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lunes, 20 de octubre de 2014

Lokis - Cap. V

Nos recogimos muy tarde. En multitud de grandes casas lituanas se ven una magnífica vajilla, hermosos muebles, preciosas alfombras de Persia; pero no hay, como en nuestra Alemania, buenos lechos de pluma para el fatigado huésped. Rico o pobre, hidalgo o plebeyo, un eslavo puede dormir muy bien sobre una tabla. El castillo de Dowghielly no era una excepción de la regla general, En el cuarto al que se nos condujo al conde y a mí, no había más que dos sofás forrados de tafilete. Pero esto apenas si me asustó, pues en mis viajes me había acostado frecuentemente sobre la desnuda tierra, y de aquí que me burlara un poco de las exclamaciones del conde sobre la falta de civilización de sus compatriotas. Un criado vino a descalzarnos y entregarnos sendas batas y las zapatillas. El conde, después de desnudarse, se paseó, silencioso, durante algún tiempo, deteniéndose ante el sofá en el que ya me había tendido.
-¿Qué piensa usted -me dijo- de Iulka?
-Que me parece encantadora.
-Sí; ¡pero tan coqueta!... ¿Cree usted que pueda realmente agradarle ese capitancito rubio?
-¿El ayudante de campo?... ¿Cómo saberlo?
-¡Es un necio!... Luego, debe agradar a las mujeres.
-Niego la conclusión, señor conde. ¿Quiere que le diga la verdad? Pues bien: la señorita Iwinska se interesa mucho más en agradar al conde Szémioth que a todos los ayudantes de campo del ejército.
Enrojeció el conde sin responderme; pero, a lo que me pareció, mis palabras le causaron un gran placer. Paseóse aún, por algún tiempo, sin hablar; después, mirando a su reloj:
-A fe mía -dijo, que haríamos muy bien en dormir, pues es tarde.
Cogió su escopeta y su cuchillo de caza, que lo habían metido en nuestro cuarto, y los puso en un armario, del que quitó la llave.
-¿Quiere usted guardarla? -me dijo, entregándomela con gran sorpresa mía; se me pudiera olvidar. Seguramente usted tiene más memoria que yo.
-El medio mejor de no olvidar las armas -le dije, sería ponerlas sobre esa mesa, junto al sofá de usted.
-No... Si he de hablarle francamente, no me gusta tener armas cerca de mí cuando duermo... Y he aquí la razón. Estando con los húsares de Grodno, un día me acosté en un cuarto con un camarada, y puse mis pistolas en una silla, cerca de mí. Por la noche me despertó un disparo y me vi con una pistola en la diestra; había hecho fuego, y la bala pasó a dos dedos de la cabeza de mi camarada... Nunca he podido recordar el sueño que tuve.
Esta anécdota me inquietó un poco, pues aunque estaba ya seguro de no recibir una bala en la cabeza, al pensar en la talla elevadísima de mi compañero, en su complexión hercúlea y en sus vigorosos y velludos brazos, no podía por menos de reconocer que se hallaba en perfectas condiciones para estrangularme con sus manos, si tenía un mal sueño. Sin embargo, me guardé mucho de mostrar la menor inquietud; coloqué tan sólo una luz en una silla, junto a mi sofá, y me puse a leer el Catecismo de Lawiçki, que me había traído. El conde me dió las buenas noches, se tendió en su sofá, revolvién-dose en él cinco o seis veces; por último, pareció adormilarse, hecho un ovillo, a semejanza de aquel amante de Horacio que, encerrado en un cofre, tuvo que replegar sus rodillas y hundir en ellas la cabeza:

...Turpi clausus in arca,
Contractum genibus tangas caput...

De vez en vez resoplaba con fuerza, o bien hacía oír una especie de ronquido nervioso, que atribuía a la extraña posición que había tomado para dormir. Una hora, acaso, transcurrió de tal suerte. Yo mismo me adormilaba. Cerré mi libro y me puse lo mas cómodo posible en el lecho, cuando la risa burlona y extraña de mi vecino me hizo estremecer. Miré al conde. Tenía los ojos cerrados, estremecíase su cuerpo, y de su entreabierta boca se escapaban algunas palabras apenas articuladas:
-¡Muy fresca... ¡Muy blanca!... El profesor no sabe lo que dice... ¡El caballo no vale nada!... ¡Qué bocado más exquisito!...
A continuación hincó los dientes en el almohadón en que apoyaba la cabeza, a la vez que lanzaba una especie de rugido tan fuerte que se despertó.
Por mi parte permanecí inmóvil en mi sofá, fingiendo que dormía. No obstante, le observaba. Se sentó, se frotó los ojos, suspiró tristemente y permaneció cerca de una hora sin cambiar de postura, absorto, a lo que parecía, en sus reflexiones. Sin embargo, yo me encontraba muy a disgusto y me prometí interiormente no acostarme nunca cerca del conde. Pero, al fin la fatiga triunfó de la inquietud, y cuando por la mañana entraron en nuestro cuarto, dormíamos uno y otro con el más profundo sueño.

1.078. Merimee (Prospero) - 046

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