabellos. Antes de ser consejero de Estado, el señor Marín tenía poca afición
al clero. Ahora lo trataba con consideración, desde que un cardenal le había
consultado, amablemente sobre un asunto difícil. La lluvia caía en diluvio,
obligando a los dos hombres a entrar hasta la portería para huir de los
salpicones. El señor Marín, que siempre sentía la picazón de hablar, para
hacerse valer, dijo:
-Mal tiempo, señor cura.
El viejo sacerdote se inclinó:
-Oh, sí, señor; y es desagradable cuando uno viene
a París sólo por pocos días.
-¿Es usted de provincias?
-Sí, señor. Estoy aquí sólo de paso. .
-Verdaderamente, es muy desagradable que llueva
cuando uno pasa pocos días en la capital. Noso tros, los funcionarios, que
permanecemos aquí todo el año, ni siquiera nos damos cuenta.
El cura no respondía. Miraba la calle, sobre la
que el chaparrón disminuía ligeramente. Y de pronto decidiéndose, levantó un
poco su sotana, como las mujeres recogen sus faldas para atravesar las calzadas.
El señor Marín, viéndole partir, exclamó:
-Se va a mojar usted hasta empaparse, señor cura.
Espere unos segundos, que esto va a pasar.
El hombre, indeciso, se detuvo, luego dijo:
-Es que tengo mucha prisa. Tengo una cita urgente.
El señor Marín parecia desolado.
-Pero se va a poner hecho una sopa. ¿Puedo preguntarle
a que barrio se dirige usted?
El cura pareció titubear y luego:
-Voy hacia el Palais-Royal -dijo.
-En ese caso, si me lo permite, le voy a ofrecer
la protección de mi paraguas, señor cura. Yo voy al Consejo de Estado. Soy
consejero de Estado.
El viejo cura levantó la nariz y miró a su
interlocutor. Después dijo:
-Se lo agradezco mucho señor, y acepto.
Entonces el señor Marín le cogió del brazo y salió
junto a él. Le dirigía, le vigilaba, le aconsejaba:
-Cuidado con esa gotera, señor cura. Y preocúpese
de las ruedas de los carruajes. A veces lo salpican a uno de pies a cabeza.
Cuidado con los paraguas de la gente que pasa. No hay nada más peligroso que
las puntas de las varillas. Las mujeres, sobre todo, son insoportables, no se
preocupan de nada y le plantan a uno en la cara las puntas de sus sombrillas y
paraguas; y nunca se molestan por nadie. Se diría que la ciudad es de ellas
solas. Reinan en las aceras y en toda la calle. Encuentro
que la educación de las mujeres ha decaído bastante.
Y el señor Marín se echó a reír.
El cura no contestaba. Andaba un poco curvado,
mirando cuidadosamente dónde ponía los pies, para no ensuciar sus zapatos ni su
sotana.
El señor Marín siguió:
-Usted viene a París para distraerse un poco, supongo.
El otro respondió:
-No. Es un asunto...
-¿Un asunto importante? ¿Me atreveré a preguntarle
de qué se trata? Si puedo serle útil, estoy a su disposición.
El cura parecía turbado. Murmuró:
-Es un asuntillo personal. Una pequeña dificultad
con... con mi obispo. Cosa que no le interesa a usted. Es un... un asunto de
orden interno... de... de... materia eclesiástica.
El señor Marín se apresuró a decir:
-Pero el Consejo de Estado es el que arregla esos
asuntos. En ese caso, sírvase de mí...
-Sí, señor. Precisamente voy al Consejo de Estado.
Es usted muy amable. Tengo que ver al señor Lerepére y al señor Savon, y
también quizás, al señor Petitpas.
El señor Marín se detuvo de pronto:
-Pero esos son mis amigos, señor cura, mis mejores
amigos, excelentes colegas, gente muy simpática. Voy a recomendarle a los
tres, calurosamente. Cuente conmigo.
El cura dio las gracias, se confundió en excusas,
balbució su gratitud.
El señor Marín estaba encantado.
-¡Ah, puede usted alegrarse de haber tenido una
estupenda suerte, señor cura!, usted va a ver que, gracias,a mí su asunto irá
sobre ruedas.
Llegaban al Consejo de Estado. El señor Marín
hizo subir al cura hasta su despacho, le ofreció un asiento, lo instaló ante la
chimenea y luego, sentándose a su escritorio, se puso a escribir:
"Querido colega: permítame que le recomiende
del modo más caluroso a un venerable eclesiástico de los más dignos y
meritorios, el reverendo...
Se interrumpió y preguntó:
-¿Su nombre, por favor?
-Ceinture.
El señor Marín volvió a escribir:
“presbítero. Ceinture, que necesita los buenos
oficios de usted para un asunto del que le hablará él mismo. Me congratulo de
esta circunstancia que me permite, querido colega...
Y terminó con los cumplidos habituales.
Cuando hubo escrito las tres cartas, las entregó
a su protegido, que se fue después de manifestarle de nuevo su gratitud.
Cumplido su trabajo, el señor Marín volvió a su
casa, pasó la jornada tranquilamente, durmió en paz, despertó encantado y se
hizo traer los periódicos.
El primero que abrió era un diario radical. Leyó:
"Nuestro clero y nuestros funcionarios.
"Nunca terminaremos de enumerar los peligros
del clero. Cierto cura, llamado, Ceinture, convicto de haber conspirado contra
el gobierno, acusado de actos indignos que no tenemos que señalar, sospechoso,
además, de ser un viejo jesuíta disfrazado de simple cura secular, amonestado
por un obispo por asuntos que al parecer son inconfesables, y llamado a París
para dar explicaciones de su conducta, ha encontrado un ardiente defensor en
Marín, consejero de Estado, que no vacila en dar a este malhechor con sotana
cartas de recomendación insistentes para todos los funcionarios republicanos,
sus colegas.
"Señalamos la actitud incalificable de este
consejero de Estado, y llamamos la atención del ministro..."
El señor Marín se levantó de un salto, se vistió
y corrió a casa de su colega Petitpas, que le dijo:
-Vamos hombre, usted está loco. Recomendarme a
un viejo conspirador...
El señor Marín, azorado, tartamudeó:
-Nada de eso... usted verá... me ha engañado...
me ha tomado el pelo... se ha burlado indignamente de mí. Le ruego que lo haga
condenar severamente, muy severamente. Voy a escribir. Dígame qué hay que
escribir para que le condenen. Voy a ver al fiscal y al arzobispo de París, sí,
al arzobispo...
Y sentándose bruscamente a la inesa del senor
Petitpas,, escribió;
"Monseñor: tengo el honor de poner en conocrruiento
de vuestra señoría que acabo de ser victima de las intrigas y mentiras de un
tal abate Ce'inture, que ha sorprendido mi buena fe.
"Engañado por las manifestaciones de este
eclesiástico, he podido…
............................................................................................
Luego, cuando hubo firmado y cerrado su carta, se
volvió y dijo:
-Vea usted, querido colega: que esto le sirva de
ejemplo. No recomiende nunca a nadie.
1.042. Maupassant (Guy de) - 052
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