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lunes, 20 de octubre de 2014

El protector

Nunca hubiera él soñado con tan buena fortuna. Hijo de un alguacil provinciano, Juan Marín, ha­bía venido como tantos otros a estudiar Derecho en el barrio latino. En los diferentes figones que ha­bía frecuentado sucesivamente, había hecho amistad con numerosos estudiantes charlatanes, que escu­pían política y bebían cerveza. Cobró admiración por ellos y los siguió con obstinación, de café en café, llegando a pagar sus consumiciones, cuando tenía dinero.
Luego se hizo abogado y defendió causas que per­dió. Y una mañana, leyendo el diario, vió que uno de sus antiguos camaradas del barrio latino acababa de ser elegido diputado.
De nuevo fue su perro fiel, el amigo que hace re­cados, al que se manda a buscar cuando se tiene ne­cesidad de él y con el que uno nunca se molesta. Pe­ro sucedió que, por aventura párlamentaria, el diputado llegó a ministro. Seis meses después, Juan Marín era nombrado consejero de Estado.
Tuvo primero una crisis de orgullo como para per­der la cabeza. Salía a la calle por el gusto de.lucirse, como si hubieran podido adivinar su posición por el sólo hecho de verle. Encontraba el medio de decir a los comerciantes en cuyas tiendas entraba, a los ven­dedores de diarios, y hasta a los cocheros de punto, a propósito de las cosas más insignificantes:
-Yo, que soy consejero de Estado...
Luego sintió, como es natural, a consecuencia de su dignidad, por necesidad profesional, por deber de hombre poderoso y generoso, un imperioso deseo de proteger. Ofrecía su ayuda a todo el mundo, en cual­quier ocasión, coñ. inagotable generosidad.
Cuando encontraba por los bulevares alguna per­sona conocida, se le acercaba con aire encantado, le tomaba las manos, se informaba sobre su salud, y luego, sin esperar preguntas, declaraba:
-Usted sabe que yo soy consejero de Estado y es­toy a su servicio. Si puedo serle útil en algo, acuda a mí sin rodeos. En mi situación se puede hacer mu­cho por los amigos.
Y entraba en los cafés con el conocido recién en­contrado, para pedir una pluma, tinta y una'hoja de papel de carta: -"una sola hoja, mozo: es para escri­bir una recomendación".
Y escribía cartas de recomendación, diez, veinte, cincuenta al día. Escribía en el Café Americano, en la Maison-Dorée, en el Café Riche, en casa de Bi­gnon, en casa de Tortoni, en el Helder, en el Inglés, en el Napolitano, en todas partes. Escribía a todos los funcionarios de la República desde los jueces de­paz hasta los ministros. Y era feliz, completamente feliz.
Una mañana, cuando salía de su casa para diri­girse al Consejo de Estado, empezó a llover. Dudó si tomar un coche de punto, pero no lo tomó y se fué a pie por las calles.
El chubasco se iba haciendo terrible, anegaba las aceras, inundaba la calzada. El señor Marín se vio obligado a refugiarse en un portal. Allí estaba ya, refugiado también, un viejo sacerdote de blancos cabellos. Antes de ser consejero de Estado, el señor Marín tenía poca afición al clero. Ahora lo trataba con consideración, desde que un cardenal le había consultado, amablemente sobre un asunto difícil. La lluvia caía en diluvio, obligando a los dos hombres a entrar hasta la portería para huir de los salpicones. El señor Marín, que siempre sentía la picazón de hablar, para hacerse valer, dijo:
-Mal tiempo, señor cura.
El viejo sacerdote se inclinó:
-Oh, sí, señor; y es desagradable cuando uno vie­ne a París sólo por pocos días.
-¿Es usted de provincias?
-Sí, señor. Estoy aquí sólo de paso. .
-Verdaderamente, es muy desagradable que llue­va cuando uno pasa pocos días en la capital. Noso­tros, los funcionarios, que permanecemos aquí todo el año, ni siquiera nos damos cuenta.
El cura no respondía. Miraba la calle, sobre la que el chaparrón disminuía ligeramente. Y de pronto decidiéndose, levantó un poco su sotana, como las mujeres recogen sus faldas para atravesar las cal­zadas.
El señor Marín, viéndole partir, exclamó:
-Se va a mojar usted hasta empaparse, señor cu­ra. Espere unos segundos, que esto va a pasar.
El hombre, indeciso, se detuvo, luego dijo:
-Es que tengo mucha prisa. Tengo una cita ur­gente.
El señor Marín parecia desolado.
-Pero se va a poner hecho una sopa. ¿Puedo pre­guntarle a que barrio se dirige usted?­
El cura pareció titubear y luego:
-Voy hacia el Palais-Royal -dijo.
-En ese caso, si me lo permite, le voy a ofrecer la protección de mi paraguas, señor cura. Yo voy al Consejo de Estado. Soy consejero de Estado.
El viejo cura levantó la nariz y miró a su interlo­cutor. Después dijo:
-Se lo agradezco mucho señor, y acepto.
Entonces el señor Marín le cogió del brazo y salió junto a él. Le dirigía, le vigilaba, le aconsejaba:
-Cuidado con esa gotera, señor cura. Y preocú­pese de las ruedas de los carruajes. A veces lo salpi­can a uno de pies a cabeza. Cuidado con los paraguas de la gente que pasa. No hay nada más peligroso que las puntas de las varillas. Las mujeres, sobre to­do, son insoportables, no se preocupan de nada y le plantan a uno en la cara las puntas de sus sombrillas y paraguas; y nunca se molestan por nadie. Se diría que la ciudad es de ellas solas. Reinan en las aceras y en toda la calle. Encuentro que la educación de las mujeres ha decaído bastante.
Y el señor Marín se echó a reír.
El cura no contestaba. Andaba un poco curvado, mirando cuidadosamente dónde ponía los pies, para no ensuciar sus zapatos ni su sotana.
El señor Marín siguió:
-Usted viene a París para distraerse un poco, su­pongo.
El otro respondió:
-No. Es un asunto...­
-¿Un asunto importante? ¿Me atreveré a pre­guntarle de qué se trata? Si puedo serle útil, estoy a su disposición.
El cura parecía turbado. Murmuró:
-Es un asuntillo personal. Una pequeña dificul­tad con... con mi obispo. Cosa que no le interesa a usted. Es un... un asunto de orden interno... de... de... materia eclesiástica.
El señor Marín se apresuró a decir:
-Pero el Consejo de Estado es el que arregla esos asuntos. En ese caso, sírvase de mí...
-Sí, señor. Precisamente voy al Consejo de Esta­do. Es usted muy amable. Tengo que ver al señor Lerepére y al señor Savon, y también quizás, al se­ñor Petitpas.
El señor Marín se detuvo de pronto:
-Pero esos son mis amigos, señor cura, mis me­jores amigos, excelentes colegas, gente muy simpá­tica. Voy a recomendarle a los tres, calurosamente. Cuente conmigo.
El cura dio las gracias, se confundió en excusas, balbució su gratitud.
El señor Marín estaba encantado.
-¡Ah, puede usted alegrarse de haber tenido una estupenda suerte, señor cura!, usted va a ver que, gra­cias,a mí su asunto irá sobre ruedas.
Llegaban al Consejo de Estado. El señor Marín hizo subir al cura hasta su despacho, le ofreció un asiento, lo instaló ante la chimenea y luego, sentán­dose a su escritorio, se puso a escribir:
"Querido colega: permítame que le recomiende del modo más caluroso a un venerable eclesiástico de los más dignos y meritorios, el reverendo...
Se interrumpió y preguntó:
-¿Su nombre, por favor?
-Ceinture.
El señor Marín volvió a escribir:
“presbítero. Ceinture, que necesita los buenos ofi­cios de usted para un asunto del que le hablará él mismo. Me congratulo de esta circunstancia que me permite, querido colega...
Y terminó con los cumplidos habituales.
Cuando hubo escrito las tres cartas, las entregó a su protegido, que se fue después de manifestarle de nuevo su gratitud.
Cumplido su trabajo, el señor Marín volvió a su casa, pasó la jornada tranquilamente, durmió en paz, despertó encantado y se hizo traer los periódicos.
El primero que abrió era un diario radical. Leyó:
"Nuestro clero y nuestros funcionarios.
"Nunca terminaremos de enumerar los peligros del clero. Cierto cura, llamado, Ceinture, convicto de haber conspirado contra el gobierno, acusado de actos indignos que no tenemos que señalar, sospe­choso, además, de ser un viejo jesuíta disfrazado de simple cura secular, amonestado por un obispo por asuntos que al parecer son inconfesables, y llamado a París para dar explicaciones de su conducta, ha encontrado un ardiente defensor en Marín, conseje­ro de Estado, que no vacila en dar a este malhechor con sotana cartas de recomendación insistentes pa­ra todos los funcionarios republicanos, sus colegas.
"Señalamos la actitud incalificable de este conse­jero de Estado, y llamamos la atención del minis­tro..."
El señor Marín se levantó de un salto, se vistió y corrió a casa de su colega Petitpas, que le dijo:
-Vamos hombre, usted está loco. Recomendar­me a un viejo conspirador...
El señor Marín, azorado, tartamudeó:
-Nada de eso... usted verá... me ha engaña­do... me ha tomado el pelo... se ha burlado indig­namente de mí. Le ruego que lo haga condenar se­veramente, muy severamente. Voy a escribir. Díga­me qué hay que escribir para que le condenen. Voy a ver al fiscal y al arzobispo de París, sí, al arzo­bispo...
Y sentándose bruscamente a la inesa del senor Petitpas,, escribió;
"Monseñor: tengo el honor de poner en conocr­ruiento de vuestra señoría que acabo de ser victima de las intrigas y mentiras de un tal abate Ce'inture, que ha sorprendido mi buena fe.
"Engañado por las manifestaciones de este ecle­siástico, he podido…
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Luego, cuando hubo firmado y cerrado su carta, se volvió y dijo:
-Vea usted, querido colega: que esto le sirva de ejemplo. No recomiende nunca a nadie.

1.042. Maupassant (Guy de) - 052

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