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lunes, 20 de octubre de 2014

Lokis - Cap. IV

La comida fué muy alegre. El general nos dió detalles interesan-tísimos de las lenguas que se hablan en el Cáucaso, y de las que unas son arias y otras turanias, lo que no obsta para que entre los diferentes pueblos exista una notable igualdad de usos y costumbres. Yo mismo me vi obligado a hablar de mis viajes, porque al felicitarme el conde Szémioth por mi manera de montar a caballo, y al decirme que no había visto nunca sacerdote ni profesor alguno que hubiera hecho tan hábilmente una tirada como la que acabábamos de hacer, le tuve que decir que, encargado por la Sociedad Bíblica de un trabajo sobre la lengua de los charrúas, había vivido tres años y medio en la república del Uruguay, casi siempre a caballo, en medio de las pampas y rodeado de indios. Lo que me hizo también contar que, habiéndome perdido durante tres días en aquellas llanuras sin fin, y no teniendo víveres ni agua, me vi obligado a hacer lo mismo que los gauchos que me acompañaban; es decir, a sangrar mi caballo para beber su sangre.
Todas las damas lanzaron un grito de horror. El general observó que los kalmucos hacen lo mismo en semejantes ocasiones. El conde me preguntó qué tal me había parecido la bebida.
-Moralmente -respondí, me repugnaba mucho; pero físicamente, me sentó muy bien, gracias a lo cual me cabe la honra de comer aquí hoy. Muchos europeos, quiero decir blancos, que han vivido durante mucho tiempo con los indios, se habitúan de tal modo a ello, que hasta la toman con gusto. Mi excelente amigo don Fructuoso Rivera, presidente de la república, rara vez pierde la ocasión de beberla. Recuerdo que un día, yendo al Congreso de gran uniforme, cruzó por delante de un rancho en el que se sangraba a un potro. Se detuvo y descendió del caballo para pedir un chupón; después de esto pronunció uno de sus más elocuentes discursos.
-¡Ese presidente es un monstruo horrible! -exclamó la señorita Iwinska.
-Usted me dispense, querida Pan¡ -le dije; es un hombre muy distinguido, un espíritu superior. Habla maravillosamente varias lenguas indias muy difíciles, sobre todo el charrúa, a causa de las infinitas formas que toma el verbo, según que sea directo o indirecto su régimen, y también según las relaciones sociales que existan entre las personas que hablan.
Iba a dar algunos detalles curiosísimos sobre el mecanismo del verbo charrúa, pero el conde me interrumpió para preguntarme en qué sitio se acostumbraba a sangrar los caballos cuando se quería beber su sangre.
-Por el amor de Dios, querido profesor -exclamó la señorita Iwinska con aire de cómico espanto, no se lo diga, porque es hombre capaz de dar al traste con su cuadra, y de comernos a nosotros mismos cuando no tenga más caballos.
Con esta ocurrencia las damas levantáronse de la mesa riendo para ir a preparar el té y el café mientras fumábamos nosotros. Al cabo de un cuarto de hora avisaron al general para que pasara al salón. Todos pretendimos seguirle, pero se nos dijo que las damas no permitían entrar a la vez más que a un hombre. A poco escuchábamos en el salón fuertes risotadas y palmoteos.
-La señorita Iulka hace una de las suyas -dijo el conde.
Le llegó a él su turno: nuevas risas y nuevos aplausos. Por último, y tras él, fuí yo. Al entrar en el salón observé en todas las caras un gesto de gravedad, que no era de muy buen augurio. Yo aguardaba una jugarreta
-Señor profesor -me dijo el general, lo más engoladamente posible, estas señoras pretenden que hemos hecho demasiado honor a su champaña y no quieren admitirnos en su compañía sin some-ternos a una prueba. Se trata de dirigirse, con los ojos vendados, y desde el medio del salón, a esta pared y tocarla con el dedo. Como ve, la cosa es sencilla, basta con caminar derecho. ¿Se encuentra en estado de seguir la línea recta?
-Creo que sí, señor general
En seguida, la señorita Iwinska me puso un pañuelo en los ojos y lo ató con toda su fuerza por detrás.
-Ya se encuentra usted en medio del salón -dijo extienda la mano... Perfectamente. Apuesto a que no tocará la pared.
-En marcha -dijo el general.
No había que dar más que cinco o seis pasos. Avancé con mucha lentitud, persuadido de que encontraría alguna cuerda o escabel, traidoramente atravesado en mi camino, para hacerme tropezar. Algunas risas contenidas aumentaban mi inquietud. Me creía ya completamente cerca de la pared, cuando mi dedo, que extendí hacia adelante, se introdujo de improviso en un no sé qué frío y viscoso. Ilice un gesto y di un salto atrás, acogido con risas por los circunstantes. Me arranqué la venda y me vi junto a la señorita Iwinska que tenía un tarro de miel en el que había metido mi dedo creyendo tocar la pared. Fué mi consuelo ver a los dos ayudantes de campo sufrir la misma prueba, y no con más continencia que yo.
Durante el resto de la velada, la señorita Iwinska no cesó de dar rienda suelta a su retozona condición. Bromista y revoltosa, de continuo tomaba indistintamente a unos y otros como objetos de sus chanzas. Observé, sin embargo, que con mis frecuencia se dirigía al conde, que, debo decirlo, no se enfadaba nunca y hasta parecía gozarse con aquellas coqueterías. Por el contrario, si bromeaba con alguno de los ayudantes se le fruncían las cejas y sus ojos resplandecían con ese sombrío fuego en el que, realmente, había algo de espantoso.
Juguetona como una gata
y blanca como la leche.

Sin duda, al escribir estos versos, Miçkiewicz pretendió hacer el retrato de la panna Iwinska.

1.078. Merimee (Prospero) - 046


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