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lunes, 20 de octubre de 2014

Il viccolo di madama lucrezia

Tenía yo veintitrés años cuando salí para Roma. Mi padre me dió una docena de cartas de recomendación, de las que una tan sólo, con no menos de cuatro carillas, iba cerrada. En el sobre se leía: «A la marquesa Aldobrandi».
-Ya me escribirás diciéndome si aun se conserva hermosa la marquesa -me dijo mi padre.
Ahora bien: desde mi infancia veía yo en su gabinete, colgado sobre la chimenea, el retrato, en miniatura, de una mujer hermosísima, con la cabeza empolvada y ceñida de hiedra y una piel de tigre sobre los hombros. En el fondo se leía: «Roma 18...» En más de una ocasión, aguijado por lo raro de su indumentaria, pregunté quién era aquella dama, a lo que se me respondía siempre:
-Es una bacante.
Esta respuesta apenas sí me satisfizo nunca, allí había, tal lo supuse, un secreto, pues a tan inocente pregunta se mordisqueaba los labios mi madre, y mi padre se ponía muy serio.
En aquella ocasión, al tiempo de darme la carta, miró de reojo al retrato; involuntariamente hice lo mismo y al pronto se me ocurrió la idea de que muy bien pudiera ser la marquesa Aldobrandi aquella bacante empolvada. Y como comenzaba ya a darme cuenta de las cosas de este mundo, deduje toda suerte de conclusiones del gesto de mi madre y de la mirada de mi padre.
Una vez en Roma, la primera que entregué fué la carta de la marquesa. Vivía ésta en un hermoso palacio, junto a la plaza de San Marcos.
Di la carta y mi tarjeta a un doméstico con librea amarilla, que me introdujo en un gran salón -sombrío y triste- bastante mal amueblado. Veíanse en él, no obstante, y como ocurre en todos los palacios de Roma, numerosos cuadros de pintores célebres, algunos de muy subido valor.

(1) Viccolo = Calleja.

Me atrajo, desde el principio, un retrato de mujer, que parecióme de Leonardo de Vinci. Se podía asegurar, por la riqueza del marco y el caballete de palo santo que lo sustentaba, que era el más valioso de la colección. Como la marquesa no venía, tuve tiempo de examinarlo a mi antojo. Y para verlo mejor, y con luz que más le favoreciera, me lo llevé junto a una ventana. Evidentemente era un retrato y no un capricho del pintor, pues no se inventan fisonomías como la de aquella hermosa mujer, de labios un poco gruesos, de cejas unidas y de mirada, a un tiempo mismo, altiva y acariciadora. En el fondo destacaba su escudo, señoreado por una corona ducal. Pero lo que más me sorprendió fué la indumentaria, lo mismo, poco más o menos, que la de la bacante de mi padre.
Aun tenía el retrato en la mano cuando entró la marquesa.
-¡Igual que su padre! -exclamó, dirigiéndose a mí. ¡Estos franceses! Apenas llegado y ya se adueña de madama Lucrecia.
Me apresuré a disculparme por mi indiscreción y cubrí de atropellados y abundantes elogios aquella obra maestra de Leonardo, que tuve el atre-vimiento de descolgar.
-En efecto: es un Leonardo de Vinci -dijo la marquesa; un retrato de la famosísima Lucrecia Borgia. Éste era, de todos mis cuadros, el que más admiraba su padre... Pero, ¡santo Dios!, ¡qué semejanza más grande! Si creo ver a su padre como estaba hace veinticinco años. ¿Cómo se encuentra? ¿Qué es de su vida? ¿No piensa visitarnos?
Aunque sin polvos ni piel de tigre, a la primera ojeada, llevado de mi imaginación, reconocí en la marquesa a la bacante de mi padre. A pesar de los veinticinco años transcurridos, conservaba aún vestigios de una gran belleza. Su expresión, como su indumentaria, era lo único que había cambiado.
Vestía completamente de negro, y su abundante papada, su grave sonrisa y lo majestuoso y radiante de su aspecto me descubrieron su nueva condición de devota.
Su acogida no pudo ser más afectuosa. En tres palabras me ofreció su casa, su bolsa y sus amigos, entre los que citó a varios cardenales.
-Míreme -dijo- como si fuera su madre.
Y bajando modestamente los ojos, añadió:
-Su padre me encarga que le vigile a usted y le aconseje.
Y para probarme que no consideraba su misión como una sinecura, inmediatamente me puso en guardia contra los peligros que Roma ofrecería a un joven de mi edad, a la vez que me exhortaba a evitarlos. Debía huir de las malas compañías -de los artistas sobre todo- y reunirme con las personas que ella me designara. En resumen: un sermón en toda regla. A todo ello asentí con el respeto y la hipocresía convenientes.
Cuando me disponía a pedirle permiso para marcharme, me atajó, diciéndome:
-Deploro que mi hijo el marqués se halle en estos momentos en sus posesiones de la Romaña, pero le presentaré a mi segundo hijo, Octavio, que será prelado muy pronto. Espero que le agrade y que lleguen a ser, como deben, buenos amigos...
Y añadió con precipitación:
-Puesto que son ustedes de casi la misma edad e igualmente bondadosos y ordenados.
Al punto envió en busca de su hijo. Era éste, según vi, un joven pálido, de melancólico aspecto y los ojos siempre bajos, que trascendía a hipócrita.
Sin darle tiempo para hablar, la marquesa me hizo en su nombre toda suerte de amables ofrecimientos, confirmados por él con grandes reverencias.
Desde el día siguiente, según se convino, iría en mi busca, para dar paseos por la ciudad, y volvería con él para comer en familia en el palacio Aldobrandi.
Apenas había dado una veintena de pasos por la calle, cuando alguien gritó detrás de mí, con voz imperiosa:
-¿Adónde camina tan solo y a esta hora, don Octavio?
Me volví y hallé a un clérigo gordinflón, que me examinaba de pies a cabeza con los ojos muy abiertos.
-No soy don Octavio -le dije.
El clérigo, inclinándose casi hasta descoyuntarse, se deshizo en excusas, y un momento después entraba, como vi, en el palacio Aldobrandi. Proseguí mi camino, no muy contento de que se me confundiera con un prelado en ciernes.
A pesar de los consejos de la marquesa, y acaso por ello, medí gran prisa en buscar el domicilio de un pintor a quien conocía y en cuyo estudio pasé una hora hablando de las diversiones, lícitas o no, que Roma podría ofrecerme. A continuación le pedí informes de la familia Aldobrandi.
-La marquesa -me dijo, que ha sido muy ligera de cascos, comprendiendo que ya no está en edad de galanteos, se ha refugiado en la alta devoción. Su primogénito es un necio que se pasa la vida cazando y gastando las rentas que les proporcionan los colonos de sus vastos dominios. Ahora pretenden entontecer a Octavio, del que quieren hacer, en su día, un cardenal. Mientras esto ocurre está en poder de los jesuítas. Nunca sale solo. No puede mirar a una mujer ni dar un paso sin que le acompañe un clérigo, que le ha educado para el servicio de Dios, el cual, después de haber sido el último amico de la marquesa, gobierna ahora su casa casi con una despótica autoridad.
Al día siguiente, don Octavio, seguido del cura Negroni, el mismo que, la víspera, me había confundido con su alumno, vino en coche para buscarme y ofrecerme sus servicios como cicerone.
El primer monumento que visitamos fué una iglesia. A semejanza del clérigo, don Octavio se arrodilló, y se golpeó el pecho y santiguó repetidas veces. Después de levantarse, y tras mostrarme los frescos y estatuas, me habló de ellos como hombre de fina inteligencia y buen gusto, lo que me causó agradable sorpresa. Comenzamos a charlar, y su conversación me sedujo. Hasta entonces nos habíamos servido del italiano. De pronto, me dijo en francés:
-Mi preceptor no sabe una palabra de la lengua de usted. Hablemos en ella para gozar de más libertad.
Dijérase que el joven se había transformado con el cambio de idioma. Nada en su conversación revelaba al futuro sacerdote. Oyéndole, me parecía escuchar a uno de nuestros liberales de provincia. Según pude observar, todo lo decía con la misma voz monótona, y este modo de decir, con frecuencia, contrastaba de manera extraña con la vivacidad de los pensamientos. Era un medio, sin duda, para despistar a Negroni, que de tiempo en tiempo se hacía explicar lo que decíamos. No hay para qué decir que nuestras traducciones eran de las más libres.
Ante nosotros pasó un joven con medias moradas.
-He aquí -me dijo don Octavio- los nobles de hoy. ¡Infame librea! ¡Y pensar que ésta será la mía dentro de algunos meses! ¡Qué felicidad -añadió, después de un momento de silencio, qué felicidad vivir en un país como el suyo! ¡Si yo fuera francés, acaso llegaría a diputado!
Me sentí movido a risa por tan noble ambición, y como se apercibiera de ello el cura, me vi obligado a decirle que hablábamos del error de un arqueólogo que había tomado por antigua una estatua de Bernini.
Regresamos al palacio Aldobrandi para comer. Apenas tomado el café, la marquesa me pidió que dispensara la ausencia de su hijo, pero no sé qué deberes piadosos le impelían a retirarse a su habitación. Permanecí con ella y con el cura que, tumbado en un gran sillón, dormía el sueño de los justos.
Mientras tanto, la marquesa me preguntaba detalles de mi padre, de París, de mi vida anterior y de mis proyectos futuros. Me pareció cariñosa y buena, pero un poco curiosa y demasiado preocupada, sobre todo, por la salvación. Además, como hablaba el italiano admirablemente, recibí de ella una buena lección de pronunciación, por lo que me prometí la reincidencia.
Frecuentemente volví a verla. Casi todas las mañanas visitaba los monumentos antiguos con su hijo y el eterno Negroni, y por la noche comía con ellos en el palacio Aldobrandi. La marquesa recibía a muy pocas personas, de ellas, casi todas eclesiásticos.
Sin embargo, una vez me presentó a una dama alemana, de toda su intimidad, recién convertida al catolicismo. Era una señora de Strahlenheim, muy bella persona, establecida de tiempo atrás en Roma. Mientras ellas hablaban entre sí de un afamado predicador, examinaba yo, a la luz de una lámpara, el retrato de Lucrecia, hasta que me creí obligado a intervenir.
-¡Qué ojos! -exclamé; ¡diríase que están a punto de parpadear!
A tal hipérbole, un poco pretenciosa, y que aventuré para dár-melas de entendido ante la señora de Strahlenheim, se estremeció de espanto ésta, ocultándose el rostro con su pañuelo.
-¿Qué le ocurre, querida mía? -dijo la marquesa.
-¡Ah, nada, pero lo que acaba de decir este señor!...
Estrechada a preguntas, y después de haber dicho que aquella frase mía le recordaba una horrible historia, vióse en la obligación de referirla.
Hela aquí en dos palabras:
La señora de Strahlenheim tenía una cuñada, de nombre Wilhelmine, novia de un joven de Westfalia, llamado Julio de Ratzenellenbogen, que se alistó como voluntario en la división del general KIeist. Me es muy enojoso repetir tantos nombres bárbaros; pero las historias maravillosas no ocurren nunca sino entre personas cuyos nombres son muy difíciles de pronunciar.
Julio era un muchacho encantador, lleno de patriotismo y metafísica. Al partir para el ejército, había dado su retrato a Wilhelmine, recibiendo, en cambio, el de ella, que llevaba sobre el corazón. Esto es muy corriente en Alemania.
El 13 de septiembre de 1813, Wilhelmine estaba en Cassel, hacia las cinco de la tarde, en un salón, dedicada a sus labores en compañía de su madre y su cuñada. Trabajando, contemplaba el retrato de su novio, colocado, frente a ella, en una mesita de costura. De improviso lanzó un grito horrible, se llevó la mano al corazón y desvanecióse. A duras penas lograron que recobrara el conocimiento, y cuando pudo hablar, exclamó:
-¡Julio ha muerto!, ¡han matado a Julio!
Afirmó, y el espanto que en su semblante se traslucía lo confirmaba, que había visto cerrar los ojos al retrato, a la vez que sentía una horrible punzada como si le atravesara el corazón un hierro enrojecido.
Todos se esforzaron en demostrarle, aunque inútilmente, que aquella visión nada tenía de real, y que no debía concederle importancia alguna. La pobre niña estaba inconsolable; la noche se la pasó llorando, y, al día siguiente, quiso vestirse de luto, como segura ya de la desgracia entrevista por ella.
Dos días después recibióse la noticia de la sangrienta batalla de Leipzig. Julio escribió a su novia una esquelita, fechada el 13, a las tres de la tarde. No fué herido, aunque se distinguió mucho, y acababa de entrar en Leipzig, donde pasaría la noche, con el cuartel general, lejos, por lo tanto, de todo peligro. Esta carta tan consoladora no pudo calmar a Wilhelmine, que, observando que estaba fechada a las tres, persistía en la creencia de que su novio fué muerto a las cinco. Y estuvo en lo cierto la infortunada. Se supo, a poco, que Julio, encargado de llevar una orden, salió de Leipzig a las cuatro y media, y que tres cuartos de legua de la ciudad, allende el Elster, un rezagado del ejército enemigo, oculto en un foso, lo mató de un tiro. La bala, al atravesarle el corazón, había hecho trizas el retrato de Wilhelmine.
-¿Y qué ha sido de esa pobre joven? -pregunté a la señora de Strahlenheim.
-¡Oh, estuvo muy mala! En la actualidad es la esposa del consejero de justicia de Werner; si alguna vez va a Dessau, le enseñaré el retrato de Julio.
-Todas estas cosas ocurren por mediación del diablo -dijo el cura, que dormía a medias durante el relato de la señora de Strahlenheim. Lo que hacía hablar a los oráculos de los paganos, puede muy bien conseguir que los ojos de un retrato se muevan siempre que se le antoje. Hace veinte años que en Tívoli, un inglés fué estrangulado por una estatua.
-¡Por una estatua! - exclamé. Y ¿cómo pudo ser eso?
-Érase un milord que había hecho algunas excavaciones en Tívoli, hasta hallar una estatua de emperatriz, Agripina, Mesalina..., el nombre poco importa. El caso fué que la hizo conducir a su casa, y que en fuerza de mirarla y admirarla se volvió loco por ella. Todos estos señores protestantes lo son más que a medias. La llamaba su mujer y la cubría de abrazos, no obstante ser de mármol. Decía, además, que, en su honor y provecho, se animaba todas las noches, y así era, sin duda, pues un día amaneció rígido en su lecho. Y ¿lo creerán ustedes? Hubo otro inglés que compró la estatua. Yo la hubiera hecho polvo.
Cuando entran en turno las aventuras sobrenaturales, se empieza y no se acaba: cada uno tiene alguna que referir. Yo mismo tomé parte en aquel concierto de horribles relatos, de tal suerte horribles, que al separarnos nos sentíamos todos penetrados de temor y respeto ante el poder del demonio.
Andando, tomé el camino de mi casa, y, para salir a la calle del Corso, eché por una callejuela tortuosa, para mí desconocida. Estaba desierta; sólo se veían largos muros de jardín y algunas casas miserables, todas ellas sin luz. Las doce acababan de dar; la noche era oscura. Iba yo por en medio de la calle con paso muy ligero, cuando escuché, por encima de mí, un sutil ruido, semejante a un siseo, y en el mismo punto una rosa caía a mis plantas. Alcé los ojos, y, no obstante la oscuridad, pude distinguir a una mujer vestida de blanco, en una ventana, con un brazo extendido hacia mí. Los franceses somos demasiado presuntuosos en tierra extraña, porque nuestros padres, vencedores de Europa, han imbuido en nosotros tradiciones halagadoras para el orgullo nacional. Piadosamente creía yo en la inflamabilidad de las mujeres alemanas, españolas e italianas a la sola vista de un francés. En suma: por aquella época era yo aún muy de mi país; pero, aparte de esto, ¿no resultaba demasiado expresiva la tal rosa?
-Señora -dije en voz baja y recogiendo la rosa, ha dejado caer su flor...
Pero ya no estaba en la ventana, que se había cerrado sin el menor ruido. Entonces hice lo que cualquier otro en mi lugar: busqué la puerta más próxima; a dos pasos de la ventana di con ella y aguardé a que la abrieran. Transcurrieron cinco minutos en un profundo silencio. Tosí un poco y luego llamé a la puerta con suavidad, pero la puerta no se abrió. La examiné, entonces, con más detenimiento, por si encontraba una llave o un picaporte; pero cuál no sería mi sorpresa al hallarme con un candado.
-El celoso guardián no ha venido aún -me dije.
Cogí una piedrecilla y la arrojé contra la ventana; mas dió en la madera y cayó a mis pies.
-¡Demonio! -Pensé. ¿Acaso se figuran las mujeres de aquí que uno lleva escaleras en el bolsillo? Nunca he oído hablar de esta costumbre.
Aguardé algunos minutos más, pero inútilmente. Una o dos veces, tan sólo, me pareció que el postigo de la ventana se movía, como si alguien tratara de entreabrirlo para mirar a la calle. Al cabo de un cuarto de hora, agotada ya mi paciencia, encendí un cigarro y proseguí mi camino, no sin tomar buena nota del emplazamiento de la casa del candado.
Al otro día, reflexionando sobre tal aventura, convine en lo siguiente: una dama romana, joven, y de una gran belleza acaso, al verme en uno de mis paseos por la ciudad, se prendó de mis escasos atractivos. Y si se había servido de una flor misteriosa para descubrirme su amorosa llama, fué, sin duda, porque el pudor la contuvo, o bien porque la turbó la presencia de alguna dueña, o quién sabe si la de un maldito tutor como el don Bartolo de Rosina. Decidí, por lo tanto, sitiar en toda regla la casa de aquella joven.
Con semejante pretensión salí de mi casa, después (le haberme peinado muy coquetonamente. Llevaba una levita nueva y unos guantes amarillos. Con estos atavíos, terciado el sombrero y la rosa mustia en el ojal, me encaminé a la calle cuyo nombre no sabía aún, pues no me tomé el trabajo de descubrirlo. Un rótulo, por encima de una virgen, me hizo saber que se llamaba il viccolo di Madama Lucrezia.
Este nombre me extrañó. En seguida me acordé del retrato de Leonardo de Vine¡ y de las historias de presentimientos y hechicerías que la víspera se contaron en casa de la marquesa. Pensé, luego, que en el cielo había algunos amores predestinados. ¿Por qué el objeto de mi amor no había de llamarse Lucrecia? ¿Por qué no había de parecerse a la Lucrecia del salón Aldobrandi?
Era el amanecer; me veía a dos pasos de una persona seductora y sin que participara de mi emoción ningún pensamiento siniestro.
Me encontraba ante la casa. Tenía el número 13... Mal augurio. Apenas si respondía a la idea que de ella me formé, al verla, la noche precedente. No era, ni muchísimo menos, un palacio. Veía un recinto de muros ennegrecidos por el tiempo y cubiertos de musgo, detrás de los que elevaban sus ramas algunos árboles frutales mal descocados. En uno de los ángulos se alzaba un pabellón de un solo piso con dos ventanas a la calle, cerradas las dos con viejos postigos provistos de numerosas barras de hierro. La puerta era baja, señoreada por un escudo destruído, y cerrada, como la víspera, por un grueso candado sujeto a una cadena. Sobre esta puerta, escrito con tiza, se leía lo siguiente: Esta casa se vende o se alquila.
Sin embargo, yo no me había equivocado. De aquella parte, los edificios eran por demás escasos para que fuera posible una confusión. Allí estaba mi candado, y, por si esto fuera poco, dos hojas de rosas en el suelo indicaban claramente el lugar preciso en que recibí la muda declaración de mi adorado tormento, probando, a la vez, que apenas se barrían los alrededores de aquella casa.
Me dirigí a algunos de aquellos humildes vecinos para saber dónde vivía el guardián del misterioso edificio.
-No es aquí -me contestaron bruscamente.
Dijérase que no les era agradable mi pregunta, lo que aumentó mi curiosidad. Fuí de puerta en puerta hasta que penetré en una especie de oscuro subterráneo, en el que vi a una anciana, a la que supuse bruja, pues tenía un gato negro y calentaba no sé qué cosa en una caldera.
-¿Quiere usted ver la casa de madama Lucrecia? -dijo. Yo soy quien tiene la llave.
-Si es así, enséñemela.
-¿La quiere usted comprar? -preguntó sonriendo con aire de duda.
-Si me conviene, sí.
-No le convendrá. Pero, en fin, si se la enseño, ¿me dará una propina?
-Con mucho gusto.
Con esta seguridad se levantó prontamente de su asiento, descolgó de la pared una llave enmohecida y me condujo ante el número 13.
-¿Por qué -le dije- llaman a esta casa la casa de Lucrecia?
A lo que con sorna contestó la anciana:
-¿Por qué le dicen a usted extranjero? Porque lo es usted, ¿no es verdad?
-Perfectamente; pero ¿quién era esta madama Lucrecia? ¿Era una señora de Roma?
-¡Cómo, está en Roma y no ha oído hablar de madama Lucrecia! Ya le contaré la historia cuando estemos dentro. Pero he aquí un nuevo hechizo. No sé qué tiene esta llave que no da vuelta. ¿Quiere usted probar?
En efecto: el candado y la llave no se veían de mucho tiempo atrás. Sin embargo, después de jurar por tres veces, y de rechinar los dientes otras tantas, conseguí que girara la llave a costa de mis guantes amarillos, que se desgarraron, y de la palma de la mano, que me disloqué. Por fin nos vimos dentro y en un pasillo oscuro que conducía a varias habitaciones de la planta baja.
De los techos, curiosamente artesonados, colgaban telarañas, bajo las que apenas si se distinguía algún que otro dorado fragmento. Por el olor a humedad que de todos los cuartos se exhalaba, era evidente que hacia mucho tiempo que nadie habitaba allí. No se veía un solo mueble. Algunos pedazos de cuero pendían de las paredes salitrosas. Por los adornos de algunas ménsulas y la forma de las chimeneas, deduje que aquella casa databa del siglo XV, y que en otra época acaso estuviera decorada con alguna elegancia. Las ventanas, de pequeños cristales, en su mayoría rotos, daban al Jardín, en el que pude ver un rosal florido, con más algunos árboles frutales y gran cantidad de coles.
Una vez recorridos todos los cuartos de la planta baja, subí al piso segundo, en el que había visto a mi desconocida. La vieja trató de retenerme diciéndome que allí no había nada de particular, y que la escalera era muy mala. Mas viéndome dispuesto a subir me siguió, aunque con marcadísima repugnancia. Los cuartos de este piso se asemejaban mucho a los otros, con la diferencia de ser menos húmedos y de estar en mejor estado el pavimento y las ventanas. En la última sala que visité vi un amplio sillón de cuero negro, que, cosa extraña, no tenía polvo. Tomé asiento en él, y como lo encontrara cómodo para escuchar una historia, rogué a la vieja que me contara la de madama Lucrecia; pero antes, para refrescarle la memoria, le di algunas monedas. Tosió, sonóse la nariz y comenzó de esta suerte:
-En tiempos del paganismo, y siendo Alejandro emperador, había una muchacha, bella como la aurora, que se llamaba Lucrecia. ¡Miradla, ahí está!...
Al punto volví el rostro. La vieja me enseñó una ménsula vaciada que sostenía la viga maestra del cuarto. Era una sirena de una muy grosera ejecución.
-Y, ¡qué diantre!, a la tal Lucrecia le gustaba divertirse -prosiguió. Y como su padre no hubiera visto bien esto, se hizo edificar la casa en que estamos.
»Todas las noches descendía desde el Quirinal hasta aquí para divertirse. Puesta en la ventana, en cuanto veía pasar a un apuesto caballero así como usted, le llamaba; si era o no bien recibido ya puede figurárselo. Pero los hombres son charlatanes, por lo menos algunos, y hubieran podido, caso de hablar, perjudicarla, y para evitarlo, una vez que los despedía, sus satélites se ocultaban en la escalera por donde hemos subido, y al pasar, daban buena cuenta de ellos, enterrándolos después junto a las coles. ¡Qué de esqueletos se han encontrado en este jardín! Durante algún tiempo se sucedieron aquellas escenas. Pero he aquí que una noche cruzó bajo su ventana un hermano suyo, llamado Sixto Tarquino, al que llamó, sin reconocerle. Subió Tarquino; y como de noche todos los lobos son pardos, hizo con él lo mismo que con los otros. Pero Tarquino, al marchar, dejó olvidado su pañuelo, en el que estaba su nombre.
»Apenas percatada de la maldad horrible que cometiera, llenóse de desesperación. Quitóse la liga y se ahorcó con ella. ¡He aquí una historia que puede servir de ejemplo a la juventud!»
Mientras la vieja confundía en su narración diversas épocas, mezclando a los Tarquinos con los Borgias, yo miraba fijamente al suelo, en donde acababa de descubrir algunos pétalos de rosa, frescos aún, que me dieron mucho en qué pensar.
-¿Quién cuida de este jardín? -le pregunté.
-Un hijo mío que es jardinero del señor Vanozzi, dueño del jardín de al lado. El señor Vanozzi está siempre en las Marismas; apenas viene a Roma; por esta razón el jardín está mal atendido. Mi hijo le acompaña. Me parece que aun tardará en volver -añadió suspirando.
-¿Trabaja mucho con el señor Vanozzi?
-Ese hombre es un tunante que le hace trabajar en multitud de cosas. Creo que no se ocupa más que en malos negocios. ¡Pobre hijo mío!
Y avanzó hacia la puerta con ánimo de interrumpir la conversa-ción.
-¿No vive aquí nadie? -insistí, deteniéndola.
-Nadie absolutamente.
-¿Y cómo es eso?
A lo que se encogió de hombros.
-Escuche -le dije, ofreciéndole un duro- y dígame la verdad. Aquí viene una mujer.
-¡Una mujer, Jesús divino!
-Sí, la he visto anoche y la he hablado.
-¡Virgen santísima! -exclamó precipitándose por la escalera. ¿Era, pues, madama Lucrecia? ¡Salgamos, salgamos, mi buen señor! Me habían asegurado que venía por la noche; pero yo no quise decírselo para no perjudicar al propietario de la finca, porque me creí que estaba usted deseoso de alquilarla.
Me fué imposible retenerla. Quería abandonar aquella casa en seguida, impaciente por llevar una vela -como me dijo- al templo más próximo.
Dejando que se fuera, salí yo también, sin la esperanza de saber más de aquel asunto.
Como fácilmente se adivina, yo no dije una palabra de esto en el palacio Aldobrandi. Era demasiado mojigata la marquesa y muy dado a la política don Octavio para que me aconsejara bien en un tal trance amoroso. Fuíme, pues, en busca de mi amigo el pintor, que conocía a todo el mundo en Roma, y le pregunté lo que pensaba de aquella aventura.
-Pues pienso -respondió- que se le ha presentado el espectro de Lucrecia Borgia. ¡Valiente peligro ha corrido usted! ¡Si viviendo fué temible, figúrese qué no será ahora que está muerta! ¡Esto hace temblar!
-Bromas aparte, ¿qué puede haber en todo esto?
-Es decir, que el señor es ateo y filósofo y no cree en las cosas más respetables. Perfectamente; veamos ahora qué opina de esta otra hipótesis. Supongamos que la vieja cede la casa a mujeres capaces de llamar a los que cruzan ante aquélla. Se conocen viejas depravadas que ejercen ese oficio.
-Muy bien -dije; pero yo tengo el aire de un santo, puesto que la vieja no me ha ofrecido sus servicios. Esto me ofende. Además, amigo mío, recuerde el mueblaje de la habitación. Es preciso ser de la piel del diablo para contentarse con tan poco.
-En fin, no cabe duda que se trata de un espectro. Oiga la última hipótesis. Usted se ha equivocado de casa. ¡Caramba! He aquí lo que discurro: ¿Cerca de un jardín? ¿Con una puertecita baja? No cabe duda: es mi amiga la Rosina. Hace dieciocho meses era el ornamento de esa calle. Cierto que se ha quedado tuerta; pero eso no tiene importancia... Aun tiene un perfil bellísimo.
Ninguna de estas explicaciones me satisfacía. Llegada la noche, crucé muy despacio por delante dé la casa de Lucrecia. No vi nada. Volví a pasar, y lo mismo. Durante tres o cuatro noches seguidas, de vuelta del palacio Aldobrandi, hice centinela bajo las ventanas, y siempre sin éxito. Comenzaba a olvidarme del habitante misterioso casa número 13, cuando una vez, al cruzar, hacia la medianoche, por la calleja, oí claramente, una risa de mujer tras el postigo de la ventana por onde se me apareciera la dama de la flor. Dos veces oí aquella risa y no pude sustraerme a un cierto terror al ver desembocar al mismo tiempo por el otro extremo de la calle una procesión de encapuchados penitentes, con cirios en la mano, que llevaban a enterrar un muerto. Una vez desaparecidos, me planté bajo la ventana, pero a no oí nada. Arrojé unas piedrecillas; llamé más o menos claramente: nadie apareció, hasta que sobrevino un chubasco que me puso en retirada.
Me avergüenza decir la de veces que me detuve ante aquella maldita casa sin que consiguiera aclarar el enigma que me atormen-taba. Una vez tan sólo pasé ir la calleja de madama Lucrecia con don Octavio y su inevitable clérigo.
-He aquí -dije- la casa de Lucrecia.
Al oírlo, le vi cambiar de color.
-Sí -repuso, una leyenda popular, demasiado cierta, pretende que Lucrecia Borgia haya residido en esa casita. ¡Qué de horrores, si pudieran hablar, nos -velarían sus paredes! Y, sin embargo, amigo mío, cuando comparo aquella época con la nuestra, no puedo menos que dolerme. Bajo Alejandro VI aun había manos. Ya no los hay. César Borgia era un monstruo, pero un gran hombre. Quería arrojar a los bárbaros de Italia, y, de vivir su padre, hubiera conseguido tan gran propósito. ¡Que el cielo nos dé un tirano como Borgia, pero que nos libre de estos déspotas humanos que embrutecen!
Cuando don Octavio se lanzaba por las regiones de la política, era imposible detenerlo. Llegamos a la plaza sin que diera fin a su panegírico del despotismo ilustra. Pero esto nos llevaba a cien leguas de mi Lucrecia. Una noche que llegué con mucho retraso a ofrecer mis respetos a la marquesa, ésta me dijo que su hijo estaba indispuesto, rogándome, a la vez, que subiera a su cuarto.
Le hallé tendido en su lecho, pero sin desnudar, leyendo un periódico francés que le remití aquella mañana, cuidadosamente oculto en un volumen de Padres de la Iglesia. Desde hacía algún tiempo, la colección de los Santos Padres nos servía para estas comunicaciones, que era preciso ocultar al preceptor y a la marquesa. Los días de correo de Francia se me enviaba un infolio, recibiendo él otro, a su vez, en el que escondía yo un diario que me proporcionaba el secretario de la embajada. Esto daba una alta idea de mi piedad a la marquesa y al sacerdote, que a veces intentaba hablar conmigo de teología.
Después de un rato de charla con don Octavio, en quien observé una tan gran agitación que ni aun la política conseguía cautivarle, me despedí, aconsejándole que se desnudara. Hacía frío y yo no llevaba capa. Don Octavio me obligó a coger la suya, que acepté, dándome de paso una lección sobre el difícil arte de embozarse como un verdadero romano.
Embozado hasta los ojos, salí del palacio Aldobrandi. Apenas di unos pasos por la acera de la plaza San Marcos, cuando se me acercó un hombre de pueblo que había visto sentado a la puerta del palacio, en un banco, y me alargó un arrugado papel.
-Por el amor de Dios, lea esto -dijo.
Inmediatamente, y a todo correr de sus piernas, desapareció. Cogí el papel y busqué una luz para leerlo. A la claridad de una lámpara que ardía ante una virgen, vi que se trataba de una esquela escrita con lápiz, y, a lo que parecía, con mano temblorosa.
Con mucho trabajo, conseguí descifrar lo siguiente: «No vengas esta noche o estamos perdidos. Todo se sabe, menos tu nombre, pero nada podrá separarnos. Tu Lucrecia».
-¡Lucrecia! -exclamé- ¡siempre Lucrecia! ¿Qué diablo de equívoco hay en todo esto? «No vengas». Pero hermosa mía, ¿qué camino se sigue para ir a vuestra casa?
Rumiando el contenido de la tal esquela, tomé maquinalmente el camino del callejón de madama Lucrecia, y a poco me hallaba frente a la casa número 13.
La calle estaba desierta como de costumbre, y tan sólo el ruido de mis pasos interrumpía el profundo silencio que reinaba en los alrede-dores. Me detuve y alcé los ojos hasta la tan conocida ventana. Aquella vez no me había engañado. El postigo se abrió.
He aquí la ventana abierta de par en par.
Me pareció ver una forma humana destacándose sobre el fondo negro del cuarto.
-Lucrecia, ¿es usted? -dije en voz baja.
No me respondieron, pero oí un ruido que, por lo pronto, no acerté a explicarme.
-Lucrecia, ¿es usted? -insistí un poco más alto.
En aquel instante sentí un terrible golpe en el pecho, se oyó una detonación y me encontré tendido en el empedrado.
Una voz ronca me gritó:
-¡De parte de la signora Lucrecia!
Y silenciosamente se cerró el postigo.
Me incorporé en seguida tambaleándome, y me palpé como primera providencia, creyendo que me encontraría un enorme boquete en medio del estómago. La capa fué agujereada, mi traje también, pero la bala amortiguóse entre los pliegues del embozo, y solamente me produjo una fuerte contusión. Pensé que me pudieran hacer un segundo disparo, y aprisa y trabajosamente me alejé de aquella casa inhospitalaria al hilo de las paredes para que no pudieran encañonarme.
Me alejaba con la mayor ligereza posible y jadeante aún, cuando un hombre que me seguía sin que yo me diera cuenta, me cogió del brazo, preguntándome con interés si estaba herido.
Por la voz reconocí a don Octavio. No era aquél el momento mejor para hacerle preguntas, por grande que fuera mi sorpresa al verle solo y por la calle a una tal hora de la noche. En dos palabras le dije que acababan de dispararme un tiro desde una ventana y que sólo tenía una contusión.
-¡Un error, sin duda! -exclamó. Pero siento venir gente. ¿Puede usted andar? Sería hombre perdido si nos encontrasen juntos. Sin embargo, no le abandonaré.
Cogióme del brazo y me arrastró rápidamente. Marchábamos o más bien corríamos cuanto me era permitido; pero a poco me vi forzado a sentarme en un guardacantón para tomar aliento.
Afortunadamente, en aquel punto nos encontrábamos muy cerca de un palacio, en el que se daba un baile. Ante la puerta había un gran número de coches. Don Octavio buscó uno, me hizo entrar en él y me condujo a mi alojamiento. Tras de beberme un gran vaso de agua, que me repuso, conté con detalles cuanto me había ocurrido ante aquella casa fatal, desde el regalo de la rosa hasta el de una bala de plomo.
Don Octavio me escuchaba, baja y medio oculta en una de sus manos la cabeza. Y cuando le enseñé la esquela que había recibido, se apoderó de ella y ávidamente la leyó, exclamando:
-¡Es un error, sin duda!, ¡un horrible error!
-Convendrá, amigo mío -le dije, en que ello es muy desagradable para usted y para mí. A poco me matan y agujerean por diez o doce sitios su magnífica capa. ¡Demonio! ¡Pues no son celosos sus compatriotas! Don Octavio me estrechó la mano con desolado aire, y releyó la esquela sin responderme.
-Procure -le dije -explicarme este asunto; pues, lo que es yo, que el diablo me lleve si entiendo ni jota.
Don Octavio se encogió de hombros.
-Al menos -le dije, ¿qué debo hacer? ¿A quién debo dirigirme en esta santa ciudad para que se castigue a ese caballero que arteramente tirotea a los transeúntes, sin tan siquiera preguntarles cómo se llaman? Le confieso que me agradaría hacerle ahorcar.
-¡Guárdese de hacer eso! -exclamó. No sabe usted qué clase de país es éste. No diga a nadie ni una palabra de lo que le ha sucedido. Lo contrario sería muy expuesto.
-Expuesto, ¿por qué? ¡Caramba! Yo tengo que desquitarme. Si hubiera ofendido a ese bribón, pase; pero, en conciencia, ¿merezco una bala por haber recogido una rosa?
-Déjeme hacer -dijo don Octavio. Acaso consiga yo aclarar este misterio. Pero, se lo pido por favor, y como señalada prueba de amistad hacia mí, no diga una palabra de esto a nadie. ¿Me lo promete?
Con tan triste y suplicante gesto me lo dijo, que no tuve valor para resistirme y le prometí cuanto me pedía. Efusivamente me dió las gracias, y después de aplicarme una compresa de agua de Colonia en el pecho, me estrechó la mano y se despidió.
-A propósito -le dije cuando ya abría la puerta para marcharse, ¿quiere decirme cómo es que se encontraba allá, y cómo le fué posible y tan a tiempo venir en mi ayuda?
-Al oír un disparo -dijo algo confuso- salí en seguida, temiéndome que le hubiera ocurrido alguna desgracia.
Y recomendándome otra vez el secreto, alejóse precipitadamente.
Por la mañana, un cirujano que enviaba, sin duda, don Octavio, vino a visitarme. Me mandó una cataplasma, pero no intentó conocer el origen de aquellos amoratados cardenales. Puesto que tan discreto se es en Roma, no hice sino someterme a la costumbre del país.
Transcurrieron algunos días sin que pudiera hablar a solas con don Octavio, más preocupado y sombrío entonces de lo que acostumbraba, y dispuesto, por lo que parecía, a evitar mis preguntas. En los escasos momentos que con él estuve, nada me dijo de aquellos huéspedes extraños de la calleja de madama Lucrecia. Próximo el día fijado para la ceremonia de su ordenación, achaqué su melancolía a la repugnancia que le produjera profesión tan poco de su gusto.
Por mi parte me disponía a dejar Roma para ir a Florencia. Cuando le anuncié mi partida a la marquesa Aldobrandi, don Octavio me rogó, con no sé qué pretexto, que subiera a su cuarto.
Una vez allí, cogiéndome las dos manos, dijo:
-Amigo mío, si usted no me concede el favor que voy a pedirle, me levantaré la tapa de los sesos, única manera de salir de apuros. Estoy decididamente resuelto a no usar nunca el ruin hábito que se me ofrece. Deseo marcharme de esta tierra, y lo que le pido es que me lleve con usted, haciéndome pasar por su criado; bastará con que añada una palabra a su pasaporte para facilitar mi fuga.
Pretendí, en un principio, disuadirle de su propósito, hablándole del pesar que a su madre le causaría; pero ante lo inquebrantable de su resolución, le prometí llevarle conmigo y arreglar, como deseaba, el pasaporte.
-Aun hay más -añadió. Mi partida depende aún del éxito de un empeño en el que me veo metido. Usted quiere partir pasado mañana; pues bien: pasado mañana lo habré solucionado favorable-mente acaso, y entonces me tendrá en absoluto a su disposición.
-¿Será tan loco -le pregunté, no sin inquietud- que se haya mezclado en una conspiración?
-No -respondió; se trata de cosas menos graves que la suerte de mi patria, aunque lo son, y demasiado, para mí, pues del éxito de mi empresa dependen mi vida y mi felicidad. No puedo decirle más por ahora. Ya lo sabrá todo dentro de dos días.
Como comenzaba a acostumbrarme al misterio, me resigné. Se convino en que partiéramos a las tres de la madrugada, y en que no pararíamos hasta pisar territorio toscano.
Convencido de que sería inútil acostarme, teniendo que partir tan temprano, la última noche de mi estada en Roma la dediqué a visitar todas las casas que me habían abierto sus puertas. Fuí a despedirme de la marquesa, y oficialmente, y por pura fórmula, a estrechar la mano de su hijo, que, por cierto, la sentí temblar entre las mías. En voz baja me dijo:
-En este momento se juega mi vida a cara o cruz. Cuando regrese al hotel hallará una carta mía. Si a las tres en punto no he aparecido, no me aguarde.
La alteración de su rostro me sorprendió; pero la, achaqué a una emoción muy natural y propia del momento en que, para siempre acaso, iba a separarse de su familia.
Hacia la una, aproximadamente, volví a mi alojamiento. Una vez más me sentí empujado al callejón de Madama Lucrecia. Un no sé qué blanco pendía de la ventana en la que había visto dos tan diferentes apariciones. Con gran precaución me aproximé. Era una cuerda de nudos. ¿Sería una invitación para despedirme de la signora? Las trazas eran de eso y fuerte la tentación. Sin embargo no cedí a ella, acordándome de lo prometido a don Octavio, y también, fuerza es decirlo, de la muy desagradable acogida que obtuvo, algunos días antes, una mucho más pequeña temeridad.
Proseguí mi camino, aunque lentamente, desolado al desperdiciar la última ocasión que se me ofrecía para el descubrimiento de los misterios de la casa número 13. A cada paso volvía el rostro, esperando ver siempre alguna forma humana subir o descender a lo largo de la cuerda. Pero nadie aparecía. Llegué, al fin, al extremo de la calleja, desembocando en el Corso.
-Adiós, madama Lucrecia -dije saludando a la casa, que aun percibía. Buscad, si os place, otro que no sea yo para vengaros de ese celoso que os aprisiona.
Daban las dos cuando penetré en el hotel. El coche estaba en el patio, cargado completamente. Uno de los mozos del hotel me entregó una carta. Era la de don Octavio, y, como me pareció larga, pensé que sería mejor leerla en mi cuarto, y dije al mozo que me alumbrara.
-Señor -me dijo, el doméstico que nos había anunciado, el que debe acompañar al señor...
-Sí, ya sé, ¿ha venido?
-No, señor.
-Está en la casa de postas y vendrá con los caballos.
-Señor, hace poco ha venido una dama deseosa de hablar con el doméstico del señor. Se ha empeñado en subir al cuarto, encargándome que le diga al doméstico, tan pronto como se presente, que madama Lucrecia le aguarda en el cuarto del señor.
-¿En mi cuarto? -exclamé apretando con fuerza el pasamanos de la escalera.
-Sí, señor. Y parece que parte también, porque me ha dado un paquetito que he puesto en la baca.
El corazón me latió fuertemente, y no sé qué mezcla de terror supersticioso y de curiosidad se enseñoreó de mí.
Subí por la escalera paso a paso. Al llegar al primer piso -yo vivía en el segundo- el mozo que me precedía dió un traspiés, y la vela que llevaba en la mano se le cayó, apagándose. Se deshizo en excusas, y descendió para encenderla. Yo seguí subiendo mientras tanto.
Puesta ya la mano en la llave de mi habitación, dudé. ¿Qué nueva visión se me ofrecería? Más de una vez, en la oscuridad, la historia de la monja ensangrentada se me vino a la memoria. ¿Estaría yo poseído por un demonio como don Alonso? Me pareció que el camarero tardaba horriblemente.
Abrí la puerta. Gracias al cielo, había luz en mi alcoba. Atravesé la antesala con rapidez. De una ojeada me cercioré de que en ella no había nadie. Mas, de pronto, oí detrás de mí unos pasos ligeros y el roce de un vestido. Creo que se me erizaron los cabellos. Brusca-mente me volví.
Una mujer vestida de blanco, cubierta la cabeza con una mantilla negra, avanzó con los brazos extendidos.
-¡Al fin estás aquí, amado mío! -exclamó, asiéndome la mano.
La suya estaba fría como el hielo, y su rostro, pálido como el de una muerta. Yo retrocedí hasta la pared.
-¡Virgen santísima, si no es él! ¡Ah, caballero!, ¿es usted el amigo de don Octavio?
Tras estas palabras todo quedó aclarado. La joven, a pesar de su palidez, no tenía, en modo alguno, el aire de un espectro. Bajó los ojos -cosa que jamás hicieron los aparecidos- y cruzó las manos a la altura del talle, actitud modesta que me hizo creer que mi amigo don Octavio no era un tan gran político como yo me había figurado. En suma: ya era más que tiempo de raptarla, y, por desgracia, en aquella aventura me cupo tan sólo el papel de confidente.
Un momento más tarde apareció don Octavio disfrazado. Llegaron después los caballos y partimos. Lucrecia no tenía pasaporte; pero una mujer, si es hermosa sobre todo, no inspira apenas sospecha. Sin embargo, un gendarme puso algunos obstáculos. Yo le dije que era un valiente, y que de seguro habría servido a las órdenes del gran Napoleón. Convino en ello y le di un retrato del gran hombre, en oro, diciéndole de paso que tenía yo por costumbre viajar con una amica para ir acompañado, y que, en atención a que cambiaba de ellas con frecuencia, creía inútil incluirlas en mi pasaporte.
-Ésta -añadí- me acompaña hasta la ciudad próxima. Me han dicho que allí encontraré otras que valen más.
-Hará usted muy mal en cambiar -me dijo el gendarme, cerrando respetuosamente la puerta.
Diré, puesto que lo debo decir todo, que el traidor de don Octavio había entablado amistad con aquella amable joven, hermana de un tal Vanozzi, rico agricultor, con fama de ser un poco liberal y un mucho contrabandista. No ignoraba don Octavio que, aunque no lo hubiese destinado a la iglesia, su familia jamás consentiría que se casara con una joven de condición tan por bajo de la suya.
Pero el amor es ingenioso. El alumno del abate Negroni logró establecer una correspondencia secreta con su adorada. Todas las noches se escapaba del palacio Aldobrandi, y como hubiera sido expuesto escalar la casa de Vanozzi, los dos amantes se daban cita en la de madama Lucrecia, que con su mala reputación los protegía. Una puertecilla, oculta por una higuera, comunicaba los dos jardines. Enamorados y jóvenes, Octavio y Lucrecia no pararon mientes en la escasez del mobiliario, que se reducía, como creo haber dicho, a un viejo sillón de cuero.
Una noche, Lucrecia, que aguardaba a don Octavio, me confundió con él y me hizo el obsequio de que hablé en su lugar. Es cierto que había alguna semejanza de estatura y talante entre don Octavio y yo, y algunos maldicientes, que conocieron a mi padre durante su estada en Roma, aseguraban que había sus motivos para que así fuera. La intriga fué descubierta por el maldito hermano; pero sus amenazas no consiguieron que Lucrecia revelara el nombre de su seductor. Ya se sabe cuál fué la venganza y qué a punto estuve de pagar por todos. Inútil decir cómo los dos amantes tomaron las de Villadiego.

Epílogo.- Una vez en Florencia los tres, don Octavio se casó con Lucrecia, con la que partió en seguida para París, en donde fueron acogidos por mi padre, como yo por la marquesa. Encargóse aquél de negociar la reconciliación, que fué conseguida, aunque no sin trabajo. El marqués Aldobrandi tuvo oportunamente la fiebre de las Marismas, de lo que murió. Octavio ha heredado su título y su fortuna, y yo soy el padrino de su primogénito.

1.078. Merimee (Prospero) - 046

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