El
21 de mayo de 18... regresamos a Tlemcen. La expedición había sido
afortunada; recogimos bueyes, cameros, camellos, prisio-neros y
rehenes.
Después
de treinta y siete días de campaña, de incesante caza más bien,
nuestros caballos se veían enflaquecidos, extenuados, pero viva y
fogosa aún la mirada y sin una desolladura bajo la silla. Nuestros
hombres, bronceados por el sol, los cabellos largos, los correajes
sucios y los uniformes raídos, aparecían con ese aire indiferente
ante el peligro y la miseria que caracteriza al verdadero sol-dado.
Para
dar una gran carga, ¿qué general no hubiera preferido nuestros
cazadores a los más peripuestos y bien equipados escuadrones?
Desde
el amanecer soñaba con todos los pequeños placeres que me
aguardaban.
¡Cómo
iba a dormir en mi cama de hierro, después de haberme acostado
durante treinta y siete noches en un rectángulo de tela encerada!
¡Comería sentado en una silla! ¡Tendría pan tierno y sal a
discreción! Luego me pregunté si la señorita Concha tendría una
flor de granado o de jazmín en sus cabellos, y si aun recordaría
los juramentos que me hizo cuando partí; pero, fiel n inconstante,
que contara de antemano con ese gran fondo de ternura que se trae del
desierto. No había nadie en nuestro escuadrón sin algunos proyectos
para la noche.
El
coronel nos acogió muy paternalmente y hasta nos dijo que estaba
contento de nosotros; llamó aparte, después, al comandante y,
durante cinco minutos, masculló en voz baja algo no del todo
agradable, por lo que pudimos colegir de la expresión de sus
fisono-mías.
Observamos
el movimiento de los bigotes del coronel, que se elevaban a la altura
de las cejas, mientras que los del comandante descendían,
lamentablemente lacios, hasta el pecho. Un joven cazador, al que
aparenté no oír, aseguraba que la nariz del comandante crecía a
ojos vista; pero no tardaron las nuestras en alargarse también
cuando se nos acercó el comandante para decir: «¡Que se dé de
comer a los caballos y que se esté en disposición de partir a la
caída del sol. Los oficiales comen con el coronel, a las cinco, en
traje de campaña; después del café montarán a caballo... ¿Acaso
no les agrada la orden, señores?»
Ninguno
asintió a semejante pregunta y todos le saludamos en silencio,
enviándole, en compañía del coronel, con todos los diablos, a
excepción de nosotros.
Como
disponíamos de poco tiempo para ordenar nuestras cosas, me apresuré
a arreglarme un poco, y esto conseguido, tuve la suficiente voluntad
para no sentarme en mi butaca, ante el temor de dormirme.
A
las cinco, llegué a casa del coronel, que vivía en una gran casa
morisca, cuyo patio vi lleno de gente, franceses e indígenas, que se
apretujaban en torno de un grupo de peregrinos o saltimbanquis,
llegados del sur.
Dirigía
el espectáculo un viejo, feo como un mono, a medio vestir, con
agujereado albornoz, de piel achocolatada y cubierta de variadísimos
tatuajes, de hirsuta y nevada barba, y de cabellos tan espesos y
encrespados que, de lejos, se le creyera tocado con un colbac.
Era
-por lo que se decía- un santón y un brujo.
Delante
de él, una orquesta, que se componía de dos flautas y tres
tambores, alborotaba infernalmente, digno acompañamiento de la farsa
que iba a representarse.
Gracias
a un muy afamado morabito, del que lo recibió, gozaba un gran
ascendiente sobre los demonios y las bestias feroces, como dijo, y
tras esto y después de dirigir un saludo al coronel y al respetable
público, dió comienzo a no sé qué suerte de plegaria o
sortilegio, al son de la música, mientras los subordinados saltaban,
lanzaban, giraban sobre un pie y se daban fuertes puñetazos en el
pecho.
Mientras
tanto, tambores y flauta aligeraban de continuo el compás.
Cuando
la fatiga y el vértigo hicieron perder a aquellas gentes el poco
seso que tenían, el anciano brujo sacó de varios cestos colocados a
su alrededor, algunos escorpiones y serpientes, y, tras enseñarlos
para que rieran que estaban vivos, los arrojaba a sus compinches que
caían sobre ellos como los perros sobre los huesos, haciéndolos
trizas a dentellazos.
Desde
una alta galería contemplábamos el singular espectáculo con que
nos regalaba el coronel para abrirnos el apetito, sin duda. Por lo
que a mí toca, apartando os ojos de aquellos tunantes, que me
repugnaban, me entretenía contemplando a una linda jovencita de
trece o catorce primaveras que se deslizaba entre el gentío para
aproximarse al espectáculo.
Tenía
los más bellos ojos del mundo y sus cabellos dan sobre los hombros
en menudas trenzas, de las que pendían moneditas de plata que
tintineaban a los graciosos movimientos de su cabeza. Vestía más
cuidadosamente que la mayoría de las hijas del país; pañuelo de
seda y oro a la cabeza, corpiño de terciopelo bordado cortos
pantalones de raso azul que dejaban ver las desnudas piernas ceñidas
por sendos anillos de plata, y libre el rostro de velo. ¿Era una
judía, una idólatra, o pertenecía a una de esas errantes hordas de
origen desconocido y conciencias no turbadas por prejuicios
religiosos?
Mientras
yo seguía todos sus movimientos con inexplicable interés, ella
consiguió llegar a la primera fila el círculo en donde aquellos
energúmenos ejecutaban sus ejercicios.
Como
pretendiera acercarse más aún, derribó un largo cesto de muy poca
base que permanecía cerrado. Casi a la vez el brujo y la niña
lanzaron un grito horrible, se conmovió la muchedumbre y todos
retrocedieron con espanto.
Una
enormísima serpiente acababa de escaparse del cesto cogiendo el pie
de la niña, y enroscándosele en un instante alrededor de la pierna.
Vi cómo se deslizaban algunas gotas de sangre bajo el aro que ceñía
su tobillo y cómo cayó de espaldas llorando y rechinando los
dientes. Una espuma blanca cubrió sus labios mientras se revolcaba
en el polvo.
-¡Acudid,
querido doctor! -grité a nuestro cirujano. Por el amor de Dios,
salvad a esa pobre niña.
-¡Inocente!
-repuso el cirujano encogiéndose de hombros. ¿No comprende usted
que es un número del programa? Además, mi oficio es cortarles a
ustedes las piernas y los brazos, y ese compañero mío se ocupa en
curar a las muchachas mordidas por las serpientes.
Entretanto,
el viejo brujo había acudido, y su primer cuidado fué apoderarse de
la serpiente.
-¡Dyumán!
¡Dyumán! -le decía con cariñoso tono de reproche.
La
serpiente se desenrolló, abandonó su presa y comenzó a
arrastrarse. El brujo, después de asirla por la punta de la cola, la
paseó, llevándola en el extremo del brazo, en torno del círculo,
para que vieran al reptil cómo se retorcía y silbaba sin poder
enderezarse.
No
ignoraréis que una serpiente cogida por la cola es inofensiva, pues
apenas si le es posible enderezar una cuarta parte, a lo sumo, de su
cuerpo, y, como consecuencia, no puede morder a la mano que la tiene
asida.
Un
minuto después, puesta en el cesto la serpiente y asegurada la
tapadera, el mago se ocupó de la jovencita, que seguía gritando y
pataleando. Le puso en la herida una pulgarada de polvos blancos, que
extrajo del cinto, y le murmuró al oído, después, un sortilegio
cuyo efecto no se hizo esperar. Cesaron las convulsiones; la
muchachita se limpió la boca, recogió, sacudiéndole el polvo, su
pañuelo de seda, se lo puso en la cabeza, se levantó y se la vió
salir a poco.
Un
instante después se hallaba en nuestra galería, para hacer una
colecta, y le arrojarnos, por cabeza y hombros, una gran cantidad de
monedas de cincuenta céntimos.
Terminado
con esto el espectáculo, nos fuimos a comer.
Tenía
buen apetito y me disponía a honrar una magnifica anguila con salsa
tártara, cuando el doctor, que se hallaba junto a mí, me dijo que
reconocía en aquélla a la serpiente, lo que me hizo imposible dar
un bocado.
El
doctor, tras burlarse mucho de mis prejuicios, reclamó mi parte de
anguila y me aseguró que la serpiente tenía un gusto delicioso.
-Esos
pillastres que acaba usted de ver -me dijo- son inteligentes. Viven
en cavernas, como los trogloditas, con sus reptiles y con lindas
muchachas, como lo atestigua la pequeña de los pantalones azules.
Ignoro cuál es su religión, pero son astutos, y deseo entablar
relaciones con el jefe de ellos.
Durante
la comida, supimos por qué reanudábamos la campaña. Sidi-Lala,
ardientemente perseguido por el coronel R..., trataba de apoderarse
de las montañas de Marruecos.
Para
lograrlo, tenía dos caminos: uno al sur de Tiemcen, vade-ando el
Muluya, por el único punto que no eran inaccesibles los escarpados;
el otro por la llanura, al norte de nuestro campamento, en donde se
hallaría a nuestro coronel con el grueso de las tropas.
Nuestro
escuadrón estaba encargado de detenerle al pasar el río, si lo
intentaba, lo que no era probable.
Sabrán
ustedes que el Muluya se desliza entre dos muros rocosos, con un solo
escape, a modo de estrecha abertura, por donde pueden pasar los
caballos. El lugar le era muy conocido y no comprendo por qué no se
ha elevado allí aún un blockaus. Tenía el coronel, por tanto,
grandes probabilidades de encontrarse con el enemigo, y nosotros las
de hacer una excursión inútil.
Antes
de finalizar la comida, llegaron numerosos jinetes del Maghzen, con
despachos del coronel R... El enemigo había tomado sus posiciones y
mostraba deseos de batirse. Pero era tiempo perdido. Las tropas del
coronel R... estaban para llegar y le arrolla-rían.
Mas,
¿por dónde podría huir? Lo ignorábamos y por ello era necesario
estar alerta en los dos caminos.
En
cuanto a un último recurso que les quedaba -adentrarse en el
desierto- nada digo; sus rebaños y su smala
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no tardarían en morir allí de hambre y de sed.
Para
conocer la marcha del enemigo, se acordaron algunas señales.
Tres
cañonazos desde Tlemcen anunciarían la aparición de Sidi-Lala en
la llanura, y nosotros, por medio de cohetes, daríamos a conocer la
necesidad de que nos ayudaran. Según todas las apariencias, no
podría surgir el enemigo antes del amanecer, y de aquí que nuestras
dos columnas le llevaran muchas horas de ventaja.
Era
ya de noche cuando montamos a caballo. El pelotón de vanguardia iba
a mis órdenes. Me sentía fatigado y friolento; me puse el capote,
le alcé el cuello, me afirmé en los estribos y me abandoné
tranquilamente al paso de mi yegua, escuchando con distracción al
sargento Wagner, que me contaba, una vez más, la historia de sus
amores, a los que puso desgraciado fin la ingrata, huyendo y
llevándosele, a más del corazón, un reloj de plata y un par de
botas nuevas. La historia me era conocida de antiguo y entonces se me
antojó más larga que de costumbre.
Surgía
la luna cuando nos pusimos en marcha. El cielo estaba limpio; pero
una sutil y blanquecina bruma se elevaba del suelo, a ras de la
tierra, cubierta, al parecer, de algodonosos cardos. La luna, en la
blancura de este fondo, ponía largas sombras, y todos los objetos
adquirían un aspecto fantástico. Creía ver, unas veces, jinetes
árabes en acecho; pero al acercarme, sólo tamariscos en flor se me
ofrecían; otras, deteniéndome se me antojaba escuchar los cañonazos
convenidos, a lo que Wagner me decía que era el galopar de un
caballo.
Llegamos
al vado, y el comandante tomó sus medidas.
El
lugar era maravilloso para la defensa; nos hubiéramos bastado para
detener allí un considerable ejército. Del otro lado del río la
soledad era absoluta.
Después
de una muy larga espera oímos el galopar de un caballo, y a poco, y
en dirección a nosotros, apareció un árabe, a lomos de un
magnífico caballo.
Su
sombrero de palma con plumas de avestruz y su bordada montura, de la
que pendía un gebira
con adornos de coral y flores de oro, denunciaban a un jefe. El guía
nos dijo que era el mismísimo Sidi-Lala, un apuesto y vigoroso
mancebo que manejaba el caballo maravillosamente. Lo hizo galopar,
lanzó al aire su largo fusil, y lo recogió, gritando no sé qué
palabras de desafío.
Los
tiempos caballerescos han pasado, y Wagner pidió un fusil para
descolgar al morabito, como él decía; me opuse a ello, y para que
no se dijera que los franceses habían rehusado combatir en cerrada
liza con un árabe, pedí permiso al comandante para pasar el vado y
cruzar mi acero con el de Sidi-Lala. Se me concedió el permiso y al
punto atravesé el río mientras que el jefe enemigo se alejó al
galope para tomar carrera.
Al
divisarme en la otra orilla, avanzó hacia mí con el fusil al
hombro.
-¡No
se fíe usted! -me gritó Wagner.
Apenas
si temo los disparos de un jinete, y después del capricho que
acababa de ejecutar, el fusil de Sidi-Lala no estaría, de seguro, en
condiciones de hacer fuego.
En
efecto: a tres pasos de mí hizo fuego, pero el fusil falló, como yo
suponía. Al punto, mi hombre hizo girar a su caballo en redondo, con
tal rapidez, que en lugar de hundirle mi sable en el pecho, alcancé
tan sólo su flotante albornoz.
Pero
yo le seguí de cerca, teniéndole siempre a mi derecha y obligándole
a descender, de grado o por fuerza, a los escarpados que bordean el
río. Y aunque trató de buscarme las vueltas, yo le acosaba más y
más cada vez.
Después
de algunos minutos de furiosa carrera vi encabritarse de repente a su
caballo, y a él tirar a dos manos de las riendas. Sin preguntarme la
causa de un tan singular movimiento, me fui a él como una bala y le
hundí mi sable en medio de la espalda, al tiempo mismo que el casco
de mi yegua caía sobre su muslo izquierdo. Hombre y caballo
desaparecieron, y tras ellos caímos mi yegua y yo.
Sin
apercibirnos, llegamos al borde de un precipicio y caímos en él...
Aun en el aire pensé -¡el pensamiento vuela!- que el cuerpo del
árabe amortiguaría mi caída. Veía yo bajo mí, y muy
distintamente, un albornoz blanco con una gran mancha roja; allí, y
como el azar quisiera, caería yo.
El
salto no fué tan terrible como supuse, gracias a la altura del agua,
en la que me hundí hasta los ojos, manoteando, aturdido por un
instante, hasta que, sin saber cómo, me vi en medio de un
caña-veral, a orillas del río.
Lo
que fuera de Sidi-Lala y los caballos, lo ignoro. Me hallaba calado
hasta los huesos, tiritando, en medio del lodo y entre dos muros de
rocas. Di algunos pasos, en la esperanza de encontrar un sitio donde
las vertientes fueran menos ásperas; pero mientras más avanzaba,
más abruptas e inaccesibles me parecían.
De
pronto oí por encima de mi cabeza pasos de caballos y el ruidoso
chocar de las vainas de los sables en los estribos y las espuelas.
Evidentemente, era mi escuadrón. Quise gritar, pero mi garganta se
negó; sin duda, en la caída me había lastimado el pecho.
¡Figuraos
mi situación! Oía las voces de mis compañeros, los reconocía y me
era imposible llamarlos en mi ayuda. El viejo Wagner decía:
-Si
me hubiera dejado a mí, viviría aún para ser coronel.
A
poco, el ruido disminuyó, debilitóse y ya no oí nada más.
Por
encima de mi cabeza vi una enorme raíz, y me supuse que, asiéndome
a ella, podría elevarme sobre el ribazo. Hice un gran esfuerzo, me
abalancé, y ¡sss!... la raíz se torció, escapándoseme con un
silbido horrible... Era una enorme serpiente...
Caí
otra vez, al agua; el reptil, deslizándose entre mis piernas, se
arrojó al río, en el que dejaba -tal me lo pareció- un rastro de
fuego...
Un
minuto después, recobrada mi sangre fría, continué viendo aquella
trémula luz sobre el agua. Era, como pude apreciar, el reflejo de
una antorcha. A veinte pasos de mí una mujer sumergía, con una
mano, un cántaro en el río, llevando en la otra un trozo de madera
resinosa que ardía. Sin sospechar mi presencia, se puso
tranquila-mente en la cabeza el cántaro, y con la antorcha en la
mano desapareció entre las cañas. La seguí hasta encontrarme a la
entrada de una caverna.
La
mujer, avanzando con gran tranquilidad, llegó a una pendiente muy
rápida, que traspuso, especie de escalera tallada en la pared de una
inmensa sala. A la luz de la antorcha vi el suelo de la sala, casi al
mismo nivel del río, pero sin que pudiera percatarme de su amplitud.
Casi sin saber lo que hacía, me aventuré por la rampa, tras la
mujer de la antorcha, a la que seguí de lejos. De vez en cuando
desaparecía la luz detrás de la anfractuosidad de una roca, pero no
tardaba en reaparecer.
Creí
ver luego la oscura entrada de inmensas galerias, en comunicación
con la sala principal. Creyérase aquello una ciudad subterránea,
con sus calles y sus encrucijadas. En la creencia de que fuera
peligroso aventurarme por aquel inmenso laberinto, me detuve.
De
pronto, una de las galerías, bajo mí, se llenó de una viva
claridad, y contemplé un gran número de antorchas, surgiendo, al
parecer, de entre los peñascales para formar una como a modo de
larga procesión. Al mismo tiempo elevóse un monótono canto, que
recordaba la salmodia de los árabes recitando sus oraciones.
A
poco distinguí una gran muchedumbre que avanzaba con lentitud. A la
cabeza iba un hombre negro, casi desnudo, de crespa y abundantísima
cabellera. Sobre su pecho, cubierto de azulados tatuajes, caía la
barba blanquísima, contrastando con el oscuro color de aquél.
Reconocí al punto al brujo de la víspera, y junto a él, y a poco,
a la muchacha que hizo de Eurídice, con sus bellos ojos, sus
pantalones de seda y su pañuelo bordado en la cabeza.
Iban
tras él mujeres, niños y hombres de toda edad, todos con antorchas
y todos con raros vestidos de vivos colores, con ropas talares que
arrastraban y grandes gorros, algunos de metal, y en los que por
doquier se reflejaban las luces de las antorchas.
El
viejo brujo se detuvo precisamente bajo mí, y toda la procesión con
él. Se hizo un gran silencio. Me hallaba yo como a unos veinte pies
por encima del viejo, y protegido por grandes piedras, detrás de las
cuales pensaba ver sin ser visto. A las plantas del brujo se veía
una amplia losa, casi redonda, con una argolla de hierro en medio.
Pronunció
algunas palabras en lengua para mí desconocida, pero que no era
-creo estar seguro de ello- el árabe ni el kabileño. Una cuerda con
garruchas, suspendida de no sé dónde, cayó a sus pies; unos
cuantos de los asistentes la engancharon a la argolla de la piedra, y
a una señal, veinte brazos vigorosos tiraron a la vez, elevando la
losa, que parecía muy pesada, y, desviándola hacia un lado.
Vi
entonces algo como la boca de un pozo, con el agua a un metro,
aproximadamente, del borde. ¿Agua he dicho? Ignoro qué clase de
horrible líquido fuera aquél, recubierto de una irisada costra, a
trechos interrumpida y rota, que dejaba traslucir un negro y
repugnante lodo.
De
pie, junto al brocal del pozo, se veía al brujo, con la mano zurda
en la cabeza de la muchacha y haciendo signos extraños con la
derecha, mientras pronunciaba no sé qué suerte de sortilegio en
medio del rocogimiento general.
De
vez en vez alzaba la voz, como si llamara a alguien, gritando:
«¡Dyumán! ¡Dyumán!»; pero nadie aparecía. Al mismo tiempo,
girando los ojos y rechinando los dientes, lanzaba roncos gritos que
no parecían salidos de un pecho humano. Las marrullerías de aquel
viejo tunante me exasperaban y llenaban de indignación, y tentado
estuve de arrojarle a la cabeza una de las piedras que tenía a mano.
A
la trigésima vez acaso de aullar el dichoso nombre de Dyumán, vi
estremecerse la irisada costra del pozo, a cuyo signo toda la
muchedumbre se hizo atrás, quedando únicamente el anciano y la
muchacha al borde del agujero.
De
improviso, una inmensa burbuja de azulado fango elevóse del pozo,
surgiendo de ella la enorme cabeza de una serpiente de un gris lívido
y de fosforescentes ojos.
Involuntariamente
hice un esguince con el cuerpo, oí un grito y el ruido de un cuerpo
pesado al caer en el agua.
Cuando
volví a mirar, una décima de segundo después acaso, sólo encontré
al brujo a la boca del pozo, en el que el agua burbujeaba aún. Entre
los restos de la irisada costra flotaba el pañuelo que cubría antes
la cabellera de la muchacha.
La
losa, levantada de nuevo, volvió a caer en la abertura del horrible
abismo. Todas las antorchas, en aquel momento, se apagaron a la vez,
y me vi entre las tinieblas y en medio de un tan profundo silencio,
que claramente percibía los latidos de mi corazón.
Una
vez repuesto de tan horroroso cuadro, intenté escapar de la caverna,
jurando que, si de nuevo llegara a reunirme con mis cama-radas,
volvería allí para exterminar a los abominables huéspedes de
aquellos lugares, hombres y reptiles.
La
cuestión era encontrar la salida; había dado ya -así, al menos, lo
pensaba- un centenar de pasos por el interior de la cueva, dejando a
mi derecha el muro de rocas.
Di
media vuelta, mas sin que viera luz alguna indicadora de la salida
del subterráneo; mas éste no se extendía en línea recta, mientras
que yo había subido desde la orilla del río; con mi mano izquierda
palpaba la roca, y con el sable -que llevaba en la derecha- tanteaba
el terreno, avanzando así muy lentamente y con precaución. Durante
un cuarto de hora, veinte minutos, o quizá media hora, continué
avanzando sin encontrar la salida.
La
inquietud me invadió. ¿Me habría metido sin darme cuenta en alguna
galería lateral en vez de seguir por el camino que primeramente
tomé?
Avanzaba
de continuo, palpando siempre la roca, cuando, en lugar del frío de
la piedra, sentí el roce de una colgadura que al empuje de mi mano
cedió y dejó pasar un rayo de luz. Redoblando las precauciones,
aparté sin el menor ruido la colgadura y me vi en un estrecho
pasillo que daba a una habitación muy iluminada y con la puerta
abierta, y gracias a ello pude ver que aquella habitación estaba
revestida con una tela bordada con flores de seda y oro. También vi
una alfombra de Turquía y un trozo de diván forrado en terciopelo.
Había sobre la alfombra un narguile de plata y algunos pebeteros.
Una habitación, en suma, suntuosamente amueblada al gusto árabe.
Cautelosamente
llegué hasta la puerta. Una joven, sentada a lo moro, se veía en el
diván, y junto a éste una mesita baja taraceada y en ella una gran
bandeja dorada, llena de tazas, frascos y ramos de flores.
Al
entrar en aquel subterráneo tocador, sentíase uno trastornado por
no sé qué perfume delicioso.
Todo
respiraba voluptuosidad en aquel aposento; por todas partes veía
brillar el oro, telas ricas, flores raras y colores variados.
En
un principio, la joven no me vió; con la cabeza inclinada y el aire
meditabundo, hacía girar entre sus dedos las cuentas de ámbar
amarillo de un largo rosario. Era una verdadera belleza. Sus rasgos
recordaban los de la desgraciada niña que acababa de ver, pero más
acabados, más perfectos, más voluptuosos. Negra como el ala de un
cuervo, su cabellera.
descendía
por la espalda de la joven, por el diván y por la alfombra tendida a
sus pies. Una chambra de transparente seda, a largas listas, dejaba
adivinar una garganta y unos brazos admirables. Una chaquetilla de
terciopelo galoneada de oro se ajustaba a su cintura, y de sus cortos
pantalones de raso azul surgía un pie maravillosamente pequeño, y
pendiente de él una dorada babucha, que ella balanceaba con un
movimiento caprichoso y lleno de gracia.
Crujieron
mis botas; levantó la cabeza y me vió.
Sin
descomponerse, sin demostrar la menor extrañeza al ver junto a ella
a un extranjero con un sable en la mano, palmoteó con alegría y me
hizo signo de que me acercara. Yo la saludé, llevándome la mano al
corazón y a la cabeza, para demostrarle que estaba al Corriente de
la etiqueta musulmana. Me sonrió, apartando a la vez con ambas manos
sus cabellos, que cubrían el diván, lo que era como decirme que me
sentara a su lado. Creí que todos los perfumes de la Arabia fluían
de aquellos hermosos cabellos.
Con
aire tímido me senté en el extremo del diván, pero prometiéndome
aproximarme lo más pronto que pudiera. Cogió una taza de la
bandeja, la sostuvo por el afiligranado platillo, vertió en ella una
espuma de café, se la acercó a los labios; hasta humedecerlos, y me
la presentó.
-¡Ah,
Rumí, Rumí!... -dijo. ¿No vamos a matar el gusanillo, mi
teniente?...
A
tales palabras abrí de par en par los ojos. Aquella joven tenía
unos enormes bigotes y era el vivo retrato del sargento Wagner... Y
Wagner era, en efecto, de pie, ante mí, ofreciéndome una taza de
café, en tanto que yo, echado en el cuello de mi caballo, lo
contem-plaba atónito.
-Parece
que nos hemos dormido, mi teniente. Nos hallamos en el vado, y el
café está hirviendo.
1.078. Merimee (Prospero) - 046
1
Impedimenta
2
Longue
comme un mantean de roi.
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