Tenía
yo veintitrés años cuando salí para Roma. Mi padre me dió una
docena de cartas de recomendación, de las que una tan sólo, con no
menos de cuatro carillas, iba cerrada. En el sobre se leía: «A la
marquesa Aldobrandi».
-Ya
me escribirás diciéndome si aun se conserva hermosa la marquesa -me
dijo mi padre.
Ahora
bien: desde mi infancia veía yo en su gabinete, colgado sobre la
chimenea, el retrato, en miniatura, de una mujer hermosísima, con
la cabeza empolvada y ceñida de hiedra y una piel de tigre sobre los
hombros. En el fondo se leía: «Roma 18...» En más de una ocasión,
aguijado por lo raro de su indumentaria, pregunté quién era aquella
dama, a lo que se me respondía siempre:
-Es
una bacante.
Esta
respuesta apenas sí me satisfizo nunca, allí había, tal lo supuse,
un secreto, pues a tan inocente pregunta se mordisqueaba los labios
mi madre, y mi padre se ponía muy serio.
En
aquella ocasión, al tiempo de darme la carta, miró de reojo al
retrato; involuntariamente hice lo mismo y al pronto se me ocurrió
la idea de que muy bien pudiera ser la marquesa Aldobrandi aquella
bacante empolvada. Y como comenzaba ya a darme cuenta de las cosas de
este mundo, deduje toda suerte de conclusiones del gesto de mi madre
y de la mirada de mi padre.
Una
vez en Roma, la primera que entregué fué la carta de la marquesa.
Vivía ésta en un hermoso palacio, junto a la plaza de San Marcos.
Di
la carta y mi tarjeta a un doméstico con librea amarilla, que me
introdujo en un gran salón -sombrío y triste- bastante mal
amueblado. Veíanse en él, no obstante, y como ocurre en todos los
palacios de Roma, numerosos cuadros de pintores célebres, algunos de
muy subido valor.
(1)
Viccolo = Calleja.
Me
atrajo, desde el principio, un retrato de mujer, que parecióme de
Leonardo de Vinci. Se podía asegurar, por la riqueza del marco y el
caballete de palo santo que lo sustentaba, que era el más valioso de
la colección. Como la marquesa no venía, tuve tiempo de examinarlo
a mi antojo. Y para verlo mejor, y con luz que más le favoreciera,
me lo llevé junto a una ventana. Evidentemente era un retrato y no
un capricho del pintor, pues no se inventan fisonomías como la de
aquella hermosa mujer, de labios un poco gruesos, de cejas unidas y
de mirada, a un tiempo mismo, altiva y acariciadora. En el fondo
destacaba su escudo, señoreado por una corona ducal. Pero lo que más
me sorprendió fué la indumentaria, lo mismo, poco más o menos, que
la de la bacante de mi padre.
Aun
tenía el retrato en la mano cuando entró la marquesa.
-¡Igual
que su padre! -exclamó, dirigiéndose a mí. ¡Estos franceses!
Apenas llegado y ya se adueña de madama
Lucrecia.
Me
apresuré a disculparme por mi indiscreción y cubrí de
atropellados y abundantes elogios aquella obra maestra de Leonardo,
que tuve el atre-vimiento de descolgar.
-En
efecto: es un Leonardo de Vinci -dijo la marquesa; un retrato de la
famosísima Lucrecia Borgia. Éste era, de todos mis cuadros, el que
más admiraba su padre... Pero, ¡santo Dios!, ¡qué semejanza más
grande! Si creo ver a su padre como estaba hace veinticinco años.
¿Cómo se encuentra? ¿Qué es de su vida? ¿No piensa visitarnos?
Aunque
sin polvos ni piel de tigre, a la primera ojeada, llevado de mi
imaginación, reconocí en la marquesa a la bacante de mi padre. A
pesar de los veinticinco años transcurridos, conservaba aún
vestigios de una gran belleza. Su expresión, como su indumentaria,
era lo único que había cambiado.
Vestía
completamente de negro, y su abundante papada, su grave sonrisa y lo
majestuoso y radiante de su aspecto me descubrieron su nueva
condición de devota.
Su
acogida no pudo ser más afectuosa. En tres palabras me ofreció su
casa, su bolsa y sus amigos, entre los que citó a varios cardenales.
-Míreme
-dijo- como si fuera su madre.
Y
bajando modestamente los ojos, añadió:
-Su
padre me encarga que le vigile a usted y le aconseje.
Y
para probarme que no consideraba su misión como una sinecura,
inmediatamente me puso en guardia contra los peligros que Roma
ofrecería a un joven de mi edad, a la vez que me exhortaba a
evitarlos. Debía huir de las malas compañías -de los artistas
sobre todo- y reunirme con las personas que ella me designara. En
resumen: un sermón en toda regla. A todo ello asentí con el respeto
y la hipocresía convenientes.
Cuando
me disponía a pedirle permiso para marcharme, me atajó, diciéndome:
-Deploro
que mi hijo el marqués se halle en estos momentos en sus posesiones
de la Romaña, pero le presentaré a mi segundo hijo, Octavio, que
será prelado muy pronto. Espero que le agrade y que lleguen a ser,
como deben, buenos amigos...
Y
añadió con precipitación:
-Puesto
que son ustedes de casi la misma edad e igualmente bondadosos y
ordenados.
Al
punto envió en busca de su hijo. Era éste, según vi, un joven
pálido, de melancólico aspecto y los ojos siempre bajos, que
trascendía a hipócrita.
Sin
darle tiempo para hablar, la marquesa me hizo en su nombre toda
suerte de amables ofrecimientos, confirmados por él con grandes
reverencias.
Desde
el día siguiente, según se convino, iría en mi busca, para dar
paseos por la ciudad, y volvería con él para comer en familia en el
palacio Aldobrandi.
Apenas
había dado una veintena de pasos por la calle, cuando alguien gritó
detrás de mí, con voz imperiosa:
-¿Adónde
camina tan solo y a esta hora, don Octavio?
Me
volví y hallé a un clérigo gordinflón, que me examinaba de pies a
cabeza con los ojos muy abiertos.
-No
soy don Octavio -le dije.
El
clérigo, inclinándose casi hasta descoyuntarse, se deshizo en
excusas, y un momento después entraba, como vi, en el palacio
Aldobrandi. Proseguí mi camino, no muy contento de que se me
confundiera con un prelado en ciernes.
A
pesar de los consejos de la marquesa, y acaso por ello, medí gran
prisa en buscar el domicilio de un pintor a quien conocía y en cuyo
estudio pasé una hora hablando de las diversiones, lícitas o no,
que Roma podría ofrecerme. A continuación le pedí informes de la
familia Aldobrandi.
-La
marquesa -me dijo, que ha sido muy ligera de cascos, comprendiendo
que ya no está en edad de galanteos, se ha refugiado en la alta
devoción. Su primogénito es un necio que se pasa la vida cazando y
gastando las rentas que les proporcionan los colonos de sus vastos
dominios. Ahora pretenden entontecer a Octavio, del que quieren
hacer, en su día, un cardenal. Mientras esto ocurre está en poder
de los jesuítas. Nunca sale solo. No puede mirar a una mujer ni dar
un paso sin que le acompañe un clérigo, que le ha educado para el
servicio de Dios, el cual, después de haber sido el último amico
de la marquesa, gobierna ahora su casa casi con una despótica
autoridad.
Al
día siguiente, don Octavio, seguido del cura Negroni, el mismo que,
la víspera, me había confundido con su alumno, vino en coche para
buscarme y ofrecerme sus servicios como cicerone.
El
primer monumento que visitamos fué una iglesia. A semejanza del
clérigo, don Octavio se arrodilló, y se golpeó el pecho y santiguó
repetidas veces. Después de levantarse, y tras mostrarme los frescos
y estatuas, me habló de ellos como hombre de fina inteligencia y
buen gusto, lo que me causó agradable sorpresa. Comenzamos a
charlar, y su conversación me sedujo. Hasta entonces nos habíamos
servido del italiano. De pronto, me dijo en francés:
-Mi
preceptor no sabe una palabra de la lengua de usted. Hablemos en ella
para gozar de más libertad.
Dijérase
que el joven se había transformado con el cambio de idioma. Nada en
su conversación revelaba al futuro sacerdote. Oyéndole, me parecía
escuchar a uno de nuestros liberales de provincia. Según pude
observar, todo lo decía con la misma voz monótona, y este modo de
decir, con frecuencia, contrastaba de manera extraña con la
vivacidad de los pensamientos. Era un medio, sin duda, para despistar
a Negroni, que de tiempo en tiempo se hacía explicar lo que
decíamos. No hay para qué decir que nuestras traducciones eran de
las más libres.
Ante
nosotros pasó un joven con medias moradas.
-He
aquí -me dijo don Octavio- los nobles de hoy. ¡Infame librea! ¡Y
pensar que ésta será la mía dentro de algunos meses! ¡Qué
felicidad -añadió, después de un momento de silencio, qué
felicidad vivir en un país como el suyo! ¡Si yo fuera francés,
acaso llegaría a diputado!
Me
sentí movido a risa por tan noble ambición, y como se apercibiera
de ello el cura, me vi obligado a decirle que hablábamos del error
de un arqueólogo que había tomado por antigua una estatua de
Bernini.
Regresamos
al palacio Aldobrandi para comer. Apenas tomado el café, la marquesa
me pidió que dispensara la ausencia de su hijo, pero no sé qué
deberes piadosos le impelían a retirarse a su habitación. Permanecí
con ella y con el cura que, tumbado en un gran sillón, dormía el
sueño de los justos.
Mientras
tanto, la marquesa me preguntaba detalles de mi padre, de París, de
mi vida anterior y de mis proyectos futuros. Me pareció cariñosa y
buena, pero un poco curiosa y demasiado preocupada, sobre todo, por
la salvación. Además, como hablaba el italiano admirablemente,
recibí de ella una buena lección de pronunciación, por lo que me
prometí la reincidencia.
Frecuentemente
volví a verla. Casi todas las mañanas visitaba los monumentos
antiguos con su hijo y el eterno Negroni, y por la noche comía con
ellos en el palacio Aldobrandi. La marquesa recibía a muy pocas
personas, de ellas, casi todas eclesiásticos.
Sin
embargo, una vez me presentó a una dama alemana, de toda su
intimidad, recién convertida al catolicismo. Era una señora de
Strahlenheim, muy bella persona, establecida de tiempo atrás en
Roma. Mientras ellas hablaban entre sí de un afamado predicador,
examinaba yo, a la luz de una lámpara, el retrato de Lucrecia, hasta
que me creí obligado a intervenir.
-¡Qué
ojos! -exclamé; ¡diríase que están a punto de parpadear!
A
tal hipérbole, un poco pretenciosa, y que aventuré para dár-melas
de entendido ante la señora de Strahlenheim, se estremeció de
espanto ésta, ocultándose el rostro con su pañuelo.
-¿Qué
le ocurre, querida mía? -dijo la marquesa.
-¡Ah,
nada, pero lo que acaba de decir este señor!...
Estrechada
a preguntas, y después de haber dicho que aquella frase mía le
recordaba una horrible historia, vióse en la obligación de
referirla.
Hela
aquí en dos palabras:
La
señora de Strahlenheim tenía una cuñada, de nombre Wilhelmine,
novia de un joven de Westfalia, llamado Julio de Ratzenellenbogen,
que se alistó como voluntario en la división del general KIeist. Me
es muy enojoso repetir tantos nombres bárbaros; pero las historias
maravillosas no ocurren nunca sino entre personas cuyos nombres son
muy difíciles de pronunciar.
Julio
era un muchacho encantador, lleno de patriotismo y metafísica. Al
partir para el ejército, había dado su retrato a Wilhelmine,
recibiendo, en cambio, el de ella, que llevaba sobre el corazón.
Esto es muy corriente en Alemania.
El
13 de septiembre de 1813, Wilhelmine estaba en Cassel, hacia las
cinco de la tarde, en un salón, dedicada a sus labores en compañía
de su madre y su cuñada. Trabajando, contemplaba el retrato de su
novio, colocado, frente a ella, en una mesita de costura. De
improviso lanzó un grito horrible, se llevó la mano al corazón y
desvanecióse. A duras penas lograron que recobrara el conocimiento,
y cuando pudo hablar, exclamó:
-¡Julio
ha muerto!, ¡han matado a Julio!
Afirmó,
y el espanto que en su semblante se traslucía lo confirmaba, que
había visto cerrar los ojos al retrato, a la vez que sentía una
horrible punzada como si le atravesara el corazón un hierro
enrojecido.
Todos
se esforzaron en demostrarle, aunque inútilmente, que aquella visión
nada tenía de real, y que no debía concederle importancia alguna.
La pobre niña estaba inconsolable; la noche se la pasó llorando, y,
al día siguiente, quiso vestirse de luto, como segura ya de la
desgracia entrevista por ella.
Dos
días después recibióse la noticia de la sangrienta batalla de
Leipzig. Julio escribió a su novia una esquelita, fechada el 13, a
las tres de la tarde. No fué herido, aunque se distinguió mucho, y
acababa de entrar en Leipzig, donde pasaría la noche, con el cuartel
general, lejos, por lo tanto, de todo peligro. Esta carta tan
consoladora no pudo calmar a Wilhelmine, que, observando que estaba
fechada a las tres, persistía en la creencia de que su novio fué
muerto a las cinco. Y estuvo en lo cierto la infortunada. Se supo, a
poco, que Julio, encargado de llevar una orden, salió de Leipzig a
las cuatro y media, y que tres cuartos de legua de la ciudad, allende
el Elster, un rezagado del ejército enemigo, oculto en un foso, lo
mató de un tiro. La bala, al atravesarle el corazón, había hecho
trizas el retrato de Wilhelmine.
-¿Y
qué ha sido de esa pobre joven? -pregunté a la señora de
Strahlenheim.
-¡Oh,
estuvo muy mala! En la actualidad es la esposa del consejero de
justicia de Werner; si alguna vez va a Dessau, le enseñaré el
retrato de Julio.
-Todas
estas cosas ocurren por mediación del diablo -dijo el cura, que
dormía a medias durante el relato de la señora de Strahlenheim. Lo
que hacía hablar a los oráculos de los paganos, puede muy bien
conseguir que los ojos de un retrato se muevan siempre que se le
antoje. Hace veinte años que en Tívoli, un inglés fué
estrangulado por una estatua.
-¡Por
una estatua! - exclamé. Y ¿cómo pudo ser eso?
-Érase
un milord que había hecho algunas excavaciones en Tívoli, hasta
hallar una estatua de emperatriz, Agripina, Mesalina..., el nombre
poco importa. El caso fué que la hizo conducir a su casa, y que en
fuerza de mirarla y admirarla se volvió loco por ella. Todos estos
señores protestantes lo son más que a medias. La llamaba su mujer y
la cubría de abrazos, no obstante ser de mármol. Decía, además,
que, en su honor y provecho, se animaba todas las noches, y así era,
sin duda, pues un día amaneció rígido en su lecho. Y ¿lo creerán
ustedes? Hubo otro inglés que compró la estatua. Yo la hubiera
hecho polvo.
Cuando
entran en turno las aventuras sobrenaturales, se empieza y no se
acaba: cada uno tiene alguna que referir. Yo mismo tomé parte en
aquel concierto de horribles relatos, de tal suerte horribles, que al
separarnos nos sentíamos todos penetrados de temor y respeto ante el
poder del demonio.
Andando,
tomé el camino de mi casa, y, para salir a la calle del Corso, eché
por una callejuela tortuosa, para mí desconocida. Estaba desierta;
sólo se veían largos muros de jardín y algunas casas miserables,
todas ellas sin luz. Las doce acababan de dar; la noche era oscura.
Iba yo por en medio de la calle con paso muy ligero, cuando escuché,
por encima de mí, un sutil ruido, semejante a un siseo, y en el
mismo punto una rosa caía a mis plantas. Alcé los ojos, y, no
obstante la oscuridad, pude distinguir a una mujer vestida de blanco,
en una ventana, con un brazo extendido hacia mí. Los franceses somos
demasiado presuntuosos en tierra extraña, porque nuestros padres,
vencedores de Europa, han imbuido en nosotros tradiciones halagadoras
para el orgullo nacional. Piadosamente creía yo en la inflamabilidad
de las mujeres alemanas, españolas e italianas a la sola vista de un
francés. En suma: por aquella época era yo aún muy de mi país;
pero, aparte de esto, ¿no resultaba demasiado expresiva la tal rosa?
-Señora
-dije en voz baja y recogiendo la rosa, ha dejado caer su flor...
Pero
ya no estaba en la ventana, que se había cerrado sin el menor ruido.
Entonces hice lo que cualquier otro en mi lugar: busqué la puerta
más próxima; a dos pasos de la ventana di con ella y aguardé a que
la abrieran. Transcurrieron cinco minutos en un profundo silencio.
Tosí un poco y luego llamé a la puerta con suavidad, pero la puerta
no se abrió. La examiné, entonces, con más detenimiento, por si
encontraba una llave o un picaporte; pero cuál no sería mi sorpresa
al hallarme con un candado.
-El
celoso guardián no ha venido aún -me dije.
Cogí
una piedrecilla y la arrojé contra la ventana; mas dió en la madera
y cayó a mis pies.
-¡Demonio!
-Pensé. ¿Acaso se figuran las mujeres de aquí que uno lleva
escaleras en el bolsillo? Nunca he oído hablar de esta costumbre.
Aguardé
algunos minutos más, pero inútilmente. Una o dos veces, tan sólo,
me pareció que el postigo de la ventana se movía, como si alguien
tratara de entreabrirlo para mirar a la calle. Al cabo de un cuarto
de hora, agotada ya mi paciencia, encendí un cigarro y proseguí mi
camino, no sin tomar buena nota del emplazamiento de la casa del
candado.
Al
otro día, reflexionando sobre tal aventura, convine en lo siguiente:
una dama romana, joven, y de una gran belleza acaso, al verme en uno
de mis paseos por la ciudad, se prendó de mis escasos atractivos. Y
si se había servido de una flor misteriosa para descubrirme su
amorosa llama, fué, sin duda, porque el pudor la contuvo, o bien
porque la turbó la presencia de alguna dueña, o quién sabe si la
de un maldito tutor como el don Bartolo de Rosina. Decidí, por lo
tanto, sitiar en toda regla la casa de aquella joven.
Con
semejante pretensión salí de mi casa, después (le haberme peinado
muy coquetonamente. Llevaba una levita nueva y unos guantes
amarillos. Con estos atavíos, terciado el sombrero y la rosa mustia
en el ojal, me encaminé a la calle cuyo nombre no sabía aún, pues
no me tomé el trabajo de descubrirlo. Un rótulo, por encima de una
virgen, me hizo saber que se llamaba il
viccolo di Madama Lucrezia.
Este
nombre me extrañó. En seguida me acordé del retrato de Leonardo de
Vine¡ y de las historias de presentimientos y hechicerías que la
víspera se contaron en casa de la marquesa. Pensé, luego, que en el
cielo había algunos amores predestinados. ¿Por qué el objeto de mi
amor no había de llamarse Lucrecia? ¿Por qué no había de
parecerse a la Lucrecia del salón Aldobrandi?
Era
el amanecer; me veía a dos pasos de una persona seductora y sin que
participara de mi emoción ningún pensamiento siniestro.
Me
encontraba ante la casa. Tenía el número 13... Mal augurio. Apenas
si respondía a la idea que de ella me formé, al verla, la noche
precedente. No era, ni muchísimo menos, un palacio. Veía un recinto
de muros ennegrecidos por el tiempo y cubiertos de musgo, detrás de
los que elevaban sus ramas algunos árboles frutales mal descocados.
En uno de los ángulos se alzaba un pabellón de un solo piso con dos
ventanas a la calle, cerradas las dos con viejos postigos provistos
de numerosas barras de hierro. La puerta era baja, señoreada por un
escudo destruído, y cerrada, como la víspera, por un grueso candado
sujeto a una cadena. Sobre esta puerta, escrito con tiza, se leía lo
siguiente: Esta
casa se vende o se alquila.
Sin
embargo, yo no me había equivocado. De aquella parte, los edificios
eran por demás escasos para que fuera posible una confusión. Allí
estaba mi candado, y, por si esto fuera poco, dos hojas de rosas en
el suelo indicaban claramente el lugar preciso en que recibí la muda
declaración de mi adorado tormento, probando, a la vez, que apenas
se barrían los alrededores de aquella casa.
Me
dirigí a algunos de aquellos humildes vecinos para saber dónde
vivía el guardián del misterioso edificio.
-No
es aquí -me contestaron bruscamente.
Dijérase
que no les era agradable mi pregunta, lo que aumentó mi curiosidad.
Fuí de puerta en puerta hasta que penetré en una especie de oscuro
subterráneo, en el que vi a una anciana, a la que supuse bruja, pues
tenía un gato negro y calentaba no sé qué cosa en una caldera.
-¿Quiere
usted ver la casa de madama Lucrecia? -dijo. Yo soy quien tiene la
llave.
-Si
es así, enséñemela.
-¿La
quiere usted comprar? -preguntó sonriendo con aire de duda.
-Si
me conviene, sí.
-No
le convendrá. Pero, en fin, si se la enseño, ¿me dará una
propina?
-Con
mucho gusto.
Con
esta seguridad se levantó prontamente de su asiento, descolgó de la
pared una llave enmohecida y me condujo ante el número 13.
-¿Por
qué -le dije- llaman a esta casa la casa de Lucrecia?
A
lo que con sorna contestó la anciana:
-¿Por
qué le dicen a usted extranjero? Porque lo es usted, ¿no es verdad?
-Perfectamente;
pero ¿quién era esta madama Lucrecia? ¿Era una señora de Roma?
-¡Cómo,
está en Roma y no ha oído hablar de madama Lucrecia! Ya le contaré
la historia cuando estemos dentro. Pero he aquí un nuevo hechizo. No
sé qué tiene esta llave que no da vuelta. ¿Quiere usted probar?
En
efecto: el candado y la llave no se veían de mucho tiempo atrás.
Sin embargo, después de jurar por tres veces, y de rechinar los
dientes otras tantas, conseguí que girara la llave a costa de mis
guantes amarillos, que se desgarraron, y de la palma de la mano, que
me disloqué. Por fin nos vimos dentro y en un pasillo oscuro que
conducía a varias habitaciones de la planta baja.
De
los techos, curiosamente artesonados, colgaban telarañas, bajo las
que apenas si se distinguía algún que otro dorado fragmento. Por el
olor a humedad que de todos los cuartos se exhalaba, era evidente que
hacia mucho tiempo que nadie habitaba allí. No se veía un solo
mueble. Algunos pedazos de cuero pendían de las paredes salitrosas.
Por los adornos de algunas ménsulas y la forma de las chimeneas,
deduje que aquella casa databa del siglo XV, y que en otra época
acaso estuviera decorada con alguna elegancia. Las ventanas, de
pequeños cristales, en su mayoría rotos, daban al Jardín, en el
que pude ver un rosal florido, con más algunos árboles frutales y
gran cantidad de coles.
Una
vez recorridos todos los cuartos de la planta baja, subí al piso
segundo, en el que había visto a mi desconocida. La vieja trató de
retenerme diciéndome que allí no había nada de particular, y que
la escalera era muy mala. Mas viéndome dispuesto a subir me siguió,
aunque con marcadísima repugnancia. Los cuartos de este piso se
asemejaban mucho a los otros, con la diferencia de ser menos húmedos
y de estar en mejor estado el pavimento y las ventanas. En la última
sala que visité vi un amplio sillón de cuero negro, que, cosa
extraña, no tenía polvo. Tomé asiento en él, y como lo encontrara
cómodo para escuchar una historia, rogué a la vieja que me contara
la de madama Lucrecia; pero antes, para refrescarle la memoria, le di
algunas monedas. Tosió, sonóse la nariz y comenzó de esta suerte:
-En
tiempos del paganismo, y siendo Alejandro emperador, había una
muchacha, bella como la aurora, que se llamaba Lucrecia. ¡Miradla,
ahí está!...
Al
punto volví el rostro. La vieja me enseñó una ménsula vaciada que
sostenía la viga maestra del cuarto. Era una sirena de una muy
grosera ejecución.
-Y,
¡qué diantre!, a la tal Lucrecia le gustaba divertirse -prosiguió.
Y como su padre no hubiera visto bien esto, se hizo edificar la casa
en que estamos.
»Todas
las noches descendía desde el Quirinal hasta aquí para divertirse.
Puesta en la ventana, en cuanto veía pasar a un apuesto caballero
así como usted, le llamaba; si era o no bien recibido ya puede
figurárselo. Pero los hombres son charlatanes, por lo menos algunos,
y hubieran podido, caso de hablar, perjudicarla, y para evitarlo, una
vez que los despedía, sus satélites se ocultaban en la escalera por
donde hemos subido, y al pasar, daban buena cuenta de ellos,
enterrándolos después junto a las coles. ¡Qué de esqueletos se
han encontrado en este jardín! Durante algún tiempo se sucedieron
aquellas escenas. Pero he aquí que una noche cruzó bajo su ventana
un hermano suyo, llamado Sixto Tarquino, al que llamó, sin
reconocerle. Subió Tarquino; y como de noche todos los lobos son
pardos, hizo con él lo mismo que con los otros. Pero Tarquino, al
marchar, dejó olvidado su pañuelo, en el que estaba su nombre.
»Apenas
percatada de la maldad horrible que cometiera, llenóse de
desesperación. Quitóse la liga y se ahorcó con ella. ¡He aquí
una historia que puede servir de ejemplo a la juventud!»
Mientras
la vieja confundía en su narración diversas épocas, mezclando a
los Tarquinos con los Borgias, yo miraba fijamente al suelo, en donde
acababa de descubrir algunos pétalos de rosa, frescos aún, que me
dieron mucho en qué pensar.
-¿Quién
cuida de este jardín? -le pregunté.
-Un
hijo mío que es jardinero del señor Vanozzi, dueño del jardín de
al lado. El señor Vanozzi está siempre en las Marismas; apenas
viene a Roma; por esta razón el jardín está mal atendido. Mi hijo
le acompaña. Me parece que aun tardará en volver -añadió
suspirando.
-¿Trabaja
mucho con el señor Vanozzi?
-Ese
hombre es un tunante que le hace trabajar en multitud de cosas. Creo
que no se ocupa más que en malos negocios. ¡Pobre hijo mío!
Y
avanzó hacia la puerta con ánimo de interrumpir la conversa-ción.
-¿No
vive aquí nadie? -insistí, deteniéndola.
-Nadie
absolutamente.
-¿Y
cómo es eso?
A
lo que se encogió de hombros.
-Escuche
-le dije, ofreciéndole un duro- y dígame la verdad. Aquí viene una
mujer.
-¡Una
mujer, Jesús divino!
-Sí,
la he visto anoche y la he hablado.
-¡Virgen
santísima! -exclamó precipitándose por la escalera. ¿Era, pues,
madama Lucrecia? ¡Salgamos, salgamos, mi buen señor! Me habían
asegurado que venía por la noche; pero yo no quise decírselo para
no perjudicar al propietario de la finca, porque me creí que estaba
usted deseoso de alquilarla.
Me
fué imposible retenerla. Quería abandonar aquella casa en seguida,
impaciente por llevar una vela -como me dijo- al templo más próximo.
Dejando
que se fuera, salí yo también, sin la esperanza de saber más de
aquel asunto.
Como
fácilmente se adivina, yo no dije una palabra de esto en el palacio
Aldobrandi. Era demasiado mojigata la marquesa y muy dado a la
política don Octavio para que me aconsejara bien en un tal trance
amoroso. Fuíme, pues, en busca de mi amigo el pintor, que conocía a
todo el mundo en Roma, y le pregunté lo que pensaba de aquella
aventura.
-Pues
pienso -respondió- que se le ha presentado el espectro de Lucrecia
Borgia. ¡Valiente peligro ha corrido usted! ¡Si viviendo fué
temible, figúrese qué no será ahora que está muerta! ¡Esto hace
temblar!
-Bromas
aparte, ¿qué puede haber en todo esto?
-Es
decir, que el señor es ateo y filósofo y no cree en las cosas más
respetables. Perfectamente; veamos ahora qué opina de esta otra
hipótesis. Supongamos que la vieja cede la casa a mujeres capaces de
llamar a los que cruzan ante aquélla. Se conocen viejas depravadas
que ejercen ese oficio.
-Muy
bien -dije; pero yo tengo el aire de un santo, puesto que la vieja no
me ha ofrecido sus servicios. Esto me ofende. Además, amigo mío,
recuerde el mueblaje de la habitación. Es preciso ser de la piel del
diablo para contentarse con tan poco.
-En
fin, no cabe duda que se trata de un espectro. Oiga la última
hipótesis. Usted se ha equivocado de casa. ¡Caramba! He aquí lo
que discurro: ¿Cerca de un jardín? ¿Con una puertecita baja? No
cabe duda: es mi amiga la Rosina. Hace dieciocho meses era el
ornamento de esa calle. Cierto que se ha quedado tuerta; pero eso no
tiene importancia... Aun tiene un perfil bellísimo.
Ninguna
de estas explicaciones me satisfacía. Llegada la noche, crucé muy
despacio por delante dé la casa de Lucrecia. No vi nada. Volví a
pasar, y lo mismo. Durante tres o cuatro noches seguidas, de vuelta
del palacio Aldobrandi, hice centinela bajo las ventanas, y siempre
sin éxito. Comenzaba a olvidarme del habitante misterioso casa
número 13, cuando una vez, al cruzar, hacia la medianoche, por la
calleja, oí claramente, una risa de mujer tras el postigo de la
ventana por onde se me apareciera la dama de la flor. Dos veces oí
aquella risa y no pude sustraerme a un cierto terror al ver
desembocar al mismo tiempo por el otro extremo de la calle una
procesión de encapuchados penitentes, con cirios en la mano, que
llevaban a enterrar un muerto. Una vez desaparecidos, me planté bajo
la ventana, pero a no oí nada. Arrojé unas piedrecillas; llamé más
o menos claramente: nadie apareció, hasta que sobrevino un chubasco
que me puso en retirada.
Me
avergüenza decir la de veces que me detuve ante aquella maldita casa
sin que consiguiera aclarar el enigma que me atormen-taba. Una vez
tan sólo pasé ir la calleja de madama Lucrecia con don Octavio y su
inevitable clérigo.
-He
aquí -dije- la casa de Lucrecia.
Al
oírlo, le vi cambiar de color.
-Sí
-repuso, una leyenda popular, demasiado cierta, pretende que Lucrecia
Borgia haya residido en esa casita. ¡Qué de horrores, si pudieran
hablar, nos -velarían sus paredes! Y, sin embargo, amigo mío,
cuando comparo aquella época con la nuestra, no puedo menos que
dolerme. Bajo Alejandro VI aun había manos. Ya no los hay. César
Borgia era un monstruo, pero un gran hombre. Quería arrojar a los
bárbaros de Italia, y, de vivir su padre, hubiera conseguido tan
gran propósito. ¡Que el cielo nos dé un tirano como Borgia, pero
que nos libre de estos déspotas humanos que embrutecen!
Cuando
don Octavio se lanzaba por las regiones de la política, era
imposible detenerlo. Llegamos a la plaza sin que diera fin a su
panegírico del despotismo ilustra. Pero esto nos llevaba a cien
leguas de mi Lucrecia. Una noche que llegué con mucho retraso a
ofrecer mis respetos a la marquesa, ésta me dijo que su hijo estaba
indispuesto, rogándome, a la vez, que subiera a su cuarto.
Le
hallé tendido en su lecho, pero sin desnudar, leyendo un periódico
francés que le remití aquella mañana, cuidadosamente oculto en un
volumen de Padres de la Iglesia. Desde hacía algún tiempo, la
colección de los Santos Padres nos servía para estas
comunicaciones, que era preciso ocultar al preceptor y a la marquesa.
Los días de correo de Francia se me enviaba un infolio, recibiendo
él otro, a su vez, en el que escondía yo un diario que me
proporcionaba el secretario de la embajada. Esto daba una alta idea
de mi piedad a la marquesa y al sacerdote, que a veces intentaba
hablar conmigo de teología.
Después
de un rato de charla con don Octavio, en quien observé una tan gran
agitación que ni aun la política conseguía cautivarle, me despedí,
aconsejándole que se desnudara. Hacía frío y yo no llevaba capa.
Don Octavio me obligó a coger la suya, que acepté, dándome de paso
una lección sobre el difícil arte de embozarse como un verdadero
romano.
Embozado
hasta los ojos, salí del palacio Aldobrandi. Apenas di unos pasos
por la acera de la plaza San Marcos, cuando se me acercó un hombre
de pueblo que había visto sentado a la puerta del palacio, en un
banco, y me alargó un arrugado papel.
-Por
el amor de Dios, lea esto -dijo.
Inmediatamente,
y a todo correr de sus piernas, desapareció. Cogí el papel y busqué
una luz para leerlo. A la claridad de una lámpara que ardía ante
una virgen, vi que se trataba de una esquela escrita con lápiz, y, a
lo que parecía, con mano temblorosa.
Con
mucho trabajo, conseguí descifrar lo siguiente: «No vengas esta
noche o estamos perdidos. Todo se sabe, menos tu nombre, pero nada
podrá separarnos. Tu Lucrecia».
-¡Lucrecia!
-exclamé- ¡siempre Lucrecia! ¿Qué diablo de equívoco hay en todo
esto? «No vengas». Pero hermosa mía, ¿qué camino se sigue para
ir a vuestra casa?
Rumiando
el contenido de la tal esquela, tomé maquinalmente el camino del
callejón de madama Lucrecia, y a poco me hallaba frente a la casa
número 13.
La
calle estaba desierta como de costumbre, y tan sólo el ruido de mis
pasos interrumpía el profundo silencio que reinaba en los
alrede-dores. Me detuve y alcé los ojos hasta la tan conocida
ventana. Aquella vez no me había engañado. El postigo se abrió.
He
aquí la ventana abierta de par en par.
Me
pareció ver una forma humana destacándose sobre el fondo negro del
cuarto.
-Lucrecia,
¿es usted? -dije en voz baja.
No
me respondieron, pero oí un ruido que, por lo pronto, no acerté a
explicarme.
-Lucrecia,
¿es usted? -insistí un poco más alto.
En
aquel instante sentí un terrible golpe en el pecho, se oyó una
detonación y me encontré tendido en el empedrado.
Una
voz ronca me gritó:
-¡De
parte de la signora
Lucrecia!
Y
silenciosamente se cerró el postigo.
Me
incorporé en seguida tambaleándome, y me palpé como primera
providencia, creyendo que me encontraría un enorme boquete en medio
del estómago. La capa fué agujereada, mi traje también, pero la
bala amortiguóse entre los pliegues del embozo, y solamente me
produjo una fuerte contusión. Pensé que me pudieran hacer un
segundo disparo, y aprisa y trabajosamente me alejé de aquella casa
inhospitalaria al hilo de las paredes para que no pudieran
encañonarme.
Me
alejaba con la mayor ligereza posible y jadeante aún, cuando un
hombre que me seguía sin que yo me diera cuenta, me cogió del
brazo, preguntándome con interés si estaba herido.
Por
la voz reconocí a don Octavio. No era aquél el momento mejor para
hacerle preguntas, por grande que fuera mi sorpresa al verle solo y
por la calle a una tal hora de la noche. En dos palabras le dije que
acababan de dispararme un tiro desde una ventana y que sólo tenía
una contusión.
-¡Un
error, sin duda! -exclamó. Pero siento venir gente. ¿Puede usted
andar? Sería hombre perdido si nos encontrasen juntos. Sin embargo,
no le abandonaré.
Cogióme
del brazo y me arrastró rápidamente. Marchábamos o más bien
corríamos cuanto me era permitido; pero a poco me vi forzado a
sentarme en un guardacantón para tomar aliento.
Afortunadamente,
en aquel punto nos encontrábamos muy cerca de un palacio, en el que
se daba un baile. Ante la puerta había un gran número de coches.
Don Octavio buscó uno, me hizo entrar en él y me condujo a mi
alojamiento. Tras de beberme un gran vaso de agua, que me repuso,
conté con detalles cuanto me había ocurrido ante aquella casa
fatal, desde el regalo de la rosa hasta el de una bala de plomo.
Don
Octavio me escuchaba, baja y medio oculta en una de sus manos la
cabeza. Y cuando le enseñé la esquela que había recibido, se
apoderó de ella y ávidamente la leyó, exclamando:
-¡Es
un error, sin duda!, ¡un horrible error!
-Convendrá,
amigo mío -le dije, en que ello es muy desagradable para usted y
para mí. A poco me matan y agujerean por diez o doce sitios su
magnífica capa. ¡Demonio! ¡Pues no son celosos sus compatriotas!
Don Octavio me estrechó la mano con desolado aire, y releyó la
esquela sin responderme.
-Procure
-le dije -explicarme este asunto; pues, lo que es yo, que el diablo
me lleve si entiendo ni jota.
Don
Octavio se encogió de hombros.
-Al
menos -le dije, ¿qué debo hacer? ¿A quién debo dirigirme en esta
santa ciudad para que se castigue a ese caballero que arteramente
tirotea a los transeúntes, sin tan siquiera preguntarles cómo se
llaman? Le confieso que me agradaría hacerle ahorcar.
-¡Guárdese
de hacer eso! -exclamó. No sabe usted qué clase de país es éste.
No diga a nadie ni una palabra de lo que le ha sucedido. Lo contrario
sería muy expuesto.
-Expuesto,
¿por qué? ¡Caramba! Yo tengo que desquitarme. Si hubiera ofendido
a ese bribón, pase; pero, en conciencia, ¿merezco una bala por
haber recogido una rosa?
-Déjeme
hacer -dijo don Octavio. Acaso consiga yo aclarar este misterio.
Pero, se lo pido por favor, y como señalada prueba de amistad hacia
mí, no diga una palabra de esto a nadie. ¿Me lo promete?
Con
tan triste y suplicante gesto me lo dijo, que no tuve valor para
resistirme y le prometí cuanto me pedía. Efusivamente me dió las
gracias, y después de aplicarme una compresa de agua de Colonia en
el pecho, me estrechó la mano y se despidió.
-A
propósito -le dije cuando ya abría la puerta para marcharse,
¿quiere decirme cómo es que se encontraba allá, y cómo le fué
posible y tan a tiempo venir en mi ayuda?
-Al
oír un disparo -dijo algo confuso- salí en seguida, temiéndome que
le hubiera ocurrido alguna desgracia.
Y
recomendándome otra vez el secreto, alejóse precipitadamente.
Por
la mañana, un cirujano que enviaba, sin duda, don Octavio, vino a
visitarme. Me mandó una cataplasma, pero no intentó conocer el
origen de aquellos amoratados cardenales. Puesto que tan discreto se
es en Roma, no hice sino someterme a la costumbre del país.
Transcurrieron
algunos días sin que pudiera hablar a solas con don Octavio, más
preocupado y sombrío entonces de lo que acostumbraba, y dispuesto,
por lo que parecía, a evitar mis preguntas. En los escasos momentos
que con él estuve, nada me dijo de aquellos huéspedes extraños de
la calleja de madama Lucrecia. Próximo el día fijado para la
ceremonia de su ordenación, achaqué su melancolía a la repugnancia
que le produjera profesión tan poco de su gusto.
Por
mi parte me disponía a dejar Roma para ir a Florencia. Cuando le
anuncié mi partida a la marquesa Aldobrandi, don Octavio me rogó,
con no sé qué pretexto, que subiera a su cuarto.
Una
vez allí, cogiéndome las dos manos, dijo:
-Amigo
mío, si usted no me concede el favor que voy a pedirle, me levantaré
la tapa de los sesos, única manera de salir de apuros. Estoy
decididamente resuelto a no usar nunca el ruin hábito que se me
ofrece. Deseo marcharme de esta tierra, y lo que le pido es que me
lleve con usted, haciéndome pasar por su criado; bastará con que
añada una palabra a su pasaporte para facilitar mi fuga.
Pretendí,
en un principio, disuadirle de su propósito, hablándole del pesar
que a su madre le causaría; pero ante lo inquebrantable de su
resolución, le prometí llevarle conmigo y arreglar, como deseaba,
el pasaporte.
-Aun
hay más -añadió. Mi partida depende aún del éxito de un empeño
en el que me veo metido. Usted quiere partir pasado mañana; pues
bien: pasado mañana lo habré solucionado favorable-mente acaso, y
entonces me tendrá en absoluto a su disposición.
-¿Será
tan loco -le pregunté, no sin inquietud- que se haya mezclado en una
conspiración?
-No
-respondió; se trata de cosas menos graves que la suerte de mi
patria, aunque lo son, y demasiado, para mí, pues del éxito de mi
empresa dependen mi vida y mi felicidad. No puedo decirle más por
ahora. Ya lo sabrá todo dentro de dos días.
Como
comenzaba a acostumbrarme al misterio, me resigné. Se convino en que
partiéramos a las tres de la madrugada, y en que no pararíamos
hasta pisar territorio toscano.
Convencido
de que sería inútil acostarme, teniendo que partir tan temprano, la
última noche de mi estada en Roma la dediqué a visitar todas las
casas que me habían abierto sus puertas. Fuí a despedirme de la
marquesa, y oficialmente, y por pura fórmula, a estrechar la mano de
su hijo, que, por cierto, la sentí temblar entre las mías. En voz
baja me dijo:
-En
este momento se juega mi vida a cara o cruz. Cuando regrese al hotel
hallará una carta mía. Si a las tres en punto no he aparecido, no
me aguarde.
La
alteración de su rostro me sorprendió; pero la, achaqué a una
emoción muy natural y propia del momento en que, para siempre acaso,
iba a separarse de su familia.
Hacia
la una, aproximadamente, volví a mi alojamiento. Una vez más me
sentí empujado al callejón de Madama Lucrecia. Un no sé qué
blanco pendía de la ventana en la que había visto dos tan
diferentes apariciones. Con gran precaución me aproximé. Era una
cuerda de nudos. ¿Sería una invitación para despedirme de la
signora?
Las trazas eran de eso y fuerte la tentación. Sin embargo no cedí a
ella, acordándome de lo prometido a don Octavio, y también, fuerza
es decirlo, de la muy desagradable acogida que obtuvo, algunos días
antes, una mucho más pequeña temeridad.
Proseguí
mi camino, aunque lentamente, desolado al desperdiciar la última
ocasión que se me ofrecía para el descubrimiento de los misterios
de la casa número 13. A cada paso volvía el rostro, esperando ver
siempre alguna forma humana subir o descender a lo largo de la
cuerda. Pero nadie aparecía. Llegué, al fin, al extremo de la
calleja, desembocando en el Corso.
-Adiós,
madama Lucrecia -dije saludando a la casa, que aun percibía. Buscad,
si os place, otro que no sea yo para vengaros de ese celoso que os
aprisiona.
Daban
las dos cuando penetré en el hotel. El coche estaba en el patio,
cargado completamente. Uno de los mozos del hotel me entregó una
carta. Era la de don Octavio, y, como me pareció larga, pensé que
sería mejor leerla en mi cuarto, y dije al mozo que me alumbrara.
-Señor
-me dijo, el doméstico que nos había anunciado, el que debe
acompañar al señor...
-Sí,
ya sé, ¿ha venido?
-No,
señor.
-Está
en la casa de postas y vendrá con los caballos.
-Señor,
hace poco ha venido una dama deseosa de hablar con el doméstico del
señor. Se ha empeñado en subir al cuarto, encargándome que le
diga al doméstico, tan pronto como se presente, que madama Lucrecia
le aguarda en el cuarto del señor.
-¿En
mi cuarto? -exclamé apretando con fuerza el pasamanos de la
escalera.
-Sí,
señor. Y parece que parte también, porque me ha dado un paquetito
que he puesto en la baca.
El
corazón me latió fuertemente, y no sé qué mezcla de terror
supersticioso y de curiosidad se enseñoreó de mí.
Subí
por la escalera paso a paso. Al llegar al primer piso -yo vivía en
el segundo- el mozo que me precedía dió un traspiés, y la vela que
llevaba en la mano se le cayó, apagándose. Se deshizo en excusas, y
descendió para encenderla. Yo seguí subiendo mientras tanto.
Puesta
ya la mano en la llave de mi habitación, dudé. ¿Qué nueva visión
se me ofrecería? Más de una vez, en la oscuridad, la historia de la
monja ensangrentada se me vino a la memoria. ¿Estaría yo poseído
por un demonio como don Alonso? Me pareció que el camarero tardaba
horriblemente.
Abrí
la puerta. Gracias al cielo, había luz en mi alcoba. Atravesé la
antesala con rapidez. De una ojeada me cercioré de que en ella no
había nadie. Mas, de pronto, oí detrás de mí unos pasos ligeros y
el roce de un vestido. Creo que se me erizaron los cabellos.
Brusca-mente me volví.
Una
mujer vestida de blanco, cubierta la cabeza con una mantilla negra,
avanzó con los brazos extendidos.
-¡Al
fin estás aquí, amado mío! -exclamó, asiéndome la mano.
La
suya estaba fría como el hielo, y su rostro, pálido como el de una
muerta. Yo retrocedí hasta la pared.
-¡Virgen
santísima, si no es él! ¡Ah, caballero!, ¿es usted el amigo de
don Octavio?
Tras
estas palabras todo quedó aclarado. La joven, a pesar de su palidez,
no tenía, en modo alguno, el aire de un espectro. Bajó los ojos
-cosa que jamás hicieron los aparecidos- y cruzó las manos a la
altura del talle, actitud modesta que me hizo creer que mi amigo don
Octavio no era un tan gran político como yo me había figurado. En
suma: ya era más que tiempo de raptarla, y, por desgracia, en
aquella aventura me cupo tan sólo el papel de confidente.
Un
momento más tarde apareció don Octavio disfrazado. Llegaron después
los caballos y partimos. Lucrecia no tenía pasaporte; pero una
mujer, si es hermosa sobre todo, no inspira apenas sospecha. Sin
embargo, un gendarme puso algunos obstáculos. Yo le dije que era un
valiente, y que de seguro habría servido a las órdenes del gran
Napoleón. Convino en ello y le di un retrato del gran hombre, en
oro, diciéndole de paso que tenía yo por costumbre viajar con una
amica
para
ir acompañado, y que, en atención a que cambiaba de ellas con
frecuencia, creía inútil incluirlas en mi pasaporte.
-Ésta
-añadí- me acompaña hasta la ciudad próxima. Me han dicho que
allí encontraré otras que valen más.
-Hará
usted muy mal en cambiar -me dijo el gendarme, cerrando
respetuosamente la puerta.
Diré,
puesto que lo debo decir todo, que el traidor de don Octavio había
entablado amistad con aquella amable joven, hermana de un tal
Vanozzi, rico agricultor, con fama de ser un poco liberal y un mucho
contrabandista. No ignoraba don Octavio que, aunque no lo hubiese
destinado a la iglesia, su familia jamás consentiría que se casara
con una joven de condición tan por bajo de la suya.
Pero
el amor es ingenioso. El alumno del abate Negroni logró establecer
una correspondencia secreta con su adorada. Todas las noches se
escapaba del palacio Aldobrandi, y como hubiera sido expuesto escalar
la casa de Vanozzi, los dos amantes se daban cita en la de madama
Lucrecia, que con su mala reputación los protegía. Una puertecilla,
oculta por una higuera, comunicaba los dos jardines. Enamorados y
jóvenes, Octavio y Lucrecia no pararon mientes en la escasez del
mobiliario, que se reducía, como creo haber dicho, a un viejo sillón
de cuero.
Una
noche, Lucrecia, que aguardaba a don Octavio, me confundió con él y
me hizo el obsequio de que hablé en su lugar. Es cierto que había
alguna semejanza de estatura y talante entre don Octavio y yo, y
algunos maldicientes, que conocieron a mi padre durante su estada en
Roma, aseguraban que había sus motivos para que así fuera. La
intriga fué descubierta por el maldito hermano; pero sus amenazas no
consiguieron que Lucrecia revelara el nombre de su seductor. Ya se
sabe cuál fué la venganza y qué a punto estuve de pagar por todos.
Inútil decir cómo los dos amantes tomaron las de Villadiego.
Epílogo.-
Una vez en Florencia los tres, don Octavio se casó con Lucrecia, con
la que partió en seguida para París, en donde fueron acogidos por
mi padre, como yo por la marquesa. Encargóse aquél de negociar la
reconciliación, que fué conseguida, aunque no sin trabajo. El
marqués Aldobrandi tuvo oportunamente la fiebre de las Marismas, de
lo que murió. Octavio ha heredado su título y su fortuna, y yo soy
el padrino de su primogénito.
1.078. Merimee (Prospero) - 046
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