Paris estaba sitiado y hambriento. Cada vez escaseaban
más los gorriones en los tejados, y las alcantarillas se despoblaban. Se comía
lo que se presentaba.
Mientras se paseaba tristemente una clara mañana
de invierno por el bulevar de cintura, con las manos en los bolsillos de su
pantalón de uniforme y la barriga vacía, el señor Morissot, relojero de oficio,
y "pantouflard", de ocasión se detuvo ante un colega al que reconoció
como amigo. Era el señor Sauvage, un conocimiento hecho a orillas del agua.
Todos los domingos, antes de la guerra, Morissot
partía al amanecer, con una caña de bambú en la mano y una caja de metal a la espalda. Tomaba el
tren de Argenteuil, bajaba en Colombes y seguía a pie hasta la isla Marante. Apenas
llegado a este lugar de ensueños, se ponía a pescar, y pescaba hasta que era de
noche.
Cada domingo se encontraba allí con un hombrecillo
repleto y jovial, el señor Sauvage, mercero de la calle de Notre-Dame de
Lorette, otro pescador fanático. A veces pasaban medio día lado a lado, caña
en mano y los pies colgando sobre la corriente y se habían hecho amigos.
Ciertos días ni hablaban. A veces charlaban; pero
se entendían admirablemente sin decir palabra, pues tenían gustos parecidos y
sensaciones idénticas.
En primavera, por la mañana, a eso de las diez,
cuando el sol rejuvenecido hacía flotar sobre el río tranquilo esa pequeña boya
que corre con el agua y arrojaba sobre las espaldas de los entusiastas pescadores
un grato calor de nueva estación, Morissot decía a veces a su vecino:
"¿Eh? ¡Qué agrado!", y el señor Sauvage respondía: "No conozco
nada mejor". Y esto les bastaba para comprenderse y estimarse.
En otoño, al caer la tarde, cuando el cielo ensangrentado
por la puesta de sol echaba al agua figuras de nubes escarlatas, empurpuraba
el río entero, inflamaba el horizonte, ponía un rojo de fuego entre los dos
amigos, y doraba los árboles ya enrojecidos, temblorosos, con un escalofrío de
invierno, el señor Sauvage miraba sonriente a Morissot y decía: "¡Qué espectáculo!"
Y Morissot, maravillado, respondía sin apartar los ojos de su lienza:
"Aquí se está mejor que en el bulevar, ¿no?"
Apenas sé reconocieron, sé estrecharon las marnos
enérgicamente, emocionados por encontrarse en circunstancias tan diferente.
El señor Sauvage, lanzando un suspiro, murmuró: "¡Qué cosas están pasando!"
Morissot, muy, sombrío, gimió: "¡Y qué tiempecito! ¡Hoy es el primer día
hermoso del año!"
Efectivamente, el cielo estaba lleno de luz,
Echaron a andar juntos, pensativos y tristes. Morissot
dijo:
-¿Y la pesca, eh? ¡Qué buen recuerdo!
Y el señor Sauvage.
-¿Cuándo volveremos a pescar?
Entraron a un cafetín y bebieron unos ajenjos;
luego siguieron paseando por las aceras. Morissot se detuvo de pronto: -¿Otro ajenjo?
El señor Sauvage aceptó:
-A su disposición. Y entraron a una taberna.
Al salir, estaban bastante aturdidos, como gente
en ayunas, y con el estómago lleno de alcohol. El tiempo era grato. Una brisa
acariciante les cosquilleaba en la cara.
Sauvage, a quien el aire tibio acabó por
alpistelar, se detuvo:
-¿Y si fuéramos allá?
-¿A dónde?
-A pescar, hombre
-Pero, ¿a dónde?
-Pues a nuestra isla. Las. avanzadas francesas
están junto a Colombes. Yo conozco al coronel Dumoulin; nos dejarán pasar sin
dificultad.
Morissot temblaba de deseo:
-Dicho y hecho.
Se separaron para ir en busca de sus aparejos.
Una hora después, caminaban juntos por la carretera.
Llegaron a la villa que habitaba el coronel, que sonrió ante la petición y
consintió en el capricho. Se pusieron en marcha, provistos de un
salvo-conducto.
Pronto pasaron las avanzadas, atravesaron Colombes
abandonado, y se hallaron junto a unas vifías que bajan hacia el Sena. Era
alrededor de las once.
Enfrente, la aldea de Argenteuil parecía muerta.
Las alturas de Orgemont y de Sannois dominaban todo el panorama. La gran
llanura que va hasta Nanterre estaba vacía, completamente desierta, con sus
cerezos desnudos y su tierra gris.
El señor Sauvage, señalando con el dedo las alturas,
murmuró:
-Allí arriba están los prusianos.
Y una inquietud paralizó a los dos amigos ante
aquel paisaje desierto.
¡Los prusianos! Nunca los habían visto, pero los
sentían allá desde meses atrás, en torno de París, arruinando a Francia,
saqueando, matando, hambreando, invisibles y poderosos. Y una especie de
supersticioso terror se añadió al odio que sentían por aquel pueblo desconocido
y victorioso.
Morissot balbuceó, bromeando:
-Bueno ¿y si fuéramos a buscarlos?
Sauvage respondió con su picardía parisiense, que
reaparecía por encima de todo:
-Les ofreceríamos pescado frito.
Titubeabanen aventurarse por el campo, intimidados
por el silencio que ceñía el horizonte.
Por fin, el señor Sauvage se decidió:
-Vamos en marcha, pero con precaución. Bajaron
por un viñedo, agazapados, arrastrándose, aprovechando los matorrales para
ocultarse, inquieta la mirada, aguzado, el oído.
Quedaba por atravesar una banda de tierra desnuda,
antes de llegar al río. Ambos echaron a correr; y cuando llegaron a la orilla,
se acurrucaron entre las cañas secas.
Morissot puso la oreja en tierra para escuchar sí
alguien andaba por las cercanías. No oyó nada. Estaban solos, perfectamente
solos...
Se pusieron a pescar.
Frente a ellos, la isla Marante
abandonada les ocultaba la otra ribera. La casita del restaurante estaba
cerrada y parecía desamparada desde hacía años.
El señor Sauvage atrapó el primer gobio. Morissot
pescó el segundo; y de tiempo en tiempo alzaban sus aparejos, con un animalillo
plateado temblando en la punta de la lienza. Una verdadera pesca milagrosa. Metían
cuidadosa-mente los pescados en una redecilla de apretadas mallas, y una
alegría deliciosa les llenaba; esa alegría que nos domina cuando se vuelve a
encontrar un placer preferido y abandonado desde mucho tiempo.
El buen sol les deslizaba su calor por las
espaldas no oían nada; no pensaban en nada: ignoraban el resto del mundo;
pescaban.
Pero de súbito un ruido sordo que parecía venir
de bajo la tierra, hizo temblar el suelo. El cañón volvía a tronar.
Morissot volvió la cabeza y, por encima del
cerco, allá a la izquierda, vio la gran silueta del Mont-Valerien que
ostenraba un plumero blanco, un cañonazo de pólvora que acababa de escupir. Y
en seguida, un nuevo surtidor de humo partió de lo alto de la fortaleza; pocos
instantes después, rugió otra detonación.
Otras siguieron, y de momento en momento, la
montaña echaba su hálito de muerte, soplaba sus vapores lechosos que se alzaban
lentamente al cielo tranquilo, formando una nube sobre ella.
El señor Sauvage se encogió de hombros y dijo
-Ya empiezan.
Morissot, que miraba ansiosamente hundirse vez
tras vez la pluma de su flotador, fue atrapado de pronto por la cólera del
hombre tranquilo contra aquellos violentos que peleaban, y gruñó:
-Hay que ser muy estúpidos para matarse de ese modo.
El señor Sauvage añadió:
-Peor que los animales
Y Morissot, que acababa de atrapar una breca,
declaró:
-Y pensar que esto seguirá en tanto que haya
gobiernos en el mundo.
Sauvage le interrumpió:
-La República no habría declarado la guerra...
Y Morissot:
-Con los reyes, se tiene guerra afuera. Con la República , se tiene
guerra dentro,
Y tranquilamente se pusieron a discutir, resolviendo
los grandes problemas políticos con una razón sana de hombres buenos y
limitados, estando de acuerdo sobre este punto: que nunca se llegaría a ser
libre. Y el Mont-Valerien tronaba sin descanso, derrumbando a cañonazos
casasfrancesas, rompiendo caminos, destrozando seres, aniquilando ensueños,
alegrías esperadas, dichas anheladas, abriendo en los corazones de las mujeres,
en los corazones de las hijas, de las madres, allá en otras regiones,
sufrimientos que no terminarían.
-Así es la vida -afirmó el señor Sauvage.
-Más vale decir que así es la muerte, -comentó
riendo el señor Morissot.
Pero ambos se estremecieron, despavoridos, al
sentir claramente que alguien andaba tras ellos; y habiendo vuelto la cara,
vieron de pie, a espaldas de ellos, cuatro hombres armados y barbudos, vestidos
como criados de librea, con unas gorras de plato, apuntándoles con sus
fusiles.
Las dos cañas cayeron de las manos y empezaron a
alejarse con la corriente.
En pocos segundos, fueron apresados, metidos en
una barca y conducidos a una isla.
Y detrás de la casa que habían creído abandonada,
vieron un grupo de veinte soldados alemanes.
Una especie de gigante velludo, que fumaba, despatarrado
en una butaca, una gran pipa de porcelana, les preguntó en excelente francés:
-Que tal señores. ¿Buena pesca?
Entonces un soldado puso a los pies del oficial
la red llena de pescados, que había llevado consigo cuidadosamente. El
prusiano sonrió:
-¡Ah! Veo que no iba mal la pesca. Pero se trata
de otra cosa. Escúchenme y no se inquieten. Para mí, ustedes son dos espías
enviados para observarme. Les cojo y les fusilo. Hacían ustedes la comedia de
que estaban pescando, para disimular sus proyectos.
Han caído ustedes en mis manos. Tanto peor. Es la guerra. Pero como han
salido ustedes por las avanzadas, tendrán seguramente un santo y seña para
regresar. Dénmelo, y les perdono.
Los dos amigos, pálidos, juntos, agitadas las manos
por un ligero temblor nervioso, callaban.
El oficial continuó:
-Nadie lo sabrá jamás. Entrarán ustedes
tranquilamente. El secreto desaparecerá con ustedes. Si se niegan, es la
muerte, y en seguida. Escojan.
Los dos amigos permanecían inmóviles, sin despegar
los labios.
El prusiano, siempre calmoso, añadió tendiendo la
mano hacia el río:
-Piensen que dentro de cinco minutos estarán
ustedes en el fondo de esas aguas. ¡Cinco minutos! ¿Ustedes tienen familia?
Los dos pescadores seguían de pie y en silencio.
El Mont-Valerien seguía tronando.
El alemán dio órdenes en su idioma. Luego cambió
de lugar su silla para no encontrarse demasiado cerca de los prisioneros; y
doce hombres fueron a colocarse a veinte pasos, fusil en mano.
El oficial dijo:
-Aun les doy un minuto, y ni un segundo más.
Luego se levantó bruscamente, se acercó a los dos
franceses, cogió a Morissot por el brazo, le llevó aparte y le dijo en voz
baja:
-Pronto: el santo y seña. Su camarada no sabrá
nunca nada. Haré como que me enternecí y perdoné.
Morissot no contestó.
El prusiano se llevó entonces al señor Sauvage y
le hizo la misma proposición. El señor Sauvage no respondió.
Volvieron a encontrarse uno al lado del otro.
Y el oficial dio órdenes. Los soldados levantaron
sus fusiles.
Entonces la mirada de Morissot cayó, por azar,
sobre la red llena de peces, que estaba sobre la hierba a pocos pasos de él. Y
un desfallecimiento le invadió. A pesar de sus esfuerzos, sus ojos se llenaron
de lágrimas.
Balbuceó: -Adiós, señor Sauvage.
Y Sauvage respondió: -Adiós, señor Morissot. Se
estrecharon las manos, sacudidos de pies a cabeza por invencibles temblores.
El oficial gritó: -¡Fuego!
Los doce tiros sonaron como uno solo.
El señor Sauvage cayó boca abajo. Morissot, más
grande, osciló, de una vuelta sobre sí mismo, y cayó sobre su camarada, cara
al cielo, mientras borbotones de sangre salían de su camisa agujereada en el
pecho.
El alemán dio nuevas órdenes:
Sus hombres se dispersaron. Luego volvieron con
cuerdas y piedras que ataron a los pies de los muertos; después los llevaron
al borde del río.
El Mont-Valerien no cesaba de rugir, cubierto
ahora por una montaña de humo.
Dos soldados tomaron a Morissot por la cabeza y
por las piernas; otros dos al señor Sauvage, de la misma manera. Los cuerpos,
balanceados fuertemente un momento, fueron lanzados a lo lejos, describieron
una curva, se hundieron de pie en el río. Las piedras hicieron que cayeran de
ese modo. El agua se abrió, espumeó, tembló, luego se quedó tranquila, mientras
leves ondas iban hacia las orillas.
Flotaba un poco de sangre.
El oficial, impertérrito, dijo a media voz.
-Ahora le toca a los peces.
Luego volvió hacia la casa.
Y de pronto vio la red con los pescados, sobre la hierba. La cogió, la
examinó y, sonriendo, gritó:
-¡Wilhelm!
Un soldado con delantal blanco corrió hacia él. Y
el prusiano, arrojándole la pesca de los fusilados, ordenó:
-Hazme freír en seguida esos pescados, mientras
aún están vivos. Será delicioso.
Y volvió a fumar su pipa.
1.042. Maupassant (Guy de) - 052
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