La
comida fué muy alegre. El general nos dió detalles
interesan-tísimos de las lenguas que se hablan en el Cáucaso, y de
las que unas son arias
y otras turanias,
lo que no obsta para que entre los diferentes pueblos exista una
notable igualdad de usos y costumbres. Yo mismo me vi obligado a
hablar de mis viajes, porque al felicitarme el conde Szémioth por mi
manera de montar a caballo, y al decirme que no había visto nunca
sacerdote ni profesor alguno que hubiera hecho tan hábilmente una
tirada como la que acabábamos de hacer, le tuve que decir que,
encargado por la Sociedad Bíblica de un trabajo sobre la lengua de
los charrúas,
había vivido tres años y medio en la república del Uruguay, casi
siempre a caballo, en medio de las pampas y rodeado de indios. Lo que
me hizo también contar que, habiéndome perdido durante tres días
en aquellas llanuras sin fin, y no teniendo víveres ni agua, me vi
obligado a hacer lo mismo que los gauchos que me acompañaban; es
decir, a sangrar mi caballo para beber su sangre.
Todas
las damas lanzaron un grito de horror. El general observó que los
kalmucos hacen lo mismo en semejantes ocasiones. El conde me preguntó
qué tal me había parecido la bebida.
-Moralmente
-respondí, me repugnaba mucho; pero físicamente, me sentó muy
bien, gracias a lo cual me cabe la honra de comer aquí hoy. Muchos
europeos, quiero decir blancos, que han vivido durante mucho tiempo
con los indios, se habitúan de tal modo a ello, que hasta la toman
con gusto. Mi excelente amigo don Fructuoso Rivera, presidente de la
república, rara vez pierde la ocasión de beberla. Recuerdo que un
día, yendo al Congreso de gran uniforme, cruzó por delante de un
rancho
en el que se sangraba a un potro. Se detuvo y descendió del caballo
para pedir un chupón; después de esto pronunció uno de sus más
elocuentes discursos.
-¡Ese
presidente es un monstruo horrible! -exclamó la señorita Iwinska.
-Usted
me dispense, querida Pan¡ -le dije; es un hombre muy distinguido, un
espíritu superior. Habla maravillosamente varias lenguas indias muy
difíciles, sobre todo el charrúa, a causa de las infinitas formas
que toma el verbo, según que sea directo o indirecto su régimen, y
también según las relaciones sociales que existan entre las
personas que hablan.
Iba
a dar algunos detalles curiosísimos sobre el mecanismo del verbo
charrúa, pero el conde me interrumpió para preguntarme en qué
sitio se acostumbraba a sangrar los caballos cuando se quería beber
su sangre.
-Por
el amor de Dios, querido profesor -exclamó la señorita Iwinska con
aire de cómico espanto, no se lo diga, porque es hombre capaz de dar
al traste con su cuadra, y de comernos a nosotros mismos cuando no
tenga más caballos.
Con
esta ocurrencia las damas levantáronse de la mesa riendo para ir a
preparar el té y el café mientras fumábamos nosotros. Al cabo de
un cuarto de hora avisaron al general para que pasara al salón.
Todos pretendimos seguirle, pero se nos dijo que las damas no
permitían entrar a la vez más que a un hombre. A poco escuchábamos
en el salón fuertes risotadas y palmoteos.
-La
señorita Iulka hace una de las suyas -dijo el conde.
Le
llegó a él su turno: nuevas risas y nuevos aplausos. Por último, y
tras él, fuí yo. Al entrar en el salón observé en todas las caras
un gesto de gravedad, que no era de muy buen augurio. Yo aguardaba
una jugarreta
-Señor
profesor -me dijo el general, lo más engoladamente posible, estas
señoras pretenden que hemos hecho demasiado honor a su champaña y
no quieren admitirnos en su compañía sin some-ternos a una prueba.
Se trata de dirigirse, con los ojos vendados, y desde el medio del
salón, a esta pared y tocarla con el dedo. Como ve, la cosa es
sencilla, basta con caminar derecho. ¿Se encuentra en estado de
seguir la línea recta?
-Creo
que sí, señor general
En
seguida, la señorita Iwinska me puso un pañuelo en los ojos y lo
ató con toda su fuerza por detrás.
-Ya
se encuentra usted en medio del salón -dijo extienda la mano...
Perfectamente. Apuesto a que no tocará la pared.
-En
marcha -dijo el general.
No
había que dar más que cinco o seis pasos. Avancé con mucha
lentitud, persuadido de que encontraría alguna cuerda o escabel,
traidoramente atravesado en mi camino, para hacerme tropezar. Algunas
risas contenidas aumentaban mi inquietud. Me creía ya completamente
cerca de la pared, cuando mi dedo, que extendí hacia adelante, se
introdujo de improviso en un no sé qué frío y viscoso. Ilice un
gesto y di un salto atrás, acogido con risas por los circunstantes.
Me arranqué la venda y me vi junto a la señorita Iwinska que tenía
un tarro de miel en el que había metido mi dedo creyendo tocar la
pared. Fué mi consuelo ver a los dos ayudantes de campo sufrir la
misma prueba, y no con más continencia que yo.
Durante
el resto de la velada, la señorita Iwinska no cesó de dar rienda
suelta a su retozona condición. Bromista y revoltosa, de continuo
tomaba indistintamente a unos y otros como objetos de sus chanzas.
Observé, sin embargo, que con mis frecuencia se dirigía al conde,
que, debo decirlo, no se enfadaba nunca y hasta parecía gozarse con
aquellas coqueterías. Por el contrario, si bromeaba con alguno de
los ayudantes se le fruncían las cejas y sus ojos resplandecían
con ese sombrío fuego en el que, realmente, había algo de
espantoso.
Juguetona
como una gata
y
blanca como la leche.
Sin
duda, al escribir estos versos, Miçkiewicz pretendió hacer el
retrato de la panna
Iwinska.
1.078. Merimee (Prospero) - 046
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