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lunes, 20 de octubre de 2014

Lokis - Cap. II

Como la noche era calurosa, dejé abierta la ventana que daba al porque. Escrita mi carta, y no teniendo deseos de dormir, me puse a repasar los verbos irregulares lituanos y a buscar en el sánscrito las causas de sus diferentes irregularidades. En medio de este trabajo, que me absorbía, un árbol muy cercano a mi ventana fué violenta-mente agitado. Oí un crujir de ramas secas y me pareció que un animal pesadote trataba de trepar por él.
Muy preocupado aún con las historias de osos que el doctor acababa de contarme, me levanté, no sin un cierto temor, y a algunos pies de mi ventana, entre la hojarasca del árbol, divisé una cabeza humana que la luz de mi lámpara alumbró de lleno. Un instante duró aquella aparición; pero el fulgor singular de los ojos que se encontraron con los míos, me impresionó más de lo que pueda decir.
Involuntariamente me hice hacia atrás, corrí después a la ventana, y con severo tono pregunté al intruso si deseaba algo. Descendía, en aquel punto, con gran ligereza, y asiendo una gruesa rama entre sus manos, quedó pendiente de ella, dejóse caer después y desapareció en seguida. Llamé a la campanilla, apareció un criado, y le dije lo que acababa de ocurrir.
-El señor profesor debe haberse equivocado, sin duda.
-Estoy seguro de lo que digo -repuse. Temo que haya un ladrón en el parque.
-Imposible, señor.
-Entonces, ¿es alguien de casa?
El criado abrió los ojos de par en par, sin responder. Luego me preguntó si tenía algo que mandarle; le dije que cerrara la ventana, y me metí en el lecho.
Dormí muy bien, sin soñar con osos ni ladrones. Por la mañana, arreglado ya, oí llamar a la puerta. Abrí y me encontré frente a un altísimo y guapo mozo, vestido con una bata y una larga pipa turca en la mano.
-Le pido mil perdones, señor profesor -dijo, por haber acogido tan mal a un huésped como usted. Soy el conde Szémioth.
Me apresuré a decirle que tenía yo, por el contrario, que darle rendidamente las gracias por su magnífica hospitalidad, preguntándole luego si había desaparecido la jaqueca.
-Casi, casi -dijo. Hasta una nueva crisis -añadió con gesto de tristeza. ¿Se halla medianamente aquí? No olvide que se encuentra entre los bárbaros. En Samojicia no hay que ser muy exigente.
Le aseguré que me encontraba a las mil maravillas. Mientras le hablaba, no me podía sustraer al deseo de observarle con una curiosidad que a mí mismo se me antojaba impertinente. Había en su mirada un no sé qué tan extraño que, a pesar mío, me recordaba la del hombre que había visto trepar por el árbol la víspera.
-¡Pero no es fácil -me decía- que el señor conde Szémioth trepe de noche por los árboles!
Era su frente alta y muy desarrollada, aunque un poco estrecha, y de una gran regularidad los rasgos de su rostro; solamente sus ojos estaban demasiado unidos, y me pareció que, entre glándula y glándula lacrimal, no había el espacio de un ojo, como lo exige el canon de los escultores griegos. La mirada era penetrante. Nuestros ojos se encontraron muchas veces, a pesar nuestro, pero los desviábamos en seguida con un cierto embarazo.
De pronto el conde, echándose a reír, exclamó:
-¡Me ha reconocido usted!
-¿Reconocido?
-Sí; anoche me sorprendió mientras yo hacia de verdadero pilluelo.
-¡Oh, señor conde!
-Pasé todo el día sufriendo mucho y encerrado en mi habitación. Como me encontraba mejor por la noche, salí a dar un paseo por el jardín; vi luz en su cuarto de usted, y me dejé llevar por la curiosidad... He debido decir mi nombre y presentarme, pero la situación era tan ridícula... Tuve vergüenza y huí. ¿Me perdona por haberle interrumpido en su trabajo?
Todo esto lo decía con un tono aparentemente ligero; puro al decirlo se ruborizaba, y evidentemente no se hallaba a gusto.
Hice cuanto pude para demostrarle que no guardaba una desa-gradable impresión de aquella primera entrevista, y, para poner fin a su embarazo, le pregunté si era cierto que poseía el catecismo samojicio del padre Lawiçki.
-Es posible; pero, a decir verdad, conozco muy poco la biblioteca de mi padre, que era muy aficionado a los viejos libros y a las cosas raras. Yo casi no leo más que obras modernas; en fin, lo buscaremos, señor profesor. ¿Quiere usted que leamos el Evangelio en ymud?
-¿Cree usted, señor conde, que una traducción de las Escrituras en la lengua de este país sea cosa conveniente?
-De seguro; sin embargo, si me permite una leve observación, le diré que entre las gentes que no saben otra lengua que el ymud no hay una sola que sepa leer.
-Es posible; pero con el permiso de S. E. (1) me atrevo a decirle que la mayor dificultad para aprender a leer es la falta de libros. Cuando los países samojicios tengan un texto impreso, querrán leerlo y aprenderán a leer. Esto es lo que les ocurre a muchos salvajes...; sin que quiera decir esto que los habitantes de esta comarca lo sean. Además -añadí- ¿no es cosa deplorable que una lengua desaparezca sin dejar rastro? Desde hace treinta años el prusiano no es más que una lengua muerta. La última persona que sabía el córnico, murió el otro día...
-¡Deplorable! -interrumpió el conde. Alejandro de Humboldt contaba a mi padre que él había conocido a un loro en América que tan sólo sabía algunas palabras del lenguaje de una tribu enteramente destruida en la actualidad por la viruela. ¿Le parece bien que se nos sirva el té aquí?
Mientras tomábamos el té, la conversación giró en torno de la lengua ymud. Censuraba el conde la manera cómo los alemanes han impreso el lituano, y tenía razón.
-El alfabeto de ustedes -decía- no se ajusta a nuestra lengua. Carece de nuestra j, de nuestra I, de nuestra y, de nuestra é. Tengo una colección de dainos, publicada el año pasado en Koenigsberg, y no puede figurarse el trabajo que me costó adivinar las palabras, tal era de extraña su represen-tación.
-¿S. E. habla, sin duda, de los dainos de Lessner?
-Sí; es una poesía demasiado sosa, ¿no le parece?
-Acaso pudiera encontrar algo de más interés. Convengo en que, tal como es, esa colección sólo tiene un interés puramente filológico; pero creo que, buscando y rebuscando entre las poesías populares de este pueblo, se encontrarían más exquisitas joyas.
-¡Ay! Lo dudo muchísimo, a pesar de todo mi patriotismo.
-Hace algunas semanas me regalaron en Wilna una balada verdaderamente bella, y, por añadidura, histórica... Se trata de una poesía notabilísima... ¿Me permite que se la lea? La tengo en mi cartera.
-Con mucho gusto.
Y se hundió en el sillón, después de pedirme permiso para fumar.
-Tan sólo fumando comprendo la poesía -dijo.
-Se titula Los tres hijos de Budrys.
-¿Los tres hijos de Budrys? -exclamó el conde con un movimiento de sorpresa.
-Sí; Budrys -S. E. lo sabe mejor que yo- es un personaje histórico.
El conde me miraba fijamente con su mirada singular, en la que había una cierta cosa indefinible, hosca y tímida a la vez, que producía una casi penosa impresión, cuando no se estaba habituado a ella. Para evitarla, me apresuré a leer.

«Los tres hijos de Budrys.

«En el patio de su castillo, el viejo Budrys llama a sus tres hijos -tres verdaderos lituanos como él» y les dice:
«-Hijos míos, dadles el pienso a vuestros caballos de guerra, preparad vuestras monturas, afilad vuestras espadas y jabalinas. Se asegura que en Wilna ha sido declarada la guerra a los tres extremos del mundo. Olgerd marchará contra los rusos; Skirghelo, contra nuestros vecinos los polacos; Keystut, caerá sobre los teutones (2). ¡Sois jóvenes, fuertes, valerosos; marchad al combate: que los dioses de la Lituania os protejan! Este año no combatiré, pero os quiero dar un consejo. Sois tres, y tres caminos, ante vosotros, se abren.
»Que uno acompañe a Olgerd a Rusia, a las orillas del lago Ilmen, bajo los muros de Novgorod. Las pieles de armiño, las telas recamadas, abundan allí, y en casa de los mercaderes hay tantos rublos como témpanos de hielo en el río.
»Que el segundo siga a Keystut en sus correrías. ¡Que haga pedazos a la canalla cruciferaria! La arena del mar es ámbar allí; los paños, por su lustre y sus colores, no tienen igual, y los hábitos de sus sacerdotes se cubren de rubíes.
»Que el tercero cruce el Niemen con Skirghelo. En la otra orilla encontrará viles instrumentos de labranza. En cambio, podrá elegir buenas lanzas, fuertes escudos y me traerá una nuera.
»Las mujeres de Polonia, hijos míos, son las más bellas de las cautivas. ¡Juguetonas como gatas, blancas como la leche! Bajo las negras cejas fulguran los ojos como estrellas. Cuando era joven, hace medio siglo, me traje de Polonia una hermosa cautiva que fué mi mujer. Desde hace ya mucho tiempo no existe, pero no puedo dirigir mis ojos a este lado del hogar sin recordarla.»
»Da su bendición a los jóvenes, armados ya y a caballo. Parten. Llega el otoño, el invierno después... No vuelve ninguno. El viejo Budrys los da por muertos.
»Cae una nevada; un jinete se aproxima, cubriendo con su burka (capa de fieltro) negra una preciosa carga, acaso.
»-Es un talego -dice Budrys. ¿Está lleno de rublos de Novgorod?
»-No, padre. Os traigo una nuera de Polonia.
»En medio de una nevada, un jinete se acerca y su burka se infla sobre una preciosa carga.
»-¿Qué es eso, hijo? ¿Ambar amarillo de Alemania?
»-No, padre. Os traigo una nuera de Polonia.
»Cae la nieve en ráfagas; un caballero se acerca, ocultando bajo su burka una preciosa carga. Pero, antes que enseñe su botín, Budrys ha convidado a sus amigos a una tercera boda.»

-¡Bravo, señor profesor! -exclamó el conde; pronuncia usted el ymud a la perfección; mas, ¿quién le ha proporcionado esa linda daina?
-Una señorita a quien tuvo el honor de conocer en Wilna, en casa de la princesa Katazyna Paç.
-Y ¿cómo se llama?
-La panna Iwinska.
-¡La señorita Iulka! (Juliana) -exclamó el conde. ¡La locuela! ¡He debido adivinarlo! Mi querido profesor: usted sabe el ymoud y todas las lenguas sabias y ha leído todos los libros antiguos, pero se ha dejado engañar por una muchacha que sólo ha leído novelas. Le ha traducido, en ymoud más o menos correcto, una de las lindas baladas de Migkiewicz, que usted no conoce, porque apenas si es más vieja que yo. Si lo desea, se la puedo enseñar en polaco, o, si prefiere una excelente traducción rusa, le daré a Puchkin.
Confieso que me quedé estupefacto. ¡Qué alegría para el profesor de Dorpat, si publico como original la daina de los hijos de Budrys!
En lugar de divertirse con mi embarazo, el conde, con exquisita delicadeza, se apresuró a desviar la conversación.
-¿De modo -dijo- que conoce usted a la señorita Iulka?
-He tenido el honor de serle presentado.
-Y, francamente, ¿qué opina de ella?
-Pues que es una señorita muy agradable.
-¿Lo cree usted así?
-Es lindísima.
-¡Hum!...
-¡Cómo! ¿No tiene los más bellos ojos del mundo?
-Sí...
-Y una piel de una blancura verdaderamente extraordinaria... Recuerdo una poesía persa en la que un amante celebra lo traslúcido de la piel de su amada. «Cuando bebe vino rojo -dice- se le ve pasar a través de su garganta». La panna Iwinska me ha hecho pensar en esos versos persas.
-Es posible que ese fenómeno se dé en la señorita Iulka; pero no sé, a punto fijo, si corre sangre por sus venas... ¡No tiene corazón! ¡Es fría y blanca como la nieve! ...
Se levantó y comenzó a pasearse, durante algún tiempo, por el cuarto, sin hablar, y, a lo que me parecía, para ocultar su emoción; luego, deteniéndose de pronto, dijo:
-Perdóneme, creo que hablábamos de poesías populares...
-En efecto, señor conde.
-Después de todo, hay que convenir en que ha traducido muy lindamente a Miçkiewicz... «Juguetona como una gata..., blanca como la leche..., sus ojos brillaban como dos estrellas...» Es su retrato. ¿No lo ve así?
-Completamente, señor conde.
-En cuanto a esa travesura..., muy impropia indudablemente..., la pobre muchacha se aburre en casa de una anciana tía... Hace una vida de convento.
-En Wilna hacía vida de sociedad. La he visto en un baile dado por los oficiales del regimiento de...
-¡Ah, sí, jóvenes oficiales; he ahí la sociedad que le agrada! Reír con el uno, criticar con el otro, mostrarse coqueta con todos... ¿Quiere ver la biblioteca de mi padre, señor profesor?
Le seguí hasta una gran galería, en la que me hallé con muchos libros bien encuadernados, pero muy de tarde en tarde abiertos, a juzgar por lo empolvado de sus lomos. ¡Figúrense mi alegría cuando uno de los primeros libros que saqué de un armario resultó ser el Catechismus Samogíticus! No pude evitar un grito de placer. No cabe duda que una cierta misteriosa atracción ejerce su influencia sin que lo sepamos... Tomó el libro el conde, y después de hojearlo ligeramente escribió en la cubierta: Al señor profesor Wittembach, recuerdo de Miguel Szémioth. No acertaría a expresar aquí lo grande de mi reconocimiento, y mentalmente me prometía que, después de mi muerte, tan precioso libro sería el ornamento de la biblioteca de la Universidad en la que hice mis estudios.
-Puede considerar esta biblioteca como su gabinete de trabajo - me dijo el conde; no será molestado nunca en ella.

1.078. Merimee (Prospero) - 046

1 Siatelstvo «Su resplandor luminoso»; este es el tratamiento que se da a un conde.
2 Los caballeros de la orden teutónica.

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