Después
del almuerzo volvimos a Medintiltas. Allí, como encon-trara solo al
doctor Froeber, le dije que el conde debía estar malo, que tenía
sueños horribles, que quizá era sonámbulo y que esto podía
constituir un peligro.
-He
notado todo eso ya -me dijo el médico. Aunque de organización
atlética, es nervioso como una damisela. Acaso le proviene de su
madre... Esta mañana estaba imposible... Apenas si creo en las
historias de los miedos y antojos de las embarazadas, pero lo
indudable es que la condesa está maniática y las manías se
transmiten con la sangre...
-Pero
el conde -repuse- es completamente juicioso; tiene un espíritu
equilibrado, es instruido, mucho más de lo que creyera, se lo
confieso; le gusta la lectura...
-Conforme,
conforme, querido señor; pero con frecuencia es extravagante.
Algunas veces se encierra durante varios días y vagabundea a menudo
de noche; lee libros increíbles... de metafísica alemana..., de
fisiología..., ¡qué sé yo! Ayer mismo recibió un paquete de
Leipzig. ¡Será preciso hablar claro? Un Hércules necesita una
Hebe. Aquí hay algunas lugareñas lindísimas. El sábado, por la
noche, después del baño, se las tomaría por princesas. No hay una
que no se enorgulleciera distrayendo al señor. A su edad, yo, ¡el
diablo me lleve!... No no tiene querida, no se casa, no tiene razón.
Necesitaría un derivativo.
Como
me desagradara sobremanera el grosero materialismo del doctor, corté
bruscamente la entrevista, diciéndole que hacía votos por que el
conde Szémioth encontrara una esposa digna de él. No sin sorpresa,
lo confieso, acogí lo que el doctor me dijo de la afición del conde
a los estudios filosóficos. Un oficial de húsares, un cazador
apasionado, leyendo metafísica alemana y ocupándose de fisiología,
era cosa que me trastornaba las ideas. Y, sin embargo, el doctor
había dicho la verdad, pues aquel día mismo tuve la prueba de ello.
-¿Cómo
se explica usted, señor profesor -me dijo bruscamente, hacia el
final de la comida, cómo se explica usted la dualidad o la
duplicidad de nuestra naturaleza?...
Y
como notara que no le entendía bien, agregó:
-¿No
se ha encontrado nunca en lo alto de una torre o al borde de un
precipicio, sintiendo a la vez la tentación de lanzarse al vacío y
un sentimiento de terror absolutamente contrario?...
-Eso
lo pueden explicar dos causas, y las dos físicas -dijo el doctor:
primera, la fatiga que se experimenta después de una marcha
ascendente, determina un flujo de sangre al cerebro que...
-Dejemos
la sangre a un lado, doctor -interrumpió el conde con impaciencia- y
pongamos otro ejemplo. Usted tiene un arma cargada. Su mejor amigo
está aquí, y a usted se le ocurre meterle una bala en la cabeza. Y
he aquí cómo usted, que siente un grande horror por el asesinato,
ha pensado en él. Creo, señores, que si todos los pensamientos que
se nos ocurren en el espacio de una hora..., creo que si todos sus
pensamientos, señor profesor, a quien tengo por tan virtuoso como
sabio, se escribieran, formarían, quizás, un volumen in folio, y
con arreglo a él no habría abogado que no lograra la interdicción
de usted, ni tribunal que no le metiera en la cárcel o en un
manicomio.
-Ese
juez, señor conde, no me condenaría, seguramente, por haber buscado
esta mañana, durante más de una hora, la misteriosa ley según la
cual los verbos eslavos adquieren la idea de futuro al combinarse con
una preposición; pero si por una casualidad se me ocurrió otra
cualquier cosa, ¿qué podría deducirse de esto contra mí? ¿Soy
acaso más dueño de mis pensamientos que de los accidentes
exteriores que me los sugieren? El que surgiera en mí un
pensa-miento no autoriza a deducir un principio de ejecución ni una
resolución siquiera. Nunca se me ha ocurrido la idea de matar a una
persona; pero si la del homicidio alguna vez se me ocurre, ¿no está
allí mi razón para descartarla?
-Usted
habla de la razón a su antojo; ¿acaso está ella siempre allí,
como dice, para dirigirnos? Para que la razón hable y se haga
obedecer, es necesaria la reflexión, esto es, tiempo y sangre fría;
ahora bien: ¿se tiene siempre uno y otra? En un combate veo que se
me viene encima, al rebote, una bala de cañón, me aparto, y
descubro a un amigo mío por quien, con tiempo para reflexionar,
hubiera dado la vida...
Traté
de hablarle de nuestros deberes de hombre y de cristiano; de la
necesidad que nos obliga a imitar al guerrero de las Santas
Escrituras, siempre dispuesto al combate, y, por último, le hice ver
que, luchando ahincadamente contra nuestras pasiones, adquirimos
nuevas fuerzas con que debilitarlas y abatirlas. Me temo que sólo
conseguí hacerle callar, porque convencido no lo parecía.
Aun
permanecí una decena de días en el castillo. Hice otra visita a
Dowghielly pero no nos acostamos allí. La señorita Iwinska se
mostró tan bromista y caprichosa como la primera vez. Ejercía sobre
el conde una especie de fascinación, y no dudé que estuviese muy
enamorado de ella. No ignoraba, sin embargo, sus defectos y no se
hacía ilusiones. Sabía que era coqueta, frívola, indiferente a
todo lo que no fuera una diversión. No se me ocultaba, con
frecuencia, el interior sufrimiento del conde al verla tan poco
juiciosa; pero a la más pequeña zalamería que le dirigiera lo
olvidaba todo, resplandecía su rostro y se inundaba de alegría. La
víspera de mi viaje me quiso llevar por última vez a Dowghielly,
acaso para pasearse por el jardín con la sobrina, mientras yo
charlaba con la tía; pero me era preciso trabajar mucho y me vi
obligado a excusarme, a pesar de sus instancias. A la hora de la
comida se presentó, aunque nos había dicho que no le aguardáramos.
Se puso a la mesa, pero no pudo comer. Durante la comida permaneció
sombrío y de mal humor. De tiempo en tiempo arrugaba las cejas,
adquiriendo sus ojos una siniestra expresión. Cuando se fué el
doctor en busca de la condesa, me siguió a mi cuarto el conde y me
dijo lo que ocultaba en su pecho.
-Me
arrepiento mucho -exclamó- de haberle dejado para ir en busca de esa
locuela que se burla de mí y que sólo quiere ver caras nuevas;
pero, afortunadamente, todo ha terminado entre nosotros, me he
disgustado muy de veras con ella y jamás la volveré a ver...
Paseóse
durante algún tiempo en todos sentidos, como acostumbraba, y a poco
añadió:
-¿Ha
creído usted quizá que estaba enamorado de ella? Eso es lo que cree
el imbécil del doctor. No; no la he amado nunca. Su cara risueña me
divierte. Su piel blanca es un placer para los ojos... Esto es todo
lo bueno que hay en ella... sobre todo la piel. De cerebro ni gota.
Siempre la he tenido por una linda muñeca, buena para mirarla cuando
uno se aburre o no tiene un libro nuevo... Se puede afirmar, sin
duda, que es una belleza... ¡Su piel es maravillosa!... Señor
profesor, ¿la sangre que corre bajo esa piel será mejor que la de
un caballo?... ¿Qué piensa de esto? Y comenzó a reír
escanda-losamente, con una risa que hacía daño.
Al
día siguiente me despedí, para continuar mis exploraciones por el
norte del Palatinado.
1.078. Merimee (Prospero) - 046
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