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lunes, 20 de octubre de 2014

En el agua

El verano pasado alquilé una casa de campo a ori­llas del Sena; a escasas leguas de París. Allá me iba a dormir todas las noches. Al cabo de pocos días, trabé conocimiento con uno de mis vecinos, hombre de treinta a cuarenta años, que era el más curioso tipo con que jamás me haya encontrado. Era un viejo barquero, pero un barquero empedernido, siem­pre junto al agua, siempre sobre el agua, siempre en el agua. Debía de haber nacido en una lancha, y se­guramente que morirá en su última remada.
Una tarde que nos paseábamos junto al Sena, le pedí que me contara algunas anécdotas de su vida náutica. Y he aquí que el buen hombre se anima in­mediatamente, se transfigura, se torna elocuente, casi poeta. Tenía en el alma una gran pasión, una pasión devoradora, irresistible: el río.
-¡Ah! -me dijo- ¡Cuántos recuerdos tengo de este río que ve usted ahí, deslizándose junto a noso­tros! Ustedes, los habitantes de las calles, no saben lo que es el río. Pero oiga usted, a un pescador pro­nunciar esa palabra. Para él, se trata de lo miste­rioso, de lo profundo y desconocido, del país de los espejismos y las fantasmagorías, en el quc se ven, de noche, cosas que no existen, donde se oyen ruidos que no se conocen y se tiembla sin saber por qué, co­mo al atravesar un cementerio: y este es el más si­niestro de los cementerios, un cementerio donde no hay tumbas.
Para el pescador, la tierra está limitada, y en la oscuridad, cuando no hay luna, el río es ¡limitado. Un marino no siente lo mismo por el mar. El mar suele ser duro y maligno, es verdad, pero grita, aúlla, es leal el mar grande; en tanto que el río es silen­cioso cioso y pérfido; no gruñe, se desliza constantemente sin ruido y ese movimiento eterno del agua que co­rre es pára mí más aterrorizante que las grandes olas del mar.
Los soñadores dicen que el mar oculta en su seno inmensas regiones azules, en las que los ahogados ruedan entre grandes peces, en medio de extraños bosques y grandes grutas de cristal. El río no tiene sino profundidades negras, en las que los ahogados se pudren sobre el légamo. Sin embargo, el río es be­llo cuando brilla al sol levante y azota suavemente las riberas cubiertas de cañas murmuradoras.
El poeta ha dicho, hablando del océano:

O flots, que vous savez de lugubres histoires!
Flots profonds, redoutés des méres a genoux,
Vous vous les racontez en naoratant les marées
El c'est ce qui vous fait, ces voix désesperées
Que vous avez, le soir, quund vous venez sur nous[1].

Bueno, pues yo creo que las historias musitadas por las débiles cañas con sus dulces vocecillas, de­ben ser aún más siniestras que los dramas lúgubres que cuentan los aullidos de las olas.
Y ya que me pide usted algunos de mis recuerdos voy a contarle una extraña aventura que me sucedio aquí mismo, hará unos doce años.
Vivía yo, como ahora, en casa de la señora Lafon, y uno de mis mejores amigos, Luis Bernet, que ya ha renunciado al remo y a sus pompas, y se las ha compuesto para entrar en el Consejo de Estado, vivía en la aldea de C..., dos leguas más allá. Todos los días comíamos juntos, unas veces en su casa, otras en la mía.
Una noche que yo volvía, solo y muy cansado, llevando penosa-mente mi barca, un ocean de doce pies, de la que me servía siempre de noche, me de­tuve unos segundos para recobrar aliento junto a la Punta de las cañas, allá, a unos doscientos metros del puente del ferrocarril. Hacía un tiempo magní­fico. La luna resplandecía, brillaba el río y el aire era tranquilo y dulce. Aquella serenidad me tentó y me dije que sería bueno fumarse una pipa en aquel sitio. Pensado y hecho: cogí el ancla y la eché al agua.
El barco, que bajaba con la corriente, estiró su ca­dena hasta el extremo y luego se detuvo, me senté a popa sobre mi pellico tan cómodamente como me fue posible. No se oía nada, nada; sólo a veces creía oír un chasquido casi imperceptible del agua contra la orilla, y veía grupos de cañas un poco más altos, que adquirían figuras sorprendentes y parecían por mo­mentos agitarse.
El río estaba perfectamente tranquilo, pero me sentí conmovido por el extraordinario silencio que me rodeaba. Todos los animalillos, ranas o sapos, esos cantores nocturnos de los charcos, se callaban. De pronto, muy cerca de mí, a la derecha, oí el croar de una rana. Di un repullo; la rana se calló; rxo oí nada más y decidí fumar un poco para distraerme. Sin embargo, a pesar de que soy un fumador de pri­mera clase, no conseguí fumar; a la segunda calada el corazón empezó a darme vueltas, y dejé la pipa. Me puse a canturrear; el sonido de mi voz me era desa­ágradable, Entonces me tendí en el fondo de la bar­ca y me puse a mirar el cielo. Por un rato permane­cí tranquilo, pero muy pronto unos ligeros movíimientos de la barca me inquietaron. Me pareció que daba vaivenes gigantescos, tocando sucesivamente las dos orillas del ríu; luego creí que un ser o una fuerza invisible la atraía suavemente hacia el fondo y la levantaba en seguida para dejarla caer otra vez. Me sentía como rodeado por una tempestad; oía ruidos en mi derredor; me levanté de un salto; el agua brillaba; todo estaba tranquilo.
Comprendí que mis nervios estaban un poco des­concertados y me dispuse a seguir navegando. Tiré de la cadena del ancla; la barca se puso en movimien­to; luego sentí una resistencia, tiré más fuerte, y el ancla no vino hacía mí: se había enganchado en al­go en el fondo y yo no podía levantarla; volví a tirar, pero inútilmente. Entonces, con mis remos, hice gi­rar la barca y subí para cambiar de posición el an­cla. En vano, pues no se movió. Encolerizado, sa­cudí rabiosamente la cadena. Nada se movió. Me senté desanimado y me puse a reflexionar sobre ni¡ situación. No podía pensar en romper aquella cadena ni en separarla de la embarcación, pues era enorme y agarrada a la proa por un madero más grueso que mi brazo; pero como el tiempo seguía hermo­so, se me ocurrió que no tardaría en pasar por allí algún pescador, que me ayudara. Mi mala suerte me había calmado; me senté y pude por fin fumar mi pipa. Llevaba en la barca una botella de ron y me bebí dos o tres vasos, y mi situación me hizo reír. Hacía calor, de modo que en último caso podía pa­sarme la noche al aire libre sin mucho desagrado.
De pronto sonó un golpecito contra el casco. Me sobresalté y un sudor frío me heló de pies a cabeza. Aquel ruido procedía, sin duda, de algún leño o rama arrastrado por la corriente, pero eso bastó para que me sintiera de nuevo agitado por una extraña nerviosidad. Cogí la cadena y con todas mis fuerzas, rígido, tiré. Pero el ancla resistió. Me senté agotado.
A todo esto el río se había ido cubriendo poco a poco de una neblina blanca y muy densa que baja­ba muy cerca del agua, de suerte que, si me ponía de pie, no veía la superficie del río, ni mis zapatos, ni la barca, pero sí podía ver las puntas de las caña­veras de la orilla, y más allá, la llanura pálida bajo la luna, con grandes manchas negras que subían ha­cia el cielo, formadas por grupos de álamos. Estaba como hundido hasta la cintura en una masa de algo­dón de una blancura extraña, y la imaginación me suscitaba cosas fantásticas. Se me ocurría que tra­taban de subir a mi barca y que el río, oculto por aquella niebla opaca, debía estar lleno de seres ex­traños que nadaban en mi derredor. Sentí un males­tar horrible; me dolían las sienes y el corazón empe­zó a latirme con violencia. Transtornado se me ocu­rrió lanzarme a nado hasta la orilla; pero inmediata­mente esta idea me hizo temblar de espanto. Me vi perdido, a la ventura, en aquella espesa neblina, de­batiéndome entre las hierbas y las cañas, que no podría esquivar, jadeando de miedo, sin ver la ori­lla, sin volver a encontrar mi barca, y me parecía que me tiraban de los pies hacia aquel fondo de agua negra.
Efectivamente, me hubiera sido necesario subir contra la corriente por menos de quinientos metros antes de encontrar un sitio libre de hierbas y de jun­cos donde poner pie; se me presentaban nueve pro­babilidades contra una de perderme en aquella nie­bla, de ahogarme, por buen nadador que fuera.
Traté de ser razonable. Sentía en mí la firme vo­luntad de no tener miedo, pero había en mí otra co­sa además de la voluntad, y esta otra cosa sentía miedo. Me pregunté qué podía temer; mi yo valien­te se burló de mi yo cobarde, y nunca como aquella noche sentí la oposición de los dos seres que hay en nosotros; queriendo el uno, resistiendo el otro, y ca­da cual ganando a su vez.
Aquel miedo estúpido e inexplicable aumentaba y se tornaba en terror. Me quedé inmóvil, los ojos muy abiertos, el oído alerta. ¿Qué? Yo no sabía nada, pero aquello era terrible; creo que si a un pez se le hubie­ra ocurrido saltar fuera del agua, como suele suce­der, no hubiera sido necesario nada más para hacer­me caer tieso y sin conocimiento.
No obstante, por un violento esfuerzo terminé por reatrapar casi por completo mi razón, que se me escapaba. Tomé otra vez la botella de ron y bebí a largos tragos. Entonces se me ocurrió gritar y grité con todas mis fuerzas, volviéndome sucesivamente hada los cuatro puntos cardinales. Cuando la gár­ganta no me daba para más, escuché: un perro au­llaba, lejos, lejos.
Bebí otra vez y me tendí a lo largo en la barca. Así estuve tal vez una hora, quizás dos, sin dormir, con los ojos abiertos, rodeado de pesadillas. No me atrevía a levantarme, a pesar de que lo deseaba vio­lentamente; lo posponía de minuto en minuto. Me decía: -"¡Vamos; de pie!", y me daba miedo de ha­cer el menor movimiento. Por fin, me levanté con infinitas precauciones, como si m¡ vida hubiera de­pendido del menor ruido que yo hiciera, y miré por encima de la borda.
Quedé deslumbrado por el más maravilloso y ex­traño espectáculo que sea posible ver. Era una de esas fantasniagorías del país de las hadas, una de esas visiones contadas por los viajeros que vuelven de muy lejos a los que escuchamos sin creerles.
La niebla que dos horas antes flotaba sobre el agua, se había retirado poco a poco, acumulándose en las orillas. Dejando al río completamente libre había formado sobre cada ribera una colina conti­nuada de unos seis o siete metros de alta, que brilla, ba bajo la luna con el soberbio destellar de la nieve.
De modo que no se veía otra cosa que el río escinti­lante entre dos montañas blancas. Y arriba, sobre mi cabeza, plena y luciente, la luna en el cielo azu­lenco y lechoso.
Todos los animales acuáticos se habían desperta­do; las ranas croaban furiosamente, mientras que, de tiempo en tiempo, unas veces a la derecha, otras a la izquierda, se dejaba oír esa nota corta, monóto­na y triste que echa a las estrellas la voz metálica de los sapos. Cosas extrafias: se me había quitado el miedo; estaba en medio de un paisaje tan extraor­dinario que los más singulares sucesos me habrían dejado impávido.
Cuanto tiempo duró aquello, no lo sé, pues termi­né por adormecerme. Cuando abrí los ojos, la luna se había puesto, el cielo estaba lleno de nubes. El agua sonaba lúgubremente, el viento soplaba, hacía frío, la oscuridad era profunda. Me tomé lo que me quedaba de ron y luego escuché tiritando, el ruido siniestro de las cañas en la orilla. Traté de ver pero no pude distinguir ni mi barca, ni siquiera mis ma­nos, que acerqué a mis ojos.
Poco a poco, el espesor de la negrura disminuyó.
De súbito me pareció que una sombra se deslizaba . muy cerca de mí; lancé un grito y una voz respondió: era un pescador. Le llamé, se acercó y le conté mi desventura. Puso él su barca junto a la mía, y ambos tiramos de la cadena. El ancla no se movió. Se acer­caba el día, sombrío, gris, lluvioso, glacial uno de esos días que nos traen tristezas y desdichas. Vi otra barca; la llamamos; el hombre que en ella venía unió sus esfuerzos a los nuestros; y entonces, poco a poco el ancla cedió. Subía, pero lentamente, cargada con un peso considerable. Por fin vimos una masa negra y la arrastramos hasta mi barca:
Era el cadáver de una anciana que tenía una gran piedra atada al cuello.

1.042. Maupassant (Guy de) - 052



[1] ¡Cuántas historias lúgubres sabéis, olas del mar. Olas profundas, temidas de las madres arrodilladas!- Os las contais cuando suben las mareas -esto es lo que os da esas voces desesperadas- que tenéis, por las noches, cuando venís hacia nosotros.

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