Nos
recogimos muy tarde. En multitud de grandes casas lituanas se ven una
magnífica vajilla, hermosos muebles, preciosas alfombras de Persia;
pero no hay, como en nuestra Alemania, buenos lechos de pluma para el
fatigado huésped. Rico o pobre, hidalgo o plebeyo, un eslavo puede
dormir muy bien sobre una tabla. El castillo de Dowghielly no era una
excepción de la regla general, En el cuarto al que se nos condujo al
conde y a mí, no había más que dos sofás forrados de tafilete.
Pero esto apenas si me asustó, pues en mis viajes me había acostado
frecuentemente sobre la desnuda tierra, y de aquí que me burlara un
poco de las exclamaciones del conde sobre la falta de civilización
de sus compatriotas. Un criado vino a descalzarnos y entregarnos
sendas batas y las zapatillas. El conde, después de desnudarse, se
paseó, silencioso, durante algún tiempo, deteniéndose ante el sofá
en el que ya me había tendido.
-¿Qué
piensa usted -me dijo- de Iulka?
-Que
me parece encantadora.
-Sí;
¡pero tan coqueta!... ¿Cree usted que pueda realmente agradarle ese
capitancito rubio?
-¿El
ayudante de campo?... ¿Cómo saberlo?
-¡Es
un necio!... Luego, debe agradar a las mujeres.
-Niego
la conclusión, señor conde. ¿Quiere que le diga la verdad? Pues
bien: la señorita Iwinska se interesa mucho más en agradar al conde
Szémioth que a todos los ayudantes de campo del ejército.
Enrojeció
el conde sin responderme; pero, a lo que me pareció, mis palabras le
causaron un gran placer. Paseóse aún, por algún tiempo, sin
hablar; después, mirando a su reloj:
-A
fe mía -dijo, que haríamos muy bien en dormir, pues es tarde.
Cogió
su escopeta y su cuchillo de caza, que lo habían metido en nuestro
cuarto, y los puso en un armario, del que quitó la llave.
-¿Quiere
usted guardarla? -me dijo, entregándomela con gran sorpresa mía; se
me pudiera olvidar. Seguramente usted tiene más memoria que yo.
-El
medio mejor de no olvidar las armas -le dije, sería ponerlas sobre
esa mesa, junto al sofá de usted.
-No...
Si he de hablarle francamente, no me gusta tener armas cerca de mí
cuando duermo... Y he aquí la razón. Estando con los húsares de
Grodno, un día me acosté en un cuarto con un camarada, y puse mis
pistolas en una silla, cerca de mí. Por la noche me despertó un
disparo y me vi con una pistola en la diestra; había hecho fuego, y
la bala pasó a dos dedos de la cabeza de mi camarada... Nunca he
podido recordar el sueño que tuve.
Esta
anécdota me inquietó un poco, pues aunque estaba ya seguro de no
recibir una bala en la cabeza, al pensar en la talla elevadísima de
mi compañero, en su complexión hercúlea y en sus vigorosos y
velludos brazos, no podía por menos de reconocer que se hallaba en
perfectas condiciones para estrangularme con sus manos, si tenía un
mal sueño. Sin embargo, me guardé mucho de mostrar la menor
inquietud; coloqué tan sólo una luz en una silla, junto a mi sofá,
y me puse a leer el Catecismo de Lawiçki, que me había traído. El
conde me dió las buenas noches, se tendió en su sofá,
revolvién-dose en él cinco o seis veces; por último, pareció
adormilarse, hecho un ovillo, a semejanza de aquel amante de Horacio
que, encerrado en un cofre, tuvo que replegar sus rodillas y hundir
en ellas la cabeza:
...Turpi
clausus in arca,
Contractum
genibus tangas caput...
De
vez en vez resoplaba con fuerza, o bien hacía oír una especie de
ronquido nervioso, que atribuía a la extraña posición que había
tomado para dormir. Una hora, acaso, transcurrió de tal suerte. Yo
mismo me adormilaba. Cerré mi libro y me puse lo mas cómodo posible
en el lecho, cuando la risa burlona y extraña de mi vecino me hizo
estremecer. Miré al conde. Tenía los ojos cerrados, estremecíase
su cuerpo, y de su entreabierta boca se escapaban algunas palabras
apenas articuladas:
-¡Muy
fresca... ¡Muy blanca!... El profesor no sabe lo que dice... ¡El
caballo no vale nada!... ¡Qué bocado más exquisito!...
A
continuación hincó los dientes en el almohadón en que apoyaba la
cabeza, a la vez que lanzaba una especie de rugido tan fuerte que se
despertó.
Por
mi parte permanecí inmóvil en mi sofá, fingiendo que dormía. No
obstante, le observaba. Se sentó, se frotó los ojos, suspiró
tristemente y permaneció cerca de una hora sin cambiar de postura,
absorto, a lo que parecía, en sus reflexiones. Sin embargo, yo me
encontraba muy a disgusto y me prometí interiormente no acostarme
nunca cerca del conde. Pero, al fin la fatiga triunfó de la
inquietud, y cuando por la mañana entraron en nuestro cuarto,
dormíamos uno y otro con el más profundo sueño.
1.078. Merimee (Prospero) - 046
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