Como
la noche era calurosa, dejé abierta la ventana que daba al porque.
Escrita mi carta, y no teniendo deseos de dormir, me puse a repasar
los verbos irregulares lituanos y a buscar en el sánscrito las
causas de sus diferentes irregularidades. En medio de este trabajo,
que me absorbía, un árbol muy cercano a mi ventana fué
violenta-mente agitado. Oí un crujir de ramas secas y me pareció
que un animal pesadote trataba de trepar por él.
Muy
preocupado aún con las historias de osos que el doctor acababa de
contarme, me levanté, no sin un cierto temor, y a algunos pies de mi
ventana, entre la hojarasca del árbol, divisé una cabeza humana que
la luz de mi lámpara alumbró de lleno. Un instante duró aquella
aparición; pero el fulgor singular de los ojos que se encontraron
con los míos, me impresionó más de lo que pueda decir.
Involuntariamente
me hice hacia atrás, corrí después a la ventana, y con severo tono
pregunté al intruso si deseaba algo. Descendía, en aquel punto, con
gran ligereza, y asiendo una gruesa rama entre sus manos, quedó
pendiente de ella, dejóse caer después y desapareció en seguida.
Llamé a la campanilla, apareció un criado, y le dije lo que acababa
de ocurrir.
-El
señor profesor debe haberse equivocado, sin duda.
-Estoy
seguro de lo que digo -repuse. Temo que haya un ladrón en el parque.
-Imposible,
señor.
-Entonces,
¿es alguien de casa?
El
criado abrió los ojos de par en par, sin responder. Luego me
preguntó si tenía algo que mandarle; le dije que cerrara la
ventana, y me metí en el lecho.
Dormí
muy bien, sin soñar con osos ni ladrones. Por la mañana, arreglado
ya, oí llamar a la puerta. Abrí y me encontré frente a un altísimo
y guapo mozo, vestido con una bata y una larga pipa turca en la mano.
-Le
pido mil perdones, señor profesor -dijo, por haber acogido tan mal
a un huésped como usted. Soy el conde Szémioth.
Me
apresuré a decirle que tenía yo, por el contrario, que darle
rendidamente las gracias por su magnífica hospitalidad,
preguntándole luego si había desaparecido la jaqueca.
-Casi,
casi -dijo. Hasta una nueva crisis -añadió con gesto de tristeza.
¿Se halla medianamente aquí? No olvide que se encuentra entre los
bárbaros. En Samojicia no hay que ser muy exigente.
Le
aseguré que me encontraba a las mil maravillas. Mientras le hablaba,
no me podía sustraer al deseo de observarle con una curiosidad que a
mí mismo se me antojaba impertinente. Había en su mirada un no sé
qué tan extraño que, a pesar mío, me recordaba la del hombre que
había visto trepar por el árbol la víspera.
-¡Pero
no es fácil -me decía- que el señor conde Szémioth trepe de noche
por los árboles!
Era
su frente alta y muy desarrollada, aunque un poco estrecha, y de una
gran regularidad los rasgos de su rostro; solamente sus ojos estaban
demasiado unidos, y me pareció que, entre glándula y glándula
lacrimal, no había el espacio de un ojo, como lo exige el canon de
los escultores griegos. La mirada era penetrante. Nuestros ojos se
encontraron muchas veces, a pesar nuestro, pero los desviábamos en
seguida con un cierto embarazo.
De
pronto el conde, echándose a reír, exclamó:
-¡Me
ha reconocido usted!
-¿Reconocido?
-Sí;
anoche me sorprendió mientras yo hacia de verdadero pilluelo.
-¡Oh,
señor conde!
-Pasé
todo el día sufriendo mucho y encerrado en mi habitación. Como me
encontraba mejor por la noche, salí a dar un paseo por el jardín;
vi luz en su cuarto de usted, y me dejé llevar por la curiosidad...
He debido decir mi nombre y presentarme, pero la situación era tan
ridícula... Tuve vergüenza y huí. ¿Me perdona por haberle
interrumpido en su trabajo?
Todo
esto lo decía con un tono aparentemente ligero; puro al decirlo se
ruborizaba, y evidentemente no se hallaba a gusto.
Hice
cuanto pude para demostrarle que no guardaba una desa-gradable
impresión de aquella primera entrevista, y, para poner fin a su
embarazo, le pregunté si era cierto que poseía el catecismo
samojicio del padre Lawiçki.
-Es
posible; pero, a decir verdad, conozco muy poco la biblioteca de mi
padre, que era muy aficionado a los viejos libros y a las cosas
raras. Yo casi no leo más que obras modernas; en fin, lo
buscaremos, señor profesor. ¿Quiere usted que leamos el Evangelio
en ymud?
-¿Cree
usted, señor conde, que una traducción de las Escrituras en la
lengua de este país sea cosa conveniente?
-De
seguro; sin embargo, si me permite una leve observación, le diré
que entre las gentes que no saben otra lengua que el ymud no hay una
sola que sepa leer.
-Es
posible; pero con el permiso de S. E. (1)
me atrevo a decirle que la mayor dificultad para aprender a leer es
la falta de libros. Cuando los países samojicios tengan un texto
impreso, querrán leerlo y aprenderán a leer. Esto es lo que les
ocurre a muchos salvajes...; sin que quiera decir esto que los
habitantes de esta comarca lo sean. Además -añadí- ¿no es cosa
deplorable que una lengua desaparezca sin dejar rastro? Desde hace
treinta años el prusiano no es más que una lengua muerta. La última
persona que sabía el córnico,
murió el otro día...
-¡Deplorable!
-interrumpió el conde. Alejandro de Humboldt contaba a mi padre que
él había conocido a un loro en América que tan sólo sabía
algunas palabras del lenguaje de una tribu enteramente destruida en
la actualidad por la viruela. ¿Le parece bien que se nos sirva el té
aquí?
Mientras
tomábamos el té, la conversación giró en torno de la lengua ymud.
Censuraba el conde la manera cómo los alemanes han impreso el
lituano, y tenía razón.
-El
alfabeto de ustedes -decía- no se ajusta a nuestra lengua. Carece de
nuestra j, de nuestra I, de nuestra y, de nuestra é. Tengo una
colección de dainos,
publicada el año pasado en Koenigsberg, y no puede figurarse el
trabajo que me costó adivinar las palabras, tal era de extraña su
represen-tación.
-¿S.
E. habla, sin duda, de los dainos
de Lessner?
-Sí;
es una poesía demasiado sosa, ¿no le parece?
-Acaso
pudiera encontrar algo de más interés. Convengo en que, tal como
es, esa colección sólo tiene un interés puramente filológico;
pero creo que, buscando y rebuscando entre las poesías populares de
este pueblo, se encontrarían más exquisitas joyas.
-¡Ay!
Lo dudo muchísimo, a pesar de todo mi patriotismo.
-Hace
algunas semanas me regalaron en Wilna una balada verdaderamente
bella, y, por añadidura, histórica... Se trata de una poesía
notabilísima... ¿Me permite que se la lea? La tengo en mi cartera.
-Con
mucho gusto.
Y
se hundió en el sillón, después de pedirme permiso para fumar.
-Tan
sólo fumando comprendo la poesía -dijo.
-Se
titula Los
tres hijos de Budrys.
-¿Los
tres hijos de Budrys? -exclamó el conde con un movimiento de
sorpresa.
-Sí;
Budrys -S. E. lo sabe mejor que yo- es un personaje histórico.
El
conde me miraba fijamente con su mirada singular, en la que había
una cierta cosa indefinible, hosca y tímida a la vez, que producía
una casi penosa impresión, cuando no se estaba habituado a ella.
Para evitarla, me apresuré a leer.
«Los
tres hijos de Budrys.
«En
el patio de su castillo, el viejo Budrys llama a sus tres hijos -tres
verdaderos lituanos como él» y les dice:
«-Hijos
míos, dadles el pienso a vuestros caballos de guerra, preparad
vuestras monturas, afilad vuestras espadas y jabalinas. Se asegura
que en Wilna ha sido declarada la guerra a los tres extremos del
mundo. Olgerd marchará contra los rusos; Skirghelo, contra nuestros
vecinos los polacos; Keystut, caerá sobre los teutones (2).
¡Sois jóvenes, fuertes, valerosos; marchad al combate: que los
dioses de la Lituania os protejan! Este año no combatiré, pero os
quiero dar un consejo. Sois tres, y tres caminos, ante vosotros, se
abren.
»Que
uno acompañe a Olgerd a Rusia, a las orillas del lago Ilmen, bajo
los muros de Novgorod. Las pieles de armiño, las telas recamadas,
abundan allí, y en casa de los mercaderes hay tantos rublos como
témpanos de hielo en el río.
»Que
el segundo siga a Keystut en sus correrías. ¡Que haga pedazos a la
canalla cruciferaria! La arena del mar es ámbar allí; los paños,
por su lustre y sus colores, no tienen igual, y los hábitos de sus
sacerdotes se cubren de rubíes.
»Que
el tercero cruce el Niemen con Skirghelo. En la otra orilla
encontrará viles instrumentos de labranza. En cambio, podrá elegir
buenas lanzas, fuertes escudos y me traerá una nuera.
»Las
mujeres de Polonia, hijos míos, son las más bellas de las cautivas.
¡Juguetonas como gatas, blancas como la leche! Bajo las negras cejas
fulguran los ojos como estrellas. Cuando era joven, hace medio siglo,
me traje de Polonia una hermosa cautiva que fué mi mujer. Desde hace
ya mucho tiempo no existe, pero no puedo dirigir mis ojos a este lado
del hogar sin recordarla.»
»Da
su bendición a los jóvenes, armados ya y a caballo. Parten. Llega
el otoño, el invierno después... No vuelve ninguno. El viejo Budrys
los da por muertos.
»Cae
una nevada; un jinete se aproxima, cubriendo con su burka (capa de
fieltro) negra una preciosa carga, acaso.
»-Es
un talego -dice Budrys. ¿Está lleno de rublos de Novgorod?
»-No,
padre. Os traigo una nuera de Polonia.
»En
medio de una nevada, un jinete se acerca y su
burka
se infla sobre una preciosa carga.
»-¿Qué
es eso, hijo? ¿Ambar amarillo de Alemania?
»-No,
padre. Os traigo una nuera de Polonia.
»Cae
la nieve en ráfagas; un caballero se acerca, ocultando bajo su burka
una
preciosa carga. Pero, antes que enseñe su botín, Budrys ha
convidado a sus amigos a una tercera boda.»
-¡Bravo,
señor profesor! -exclamó el conde; pronuncia usted el ymud a la
perfección; mas, ¿quién le ha proporcionado esa linda daina?
-Una
señorita a quien tuvo el honor de conocer en Wilna, en casa de la
princesa Katazyna Paç.
-Y
¿cómo se llama?
-La
panna
Iwinska.
-¡La
señorita Iulka! (Juliana) -exclamó el conde. ¡La locuela! ¡He
debido adivinarlo! Mi querido profesor: usted sabe el ymoud y todas
las lenguas sabias y ha leído todos los libros antiguos, pero se ha
dejado engañar por una muchacha que sólo ha leído novelas. Le ha
traducido, en ymoud más o menos correcto, una de las lindas baladas
de Migkiewicz, que usted no conoce, porque apenas si es más vieja
que yo. Si lo desea, se la puedo enseñar en polaco, o, si prefiere
una excelente traducción rusa, le daré a Puchkin.
Confieso
que me quedé estupefacto. ¡Qué alegría para el profesor de
Dorpat, si publico como original la daina
de los hijos de Budrys!
En
lugar de divertirse con mi embarazo, el conde, con exquisita
delicadeza, se apresuró a desviar la conversación.
-¿De
modo -dijo- que conoce usted a la señorita Iulka?
-He
tenido el honor de serle presentado.
-Y,
francamente, ¿qué opina de ella?
-Pues
que es una señorita muy agradable.
-¿Lo
cree usted así?
-Es
lindísima.
-¡Hum!...
-¡Cómo!
¿No tiene los más bellos ojos del mundo?
-Sí...
-Y
una piel de una blancura verdaderamente extraordinaria... Recuerdo
una poesía persa en la que un amante celebra lo traslúcido de la
piel de su amada. «Cuando bebe vino rojo -dice- se le ve pasar a
través de su garganta». La panna
Iwinska me ha hecho pensar en esos versos persas.
-Es
posible que ese fenómeno se dé en la señorita Iulka; pero no sé,
a punto fijo, si corre sangre por sus venas... ¡No tiene corazón!
¡Es fría y blanca como la nieve! ...
Se
levantó y comenzó a pasearse, durante algún tiempo, por el cuarto,
sin hablar, y, a lo que me parecía, para ocultar su emoción; luego,
deteniéndose de pronto, dijo:
-Perdóneme,
creo que hablábamos de poesías populares...
-En
efecto, señor conde.
-Después
de todo, hay que convenir en que ha traducido muy lindamente a
Miçkiewicz... «Juguetona como una gata..., blanca como la leche...,
sus ojos brillaban como dos estrellas...» Es su retrato. ¿No lo ve
así?
-Completamente,
señor conde.
-En
cuanto a esa travesura..., muy impropia indudablemente..., la pobre
muchacha se aburre en casa de una anciana tía... Hace una vida de
convento.
-En
Wilna hacía vida de sociedad. La he visto en un baile dado por los
oficiales del regimiento de...
-¡Ah,
sí, jóvenes oficiales; he ahí la sociedad que le agrada! Reír con
el uno, criticar con el otro, mostrarse coqueta con todos... ¿Quiere
ver la biblioteca de mi padre, señor profesor?
Le
seguí hasta una gran galería, en la que me hallé con muchos libros
bien encuadernados, pero muy de tarde en tarde abiertos, a juzgar por
lo empolvado de sus lomos. ¡Figúrense mi alegría cuando uno de los
primeros libros que saqué de un armario resultó ser el Catechismus
Samogíticus!
No pude evitar un grito de placer. No cabe duda que una cierta
misteriosa atracción ejerce su influencia sin que lo sepamos... Tomó
el libro el conde, y después de hojearlo ligeramente escribió en la
cubierta: Al
señor profesor Wittembach, recuerdo de Miguel Szémioth.
No acertaría a expresar aquí lo grande de mi reconocimiento, y
mentalmente me prometía que, después de mi muerte, tan precioso
libro sería el ornamento de la biblioteca de la Universidad en la
que hice mis estudios.
-Puede
considerar esta biblioteca como su gabinete de trabajo - me dijo el
conde; no será molestado nunca en ella.
1.078. Merimee (Prospero) - 046
1
Siatelstvo
«Su resplandor luminoso»; este es el tratamiento que se da a un
conde.
2
Los
caballeros de la orden teutónica.
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