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lunes, 20 de octubre de 2014

El cuarto azul

A MADAME DE LA RHUNE.

Un joven discurría con inquieto talante por el zaguán de una estación. Usaba gafas azules, y sin cesar, no porque estuviera resfriado, se llevaba un pañuelo la nariz. De su mano izquierda pendía un maletín negro, en el que guardaba, como supe después, un batín de seda y un pantalón turco.
Dirigíase de vez en vez a la puerta de entrada para escudriñar la calle; sacaba su reloj luego y consultaba el de la estación. El tren aun tardaría una hora en salir, pero hay personas que creen siempre llegar con retraso. No era este tren -con pocos coches de primera- a propósito para las gentes atareadas. Su hora de salida no les permite a los agentes de bolsa tomarlo, después de terminar sus asuntos, para ir a comer a sus casas de campo.
Comenzaron a llegar los viajeros; un parisién hubiera reconocido, por la pinta, a colonos y tenderos de los arrabales.
Sin embargo, no entraba hombre alguno en la estación, ni se detenía ante la puerta un coche sin que al joven de las gafas azules se le inflara como un globo el corazón y se le doblaran las rodillas, y se viera el maletín en trance de escapársele de la mano y a punto de desprendérsele de la nariz las gafas, caladas del revés, dicho sea de paso.
Y fué lo peor del asunto cuando, después de tan larga espera, apareció por una puerta lateral -único sitio que escapara a la persistente observación del joven -una mujer vestido de negro, con un velo tupidísimo sobre el rostro y un maletín de tafilete en la mano, que contenía -como lo descubrí más tarde- una bata maravillosa y unas chinelas de raso azul.
Hombre y mujer avanzaron, uno hacia otro, mirando a derecha e izquierda, pero nunca al frente. Se reunieron, se tocaron la mano y permanecieron algunos minutos silenciosos, inquietos, palpitantes, víctimas de una de esas agudas emociones por las que diera yo cien años de la vida de un filósofo.
Cuando recobraron la palabra, la joven -se me había olvidado decir que lo era, a más de linda -dijo:
-León, ¡qué felicidad! Nunca le hubiera reconocido con esas gafas azules.
-Qué felicidad! -dijo también León. Jamás la hubiera adivinado bajo ese velo negro.
-¡Qué felicidad! -repitió ella. Ocupemos nuestros sitios; ¡si el tren partiera sin nosotros!... (Y oprimió fuertemente el brazo del joven.) Nada se sospecha. En este momento estoy con Clara y su marido, camino de su quinta, pues mañana debo despedirme de ellos... Hace una hora -añadió riendo y bajando la cabeza- que ella partió, y mañana, tras de pasar con ella la última velada... (de nuevo oprimió el brazo del joven), mañana por la tarde, me acompañará a la estación, donde encontraré a Ursula, enviada por mí de antemano a casa de mi tía... ¡Lo he previsto todo! Tomemos nuestros billetes... ¡Es imposible que puedan descubrirnos! Pero, ¿y si preguntaran nuestros nombres en la fonda? He olvidado ya...
-Los señores de Duru.
-¡Oh, no, Duru de ninguna manera! En la pensión hay un zapatero que se llama así.
-¿Y los señores de Dumont?
-De Daumont, más bien.
-Perfectamente; aunque es seguro que nadie nos preguntará nada.
Sonó la campana; abrieron la puerta de la sala de descanso, y la joven, siempre cuidadosamente encubierta, penetró en un coche con su joven compañero.
Resonó la campana por segunda vez, y la puerta del departamento se cerró.
-¡Solos! ¡Estamos solos! -exclamaron con júbilo.
Al mismo tiempo casi, un hombre de unos cincuenta años, vestido de negro y de aburrido y grave continente, penetró en el coche y sentóse en un rincón. Silbó a poco la locomotora y el tren se puso en marcha. Nuestros dos jóvenes, distantes lo más que pudieron del incómodo vecino, comenzaron a hablar muy quedamente, y en inglés, para más seguridad y precaución.
-Caballero -dijo el desconocido en la misma lengua y con el más puro acento británico, si tienen algunos secretos que comunicarse no se sirvan ante mí del inglés; yo soy inglés. Siento mucho moles-tarles, pero en el otro departamento va un hombre solo y tengo por principio no viajar nunca con un hombre solo... Además tenía facha de Judas. Acaso eso -señaló al maletín colocado en el asiento de enfrente- hubiera podido tentarle; en último término, si no duermo, leeré.
A lo que se dispuso de muy buena gana. Abrió la maleta, sacó una gorra, se la puso, y por un momento quedó con los ojos cerrados; los abrió de nuevo, y a poco, con gesto impaciente, buscó unas gafas en la maleta, y un libro griego después; finalmente ensimismóse en la lectura. Para extraer el libro de la maleta le fué preciso revolver y sacar multitud de cosas, caprichosamente amontonadas. Entre otras, y de lo más hondo del maletín, sacó un grueso fajo de billetes ingleses, que puso frente a él en el asiento, y antes de volverlo a su sitio se lo enseñó al joven, preguntándole si sería posible cambiar algunos en N***.
-Probablemente sí -le dijo, porque N*** es punto de paso para Inglaterra.
N*** era el lugar adonde se dirigían los dos jóvenes. Hay allí una fonda bastante aseada, que apenas si se ve concurrida los sábados por la noche. Se dice que tiene buenas habitaciones. El dueño y sus gentes no viven muy retirados de París para que tengan ese vicio provinciano.
El joven, al que he llamado ya León, había visitado esta fonda anteriormente, sin gafas azules, y por la descripción que de ella hizo, su amiga pareció sentir el deseo de conocerla.
Se hallaba, además, aquel día, en una tal disposición de espíritu, que los muros de una cárcel se le antojaban encantadores de compartirlos con León.
Entretanto, el tren proseguía su carrera y el inglés su lectura sin mirar a sus compañeros de viaje, que cuchicheaban tan bajo que, de no ser amantes, no hubieran podido entenderse. Acaso no sorprenda a mis lectores si les digo que lo eran y en toda la extensión de la palabra; y lo peor del asunto es que no estaban casados, pues más de un motivo se oponía a que lo fuesen.
¡El fin llegaron a N***. El inglés descendió primero, y en tanto que León ayudaba a su amiga a apearse para que no enseñara las piernas, a la plataforma del vecino departamento se abalanzó un hombre pálido, amarillo más bien, de ojos hundidos e inyectados en sangre y de hirsuta y descuidada barba; inconfundible signo por el que se descubre con frecuencia a los grandes criminales. Era su traje, aunque limpio, deshilachado y raído hasta la transparencia; su levita, negra un tiempo, pardusca por espalda y codos ahora, abotonábase hasta la barba, quién sabe si para ocultar un más raído y deshilachado chaleco. Avanzó hacia el inglés, y muy humildemente le dijo:
-¡Uncle! (¡Tío!)
-Leve me alone you wretch! (iDéjame en paz, tunante!) -exclamó el inglés, resplandecientes de cólera los grises ojos.
Y se dispuso a salir de la estación.
-Don't drive me to despair. (No me haga desesperar) -repuso el otro con quejumbroso y casi amenazador acento.
-Hágame el favor de cuidar de mi maleta por un momento -dijo el anciano inglés a León, arrojándosela a los pies.
En seguida asió del brazo al que le había atajado, lo empujó más bien que lo condujo a un rincón aparte, como para evitar que le oyeran, y allí, al parecer y por un momento, hablóle con rudo tono. Después, sacando unos papeles del bolsillo, y estrujándolos, se los alargó al hombre que le llamara tío, que, apoderándose de ellos sin dar las gracias, alejóse casi en seguida, hasta desaparecer.
No habiendo en N*** más que una fonda, nadie se extrañará que en ella, y al cabo de algunos minutos, se encontraran todas las personas de esta verídica historia. En Francia, el viajero que tenga la fortuna de ir del brazo de una mujer bien vestida, puede estar seguro de conseguir en cualquier hotel el cuarto mejor, de donde era nuestra fama de ser el más galante pueblo de Europa.
El cuarto que se le dió a León era el mejor; pero no se siga de aquí, pues sería temerario, que era excelente. Había en él un gran lecho de nogal, con cortinaje oscura, en el que se veía estampada, en morado, la mágica historia de Piramo y Tisbe. El papel de las paredes representaba una vista de Nápoles con multitud de personajes de ambos sexos, a los que, por desgracia, algunos viajeros, tan, libres de quehaceres como limpios de discreción, habían añadido sendos bigotes y pipas; veíanse también en cielo y mar, y escritas con lápiz, variadas necedades en prosa y verso, y destacando sobre este fondo, multitud de grabados: Luis Felipe prestando juramento a la Carta de 1830, La primera entrevista de Julia y Saint-Preux, En espera de la felicidad y Las penas de Dubufe. Este cuarto era conocido con el nombre de «el cuarto azul», porque a uno y otro lado de la chimenea había dos sillones forrados con terciopelo de Utrecht de dicho color, cubiertos ahora y desde hacía algunos años con fundas de crudillo gris y franjas amoratadas.
Mientras los criados del hotel mostrábanse solícitos y diligentes con la recién llegada, ofreciéndole sus servicios, León, no despro-visto, aunque enamorado, de buen sentido, dirigióse a la cocina para encargar la comida, viéndose compelido, para conseguir que se la sirvieran aparte, a emplear toda suerte de habilidades retóricas y algunos medios de corrupción; pero su sorpresa fué horrible cuando supo que en el comedor principal, precisamente situado junto a su cuarto, los oficiales del tercer regimiento de húsares, que relevaban a los del tercero de cazadores, debían reunirse con éstos el día aquel en un banquete de despedida, y, de seguro, cordialísimo. Juró el dueño de la fonda que, aparte la alegría tan natural en los militares franceses, cazadores y húsares eran conocidos en toda la ciudad por su cordura y moderación, y que la vecindad de ellos no podía ser un inconveniente para la señora, porque los señores oficiales acostumbraban a levantarse de la mesa antes de la medianoche.
Con esta seguridad, aunque no muy tranquilo, León, nuevamente de vuelta en el cuarto azul, dióse cuenta de que el inglés ocupaba una habitación junto a la suya. La puerta estaba abierta. El inglés, sentado ante una mesa en la que se veía una botella y un vaso, contemplaba con recogida atención el techo, como en trance de contar las moscas que por él se paseaban.
-¡Bah! ¡Qué me importan los vecinos! -dijo para si León. El inglés, dentro de poco, estará borracho, y los húsares partirán antes de la medianoche.
Al entrar en el cuarto azul fué su primer cuidado convencerse de que las puertas de comunicación esta bien cerradas y tenían pasadores. Del lado del inglés, la puerta era doble y gruesas las paredes; la de húsares más delgada, pero la puerta tenía pestillo y cerradura. Después de todo, más asequibles a la cuidad son las cortinillas de un coche, y, no obstante gentes que se creen aisladas del mundo en un simón.
Es seguro que la más desatada imaginación no podría repre-sentarse felicidad más completa que la de dos jóvenes enamorados que, tras ansiosa espera, se encuentran solos, libres de envidiosas e indiscretas miradas, en lo de contarse con toda calma los sufrimientos pasados y de saborear las delicias que su feliz unión les ofrece. Pero el diablo halla siempre coyuntura para verter su gota de acíbar en la copa de la felicidad.
Johnson ha escrito, aunque no el primero, pues lo había tomado de un griego, que ningún hombre puede decirse: «Hoy seré dichoso». Esta verdad, reconocida desde remotísima época por los más grandes filósofos, es un ignorada por un cierto número de mortales, y en particular por la mayoría de los enamorados.
Después de una comida muy mediana en el cuarto azul, compuesta de algunos platos procedentes del ágape de los militares, León y su amiga tuvieron que sufrir la conversación a que se entregaban aquellos señores en el comedor vecino. Como en ella se hablaba de asuntos extraños a la táctica y a la estrategia, me guardaré mucho de referirla. Era una serie de descarnadas historias, casi todas de subido color, seguidas de fuertes risotadas, a las que con gran dificultad, en algunas ocasiones, no se unieron las de nuestros amantes. La amiga de León no tenía pelo de mojigata, mas hay cosas que no gustan oírse cuando se está frente a frente del hombre a quien se ama.
Como la situación se hacía cada vez más embarazosa, cuando iban a servir el postre a los oficiales decidióse León a ir a la cocina para rogar al dueño que hiciera presente a aquellos señores que en la sala junto a la de ellos había una mujer enferma, y que se aguardaba de su delicadeza que hicieran menos ruido.
El fondista, coma ocurre en esta clase de fiestas, se hallaba completamente aturdido y no sabía a quién atender. A tiempo que León le daba aquel encargo para los oficiales, un mozo le pedía champaña para los húsares, y una criada, oporto para el inglés.
-Le he dicho -agregó la última- que no había.
-Eres una necia. En mi casa hay toda clase de vinos. ¡Voy a buscarle oporto! Tráeme la botella de ratafia, otra de a litro y un garrafón de aguardiente.
Después de fabricado el oporto de tan rápida manera, llegóse el fondista al comedor e hizo el encargo que León acababa de darle. En un principio produjo una furiosa tempestad.
Después, una voz de bajo que dominaba a las otras preguntó qué clase de mujer era su vecina. Casi restablecido el silencio, el fondista respondió:
-No sé qué decirles, señores. Es muy linda y muy tímida, y, según dice María Juana, tiene un anillo de desposada en el dedo, y es muy posible que lo sea, y que haya venido aquí, como ocurre muchas veces, a gozar de su estado.
-¿Una recién casada? -exclamaron cuarenta voces. ¡Es preciso que empine el codo con nosotros! ¡Beberemos a su salud y enseñaremos al marido sus deberes conyugales!
Después de estas palabras se oyó un gran ruido de espuelas que hizo estremecer a nuestros amantes, temerosos de que les asaltaran el cuarto. Pero de pronto alzóse una voz que dé tuvo el movimiento. Sin duda era un jefe el que hablaba. Reprochó a los oficiales su falta de delicadeza, obligán-doles a sentarse de nuevo y a charlar con decencia y sin gritos. Después, y en voz tan baja que no pudo oírse en el cuarto azul, añadió algunas palabras, oídas con respeto, mas no sin que excitan una cierta y contenida hilaridad. A partir de entones, el silencio fué relativo, y los dos amantes, después de bendecir el saludable imperio de la disciplina, reanudaron la charla con más abandono. Pero, después de tantas fatigas, necesitaban tiempo para que su ánimo cobrara las tiernas emociones que la inquietud, las molestias del viaje, y muy principalmente la extrema alegría de sus vecinos, habían de tan fuerte modo turbado. Como a su edad, sin embargo, la cosa no era muy difícil, muy pronto dieron al olvido los incidentes desagradables de su aventurera expedición para pensar tan sólo en las más importantes de sus consecuencias.
Creían la paz firmada con los húsares; pero, ¡ay! aquello no era más que una tregua. Cuando menos lo esperaban, cuando se creían a mil leguas de este mundo sublunar, he aquí veinticuatro trompetas, con más algunos trombones, que tocan esa tan conocida canción de los soldados franceses «¡La victoria es nuestra!» Cómo resistir semejante chubasco? Los pobres amantes eran muy dignos de lástima.

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Mas no de tanta lástima, porque, al fin, los militares abandonaron el comedor, desfilando ante la puerta del cuarto azul con ruidoso sonar de sables y espuelas, y gritando, uno tras otro:
-¡Buenas noches, señora recién casada!
Tras esto cesó todo ruido; digo mal, el inglés, desde el pasillo, gritó:
-¡Camarero!, tráigame otra botella de oporto.
La calma quedó restablecida en el hotel de N***. La ocho era apacible; la luna brillaba en su apogeo. Desde tiempo inmemorial, los amantes se gozan en la contemplación de nuestro satélite. León y su amiga abrieron la ventana que daba a un jardincillo, y aspiraron gozosamente el aire fresco y embalsamado por el aroma de las clemátides.

Mas no permanecieron mucho tiempo allí. Un hombre, cabizbajo, con los brazos cruzados y un cigarro en la boca, se paseaba por el jardín. León creyó reconocer al sobrino del inglés aficionado al buen vino de oporto.
Odio los detalles inútiles; por otra parte, no me creo obligado a decirle al lector lo que fácilmente puede adivinar, ni a contarle, hora por hora, lo que en el hotel de N*** sucedió. Diré, pues, que la vela que ardía en la apagada chimenea del cuarto azul estaba a medio consumir, cuando en la hasta entonces silenciosa habitación del inglés oyóse un ruido extraño, como el que produce un cuerpo pesado al caer, y, a poco, un chasquido no menos extraño, al que siguió un ahogado grito y algunas imperceptibles palabras, seme-jantes a una imprecación. Los jóvenes inquilinos del cuarto azul se estremecieron. Es muy posible que despertaran sobresaltados. Aquel ruido, que no acertaban a explicarse, les produjo una casi siniestra impresión.
-Es nuestro inglés que suena -dijo el joven con forzada sonrisa.
Y, aunque pretendía tranquilizar a su compañera, se estremeció involuntariamente. Dos o tres minutos más tarde se abrió una puerta en el pasillo con mano cautelosa, a lo que parecía; después, y muy suavemente, cerróse de nuevo. Se oyó un inseguro y lento deslizarse, que se pretendía disimular, según las apariencias.
-¡Maldita fonda! -exclamó León.
-¡Pero si es el paraíso! -repuso la joven abandonando la cabeza en el hombro de su amante. Me muero de sueño...
Y suspirando se durmió, casi en seguida, nuevamente.
Un insigne moralista ha dicho que los hombres dejan de ser charlatanes cuando no tienen más que preguntar. Nadie se extrañe, pues, si León no hizo por reanudar la charla o discusión sobre los ruidos del hotel de N***. Muy preocupado, a pesar suyo, su imaginación fundía multitud de circunstancias en las que, si otra fuera la disposición de su espíritu, no hubiera parado mientes. La siniestra figura del sobrino del inglés acudía a su memoria. Miraba rencorosamente a su tío, al que, no obstante, hablaba con humildad, sin duda que le pedía dinero.
Nada más fácil para un hombre joven aún, vigoroso desesperada por añadidura, que trepar desde el jardín a la ventana de la vecina habitación. Era seguro, además que residía en la misma fonda, puesto que, aquella misma noche, paseaba por el jardín. Acaso..., probablemente..., sin duda, sabía que el maletín negro de su tío encerraba un grueso fajo de billetes... ¡Y aquel golpe sordo, semejante a un mazazo en la cabeza!... ¡Aquel grito ahogado!... ¡Aquel juramento horrible!... ¡Aquellas pisadas, en fin! El sobrino tenia pinta de salteador... Pero no se asesina en una fonda llena de militares. Sin duda, el inglés había echado el pestillo, como hombre prudente que era, y, máxime, saliendo que aquel bribón andaba por los alrededores... Y desconfiaba de él, no cabe duda, puesto que no quiso acercársele con el maletín en la mano... Mas ¿por qué hundirse en tan horribles pensamientos cuando era tan dichoso?
Todo esto se lo decía León mentalmente. Mientras pensaba estas cosas, que me guardaré de analizar con más detalles, y que se le aparecían casi con la misma fusión que las visiones de un sueño, dirigiéronse sus ojos maquinalmente hacia la puerta que ponía en comunicación el cuarto azul con el del inglés.
En Francia, las puertas cierran mal. Entre aquélla y el pavimento se veía una ranura como de unos dos centímetros. De pronto, por aquella ranura, apenas esclarecida por el reflejo del entarimado, apareció un no sé qué negruzco, aplastado, semejante a la hoja de un cuchillo, pues el borde, herido por la luz de la bujía, sentaba una sutil y brillantísima línea. Aquel cuerpo avanzaba con lentitud y en dirección a una chinela de raso azul, indiscretamente arrojada a poca distancia de aquella puerta. ¿Sería algún bicharraco? ¿Un ciempiés, quizá?... No; no era un insecto. Aquello no tenía forma determinada. Dos o tres regueros oscuros, con sendos reflejos en los bordes, han penetrado en el cuarto..., la pendiente del pavimento acelera su marcha..., avanzan rápidamente hasta rozar con la chinela. ¡No cabe duda! ¡Es un líquido, y este líquido, cuyo color puede claramente distinguirse a la luz de la bujía, es sangre! Y, en tanto que León, horrorizado e inmóvil, contemplaba aquellos regueros espeluznantes, la joven dormía con tranquilo sueño, acalorando con su acompasada respiración el cuello y la espalda de su amante.

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La diligencia que puso León en encargar la comida apenas llegado al hotel de N***, prueba claramente que era hombre previsor, de fino ingenio y aguda inteligencia. Y no desmintió, en el trance que se le ofrecía, lo que acabamos de reconocerle. Se mantuvo expectante, enderezando ahincadamente las fuerzas todas de su espíritu, ante la malaventura que le amenazaba, hacia una resolución.
A lo que imagino, la mayoría de mis lectores, y más aún mis lectoras, llenos de sentimientos heroicos, censurarán la pasiva conducta de León en semejantes circunstancias. Ha debido -se me dirá- abalanzarse al cuarto del inglés para detener al homicida, o, por lo menos, y en fuerza de campanillazos, poner de punta a las gentes del hotel. A lo que respondería, en primer término, que en los hoteles de Francia la campanilla es algo puramente ornamental, y que sus cordones no están en correspondencia con aparato alguno metálico. Y a esto añadiría, respetuosamente, pero con gran firmeza, que si está mal dejar morir a un inglés, junto a sí, no es digno de loa sacrificarle una mujer que duerme con la cabeza apoyada en vuestro hombro. ¿A qué se diera lugar, si León, valiéndose de ruidosas artes, despierta al hotel? A que se hubieran presentado los esbirros, el juez y el escribano, y, antes de preguntarle por lo que había visto u oído, esos señores, que son, un espíritu de cuerpo, curiosísimos, le interrogaran de esta suerte:
«¿Cómo se llama usted? ¿Tiene sus documentos? ¿Y la señora? ¿Qué hacían juntos en el cuarto azul?» Una otro comparecerían, en su día y ante el tribunal que correspondiera, para decir que el tantos de tal mes y a tal hora de la noche fueron testigos del hecho en cuestión.
Precisamente, la idea del juez y demás satélites fué la primera que se le ocurrió a León. Se dan, a veces, en la vida, casos de conciencia difíciles de resolver; entre dejar que asesinen a un viajero desconocido y deshonrar y perder a la mujer que se adora, ¿qué es preferible?
Es muy molesto tener que plantearse un semejante problema.
Se lo doy al más hábil para que lo solucione.
Hizo, pues, León, lo que probablemente hubieran hecho muchos en su lugar: no moverse.
Fijos los ojos en la chinela azul y el rojizo reguero que la rozaba, permaneció un buen rato como fascinado, en tanto que un frío sudor humedecía sus sienes y latíale el corazón hasta querer saltársele del pecho.
Multitud de imágenes e ideas extravagantes y horribles le asediaban, y una voz interior, a cada paso, le decía: «Dentro de una hora, por tu culpa, se sabrá todo». Sin embargo, en fuerza de preguntarse: «¿Cómo escapar de este martirio?», concluyó por percibir un rayo de esperanza.
-Si abandonamos -se dijo- esta maldita fonda antes que se descubra lo que en el cuarto vecino ha pasado, es posible que logremos borrar toda huella de nosotros. Nadie nos conoce aquí: sólo me han visto con gafas azules, y a ella, bajo su velo; nos hallamos a dos pasos de la estación, y en una hora podríamos estar muy lejos de N***.
Y como había consultado con gran detenimiento la Guía para organizar aquel viaje, recordó que a las ocho pasaba un tren con dirección a París. Poco después se perderían en la inmersa ciudad, ocultador asilo de tantísimos culpables. ¿Quién podría, en aquel laberinto, descubrir a dos inocentes? Pero, ¿y si entraban en el cuarto del inglés antes de las ocho? Todo dependía de esto.
Convencido de que no le quedaba otro camino que tomar, hizo un desesperado esfuerzo para sacudir la torpeza que hacía rato le señoreaba; pero, al primer movimiento que hizo, su joven compañera despertó, abrazándole atolondradamente. Al sentir en su mejilla la frialdad de la del joven, se le escapó un grito:
-¿Qué tienes? -le dijo con inquietud. Tu frente está fría como el mármol.
-Nada -repuso con insegura voz. Aquí, en la habitación de al lado, he oído unos rumores.
Y, desprendiéndose de sus brazos, apartó, primeramente, la chinela azul y puso una butaca ante la puerta de modo que ocultara a los ojos de su amiga el horrible líquido que, sujeto en su curso, se había embalsado. Luego entreabrió la puerta que daba al pasillo y escuchó atentamente, atreviéndose a llegar hasta la del inglés, que permanecía cerrada. Apuntaba el día, y con él los primeros trajines de la fonda. Los mozos de cuadra limpiaban y enjaezaban a los caballos en el patio; del segundo piso un oficial descendía, haciendo resonar las espuelas. Iba a vigilar aquel interesante trabajo, más agradable para el caballo que para el hombre, y que en términos técnicos se llama la botte.
Penetró León, nuevamente, en el cuarto azul, y con todos los miramientos que el amor le dictara, y tras un sinfín de circunloquios y eufemismos, expuso a su amiga la situación en que se hallaban. Si peligroso era quedarse, no lo era menos partir con precipitación, y más aún aguardar en el hotel a que la catástrofe de la habitación vecina se descubriera.
Inútil decir el espanto que aquella noticia produjo, n¡ las lágrimas que le siguieron, ni las insensatas proposiciones que se echaron a volar, ni las veces que se estrecharan entre los brazos para decirse: «¡Perdóname, perdóname!», pues cada uno se tenía por el más culpable. Se prometieron morir juntos, pues no dudaba la joven que la justicia les achacaría la muerte del inglés, y, como no estaban seguros de que en el patíbulo se les permitiera abrazarse, se abrazaron hasta casi ahogarse, y se cubrieron, a porfía, de lágrimas. Por último, y tras un sinfín de salidas absurdas y de tiernas y desgarradoras palabras, reconocieron, entre una nube de besos, que el plan ideado por León, es decir, la partida en el tren de las ocho, era, en realidad, el más práctico y realizable. Pero aun les quedaban dos mortales horas de espera. A cada paso en el corredor se estremecían de pies a cabeza. Cada crujir de botas les anunciaba al juez.
El pequeño equipaje fué hecho en un abrir y cerrar le ojos. La joven quiso quemar en la chimenea la chinela azul; pero León se la arrebató, y después de secarla con la alfombrilla la besó y la guardó en un bolsillo, no sin que le sorprendiera su olor a vainilla; a la cuenta, su amiga usaba el mismo perfume que la emperatriz Eugenia.
Todos estaban ya levantados en la fonda. Reían los mozos, cantaban las criadas, sacudían los uniformes de sus jefes los soldados. Acababan de dar las siete. León quiso obligar a su amiga para que tomara una taza de café con leche, a lo que ella se opuso, pues era tan grande la opresión de su garganta que temía morirse si bebiera cualquier cosa.
León, caladas las gafas azules, descendió para pagar la cuenta.
El fondista le pidió mil perdones por el escándalo removido, que no podía explicarse aún, pues los señores oficiales fueron siempre muy tranquilos. León aseguró que no había oído nada, y que había dormido perfectamente.
-Su vecino del otro lado -continuó el fondista- no ha debido incomodarle. Apenas si hace ruido. Apuesto algo a que todavía duerme a pierna suelta.
Apoyóse León en el mostrador para no caer, y su amiga, que le había seguido, se aferró a su brazo, echándose el velo sobre los ojos.
-Es un gran señor -prosiguió el implacable fondista. Necesita siempre de lo mejor. ¡Es una persona distinguidísima! Pero todos los ingleses no son como él. He tenido uno que es muy miserable. Todo lo encuentra caro: la comida, la habitación, todo. Y ha pretendido pagarme 125 francos con un billete del Banco de Inglaterra de cinco libras esterlinas... ¡Con tal que sea bueno!... A propósito: usted debe conocerlos, pues le he oído hablar en inglés con la señora... ¿Es bueno?
Y diciendo esto le alargó un billete de cinco libras esterlinas. En uno de los ángulos tenía una manchita roja, de cuya procedencia no dudó León.
-Lo creo buenísimo -dijo con voz ahogada.
-Tengan en cuenta -dijo el fondista reanudando la charla- que aun les queda mucho tiempo, pues el tren no pasa hasta las ocho, y siempre trae retraso. Siéntese usted, señora; parece fatigada.
En aquel mismo instante entró una camarera.
-¡Pronto! -dijo- agua caliente para el té del inglés y una esponja, pues ha hecho caer la botella, y la habitación está inundada de vino.
A estas palabras, León y su compañera desplomáronse en sendas sillas, tan tentados de reír, que a duras penas, y muy contra su voluntad, se contuvieron. Llena de júbilo, la joven estrechó la mano de León, el cual, dirigiéndose al fondista, dijo:
-Decididamente, y en vista de lo que dice, aguardaremos al tren de las dos. Sírvase, pues, prepararnos un magnífico almuerzo.

1.078. Merimee (Prospero) - 046

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