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lunes, 20 de octubre de 2014

Mateo falcone

Al salir de Porto-Vecchio, con dirección noroeste, hacia el interior de la isla, se ve rápidamente elevarse el terreno, y después de tres horas de marcha por tortuosas sendas, obstruidas por grandes trozos de rocas, y cortadas, a veces, por barrancos, uno se encuentra al borde de un malezal muy extenso. El malezal es el refugio de los pastores corsos y de cuantos tienen algo e ver con la justicia. Es preciso que se sepa que el labrador corso, para ahorrarse el trabajo de abonar su campo, incendia una cierta extensión del bosque, y tanto peor si el fuego se extiende más allá de lo que es necesario; ocurra lo que ocurra, se puede estar seguro de recoger una buena cosecha, sembrando en la tierra fertilizada por las cenizas de los árboles. Cortadas las espigas, los tallos se dejan para evitarse el trabajo de recogerlos; las raíces sobrantes, si no se han agostado, arrojan, a la siguiente primavera, espesísimos retoños, que, en pocos años, alcanzan una altura de siete u ocho pies. A esta especie de montuoso soto se le llama malezal. Lo componen variadas clases de árboles y arbustos, mezclados y confundidos a la buena de Dios. Sólo con un hacha en la mano acertaría el hombre a abrirse paso por allí; y hay malezal tan espeso y tupido, que ni aun a los mismos carneros montaraces les seria dado penetrar en su interior. Si usted ha matado a alguien, váyase al malezal de Porto-Vecchio, y allí vivirá seguro, con pólvora, balas un buen fusil; no se olvide de una manta obscura, con su capucha ([1]) correspondiente, que sirve de tapa y de colchón. Los pastores le proporcionan leche, queso y castañas, y nada tendrá que temer de la justicia ni de los parientes del muerto, sino cuando le sea preciso ir al pueblo para renovar las municiones.
Mateo Falcone, cuando yo estaba en Córcega, en 18..., tenía su casa a una media legua de ese malezal. Era un hombre lo bastante rico para el país; vivía dignamente, esto es, sin hacer nada, del producto de sus rebaños, que algunos pastores, especie de nómadas, llevaban a pacer, de acá para allá, por los montes. Cuando le vi, dos años antes del acontecimiento que motiva este relato, me pareció, sobre poco más o menos, de unos cincuenta años de edad. Figúrate, lector, un hombre pequeño, pero robusto, de encrespados cabellos, negros como el azabache, nariz aquilina, labios delgados, ojos grandes y vivos, y una tez color de cuero. Pasaba, aun en su misma comarca, en la que tan buenos tiradores había, por ser un tirador extraordinario. Mateo, por ejemplo, no disparaba nunca a un carnero montaraz, con postas; pero lo derribaba, en cambio, a 120 pasos, de un balazo en la cabeza o en la espalda, según su gusto. De noche, se servía de sus armas tan fácilmente como de día, y de él se me ha referido el siguiente rasgo de destreza, que acaso parecerá increíble al que no haya viajado por Córcega. Se ponía, a ochenta pasos, una vela encendida, detrás de un papel transparente del tamaño de un plato. Mateo apuntaba, se apagaba la luz después, y, al cabo de un minuto, en la obscuridad más completa, disparaba y atravesaba el transparente, tres de cada cuatro veces.
Con mérito de tal trascendencia, Mateo Falcone gozaba de una gran reputación. Se le tenía por tan buen amigo como enemigo peligroso; por lo demás, era servicial y caritativo, y vivía en paz con todo el mundo en el distrito de Porto-Vecchio. Se contaba dé él que en Corte, en donde se había casado, desembarazóse muy expeditivamente de un rival, al que se tenía por tan temible en lances guerreros como en lides amorosas; al menos se le atribuía a bateo un cierto escopetazo que sorprendió a su rival en el instante de afeitarse, frente a un espejo que pendía de su ventana. Se le echó tierra al asunto y Mateo se casó. Su mujer, Giuseppa, le hizo padre, primeramente, de tres hijas -lo que le hacía rabiar- y, por último, de un hijo, llamado Fortunato: era la esperanza de la familia y el heredero del nombre. Las hijas habían casado bien: en caso preciso, su padre podría disponer de los puñales y las escopetas de los respectivos maridos. Diez años tan sólo tenía el chico, poro anunciaba ya felices disposiciones.
Un cierto día de otoño, muy de mañana, salió Mateo con su mujer para visitar uno de sus rebaños, en un claro del malezal. Fortunato quiso acompañarles; pero el claro aquel estaba muy lejos, y, además, era preciso que alguien se quedara guardando la casa; por lo tanto, el padre se opuso; ya se verá si tuvo por qué arrepentirse de ello.
Algunas horas después, Fortunato, tranquilamente tendido al sol, contem-plaba las montañas azules, y penaba en su visita al pueblo, el próximo domingo, para comer en casa de su tío el caporal ([2]), cuando fué interrumpido de pronto en sus meditaciones por el disparo de un arma de fuego. Se puso en pie y miró a la parte de la llanura de donde vino aquel ruido. Otros disparos se oyeron, con intervalos diferentes y cada vez más próximos; a poco, en la senda que conducía desde la llanura a la casa de Mateo, apareció un hombre, tocado con un gorro puntiagudo, como el que usan los montañeses, barbudo, harapiento, y arrastrándose trabajosamente apoyado en su escopeta. Acababa de recibir un balazo en el muslo.
Aquel hombre era un bandido ([3]) que había salido de noche para comprar pólvora en la ciudad, cayendo, a su vuelta, en la emboscada que le prepararon los tiradores corsos ([4]). Después de una vigorosa defensa, vióse obligado a buscar la retirada, tiroteado de roca en roca y perseguido de cerca; pero los soldados le iban al alcance, y su herida le imposibilitaba de llegar al malezal antes de ser atrapado.
Acercóse a Fortunato y le dijo:
-¿Eres el hijo de Mateo Falcone?
-Sí.
-Pues bien: yo soy Gianetto Sanapiero y me persiguen los cuellos amarillos ([5]). Escóndeme, pues ya no puedo andar más.
-¿Y qué dirá mi padre si te escondo sin su permiso?
-Dirá que has hecho bien.
-¡Quién sabe!
-Escóndeme pronto, que se acercan.
-Espera a que regrese mi padre.
-¿Que espere? ¡Maldición! Dentro de cinco minutos estarán aquí, ¡Vamos, escóndeme, o te mato!
Fortunato repuso con la mayor sangre fría:
-Tu escopeta está descargada, y ya no te quedan cartuchos en tu canana. ([6]).
-Pero tengo mi puñal.
-Mas, ¿correrás tanto como yo?
Y de un salto se puso fuera de su alcance.
-¿Tú no eres el hijo de Mateo Falcone? ¿Dejarás que me prendan delante de tu casa?
El muchacho pareció conmoverse.
-¿Qué me darás si te escondo? -le dijo aproximándose.
El bandido buscó en un bolsillo de cuero que pendía de su cintura, y sacó de él una moneda de cinco francos, acaso reservada para comprar pólvora. Al ver la moneda de  plata, Fortunato sonrió, y apoderándose de ella, dijo a Gianetto:
-No temas nada.
En seguida abrió un gran boquete en un montón de heno colocado cerca de la casa. Agazapóse en él Gianetto, y el muchacho lo cubrió de modo que pudiera respirar sin que motivara la sospecha, no obstante, de que aquel heno ocultaba a un hombre. Ocurriósele, además, una astucia bastante ingeniosa y propia de salvaje. Cogió a una gata con sus hijuelos y los puso encima del montón de heno, para hacer creer que no se la removido poco antes. Y como obser-vara que en cercanías de la casa había rastros de sangre, se apresuró a cubrirlos con arena muy cuidadosamente, hecho esto, se tumbó otra vez al sol con la mayor tranquilidad.
Algunos minutos después, seis hombres con uniforme oscuro y cuello amarillo, mandados por un sargento, se tenían ante la puerta de Mateo. El sargento era pariente lejano de Falcone. (Sabido es que en Córcega los grados de parentesco se extienden mucho más que otros sitios). Se llamaba Tiodoro Gamba, y era un hombre activo, a quien temían mucho los bandidos por los perseguía sin descanso.
-Buenos días, primito -dijo, acercándose a Fortunato, ¡qué alto estás! ¿Has visto pasar por aquí a hombre, hace poco?
¿Oh, aun no soy tan alto como usted, primo! -respondió el muchacho haciéndose el tonto.
-Ya lo serás. Pero, dime, ¿no has visto pasar a un hombre?
-¿Que si he visto pasar a un hombre?
-Sí, un hombre con un gorro puntiagudo de terciopelo negro y una chaqueta adornada de rojo y amarillo.
-¿Un hombre con un gorro puntiagudo y una chaqueta adornada de rojo y amarillo?
--Sí, responde pronto, y no repitas mis preguntas.
-Esta mañana cruzó por nuestra puerta, montado en su caballo Piero, el señor cura, y me preguntó cómo le iba a papá, y yo le respondí.. .
-¡Ah, granujilla, eres un pillastrón! Dime pronto por dónde ha tirado Gianetto, que es a quien buscamos; estoy seguro que ha cruzado por este camino.
-¡Quién sabe!
-¿Quién sabe? Yo sé que tú lo has visto.
-¿Se ve, acaso, a los que pasan, cuando se duerme?
-No dormías, tunantuelo; los disparos te han despertado.
-¿Cree usted, primo, que sus fusiles hacen tanto ruido? Mucho más hace la escopeta de mi padre.
-¡Que el diablo te lleve, maldito bribón! Estoy segurísimo de que has visto a Gianetto y hasta es posible que lo tengas escondido. Vamos, camaradas, entren en esta casa y vean si nuestro hombre anda por ahí. Sólo disponía de una pierna, y el pillastrón tiene demasiado buen sentido para dirigirse, cojeando, al malezal. Además, los rastros de sangre se detienen aquí.
-¿Y qué dirá papá? -preguntó Fortunato con una risita burlona; ¿qué dirá cuando se entere que han entrado en su casa durante su ausencia?
-¡Bribón! -dijo el ayudante cogiéndole por una oreja; ¿sabes que me siento tentado de hacerte hablar por otros medios? Es posible que con una veintena de sablazos de plano hablaras al fin.
Y Fortunato seguía riendo con su risita burlona.
-¡Mi padre es Mateo Falcone!! – dijo con énfasis.
-Bien sabes, granujilla, que te puedo conducir a Corte o a Bastia, y hacerte encerrar en un calabozo, para que duermas en la paja, con grillos en los pies, y guillotinarte si no dices en dónde está Gianetto Sampiero.
Ante tan ridícula amenaza, el muchacho lanzó una carcajada y repitió:
-Mi padre es Mateo Falcone.
-Sargento -dijo con voz baja uno de los tirado, no nos indispon-gamos con Mateo.
Gamba parecía evidentemente turbado. Con voz que hablaba con sus compañeros, que habían hecho ya la casa un cuidadoso registro. La operación fué breve pues la cabaña de un corso no consiste más que en una pieza cuadrada. El ajuar se reduce a una mesa, algunos bancos, cofres y utensilios de caza y domésticos. Mientras, Fortunato acariciaba a la gata y parecía divertirse con la confusión de los tiradores y de su primo.
Un soldado se aproximó al montón de heno. Vió a la gata, y dió, con negligencia, un bayonetazo en el heno, encogiéndose de hombros, como si comprendiera que la precaución era ridícula. Nada se movió; el rostro del muchacho permaneció impasible.
El sargento y sus gentes se daban al diablo; contemplaban la llanura cómo dispuestos a volver por donde habían venido, cuando el jefe, convencido de que las amenazas no hacían efecto alguno en el hijo de Falcone, quiso hacer un último esfuerzo y probar el poder de las caricias y de los obsequios.
-Primito -dijo, me pareces un muchacho muy despierto. Tú harás carrera. Pero conmigo te portas muy mal. Si no temiera darle un disgusto a mi primo Mateo, te llevaba conmigo.
-iBah!
-Pero cuando mi primo vuelva le contaré lo que ha pasado y te zurrará de lo lindo por haber mentido de ese modo.
-¿De veras?
-Ya lo verás... En fin, sé buen muchacho y te daré cualquier cosa.
-Y yo, primo, le daré un consejo, y es que, si tarda mucho en marcharse, Gianetto llegará al malezal, y entonces será preciso más de un hurón como usted para buscarlo por allí.
El ayudante sacó de su bolsillo un reloj de plata que podría valer unos diez escudos, y como observara que se iban tras él los ojos de Fortunato, le dijo suspendiendo el reloj de su cadena de acero.
-¡Picaronazo! ¿Tú quisieras tener un reloj como éste colgado del cuello, para pasearte por las calles de Porto-Vecchio, orgulloso como un pavo real, y que las gentes te preguntaran: «¿Qué hora es?» Y tú les dijeras: «Mírelo en mi reloj»?
-Cuando sea más hombre, mi tío el caporal me dará uno.
-Sí; pero el hijo de tu tío ya lo tiene... no tan bonito como éste, a la verdad... No obstante, él es más joven que tú.
El muchacho suspiró.
-Bueno, primo, ¿quieres este reloj?
Fortunato, mirando al reloj con el rabillo del ojo, parecía un gato al que se le ofrece un pollo entero. Como comprende que se están burlando de él, no se atreve a echarle mano, y de tiempo en tiempo aparta los ojos para no sucumbir a la tentación; pero a cada paso se relame los hocicos y parece como si le dijera a su dueño:«¡Qué cruel es la bromita que me das!»
Sin embargo, el sargento Gamba parecía ofrecerle el reloj de buena fe. Fortunato no alargó la mano, pero dijo con amarga sonrisa:
-¿Por qué se burla de mí?
-¡Vive Dios, que no me burlo! Dime únicamente en dónde está Gianetto, y el reloj es tuyo.
Fortunato dejó escapar una incrédula sonrisa, y, fijando sus negros ojos en los del ayudante, trató de descubrir lo que de verdad hubiera en sus palabras.
-Qué pierda mis charreteras -dijo Gamba- si no te entrego el reloj con esa condición. Mis compañeros son testigos: no puedo arre-pentirme.
Mientras hablaba así, seguía aproximando el reloj tanto, que casi tocaba ya la pálida mejilla del niño, que mostraba claramente la lucha que en su interior sostenían la codicia y el respeto debido a la hospitalidad. Su desnudo pecho se elevaba con fuerza y parecía próximo a estallar. El reloj, en tanto, oscilaba y giraba, rozándole, a veces, la punta de la nariz. Por último, poco a poco, su mano derecha hasta el reloj; lo tocó con la punta de los dedos; lo sintió en su mano, mas sin que el sargento soltara la cadena... La esfera era azulada..., recién bruñida la tapa...; a la luz del sol, parecía de fuego... La tentación era demasiado fuerte.
Fortunato levantó su mano izquierda también, e indicó con el pulgar, por encima de su hombro, el montón de heno junto al que estaba. Gamba lo comprendió en seguida y abandonó el extremo de la cadena. Fortunato se vió único propietario del reloj. Se levantó con la agilidad de un gamo y se alejó diez pasos del montón de heno, que los tiradores comenzaron a revolver en seguida.
A poco el heno se agitaba, y un hombre ensangrentado, con un puñal en la mano, surgía de él; pero, como trataba de levantarse, su herida, enfriada, no le permitió tenerse en pie y cayó al suelo. El ayudante, abalanzandose sobre él, le arrebató el puñal. En seguida, y a pesar de su resistencia, le ataron fuertemente.
Gianetto, derribado en tierra, y atado como un haz de leña, volvió la cabeza hacia Fortunato, que se había aproximado.
-¡Hijo de...! -le dijo con más desprecio que cólera.
El niño le arrojó la moneda de plata que había recibido de aquél, como comprendiendo que ya no era merecedor de ella, pero el proscrito ni siquiera aparentó fijarse en aquel movimiento. Con mucha sangre fría le dijo al sargento:
-Mi querido Gamba, no puedo andar; no tendrá más remedio que transportarme al pueblo.
-Hace poco corrías con más ligereza que un corzo repuso cruel-mente el vencedor; mas tranquilízate; estoy tan contento de haberte cogido, que te llevaría una legua a cuestas fatigarme. Además, camarada, vamos a hacerte unas angarillas con ramas y tu capote; en la granja de Créspoli encontraremos caballos.
-Perfectamente -dijo el prisionero; pongan también un poco de paja en las angarillas para que vaya con más comodidad.
Mientras los tiradores se ocupaban, unos, en hacer una especie de parihuelas con ramas de castaños, y oros, en curar la herida de Gianetto, Mateo Falcone y su mujer aparecieron súbitamente en un recodo de la senda que conducía al malezal. Avanzaba la mujer penosamente, encorvada bajo el peso de un enorme saco de castañas, en tanto que su marido se pavoneaba con un fusil en la mano y otro en bandolera, pues es indigno de un hombre conducir una carga que no sea la de las armas.
Al ver a los soldados, lo primero que se le ocurrió a Mateo fué que vendrían a prenderle. Pero ¿por qué tal idea? ¿Acaso Mateo tenía cuentas pendientes con la justicia? No. Gozaba de una buena reputación. Era, como se dice vulgarmente, un particular de buena fama; pero era corso y montañés, y hay pocos corsos montañeses que, registrando en su memoria, no encuentren en ella algún pecadillo, tal como un disparo, una puñalada, o cualquiera otra bagatela por el estilo. Mateo, más que otro, tenía la conciencia tranquila, pues hacía más de diez años que no apuntaba a nadie con su fusil; no obstante, como era prudente, se puso en guisa de hacer una buena defensa, si ello era necesario.
-Mujer -dijo a Giuseppa, descárgate el saco y está pronta a ayudarme.
Ella obedeció al punto; le dió el fusil que llevaba terciado, y que hubiera podido molestarle; cargó el que llevaba en la mano y adelantó lentamente hacia su casa, pegado a los árboles que bordeaban el camino y dispuesto, a la menor demostración hostil, a ocultarse en el más grueso tronco, desde donde podría hacer fuego impunemente. Pisándole los talones iba su mujer con el otro fusil y la cartuchera. La ocupación de una buena mujer de su casa, en caso de lucha, es cargar las armas del marido.
El ayudante, por su parte, se alarmó mucho al ver a Mateo avanzar de tan sigilosa manera, con la escopeta en alto y el dedo en el gatillo,
-¡Si por casualidad -pensó- Mateo fuera pariente de Gianetto o amigo, y se le antojara defenderlo, los tacos de sus dos fusiles llegarían a dos de nosotros tan seguro como las cartas al correo, y si me encañonase pesar del parentesco!...
En tal perplejidad, tomó el valeroso partido de dirigirse solo hacia Mateo para contarle el asunto, abordándole como un antiguo conocido; pero el corto espacio que le separaba de Mateo le pareció terriblemente largo.
-¡Hola, antiguo compañero! -gritó. ¿Cómo te? Soy yo, Gamba, tu primo. Mateo, sin responder una palabra, se había detenido, a medida que el otro hablaba, iba poco a poco levantando el cañón de su escopeta, de suerte que se dirigía al cielo cuando el ayudante se le acercó.
-Buenos días, hermano ([7]) -dijo Gamba, tendióle la mano -hace mucho tiempo que no te veo.
-Buenos días, hermano.
-Habla venido para saludarte, al pasar, como asimismo a mi prima Pepa. Hoy hemos andado mucho; pero hay que compadecer nuestra fatiga, porque hemos hecho una captura importante: acabamos de coger a Gianetto Sampiero.
-¡Alabado sea Dios! -exclamó Giuseppa. La semana pasada nos robó una cabra.
Estas palabras regocijaron a Gamba.
-¡Pobre diablo! -dijo Mateo. Tendría hambre.
-El granuja -prosiguió Gamba un poco mortificado- se ha defendido como un león; me ha matado a uno de los míos, y, no contento aun con esto, le ha roto un brazo al cabo Chardon; pero esto no tiene importancia: se trata de un francés... Luego se ocultó tan diestramente, que ni el demonio hubiera dado con él. Sin la ayuda de Fortunato es seguro que no lo encuentro.
-¡Fortunato! -exclamó Mateo.
-¡Fortunato! -repitió Giuseppa.
-Si; Gianetto estaba escondido bajo aquel montón de heno; pero el primito me descubrió el escondite. También se lo diré a su tío el caporal para que le envíe un buen regalito por su ayuda. Su nombre y el tuyo, figurarán en el parte que envíe al juez.
-¡Maldición! -murmuró Mateo.
Se reunieron con el destacamento. Gianetto estaba tendido en la parihuela y dispuesto para partir. Cuando vió a Mateo acompañado de Gamba, sonrió de un modo extraño; después, volviendo el rostro hacia la puerta de la casa, escupió en el umbral y dijo:
-¡Es la casa de un traidor!
Sólo un hombre dispuesto a morir se hubiera atrevido a pro-nunciar la palabra traidor, dirigiéndose a Falcone: una certera puñalada, que no necesitaría ser secundada, pagaría inmediatamente el insulto. Sin embargo, Mateo limitose a llevar su mano a la frente, como un hombre abrumado.
Fortunato había entrado en la casa al ver llegar a su padre. A poco reapareció con un jarro de leche, que ofreció, con los ojos bajos, a Gianetto.
-¡No te acerques a mi! -gritó el proscripto con voz terrible.
Después, volviéndose a uno de los tiradores, le dijo:
-Camarada, dame de beber.
El soldado le puso entre las manos su cantimplora, y el bandido bebió el agua que le daba un hombre con el que acababa de tirotearse. A continuación pidió que le atasen las manos sobre el pecho, y no a la espalda, como las llevaba.
-Me agrada -decía- ir tendido a gusto.
Se procuró complacerle; después, ayudante dió la orden de partida; saludó a Mateo, que no le respondió, y encaminóse acelera-damente hacía el llano.
Cerca de diez minutos transcurrieron sin que Mateo abriese la boca. El niño miraba con inquietud, ya a su madre, ya a su padre, que, apoyado en el fusil, le contemplaba con contenida cólera.
-¡Comienzas bien! -dijo Mateo con voz tranquila pero espantosa para el que le conociera.
-¡Padre mío! -exclamó el muchacho, dirigiéndose a él, con las lágrimas en los ojos y como para arrojarse a sus plantas.
Pero Mateo le gritó:
-¡No te acerques a mí!
El niño permaneció inmóvil y sollozando, a pocos pasos de su padre.
Aproximóse Giuseppa. Acababa de percibir, asomando por entre la camisa de su hijo, un extremo de la cadena del reloj.
-¿Quién te ha dado ese reloj? -le preguntó con severidad.
-Mi primo el sargento.
Apoderóse del reloj Falcone, y arrojándolo contra una piedra, lo hizo mil pedazos.
-Mujer -dijo, ¿este niño es mío?
Las morenas mejillas de Giuseppa enrojecieron con un rojo de ladrillo.
-¿Qué dices, Mateo? ¿Sabes a quién hablas?
-Sin embargo, es el primero de los míos que ha cometido una traición.
Redoblaron los sollozos y gimoteos de Fortunato, del que ni por un momento apartaba Falcone sus ojos de lince. Por último, golpeó el suelo con la culata de su escopeta, se la echó al hombro después y dirigióse al malezal, gritándole a Fortunato que le siguiera. El niño obedeció.
Giuseppa corrió tras de Mateo y lo cogió por el brazo.
-¡Es tu hijo! -dijo con trémula voz, clavando sus negros ojos en los de su marido, como si quisiera leer en su alma.
-Déjame -repuso Mateo; soy su padre.
Giuseppa abrazó a su hijo y se entró en la casa llorando. Se arrodilló ante una imagen de la Virgen y oró fervorosamente. Mientras tanto, Falcone anduvo como unos doscientos pasos por el camino, deteniéndose ante un pequeño barranco, en el que descendió. Con la culata de su fusil removió la tierra, encontrándola suelta y fácil de cavar. El sitio le pareció bien para su propósito.
-Fortunato, colócate junto a esta peña.
El niño hizo lo que se le pedía, arrodillándose después.
-Di tus oraciones.
-¡Padre mío, padre mío, no me mates!
-iDi tus oraciones! -repitió Mateo con voz terrible.
El niño, entre balbuceos y sollozos, recitó el Padrenuestro y el Credo. Al final de cada oración, el padre, con voz fuerte, decía: Amén.
-¿Son esas todas las oraciones que sabes?
-Padre, también sé el Avemaría y la letanía que mi tía me ha enseñado.
-Es muy larga; mas no importa.
El niño terminó la letanía con voz apagada.
-¿Has concluido?
-iOh, padre mío, perdón! iPerdón! iNo lo haré más! ¡Tanto le rogaré a mi tío, el caporal, que indultarán a Gianetto!
Siguió hablando; Mateo, tras de cargar la escopeta y echársela a la cara, dijo:
-¡Que Dios te perdone!
El niño hizo un esfuerzo desesperado para levantarse y abrazar las rodillas de su padre; no tuvo tiempo. Mateo disparó, y Fortunato rodó muerto.
Sin dirigir una mirada al cadáver, tomó de nuevo el camino de su casa, en busca de un azadón para enterrar a su, hijo. Apenas había dado algunos pasos, cuando encontró a Giuseppa, que acudía alarmada por el disparo.
-¿Qué has hecho? -exclamó.
-Justicia.
-¿En dónde está?
-En el barranco; voy a enterrarle. Ha muerto cristianamente; se le dirá una misa. Que le avisen a mi yerno, Teodoro Bianchi, para que venga a vivir con nosotros.

1.078. Merimee (Prospero) - 046




[1] Pilone.
[2] Los caporales fueron, otras veces, los jefes de los concejos os cuando se insurreccionaron contra los señores feudales. Aún hoy se llama así, algunas veces, a todo el que por sus propiedades, familia o clientela, ejerce influencia o una especie de magistratura efectiva en una pieve (parroquia) o cantón. Los os se dividen, según vieja costumbre, en cinco castas: los hidalgos -que se subdividen en magníficos y en signori, los caporali, los ciudadanos, los plebeyos y los extranjeros.
[3] Esta palabra se emplea aqui como sinónima de proscrito.
[4]Era éste un cuerpo creado hacía pocos años por el gobierno para prestar, con los gendarmes, servicios de policia.
[5]El uniforme de los tiradores era entonces una guerrera oscura con cuello amarillo.
[6]Cinturón e cuero que sirve de cartuchera y cartera.
[7]Buen giorno, fratello, saludo corriente entre los corsos.

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