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lunes, 20 de octubre de 2014

Lokis - Cap. VI

Después del almuerzo volvimos a Medintiltas. Allí, como encon-trara solo al doctor Froeber, le dije que el conde debía estar malo, que tenía sueños horribles, que quizá era sonámbulo y que esto podía constituir un peligro.
-He notado todo eso ya -me dijo el médico. Aunque de organización atlética, es nervioso como una damisela. Acaso le proviene de su madre... Esta mañana estaba imposible... Apenas si creo en las historias de los miedos y antojos de las embarazadas, pero lo indudable es que la condesa está maniática y las manías se transmiten con la sangre...
-Pero el conde -repuse- es completamente juicioso; tiene un espíritu equilibrado, es instruido, mucho más de lo que creyera, se lo confieso; le gusta la lectura...
-Conforme, conforme, querido señor; pero con frecuencia es extravagante. Algunas veces se encierra durante varios días y vagabundea a menudo de noche; lee libros increíbles... de metafísica alemana..., de fisiología..., ¡qué sé yo! Ayer mismo recibió un paquete de Leipzig. ¡Será preciso hablar claro? Un Hércules necesita una Hebe. Aquí hay algunas lugareñas lindísimas. El sábado, por la noche, después del baño, se las tomaría por princesas. No hay una que no se enorgulleciera distrayendo al señor. A su edad, yo, ¡el diablo me lleve!... No no tiene querida, no se casa, no tiene razón. Necesitaría un derivativo.
Como me desagradara sobremanera el grosero materialismo del doctor, corté bruscamente la entrevista, diciéndole que hacía votos por que el conde Szémioth encontrara una esposa digna de él. No sin sorpresa, lo confieso, acogí lo que el doctor me dijo de la afición del conde a los estudios filosóficos. Un oficial de húsares, un cazador apasionado, leyendo metafísica alemana y ocupándose de fisiología, era cosa que me trastornaba las ideas. Y, sin embargo, el doctor había dicho la verdad, pues aquel día mismo tuve la prueba de ello.
-¿Cómo se explica usted, señor profesor -me dijo bruscamente, hacia el final de la comida, cómo se explica usted la dualidad o la duplicidad de nuestra naturaleza?...
Y como notara que no le entendía bien, agregó:
-¿No se ha encontrado nunca en lo alto de una torre o al borde de un precipicio, sintiendo a la vez la tentación de lanzarse al vacío y un sentimiento de terror absolutamente contrario?...
-Eso lo pueden explicar dos causas, y las dos físicas -dijo el doctor: primera, la fatiga que se experimenta después de una marcha ascendente, determina un flujo de sangre al cerebro que...
-Dejemos la sangre a un lado, doctor -interrumpió el conde con impaciencia- y pongamos otro ejemplo. Usted tiene un arma cargada. Su mejor amigo está aquí, y a usted se le ocurre meterle una bala en la cabeza. Y he aquí cómo usted, que siente un grande horror por el asesinato, ha pensado en él. Creo, señores, que si todos los pensamientos que se nos ocurren en el espacio de una hora..., creo que si todos sus pensamientos, señor profesor, a quien tengo por tan virtuoso como sabio, se escribieran, formarían, quizás, un volumen in folio, y con arreglo a él no habría abogado que no lograra la interdicción de usted, ni tribunal que no le metiera en la cárcel o en un manicomio.
-Ese juez, señor conde, no me condenaría, seguramente, por haber buscado esta mañana, durante más de una hora, la misteriosa ley según la cual los verbos eslavos adquieren la idea de futuro al combinarse con una preposición; pero si por una casualidad se me ocurrió otra cualquier cosa, ¿qué podría deducirse de esto contra mí? ¿Soy acaso más dueño de mis pensamientos que de los accidentes exteriores que me los sugieren? El que surgiera en mí un pensa-miento no autoriza a deducir un principio de ejecución ni una resolución siquiera. Nunca se me ha ocurrido la idea de matar a una persona; pero si la del homicidio alguna vez se me ocurre, ¿no está allí mi razón para descartarla?
-Usted habla de la razón a su antojo; ¿acaso está ella siempre allí, como dice, para dirigirnos? Para que la razón hable y se haga obedecer, es necesaria la reflexión, esto es, tiempo y sangre fría; ahora bien: ¿se tiene siempre uno y otra? En un combate veo que se me viene encima, al rebote, una bala de cañón, me aparto, y descubro a un amigo mío por quien, con tiempo para reflexionar, hubiera dado la vida...
Traté de hablarle de nuestros deberes de hombre y de cristiano; de la necesidad que nos obliga a imitar al guerrero de las Santas Escrituras, siempre dispuesto al combate, y, por último, le hice ver que, luchando ahincadamente contra nuestras pasiones, adquirimos nuevas fuerzas con que debilitarlas y abatirlas. Me temo que sólo conseguí hacerle callar, porque convencido no lo parecía.
Aun permanecí una decena de días en el castillo. Hice otra visita a Dowghielly pero no nos acostamos allí. La señorita Iwinska se mostró tan bromista y caprichosa como la primera vez. Ejercía sobre el conde una especie de fascinación, y no dudé que estuviese muy enamorado de ella. No ignoraba, sin embargo, sus defectos y no se hacía ilusiones. Sabía que era coqueta, frívola, indiferente a todo lo que no fuera una diversión. No se me ocultaba, con frecuencia, el interior sufrimiento del conde al verla tan poco juiciosa; pero a la más pequeña zalamería que le dirigiera lo olvidaba todo, resplandecía su rostro y se inundaba de alegría. La víspera de mi viaje me quiso llevar por última vez a Dowghielly, acaso para pasearse por el jardín con la sobrina, mientras yo charlaba con la tía; pero me era preciso trabajar mucho y me vi obligado a excusarme, a pesar de sus instancias. A la hora de la comida se presentó, aunque nos había dicho que no le aguardáramos. Se puso a la mesa, pero no pudo comer. Durante la comida permaneció sombrío y de mal humor. De tiempo en tiempo arrugaba las cejas, adquiriendo sus ojos una siniestra expresión. Cuando se fué el doctor en busca de la condesa, me siguió a mi cuarto el conde y me dijo lo que ocultaba en su pecho.
-Me arrepiento mucho -exclamó- de haberle dejado para ir en busca de esa locuela que se burla de mí y que sólo quiere ver caras nuevas; pero, afortunadamente, todo ha terminado entre nosotros, me he disgustado muy de veras con ella y jamás la volveré a ver...
Paseóse durante algún tiempo en todos sentidos, como acostumbraba, y a poco añadió:
-¿Ha creído usted quizá que estaba enamorado de ella? Eso es lo que cree el imbécil del doctor. No; no la he amado nunca. Su cara risueña me divierte. Su piel blanca es un placer para los ojos... Esto es todo lo bueno que hay en ella... sobre todo la piel. De cerebro ni gota. Siempre la he tenido por una linda muñeca, buena para mirarla cuando uno se aburre o no tiene un libro nuevo... Se puede afirmar, sin duda, que es una belleza... ¡Su piel es maravillosa!... Señor profesor, ¿la sangre que corre bajo esa piel será mejor que la de un caballo?... ¿Qué piensa de esto? Y comenzó a reír escanda-losamente, con una risa que hacía daño.
Al día siguiente me despedí, para continuar mis exploraciones por el norte del Palatinado.

1.078. Merimee (Prospero) - 046

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