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lunes, 20 de octubre de 2014

Lokis - Cap. I

MANUSCRITO DEL PROFESOR WITTEMBACH

-Teodoro -dijo el profesor señor Wittembach, haga el favor de darme ese cuaderno con cubierta de pergamino, que está en el segundo anaquel, por encima del bufete; no, ése no, el pequeño en octavo. En él he reunido todas las notas de mi diario de 1866, al menos las que se refieren al conde Szémioth.
Calóse el profesor sus gafas, y en medio del más profundo silencio leyó lo que sigue:

LOKIS
y, como epígrafe, este proverbio lituano:

Miszka su Lokiu
Abu du tokiu (1).

Cuando apareció en Londres la primera traducción en lengua lituana de las Sagradas Escrituras, publiqué en la Gaceta Científica y Literaria, de Koenigsberg, un artículo en el que, después de rendir un justo tributo a los esfuerzos del docto intérprete y a las piadosas intenciones de la Sociedad Bíblica, creí, como deber mío, señalar algunos ligeros errores, y observar, de añadidura, que aquella versión solamente podía ser útil a algunas poblaciones lituanas. En efecto: el dialecto de que se ha hecho uso es casi ininteligible para los habitantes de los distritos donde se habla la lengua yomaítica, vulgarmente llamada ymud; esto es, en el palatinado de Samojicia, lengua acaso aun más parecida al sánscrito que al alto lituano. Esta observación, a pesar de las furibundas críticas que me atrajo de parte de un cierto profesor muy conocido en la Universidad de Dorpat, fué un rayo de luz para los honorables miembros del Consejo administrativo de la Sociedad Bíblica, que no dudó un instante en dirigirme el halagador ofrecimiento de dirigir y vigilar la redacción del Evangelio de San Mateo en samojicio. Estaba entonces muy ocupado en el estudio de las lenguas transuralianas para emprender un más extenso trabajo que hubiera comprendido los cuatro Evangelios. Aplazando, pues, mi casamiento con la señorita Gertrudis Weber, me dirigí a Kowno (Kaunas) con la intención de recoger todos los monumentos lingüísticos impresos o manuscritos en lengua ymud que pudiera procurarme, sin olvidar por supuesto, las poesías populares –dainos- y los relatos o leyendas -pasakos- que me proporcionarían materiales para un vocabulario yomaítico, trabajo que debía necesariamente preceder al de la traducción.
Me dieron una carta para el joven conde Miguel Szémioth, cuyo padre, por lo que se aseguraba, había poseído el famoso Catechis-mus Samogíticus del padre Lawicki, tan raro, que hasta su existencia fué discutida, especialmente por el profesor de Dorpat, a quien hace poco aludí. En la biblioteca del conde se hallaba, según los datos de que me hice, una vieja colección de daínos y algunas poesías, también en la antigua lengua prusiana. Habiéndole escrito al conde Szémioth para exponerle el objeto de mi visita, recibí de él una amabilísima invitación para pasar en su castillo de Medintiltas todo el tiempo que mis investigaciones exigieran. Terminaba su carta diciéndome, con una gran espontaneidad, que él se las daba de hablar el ymud casi tan bien como los lugareños, y que le agradaría mucho unir a los míos sus esfuerzos en una empresa que calificaba de grande e interesante. Como la de algunos de los más ricos propietarios de la Lituania, su religión era la evangélica, de la que tengo el honor de ser ministro. Me habían anticipado que el conde no estaba exento de una cierta rareza de carácter, y que era, por lo demás, muy hospitalario, amigo de las ciencias y las letras, y especialmente benévolo con los que las cultivan. Partí, pues, para Medintiltas.
En la escalinata del castillo me aguardaba el mayordomo del conde, que en seguida me condujo a la habitación que se me destinaba.
-El señor conde -me dijo- siente mucho no poder comer hoy con usted; pero se lo impide una fuerte jaqueca, enfermedad que padece, por desgracia. Si el señor profesor no desea que le sirvan en su cuarto, comerá con el doctor Froeber, médico de la señora condesa. Dentro de una hora se come, y no es necesario que se vista de etiqueta. Si el señor profesor desea algo, aquí tiene el timbre.
Y, haciendo un profundo saludo, se retiró.
La habitación era grande y bien amueblada, con espejos y dorados. Tenía vistas, de una parte, al jardín, o mejor, al parque del castillo, y de la otra, al patio principal. A pesar de que se me advirtió que no era preciso vestirse de etiqueta, me creí obligado a sacar el frac de la valija. Estaba en mangas de camisa, ocupado en desembalar mi modesto equipaje, cuando el ruido de un coche me atrajo a la ventana que daba al patio. Una gran carretela acababa de llegar. Venían en ella una dama vestida de negro, y un caballero y una mujer con típicos trajes lituanos, pero tan alta y robusta aquélla, que tentado estuve, en un principio, de tomarla por un hombre disfrazado. Descendió la primera; otras dos mujeres, de no menos robusta apariencia, aguardaban en la escalinata. El caballero inclinose hacia la señora enlutada, y, con gran sorpresa mía, desabrochó un largo cinturón de cuero que la aseguraba en el asiento del coche. Pude observar que esta dama tenía largos y blancos cabellos muy en desorden, y que sus ojos, abiertos de par en par, parecían inanimados: se la hubiera creído una figura de cera. Tras desatarla, su acompañante le dirigió la palabra, sombrero en mano, con gran respeto; pero ella pareció no darse cuenta de nada. Entonces el caballero, volviéndose hacia los criados, les hizo un ligero signo con la cabeza, tras el que las tres mujeres asieron a la enlutada, y a pesar de los esfuerzos de ésta para no moverse de la carretela, la llevaron y condujeron, como a una pluma, al interior del castillo. Eran testigos de aquella escena numerosos servidores de la casa, que parecían contemplar tal espectáculo como cosa frecuentísima.
El hombre que lo había dirigido, después de sacar su reloj, preguntó si se iba a comer inmediatamente.
-Dentro de un cuarto de hora, señor doctor -le dijeron.
No tuve que esforzarme mucho para adivinar que aquel hombre era el doctor Froeber, y la dama enlutada la condesa. Por la edad de ésta, deduje que sería la madre del conde Szémioth, y las precau-ciones con que fué acogida demostraban claramente que no estaba bien de la cabeza.
Momentos después penetró en mi cuarto el doctor.
-Como el señor conde está algo indispuesto -dijo, me veo obligado a presentarme por mí mismo. Soy el doctor Froeber y tengo mucho gusto en ponerme a sus órdenes, encantado de entablar conocimiento con un sabio cuyo mérito es conocido de todos los que leen la Gaceta Científica y Literaria, de Koenigsberg. ¿Le parece bien que nos sirvan la comida?
Respondí lo mejor que pude a tales cumplimientos, y le dije que si era hora de ponernos a la mesa, estaba pronto a seguirle.
Apenas llegados al comedor nos ofreció el maestresala, según uso del norte, una bandeja de plata con licores y algunos manjares fuertemente salpimentados, propios para excitar el apetito.
-Permitidme, señor profesor -dijo el doctor, que os recomiende, en calidad de médico, un vaso de este starka, verdadero aguardiente de cognac, con más de cuarenta años. Es el padre de los licores. Tomad una anchoa de Drontheim; nada hay más a propósito para abrir y preparar el tubo digestivo, uno de los órganos más importantes... Y, ahora, ¡a comer! ¿Por qué no hablamos en alemán? Usted es de Koenigsberg; yo de Memel, pero mis estudios los he seguido en Jena. Así hablaremos más libremente, y los criados, que tan sólo saben el polaco y el ruso, no nos entenderán.
Al principio comíamos en silencio; después de tornar la primera copa de vino de Madera, le pregunté al doctor si el conde padecía de ordinario aquella indisposición que nos privaba, en aquel momento, de su presencia.
-Sí y no -me repuso; depende de los sitios que frecuenta.
-¿Cómo es eso?
-Cuando va por el camino de Rosienie, por ejemplo, vuelve con jaqueca y de un humor endiablado.
-Pues yo he ido a Rosienie y no me ha ocurrido eso.
-Se debe, señor profesor -respondió riendo, a que no está usted enamorado.
Pensando en la señorita Gertrudis Weber, suspiré.
-¿Es, pues, en Rosienie -dije- donde vive la prometida el señor conde?
-Sí; en los alrededores. ¿Prometida?... no sé. Una coqueta descarada que le hará perder el seso, como le ha ocurrido a su madre.
-En efecto: creo que la señora condesa está... enferma.
-¡Loca, mi querido señor, loca! ¡Y más loco yo por haber venido aquí!
-Es seguro que los buenos cuidados de usted le harán recobrar la salud.
El doctor movió la cabeza, contemplando atentamente una copa de vino de Burdeos que tenía en la mano.
Aquí donde usted me ve, señor profesor, he sido cirujano del regimiento de Kaluga. En Sebastopol no hacíamos más que amputar brazos y piernas desde por la mañana hasta por la noche; no hay que decir la de bombas que, como moscas a las mataduras de un caballo, se nos venían encima; pero aunque entonces estaba mal alojado y mal comido, no me aburría como aquí, donde como y bebo de lo mejor, y donde vivo como un príncipe y se me paga como a un médico cortesano... Pero, ¿y la libertad, mi querido señor?... ¡Figúrese que con esta endiablada señora no se puede disponer de un momento!
-¿Hace mucho que la tiene a su cuidado?
-Menos de dos años; pero hace más de veintisiete que está loca, desde antes que naciera el conde: ¿No le han contado nada de esto en Rosienie ni en Kowno? Escuche entonces, pues se trata de un caso del que pienso ocuparme algún día en el Diario Médico de San Petersburgo. La señora condesa está loca de miedo...
-¿De miedo? ¿Cómo es eso posible?
-De un susto que pasó. La condesa pertenece a la familia de los Keystut. ¡Oh, en esta familia no se malcasa nadie! Nosotros descendemos de Gédymin. Tres días... o dos después de su casamiento, que tuvo lugar en el castillo donde ahora comemos (a la salud de usted...), el conde, el padre del actual, se fué de caza. Las damas (lituanas, como sabrá, son amazonas, y así, la condesa lo fué también de caza. Retrasóse ella, o adelantóse a los monteros..., lo ignoro... Lo cierto es que, de repente, el conde ve llegar, a galope tendido, al pequeño cosaco de la condesa, muchachito de unos doce a catorce años.
«-¡Señor -dijo, un oso se lleva a la señora!»
-¿Dónde ha sido eso? -dijo el conde.
»-Por allí.
»Acuden todos al sitio que designa; pero no se ve a la condesa. De una parte, se ve a su caballo estrangulado; de otra, su pelliza hecha jirones. Se busca, se registra el bosque en todos sentidos. Por último, un montero exclama: «¡Aquí está el oso!» En efecto: el oso atraviesa un descampado con la condesa a rastras, indudablemente para devorarla con toda comodidad en alguna espesura, pues esos animales son glotones. Les gusta comer tranquilos. Casado dos días antes, el conde se siente caballeresco y quiere arrojarse sobre el oso con el cuchillo de caza en la mano; pero, mi querido señor, un oso de Lituania no se deja atravesar como un ciervo. Por fortuna, el portaarcabuz del conde, un perillán de siete suelas, ebrio aquel día, hasta el punto de no distinguir un conejo de un corzo, hizo fuego con su escopeta a más de cien pasos, sin pararse a pensar si la bala alcanzaría a la bestia o a la mujer.
-¿Y mató al oso?
-A la carrera. Nadie como los borrachos para hacer tales blancos. Además, hay balas predestinadas, señor profesor. Tenemos aquí algunos brujos que las venden justamente por lo que valen. La condesa estaba completamente llena de rasguños, sin conocimiento, no hay que decirlo, y con una pierna rota. Se la transporta y vuelve en sí; pero había perdido la razón. Se la lleva a San Petersburgo. Allí tiene lugar una gran consulta, a la que asisten cuatro médicos cargados de títulos, que dicen: «La señora condesa está encinta; es posible que su parto ocasione una crisis favorable. Que viva al aire libre, en el campo; que tome nata, codeína...» A cada uno le dan cien rublos. Nueve meses después, la condesa da a luz un robusto niño; en cuanto a la crisis favorable..., sí... sí..., no hay de qué... El furor aumenta. El conde le enseña su hijo. Esto es de un efecto que no falla nunca... en las novelas. «¡Matadle; matad a la bestia!» - exclama; un poco más y le retuerce el cuello. Tiene después momentos de locura estúpida y de manías furiosas, con más una grande propensión al suicidio. Es preciso atarla para que tome el aire, y necesita tres vigorosas criadas que la contengan. Notad, no obstante, señor profesor, lo siguiente: cuando he agotado el repertorio y me es imposible hacerla obedecer, tengo un medio para calmarle: la amenazo con cortarle los cabellos. A lo que creo, tiempo atrás los tenía muy hermosos. ¡La coquetería! He aquí el último sentimiento humano en desaparecer. ¿No es esto extraño? Si me fuera posible obrar a mi antojo, acaso la curaría.
-¿De qué manera?
-Moliéndola a golpes. Con este procedimiento he curado a veinte lugareñas de un pueblo en el que se había declarado esa furiosa locura rusa que se llama el aullido (2); una mujer comienza a aullar, y, a poco, su madre hace lo mismo. Al cabo de tres días aúlla todo el pueblo. A fuerza de palizas di al traste con la enfermedad. (Tome una gallineta, están tiernas). El conde no ha consentido que lo ensaye con su madre.
-¡Cómo! ¿Quería que consintiera tan horrible tratamiento?
-¡Bah!, ha tratado muy poco a su madre; además, es por su bien; pero, dígame, señor profesor, ¿hubiera creído nunca que el miedo hiciera perder la razón?
-El trance de la condesa fué espantoso... ¡Encontrarse entre las garras de un animal tan feroz!
Pues bien, su hijo no se le parece. Hace menos de un año que se encontró en un peligro idéntico, y gracias a su sangre fría pudo escapar felizmente.
¿De las garras de un oso?
De una osa, la más grande que se ha visto en mucho tiempo. El conde quiso atacarla venablo en mano; pero la osa, de un revés, aparta el venablo, coge al conde y lo arroja en tierra con la misma facilidad con que yo derribaría esta botella. El conde, con malicia, se hace el muerto... La osa lo olfatea y olfatea, y después, en lugar de despedazarlo, le da un lengüetazo. Aquél, conservando su presencia de espíritu, no se mueve; la osa, entonces, prosigue su marcha.
-La osa ha creído que estaba muerto. Efectivamente, he oído decir que esos animales no comen cadáveres.
-Preciso es creerlo, sin comprobarlo personalmente; pero, a propósito de miedo, me va a permitir que le cuente una historia acaecida en Sebastopol. Estábamos cinco o seis en torno de un cántaro de cerveza que acababa de llegar en la trasera de la ambulancia del famoso baluarte número 5. El centinela gritó: «¡Una bomba!» Todos nos pusimos boca abajo; todos no, uno, de nombre..., no hace falta decirlo..., un joven oficial, recién venido, permaneció en pie, con el vaso en la mano, hasta el momento mismo en que estalló la bomba, llevándose la cabeza de mi pobre camarada André Speranski, un muchacho valiente, y rompiendo el cántaro, afortunadamente ya casi vacío. Cuando nos levantamos, después de la explosión, vimos en medio de la humareda al joven oficial apurando el último trago de cerveza, como si tal cosa. Le tuvimos por un héroe. Al día siguiente me encuentro con el capitán Ghédéonof, que salía del hospital, y me dice: «Hoy como con ustedes para celebrar mi vuelta al servicio, y pago el champaña». Nos ponemos a comer. El joven oficial de la cerveza estaba con nosotros. No aguardaba el champaña. Se descorchaba una botella junto a él... ¡Paf!, el tapón salta a su cabeza. Lanza un grito y medio se desvanece. Lo que le prueba que mi héroe tuvo un miedo tremendo la primera vez, y que si se bebió la cerveza en lugar de esconderse, fué debido -hasta tal punto el miedo le hizo perder la cabeza- a un movimiento maquinal, del que no tuvo noticia. En efecto, señor profesor, la máquina humana...
-Señor doctor -dijo entrando en el comedor un doméstico: la Idanova dice que la señora condesa no quiere comer.
-¡Que el diablo se la lleve! -refunfuñó el doctor. Allá voy. Cuando haya hecho comer a mi loca, señor profesor, podremos, si a usted le place, jugar al duratchki.
Le dije que sentía mucho no saber jugar, y mientras él se dirigió en busca de la enferma, yo me encaminé a mi cuarto y le escribí a mi novia Gertrudis.

1.078. Merimee (Prospero) - 046

1 «Ambos son una misma cosa»; palabra por palabra, Miguel y Lokis es igual. Michaelium dum Lokide, ambo (duo) ipsiasimi.
2 Una poseída, en ruso, es una aulladora, Klikoucha, de la klik, clamar, aullar.

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