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lunes, 20 de octubre de 2014

El mendigo

Había conocido días mejores, a pesar de su miseria y de su enfermedad. A la edad de quince años, un carruaje le había aplastado las piernas en la carrete­ra de Varville. Desde aquel tiempo, mendigaba arras­trándose por los caminos, por los patios de las gran­jas, balanceado sobre sus muletas que le habían le­vantado los hombros a la altura de las orejas. Su cabeza parecía hundida entre dos montañas.
Niño encontrado en una zanja por el párroco de Billettes, la víspera del día de Difuntos, y bautizado por ellos Nicolás Toussant, criado por caridad, ajeno a toda instrucción, lisiado después de haberse be­bido unas copas con el panadero del pueblo, -qué risa- y desde entonces vagabundo, no sabía hacer otra cosa que tender la mano pidiendo.
Antaño, la baronesa de Avary le dejaba, para que durmiera, una especie de nicho lleno de paja, al lado del gallinero, en la granja cercana al castillo; y esta­ba seguro, en los días de hambre, de encontrar un pe­dazo de pan y un vaso de sidra en la cocina. A veces recibía también unos céntimos que le arrojaba la vie­ja señora desde su balcón o desde las ventanas de su cuarto. Ahora, la baronesa había muerto.
En las aldeas no le daban; le conocían demasiado; estaban hartos de él desde hacía cuarenta años que le veían andar de casa en casa, paseando su humani­dad andrajosa y deforme sobre dos patas de madera. El, sin embargo, no quería irse, porque no conocía otra cosa en la tierra que aquel rincón, aquel país, los tres o cuatro caseríos por los que había arrastrado su vida miserable. Habla puesto fronteras a su mendici­dad, y nunca hubiera pasado los linderos que se ha­bía acostumbrado a no atravesar.
Ignoraba si el mundo se extendía mucho más allá de los árboles que habían limitado su vista. Y no se lo preguntaba. Cuando los campesinos, cansados de encontrarle siempre al borde de sus campos o a lo largo de sus cercados le gritaban: "¿Por qué no te vas a otros pueblos, en lugar de andar siempre cojeando por aquí?", -él no les respondía: se alejaba, domi­nado por el miedo del pobre que teme confusamente mil cosas;, los rostros nuevos, las injurias, las miradas sospechosas de gente que no le conocía, y los gendar­mes que van de dos en dos por los caminos, y que le hacían esconderse instintivamente el¡ los boscajes, o detrás de los montones de piedras.
Cuando los veía venir, a lo lejos, relucientes bajo el sol, encontraba de súbito una singular agilidad, una agilidad de monstruo, para llegar a algún escondrijo.
Soltaba sus muletas, se dejaba caer como un pinga­jo, se acurrucaba como una bola, se hacía pequeño, invisible, agazapado como una liebre en la madrigue­ra, confundiendo sus harapos oscuros con la tierra.
Nunca, empero, había tenido asuntos con ellos.
Pero llevaba eso en la sangre, como si hubiera he­redado ese disimulo y ese temor de sus padres, a los que no había conocido.
No tenía refugio, ni albergue, ni choza, ni abrigo alguno. Dormía donde se presentara, en estío; y en invierno se deslizaba bajo los cobertizos de las gran­jas o en los establos con una destreza notable. Se lar­gaba siempre antes de que hubieran advertido su pre­sencia. Conocía los boquetes para penetrar en las cons­trucciones, y el manejo de las muletas había dado a sus brazos un vigor sorprendente, que le permitía es­calar a fuerza de manos hasta los graneros, donde permanecía a veces cuatro o cinco días sin moverse, cuando en su ruta había recogido provisión suficien­te.
Vivía como las bestias del bosque, en medio de los hombres, sin conocer a nadie, sin amar a nadie, no produciendo en los campesino más que una especie de desprecio indiferente, de resignada hostilidad. Le habían apodado "Campana", porque se balanceaba entre sus dos palos, como una campana entre sus so­portes.
Llevaba dos días sin comer; nadie le había dado nada. Ya no querían ni verle. Las campesinas, a sus puertas, le gritaban al verle venir de lejos:
¡Lárgate de aquí! ¡Vago! ¡Hace tres días te di un pedazo de pan!
Y el giraba sobre sus muletas y se iba a la casa ve­cina donde le recibían del mismo modo.
Las mujeres se decían, de una puerta a otra.
-Una no puede estar alimentando a este inútil to­do el año.
Sin embargo, el inútil necesitaba comer todos los días.
Había recorrido Saint-Hilaire, Varville y Billettes sin recoger un céntimo ni una corteza. No le quedaba esperanza sino en Tournelles; pero para esto tenía que andar dos leguas por la carretera, y se sentía can­sado hasta no poder arrastrarse un paso más, con-el vientre tan vacío como el bolsillo.
Empero, se puso en camino.
Era en diciembre; corría un viento frío por los cam­pos, silbando en las ramas desnudas; galopaban las nubes por el cielo bajo y sombrío, apresurándose ha­cia no se sabía dónde: El lisiado iba lentamente, ade­lantando sus soportes uno tras otro, apoyándose en la pierna torcida que le quedaba, terminada por un pie zopo y calzado con un andrajo.
De rato en rato, se sentaba en la cuneta y descan­saba unos minutos. El hambre angustiaba su alma confusa y pesada. No tenía sino un pensamiento; "co­mer", pero no sabía por qué medio.
Durante tres horas, anduvo por el largo camino; cuando vio los árboles de la aldea, apresuró sus mo­vimientos.
El primer campesino que encontró, y al que le pi­dió limosna, le respondió:
-¡Otra vez aquí, pesado! ¡Por lo visto, nunca va­mos a vernos libres de ti!
Y Campana se alejó. De puerta en puerta fue re­chazado, sin que le dieran nada. Continuaba sin em­bargo; su expedición, paciente y obstinado. No con­siguió ni un ochavo.
Entonces visitó las granjas, pasando por tierras blandas de lluvia, y tan extenuado, que no podía ni levantaú sus muletas. De todas partes lo echaron. Era uno de esos días fríos y tristes en que los corazo­nes se oprimen, se irrita el ánimo, el alma se ensom­brece y la mano no se abre para dar ni socorrer.
Cuando hubo terminado su correría por todas las casas que conocía, se dejó caer en el recodo de una zanja, junto al patio de Maese Chiquet. Se "desen­ganchó", como decían para expresar el modo en que se tendía entre sus altas muletas haciéndolas resba­lar bajo sus brazos. Se quedó largo tiempo inmóvil, torturado por el hambre, pero demasiado embrute­cido para penetrar su insondable miseria.
Esperaba no sabía qué, con esa vaga esperanza que siempre permanece en nosotros. Esperaba al lado de aquel patio, bajo el viento helado, la ayuda miste­riosa que siempre se espera del cielo o de los hombres, sin preguntarse cómo ni por qué, ni por qué medio podría llegar. Un grupo de gallinas negras pasaba, buscando de comer en la tierra que alimenta a todos los seres. Por doquiera picoteaban una semilla, un insecto invisible y continuaban su rebusca lenta y segura.
Campana las miraba sin pensar en nada; luego le vino más al vientre que a la cabeza, la sensación más que la idea, de que uno de aquellos animales estaría rico para ser comido, después de asarlo sobre un fue­go de leña.
La sospecha de que iba a robar ni siquiera le rozó. Tomó una piedra que había al alcance de su mano y, como era diestro, mató, al lanzarla, el ave más cer­cana a él. El animal cayó de lado, agitando las alas; las otras gallinas huyeron, balanceándose sobre sus del­gadas patas; y Campana, empinando de nuevo sus muletas, se puso en camino para atrapar su caza, con movimientos semejantes a los de las gallinas.
Cuando llegaba junto al cuerpo negro y plumoso, manchado de rojo en la cabeza, recibió un empujón terrible en la espalda que le hizo soltar sus bastones y rodar a diez pasos. Y maese Chiquet, exasperado, se precipitó sobre el ladrón, le cubrió de golpes, apo­rreando como un energúmeno, como golpea un cam­pesino al que han robado, con el puño, con la rodi­lla, por todas partes el cuerpo del inválido, que no podía defenderse.
La gente de la granja llegó y se puso a colaborar con el patrón en la paliza. Y cuando se cansaron de golpearle, lo recogieron y se lo llevaron, encerrándo­lo en la leñera mientras iban en busca de los gendar­mes.
Campana, medio muerto, sangrando y más ham­briento que nunca, permaneció tendido en el suelo. Llegó la tarde, luego la noche, después la aurora. Y él seguía sin comer. Al mediodía llegaron los gendar­mes y abrieron la puerta con precaución, esperando resistencia, pues maese Chiquet fingía haber sido atacado por el mendigo y no haberse podido defen­der sino a duras penas.
El brigadier gritó:
-¡Ponte de pie!
Pero Campana no podía ni moverse. Trató de, ál­zarse sobre sus soportes y no lo consiguió. Pensando en un disimulo, una trampa, una mala intención del malhechor, los dos hombres armados, golpeándole, le cogieron y lo pusieron a viva fuerza de pie sobre sus muletas.
El miedo le había atrapado por completo, ese mie­do innato a los tahalíes amarillos, ese miedo de las aves por el cazador, del ratón al gato. Y, con esfuer­zos sobrehumanos, consiguió mantenerse de pie.
-¡Andando! -ordenó el brigadier. Anduvo. Todo el personal dela granja le miraba partir. Las mujeres le amenazaban con el puño. Los hombres hacían bro­mas, le injuriaban. Por fin le habían atrapado. Bien empleado le estaba.
Se alejó entre sus dos guardianes. Encontró la ener­gía desesperada que necesitaba para arrastrarse to­davía hasta el anochecer, embrutecido, sin saber si­quiera lo que le sucedía, demasiado azorado para comprender.
La gente con quienes se encontraban se detenían para verle pasar, y los campesinos murmuraban:
-Debe ser un ladrón...
A la noche, se llegó a la comisaría del cantón. El no había estado nunca allí. No se daba cuenta de lo que pasaba ni de lo que podía suceder. Todas estas cosas terribles, imprevistas, aquellas caras y cosas nuevas le consternaban.
No dijo ni una palabra, pues no tenía nada que decir, pues nada comprendía ya. Por lo demás, después de tantos años de no hablar con nadie, hábía casi per­dido el uso de su lengua. Y su pensamiento era tam­bién demasiado confuso para formularse en palabras.
Le encerraron en la prisión del pueblo. Los gendar­mes no pensaron en que podía tener necesidad de co­mer, y le dejaron hasta el día siguiente.
Pero cuando vinieron a interrogarle al amanecer lo encontraron muerto en tierra. ¡Qué sorpresa!

1.042. Maupassant (Guy de) - 052


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