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lunes, 20 de octubre de 2014

Naufragio

Fue ayer, 31 de Diciembre.
Acababa yo de almorzar con mi viejo amigo Jorge Garín. El criado le pasó una carta con sellos extran­jeros:
Jorge me dijo:
-¿Me permites?
-Naturalmente.
Se puso a leer ocho páginas cubiertas de úna gran­de letra inglesa, con renglones cruzados en varias direcciones. Leía despacio, con reconcentrada aten­ción, con ese interés que uno pone en las cosas que le atañen profundamente.
Puso la carta sobre la chimenea y me dijo:
Esta es una curiosa historia que nunca te he con­tado, una historia sentimental que me sucedió. Fué un singular día primero de año aquél. Hará veinte años de esto... Sí, yo tenía entonces treinta, y aho­ra tengo cincuenta. Eso es.
Era entonces inspector de la Compañía de Segu­ros Marítimos que hoy dirijo. Me disponía a pasar en París la fiesta de primero de año, cuando recibí una carta del director, ordenándome partir inmedia­tamente para la isla de Re, donde acababa de naufra­gar el buque de tres palos que partió de Saint Na­zaire, asegurado por nosotros. Eran las ocho de la mañana. Llegué a las diez a la Compañía, para reci­bir instrucciones; y aquella misma tarde tomaba el expreso que me dejaba en la Rochela al día siguien­te, 31 de Diciembre.
Me quedaban dos horas antes de subir al barco de Ré, el Jean-Guiton. Di una vuelta por la ciudad. Muy pintoresca y de mucho carácter es, en verdad, la ciudad de la Rochela, con sus calles en labe­rinto, cuyas aceras se extienden bajo interminables galerías de arcos, como las de la calle de Rívoli, pero , mucho más bajas, galerías y arcadas aplastadas, mis­teriosas, que parecen haber sido construídas como una decoración para conspiradores, la decoración antigua y subyugante de las guerras de antaño, gue­rras de religión, heroicas y salvajes. Es la vieja ciu­dad hugonota, seria, discreta, sin arte soberbio, sin ninguno de esos admirables monumentos que hacen de Ruán una ciudad tan magnífica; pero es notable sobre todo por su fisonomía severa, un poco cazurra, ciudad de guerreros obstinados en la que deben bro­tar los fanatismos, la ciudad donde se exaltó la fe de los calvinistas y donde nació la conspiración de los cuatro sargentos[1].
Después de andar errante, durante un rato,, por aquellas singulares calles, subí a un vaporcillo ne­gro y ventrudo, que debía conducirme hasta la isla de Ré. Partió resoplando colérico, pasó entre las dos viejas torres que guardan el puerto, atravesó la ra­da, salió del dique construí do por Richelieu, en el que se ven a flor de agua las enormes piedras que rodean a la ciudad como urn inmenso collar; luego torció hacia la derecha[2].
Era uno de esos días tristes que oprimen, aplas­tan el pensamiento, constriñen el corazón y apagan en nosotros toda fuerza, toda energía; un día gris, glacial, sucio, de bruma pesada, húmeda como llu­via, fría como hielo, molesta de respirar como la emanación de una alcantarilla.
Bajo aquel techo de niebla baja y siniestra, el mar amarillo, poco profundo y arenoso dé esas playas ilimitadas, permanecía sin una arruga, sin un mo­vimiento, sin vida; un mar de agua turbia, grasosa, estancada. El Jean-Guiton lo atravesaba cabeceando un poco, por costumbre, cortando aquella alfom­bra opaca y lisa, dejando tras él unas leves olas, es­pumas sueltas, ondulaciones que muy pronto se cal­maban.
Me puse a hablar con el capitán, un hombrecillo casi sin patas, redondo como su barco y balanceado como él. Deseaba yo saber ciertos detalles del si­niestro que iba a inspeccionar. Un gran "tres-palos" de Saint Nazaire, el Marie-Joseph, había encallado, una noche de huracán en las arenas de la isla de Ré.
La tempestad había arrojado tan lejos aquel na­vío, escribía el armador, que había sido imposible volverlo a flotar, y habían tenido que sacar a toda prisa todo lo que podía ser separado del casco. Tenía yo que comprobar el estado del naufragio, juzgar si ha­bían sido hechos todos los esfuerzos para ponerlo de nuevo a flote. Iba como agente de la Compañía, para dar testimonio en contra, si era necesario, durante el proceso.
Al recibir mi informe, el director tendría que to­mar las medidas que él juzgara convenientes para salvaguardar nuestros intereses.
El capitán del Jean-Guiton conocía perfectamente el asunto, por haber sido llamado con su barco a tomar parte en las tentativas de salvamento.
Me contó el siniestro, muy sencillo, por lo demás; el Marie-Joseph, empujado por el viento furioso, perdido en la noche, navegando a la deriva en un mar de espuma -"un mar de natillas", -decía el ca­pitán- había ido a estrellarse contra los inmensos bancos de arena que hacen de aquellas costas unos ¡limitados Saharas a las horas de bajamar.
Mientras hablábamos, yo miraba en derredor. Entre el océano y el cielo abrumador quedaba un espacio libre por el que se podía ver a lo lejos. Cos­teábamos una tierra. Pregunté:
-¿Es esta la isla de Ré?
-Sí, señor.
Y de pronto el capitán, señalando con la mano hacia adelante, me mostró en plena mar una cosa casi imperceptible, y me dijo­
-Ahí tiene usted su barco.
-¿El Marie-Joseph?
-El mismo.
Me quedé estupefacto. Aquel punto negro, casi invisible, que yo habría tomado por un escollo, me parecía estar por lo menos a tres kilómetros de la costa. Añadí:
-Pero, capitán: debe haber cien brazas de agua en el sitio que usted rne indica.
El capitán se echó a reír.
-¡Cien brazas, amigo mío!...
Ni dos, se lo aseguro a usted.
Era un bordelés. Continuó:
-Estamos con marea alta a las nueve y cuaren­ta minutos. Váyase usted por la playa, después del almuerzo, en el Hotel del Delfín, y le aseguro que a las dos y cincuenta o a las tres, llegará usted al buque náufrago, a pie enjuto. Y podrá usted estar allí una hora cuarenta y cinco, o dos horas, a lo más. Des­pués se quedará pillado, amigo mío. Es rasa como una chinche esta costa. Vuelva a emprender cami­no a las cuatro y cincuenta, créame; y a las siete, retorne al Jean-Guiton, que lo dejará sobre el mismo muelle de la Rochela.
Di las gracias al capitán y fuí a sentarme a proa, para mirar el pueblecillo de Saint-Martin, al que nos acercábamos rápidarnente. Se parecía a todos los puertos en miniatura que sirven de capitales a las minúsculas islas diseminadas a lo largo de los con­tinentes. Aldea grande de pescadores, con un pie en el agua y otro en tierra, que vive del pescado y de las aves de corral, de las legumbres y los mariscos, de rábanos y de almejas. La isla es baja, poco cultiva­da, y sin embargo, muy poblada, según dicen. Pero yo no llegué al interior.
Después de almorzar, subí a un pequeño promon­torio; luego, al ver que el mar bajaba rápidamente, me fuí por la arena hacia una especie de roca ne­gra que veía sobre el agua, allá lejos, lejos. Iba de prisa por aquella llanura amarilla, elástica como car­ne, que parecía sudar bajo mi pie. El mar estaba allí hacía poco rato, pero ahora lo veía lejos, cada vez más lejos, hasta perderse de vista, huyendo y no po­día distinguir la línea que separaba la arena de las aguas. Me parecía presenciar una fantasía gigantes­ca y sobrenatural. El Atlántico había estado junto a mí, un poco antes, y ahora desapa-recía en la arena como una decoración por el escotillón de un teatro; y ahora iba caminando por un desierto. Sólo per­manecían en mí la sensación, el hálito del agua salada. Sentía el olor a ovas, a espuma, el fuerte y grato olor de las costas. Andaba a prisa; no tenía frío; miraba el barco encallado, que crecía a medida que yo avanzaba, y que ahora parecía una enorme ballena, varada.
Parecía salir del suelo y adquiría, sobre aquella inmensa extensión plana y amarilla, unas proporcio­nes sorprendentes. Llegué junto a el después de una hora de marcha. Yacía sobre un costado, roto, mostrando como las costillas de un animal, sus hue­sos quebrados, sus huesos de madera embreada, atra­vesados por enormes clavos. La arena le había inva­dido ya, penetrando por todas sus hendiduras, y lo dominaba, lo poseía, no le dejaría nunca más. Parecía haber arraigado en él. La proa había entrado pro­fundamente en aquella playa suave y pérfida, en tanto que la popa, levantada, parecía echar al cielo, como un grito desesperado, las dos palabras blancas sobre la borda negra: Marie-Joseph.
Escalé aquel cadáver de navío por el lado, más ba­jo; llegado al puente, pasé al interior. La luz, que en­traba por las lucernas descuajadas y por las he­ridas de los flancos, iluminaba tristemente aquellas bodegas largas y sombrías, llenas de leños derrum­bados. Por doquiera se veía la arena que servía de suelo a aquel subterráneo de tablas.
Me puse a tomar notas sobre el estado del barco. Me había sentado sobre un barril vacío y destroza­do, y escribía a la lumbre de una ancha hendidura, por la que podía ver la extensión ilimitada del are­nal. Un extraño tiritón de frío y de soledad me corría por la piel de tiempo en tiempo; y a veces dejaba de escribir para escuchar el ruido vago y misterioso del naufragio: ruido de cangrejos que rascaban las ma­deras con sus tenazas ganchudas, ruido de miles de animalillos marinos, establecidos ya sobre aquel muerto, y también el ruido dulce y regular de la car­coma que roe sin descanso, con su chirriar de barre­na, todas las viejas armazones, devorándolas.
Y de súbito oí voces humanas muy cerca de mí. Salté, como ante una aparición. Creí, de verdad, du­rante un momento, que dos ahogados iban a levan­tarse para contarme su muerte. Y por cierto que no perdí tiempo para subir a cubierta, a fuerza de manos y pies. Y vi, por el lado de proa, un alto señor con tres muchachas, o mejor dicho, un inglés con tres misses. Seguramente que ellos sintieron más miedo que yo al verme surgir del antro abandonado, tan rápidamente, La más joven de las muchachas salió corriendo. Las otras dos se agarraron a su padre.
En cuanto a él, se quedó boquiabierto: fué la única señal que dejó ver su emoción.
Al cabo de pocos segundos, habló:
-¿Es usted, señor, el propietario de esta embar­cación?
-Sí, señor.
-¿Y puedo visitarla?
-Sí, señor.
Pronunció entonces una larga frase inglesa en la que yo distinguí sólo esta palabra, repetida varias veces: gracious.
Y como él buscara un lugar para subir, le indiqué el mejor, tendiéndole la mano; luego ayudamos a las tres muchachillas, ya tranquilizadas. Eran encan­tadoras, sobre todo la mayor, una rubita de diecho­cho años, fresca como una flor, y tan fina, tan deli­cada... Hablaba francés un poco mejor que su pa­dre y nos sirvió de intérprete. Tuve que contar el naufragio hasta en sus menores detalles, que inven­té como si hubiera asistido a la catástrofe. Luego to­da la familia bajó al interior del casco. Apenas pene­traron en aquella oscura galería, lanzaron gritos de extrañeza y admiración; y de pronto el padre y las tres hijas mostraron en sus manos álbumes que sin duda habían estado hasta entonces ocultos en sus imperm-meables, y comenzaron a la vez cuatro croquis de aquel lugar triste y extraño.
Se habían sentado, juntos, sobre un madero sa­liente, y los cuatro álbumes, sobre las ocho rodillas, se iban cubriendo de cortas líneas negras que debían representar el vientre abierto del Marie-Joseph.
Mientras trabajaban, la mayor charlaba conmigo, seguía yo inspeccionando el esqueleto del navío.
Supe que pasaban el invierno en Biarritz, y que ha­bían venido expresamente a la isla de Ré para con­templar el barco náufrago. Ninguno de ellos tenían la seriedad inglesa; eran simplemente unos simpáti­cos alocados, de esos eternos errantes con que In­glaterra cubre el mundo. El padre, largo, seco, la ro­ja cara encuadrada por blancas patillas como un ver­dadero sandwich viviente, una lonja de jamón cor­tada en forma de cabeza humana entre dos cojine­tes de pelos; las hijas, muy largas de piernas, como jóvenes zancudas en crecimiento, algo secas tam­bién, excepto la mayor, y muy, monas las tres, pero sobre todo la más grande.
Tenía una manera tan rara de hablar, de contar, de reír, de entender y de no entender, de levantar los ojos para interrogarme con la mirada, unos ojos azules como agua profunda; de suspender su traba­jo para adivinar, de retornar a su dibujo y decir yes o no, que me hubiera pasado un tiempo indefinido oyéndola y mirándola.
De pronto murmuró:
-Me parece oír un movimiento en el barco.
Escuché y advertí también un ruido ligero, raro, continuado. ¿Qué era? Me levanté para ir a mirar por la hendidura, y lancé un grito. ¡El mar había llegado hasta nosotros y empezaba a rodearnos!
Subimos inmediatamente a cubierta. Era dema­siado tarde. El agua nos ceñía y corría hacia la costa con una prodigiosa velocidad. No, no corría; resba­laba, ascendía. Se alargaba como una mancha des­mesurada. Escasos centímetros de agua cubrían la arena, pero ya no se veía la línea fugitiva de la onda imperceptible.
El inglés quiso precipitarse, pero le retuve. La huída era imposible a causa de los charcos profun­dos que habíamos tenido que bordear a la venida, y en los que caeríamos al regreso.
Fue un rninuto de liorrible, angustia para todos nosotros. Luego, la inglesita sonrió y murmuró:
--Nosotros somos ahora los náufragos.
Traté de reír, pero el miedo me dominaba, un mie­do bajo, disimulado, feo; todos los peligros que corría­mos se me aparecieron al mismo tiempo. Tenía ga­nas de gritar: "¡Socorro!" Pero, ¿a quién?
Las dos inglesas más pequeñas se estrechaban con­tra su padre, que miraba consternado el mar desme­surado en nuestro derredor. Y la noche caía tan rá­pida como el océano se alzaba, una noche húmeda, pesada fría.
Dije:
-No nos queda otra cosa que permanecer en el barco.
El inglés respondió:
-Oh, yes!
Y allí permanecimos un cuarto de hora, media hóra, no sé, en verdad, cuánto tiempo, mirando en torno de nosotros aquella agua amarillenta que se espesaba, se revolvía, parecía hervir, jugar sobre la inmensa planicie reconquistada.
Una de las chicas sintió frío, y se nos ocurrió ba­jar, para ponernos al abrigo contra la brisa ligera, pero helada, que nos entumía.
Me incliné sobre la abertura. El barco estaba lle­no de agua. Tuvimos que acurrucarnos contra la obra de popa, que nos protegía un poco.
Ahora nos cercaban las tinieblas, y estábamos unos apretados contra otros, rodeados de oscuridad y de agua. Sentí temblar contra mi hombro, el hombro de la inglesita, a quien le castañeteaban los dientes. Pero también sentí el suave calor de aquel cuerpo a través de la ropa, y este calor era para mí delicioso como un beso. No hablábamos. Estábamos inmó­viles, mudos, amontonados como animales en una zanja para protegerse del huracán. Sin embargo, a pesar de todo, a pesar de la noche, a pesar del peli­gro creciente y amenazador, empezaba a sentirme feliz de estar allí, feliz con el frío y el peligro, feliz con aquellas horas de oscuridad y de angustia que iba a pasar sobre aquellas tablas, tan cerca de aquella muchachilla preciosa.
Me preguntaba a mí mismo por qué me invadía aquella sensación de alegría y de bienestar...
¿Por qué? ¿Quién sabe? ¿Porque ella estaba allí? ¿Y quién era ella? ¿Una inglesita desconocida? Yo no la amaba, no la conocía, y me sentía enternecido, conquistado. Hubiera querido salvarla, perderme por ella, mil locuras. ¡Extraña cosa! ¿Cómo puede ser que la presencia de una mujer nos transtorne de ese modo? ¿Es el poder de su gracia lo que nos en­vuelve? ¿La seducción de la belleza y de la juventud que nos embriaga como un vino?
O tal vez es una especie de toque del amar, del misterioso amor que sin cesar trata de unir a los se­res, que intenta lucir su poder desde el momento en que ha puesto frente a frente al hombre y la rnujer, y que nos llena de emoción, de una emoción confusa, secreta, profunda, como se riega la tierra para hacer quc broten flores de ella.
Pero el silencio de las tinieblas se iba haciendo es­pantoso, el silencio del cielo, pues oíamos en nuestro derredor, vagamente, un rumor ligero, infinito, el rumor del mar sordo que subía y los choquidos de la corriente contra el navío.
De súbito oí sollozar. La más pequeña de las in­glesas lloraba. Su padre trató de consolarla, y em­pezaron a hablar en su idioma, que yo no entendía. Supuse que la tranquilizaba, pero que no lograba quitarle el miedo.
Pregunté a mi -vecina:
-¿Tiene usted mucho frío, miss?
-Sí, tengo frío mucho, -respondió.
Quise darle mi abrigo, ella rehusó, pero la envolví a pesar suyo. En la breve lucha encontré su mano, que me hizo sentir un encantador escalofrío por todo el cuerpo.
Desde hacía unos minutos, el viento aumentaba y el chapoteo del agua contra el casco arreciaba. Me puse de pie; y un fuerte viento me dio en el rostro. ¡El viento empezaba a levantarse!
El inglés se dió cuenta al mismo tiempo que yo y dijo sencillamente:
-Malo para nosotros, este...
Por cierto que era malo. Era la muerte segura si las olas, aun débiles, atacaban y sacudían el barco, tan resquebrajado que el primer golpe un poco duro se lo llevaría rodando,
Creció nuestra angustia de segundo en segundo, con las rachas cada vez más fuertes. Ahora el mar rom­pía un poco y yo podía ver en la oscuridad, líneas blancas que aparecían y desaparecían, líneas de espuma; cada ola que chocaba contra el esqueleto del Marie-Joseph lo agitaba con un corto temblor que llegaba hasta nuestros corazones.        
La inglesa temblaba. La sentía tiritar contra mí, y sentía unas ganas locas de rodearla con mis brazos.
 Allá, ante nosotros a derecha, a izquierda, detrás de nosotros, brillaban los faros en las costas, faros blancos, amarillos, rojos, giratorios, semejantes a enormes ojos, a ojos de gigantes que nos miraban, nos espiaban, y esperaban ávidamente a que des­ aparecié-ramos. Uno de ellos me irritaba particu­larmente. Se extinguía cada treinta segundos, para volver a iluminarme en seguida: aquél era un ojo, en verdad, que bajaba su párpado sobre su mirada de fuego.
De vez en vez, el inglés encendía una cerilla para mirar la hora. Luego volvía a poner el reloj en su bol­sillo. De repente me dijo, por encima de las cabezas de sus hijas, con soberana seriedad y entereza:                              
-Le deseo un feliz año nuevo, señor.           
Era la media noche. Le tendí mi mano, que él estrechó. Luego pronunció una frase en Inglés, y las tres hijas empezaron a cantar el God save the King, que ascendió por el aire negro mudo y se evaporó a través del espacio.  
Primero sentí ganas de reír: luego me invadió una emoción extraña y poderosa.
Tenia algo de siniestro y soberbio aquel canto de náufragos, de condena-dos, algo como una oración y también algo comparable al antiguo y sublime Ave Caesar, morituri te salutant.
Cuando terminaron, pedí a mi vecina que canta­ra ella sola una balada, una leyenda, lo que ella qui­siera, para hacernos olvidar nuestras angustias. Ac­cedió, y pronto una voz clara y juvenil se alzó en la noche. Cantaba, sin duda, una cosa triste, pues las notas se arrastraban largo tiempo, salían lentamen­te de su boca, revoloteaban como pájaros heridos sobre las ondas.
Crecía el mar golpeando nuestro navío. Yo no pensaba sino en aquella voz. Y también            pensaba en las sirenas. Si hubiera pasado una barca cerca de nosotros, ¿qué habrían dicho los marineros? Mi es­píritu atormentado se extraviaba en el ensueño. ¿No era en realidad una sirena, aquella hija del mar que me había retenido sobre sobre aquel navío roído que, muy pronto, iba a hundirse conmigo en las ondas?
De pronto rodamos los cinco por cubierta, pues el barco se había inclinado sobre el costado derecho. La inglesa había caído sobre mí, yo la tomé en mis brazos y, locamente, sin comprender, sin saber na­da, creyendo llegado mi último instante, la besé en la mejilla, en la frente, en la cabellera. El barco no se movió más. Nosotros tampoco.
El padre dijo: -¡Kate! La que yo tenía repondió: -Yes, hizo un movimiento para soltarse. En aquel momento yo habría querido que el barco se abriera en dos para caer con ella al agua.
El inglés añadió:
-Un pequeño golpe, nada más. Quería saber si mis tres hijas estaban.
¡Como no veía a la mayor, la había creído perdi­da por un momento!
Me levanté lentamente, y de pronto vi una luz sobre el mar, muy cerca de nosotros. Grité. Respon­dieron. Era una barca que nos buscaba. El dueño del hotel había tenido en cuenta nuestra imprudencia.
¡Estábámos a salvo! ¡Me sentí desolado! Nos lle­varon en la barca hasta Saint-Martin.
Ahora el inglés se frotaba las manos y decía:
-¡Una buena cena.... una buena cena!
Sí, cenamos espléndidamente. Pero yo no estuve alegre; echaba de menos al Marie-Joseph.
Tuvimos que separarnos, al día siguiente, después de muchos abrazos y promesas de escribirnos. Ellos par­tieron para Biarritz; poco faltó para que yo le siguiera.
Estaba como loco. Estuve a punto de pedir a aquella muchacha que se casara conmigo. Y si hu­biéramos pasado ocho días juntos, seguro que me hubiera casado con ella. ¡Qué débil e incomprensi­ble es a veces el hombre!
Pasaron dos años sin que oyera hablar de ellos. Luego recibí una carta de Nueva York. Ella me de­cía que se había casado. Y desde entonces, nos escri­bimos todos los años, el primero de enero. Ella me cuenta, su vida, me habla de sus hijos, de sus her­manas, pero nunca de su marido. ¿Por qué? Y yo no le hablo sino del Marie-Joseph...Tal vez es la úni­ca mujer que he amado. No: que habría amado... Bueno, ¿quién sabe?... Los acontecimientos nos arrastran, y luego... luego, todo pasa... Ella debe ser vieja, ahora... No la reconocería... ¡Ah; aque­lla de antaño, la del Marie-Joseph... qué criatura... divina!... Me escribe que sus cabellos están blan­cos, completamente blancos... ¡Dios mío!... Esto me da una pena horrible. Sus rubios cabellos... No, la mía ya no existe... Qué triste es todo esto!

1.042. Maupassant (Guy de) - 052




[1] Goubin, Bories, Raoulx y Pomier, suboficiales de un regi­miento de infantería acantonado en la Rochela, pertenecían a los "carbonarios" y propagaban sus ideas entre los soldados. Fueron denunciados por un agente provocador y decapitados en París en 1822. Por la dureza del proceso, por la gallardía de los acusados ante el tribunal y la muerte, y por lo seductor de sus ideas en las masas revolucionarias de aquel tiempo, los cuatro sargentos de la Rochela pasaron a ser un símbolo libertario. (N. del T.)
[2] El dique fué construido por Richelieu, al sitiar la Rochela para terminar con las discordias políticas y religiosas. El alcalde de la ciudad, Jean Guiton (cuyo nombre lleva el barco del cuen­to) animó a la resistencia, que duró más de un año, pereciendo de hambre muchos ciudadanos que no pudieron recibirlos víve­res y armas que la escuadra inglesa, en dos intentos, trató de lle­varles, sin conseguir vencer el dique a cuyas ruinas se refiere el autor. (N. del T.)

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