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lunes, 20 de octubre de 2014

Dos amigos

Paris estaba sitiado y hambriento. Cada vez esca­seaban más los gorriones en los tejados, y las alcan­tarillas se despoblaban. Se comía lo que se presenta­ba.
Mientras se paseaba tristemente una clara maña­na de invierno por el bulevar de cintura, con las ma­nos en los bolsillos de su pantalón de uniforme y la barriga vacía, el señor Morissot, relojero de oficio, y "pantouflard", de ocasión se detuvo ante un colega al que reconoció como amigo. Era el señor Sauvage, un conocimiento hecho a orillas del agua.
Todos los domingos, antes de la guerra, Morissot partía al amanecer, con una caña de bambú en la mano y una caja de metal a la espalda. Tomaba el tren de Argenteuil, bajaba en Colombes y seguía a pie hasta la isla Marante. Apenas llegado a este lugar de ensueños, se ponía a pescar, y pescaba hasta que era de noche.
Cada domingo se encontraba allí con un hombre­cillo repleto y jovial, el señor Sauvage, mercero de la calle de Notre-Dame de Lorette, otro pescador faná­tico. A veces pasaban medio día lado a lado, caña en mano y los pies colgando sobre la corriente y se ha­bían hecho amigos.
Ciertos días ni hablaban. A veces charlaban; pero se entendían admirablemente sin decir palabra, pues tenían gustos parecidos y sensaciones idénticas.
En primavera, por la mañana, a eso de las diez, cuando el sol rejuvenecido hacía flotar sobre el río tranquilo esa pequeña boya que corre con el agua y arrojaba sobre las espaldas de los entusiastas pesca­dores un grato calor de nueva estación, Morissot de­cía a veces a su vecino: "¿Eh? ¡Qué agrado!", y el señor Sauvage respondía: "No conozco nada mejor". Y esto les bastaba para comprenderse y estimarse.
En otoño, al caer la tarde, cuando el cielo ensan­grentado por la puesta de sol echaba al agua figuras de nubes escarlatas, empurpuraba el río entero, infla­maba el horizonte, ponía un rojo de fuego entre los dos amigos, y doraba los árboles ya enrojecidos, tem­blorosos, con un escalofrío de invierno, el señor Sau­vage miraba sonriente a Morissot y decía: "¡Qué es­pectáculo!" Y Morissot, maravillado, respondía sin apartar los ojos de su lienza: "Aquí se está mejor que en el bulevar, ¿no?"
Apenas sé reconocieron, sé estrecharon las marnos enérgicamente, emocionados por encontrarse en cir­cunstancias tan diferente. El señor Sauvage, lan­zando un suspiro, murmuró: "¡Qué cosas están pa­sando!" Morissot, muy, sombrío, gimió: "¡Y qué tiempecito! ¡Hoy es el primer día hermoso del año!"
Efectivamente, el cielo estaba lleno de luz,
Echaron a andar juntos, pensativos y tristes. Mo­rissot dijo:
-¿Y la pesca, eh? ¡Qué buen recuerdo!
Y el señor Sauvage.
-¿Cuándo volveremos a pescar?
Entraron a un cafetín y bebieron unos ajenjos; luego siguieron paseando por las aceras. Morissot se detuvo de pronto: -¿Otro ajenjo? El señor Sauvage aceptó:
-A su disposición. Y entraron a una taberna.
Al salir, estaban bastante aturdidos, como gente en ayunas, y con el estómago lleno de alcohol. El tiem­po era grato. Una brisa acariciante les cosquilleaba en la cara.
Sauvage, a quien el aire tibio acabó por alpistelar, se detuvo:
-¿Y si fuéramos allá?
-¿A dónde?
-A pescar, hombre
-Pero, ¿a dónde?
-Pues a nuestra isla. Las. avanzadas francesas están junto a Colombes. Yo conozco al coronel Du­moulin; nos dejarán pasar sin dificultad.
Morissot temblaba de deseo:
-Dicho y hecho.
Se separaron para ir en busca de sus aparejos.
Una hora después, caminaban juntos por la carre­tera. Llegaron a la villa que habitaba el coronel, que sonrió ante la petición y consintió en el capricho. Se pusieron en marcha, provistos de un salvo-conducto.
Pronto pasaron las avanzadas, atravesaron Co­lombes abandonado, y se hallaron junto a unas vi­fías que bajan hacia el Sena. Era alrededor de las once.
Enfrente, la aldea de Argenteuil parecía muerta. Las alturas de Orgemont y de Sannois dominaban todo el panorama. La gran llanura que va hasta Nanterre estaba vacía, completamente desierta, con sus cerezos desnudos y su tierra gris.
El señor Sauvage, señalando con el dedo las altu­ras, murmuró:
-Allí arriba están los prusianos.
Y una inquietud paralizó a los dos amigos ante aquel paisaje desierto.
¡Los prusianos! Nunca los habían visto, pero los sentían allá desde meses atrás, en torno de París, arruinando a Francia, saqueando, matando, ham­breando, invisibles y poderosos. Y una especie de supersticioso terror se añadió al odio que sentían por aquel pueblo desconocido y victorioso.
Morissot balbuceó, bromeando:
-Bueno ¿y si fuéramos a buscarlos?
Sauvage respondió con su picardía parisiense, que reaparecía por encima de todo:
-Les ofreceríamos pescado frito.
Titubeabanen aventurarse por el campo, intimi­dados por el silencio que ceñía el horizonte.
Por fin, el señor Sauvage se decidió:
-Vamos en marcha, pero con precaución. Bajaron por un viñedo, agazapados, arrastrándose, aprovechando los matorrales para ocultarse, inquie­ta la mirada, aguzado, el oído.
Quedaba por atravesar una banda de tierra des­nuda, antes de llegar al río. Ambos echaron a correr; y cuando llegaron a la orilla, se acurrucaron entre las cañas secas.
Morissot puso la oreja en tierra para escuchar sí alguien andaba por las cercanías. No oyó nada. Es­taban solos, perfectamente solos...
Se pusieron a pescar.
Frente a ellos, la isla Marante abandonada les ocultaba la otra ribera. La casita del restaurante es­taba cerrada y parecía desamparada desde hacía años.
El señor Sauvage atrapó el primer gobio. Morissot pescó el segundo; y de tiempo en tiempo alzaban sus aparejos, con un animalillo plateado temblando en la punta de la lienza. Una verdadera pesca milagro­sa. Metían cuidadosa-mente los pescados en una rede­cilla de apretadas mallas, y una alegría deliciosa les llenaba; esa alegría que nos domina cuando se vuelve a encontrar un placer preferido y abandonado desde mucho tiempo.
El buen sol les deslizaba su calor por las espaldas no oían nada; no pensaban en nada: ignoraban el resto del mundo; pescaban.
Pero de súbito un ruido sordo que parecía venir de bajo la tierra, hizo temblar el suelo. El cañón volvía a tronar.
Morissot volvió la cabeza y, por encima del cerco, allá a la izquierda, vio la gran silueta del Mont-Va­lerien que ostenraba un plumero blanco, un cañonazo de pólvora que acababa de escupir. Y en seguida, un nuevo surtidor de humo partió de lo alto de la for­taleza; pocos instantes después, rugió otra detona­ción.
Otras siguieron, y de momento en momento, la montaña echaba su hálito de muerte, soplaba sus vapores lechosos que se alzaban lentamente al cie­lo tranquilo, formando una nube sobre ella.
El señor Sauvage se encogió de hombros y dijo­
-Ya empiezan.
Morissot, que miraba ansiosamente hundirse vez tras vez la pluma de su flotador, fue atrapado de pronto por la cólera del hombre tranquilo contra aquellos violentos que peleaban, y gruñó:
-Hay que ser muy estúpidos para matarse de ese modo.
El señor Sauvage añadió:
-Peor que los animales­
Y Morissot, que acababa de atrapar una breca, declaró:
-Y pensar que esto seguirá en tanto que haya gobiernos en el mundo.
Sauvage le interrumpió:
-La República no habría declarado la guerra...
Y Morissot:
-Con los reyes, se tiene guerra afue­ra. Con la República, se tiene guerra dentro,
Y tranquilamente se pusieron a discutir, resol­viendo los grandes problemas políticos con una ra­zón sana de hombres buenos y limitados, estando de acuerdo sobre este punto: que nunca se llegaría a ser libre. Y el Mont-Valerien tronaba sin descanso, de­rrumbando a cañonazos casasfrancesas, rompiendo caminos, destrozando seres, aniquilando ensueños, alegrías esperadas, dichas anheladas, abriendo en los corazones de las mujeres, en los corazones de las hi­jas, de las madres, allá en otras regiones, sufrimien­tos que no terminarían.
-Así es la vida -afirmó el señor Sauvage.
-Más vale decir que así es la muerte, -comentó riendo el señor Morissot.
Pero ambos se estremecieron, despavoridos, al sentir claramente que alguien andaba tras ellos; y habiendo vuelto la cara, vieron de pie, a espaldas de ellos, cuatro hombres armados y barbudos, vestidos como criados de librea, con unas gorras de plato, apuntándoles con sus fusiles.
Las dos cañas cayeron de las manos y empezaron a alejarse con la corriente.
En pocos segundos, fueron apresados, metidos en una barca y conducidos a una isla.
Y detrás de la casa que habían creído abandona­da, vieron un grupo de veinte soldados alemanes.
Una especie de gigante velludo, que fumaba, des­patarrado en una butaca, una gran pipa de porcela­na, les preguntó en excelente francés:
-Que tal señores. ¿Buena pesca?
Entonces un soldado puso a los pies del oficial la red llena de pescados, que había llevado consigo cui­dadosamente. El prusiano sonrió:
-¡Ah! Veo que no iba mal la pesca. Pero se trata de otra cosa. Escúchenme y no se inquieten. Para mí, ustedes son dos espías enviados para observarme. Les cojo y les fusilo. Hacían ustedes la comedia de que estaban pescando, para disimular sus proyectos.
Han caído ustedes en mis manos. Tanto peor. Es la guerra. Pero como han salido ustedes por las avan­zadas, tendrán seguramente un santo y seña para regresar. Dénmelo, y les perdono.
Los dos amigos, pálidos, juntos, agitadas las ma­nos por un ligero temblor nervioso, callaban.
El oficial continuó:
-Nadie lo sabrá jamás. En­trarán ustedes tranquilamente. El secreto desapa­recerá con ustedes. Si se niegan, es la muerte, y en seguida. Escojan.
Los dos amigos permanecían inmóviles, sin despe­gar los labios.
El prusiano, siempre calmoso, añadió tendiendo la mano hacia el río:
-Piensen que dentro de cinco minutos estarán ustedes en el fondo de esas aguas. ¡Cinco minutos! ¿Ustedes tienen familia?
Los dos pescadores seguían de pie y en silencio.
El Mont-Valerien seguía tronando.
El alemán dio órdenes en su idioma. Luego cam­bió de lugar su silla para no encontrarse demasiado cerca de los prisioneros; y doce hombres fueron a colocarse a veinte pasos, fusil en mano.
El oficial dijo:
-Aun les doy un minuto, y ni un segundo más.
Luego se levantó bruscamente, se acercó a los dos franceses, cogió a Morissot por el brazo, le llevó apar­te y le dijo en voz baja:
-Pronto: el santo y seña. Su camarada no sabrá nunca nada. Haré como que me enternecí y perdoné.
Morissot no contestó.
El prusiano se llevó entonces al señor Sauvage y le hizo la misma proposición. El señor Sauvage no respondió.
Volvieron a encontrarse uno al lado del otro.
Y el oficial dio órdenes. Los soldados levantaron sus fusiles.
Entonces la mirada de Morissot cayó, por azar, sobre la red llena de peces, que estaba sobre la hier­ba a pocos pasos de él. Y un desfallecimiento le inva­dió. A pesar de sus esfuerzos, sus ojos se llenaron de lágrimas.
Balbuceó: -Adiós, señor Sauvage.
Y Sauvage respondió: -Adiós, señor Morissot. Se estrecharon las manos, sacudidos de pies a ca­beza por invencibles temblores.
El oficial gritó: -¡Fuego!
Los doce tiros sonaron como uno solo.
El señor Sauvage cayó boca abajo. Morissot, más grande, osciló, de una vuelta sobre sí mismo, y ca­yó sobre su camarada, cara al cielo, mientras borbo­tones de sangre salían de su camisa agujereada en el pecho.
El alemán dio nuevas órdenes:
Sus hombres se dispersaron. Luego volvieron con cuerdas y piedras que ataron a los pies de los muer­tos; después los llevaron al borde del río.
El Mont-Valerien no cesaba de rugir, cubierto ahora por una montaña de humo.
Dos soldados tomaron a Morissot por la cabeza y por las piernas; otros dos al señor Sauvage, de la misma manera. Los cuerpos, balanceados fuertemen­te un momento, fueron lanzados a lo lejos, des­cribieron una curva, se hundieron de pie en el río. Las piedras hicieron que cayeran de ese modo. El agua se abrió, espumeó, tembló, luego se quedó tran­quila, mientras leves ondas iban hacia las orillas.
Flotaba un poco de sangre.
El oficial, impertérrito, dijo a media voz.
-Ahora le toca a los peces.
Luego volvió hacia la casa.
Y de pronto vio la red con los pescados, sobre la hierba. La cogió, la examinó y, sonriendo, gritó:
-¡Wilhelm!
Un soldado con delantal blanco corrió hacia él. Y el prusiano, arrojándole la pesca de los fusilados, or­denó:
-Hazme freír en seguida esos pescados, mientras aún están vivos. Será delicioso.
Y volvió a fumar su pipa.

1.042. Maupassant (Guy de) - 052

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