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lunes, 20 de octubre de 2014

El boquete

Muerte a consecuencia de golpes y heridas. Este era el motivo de la acusación que hacía comparecer ante el tribunal a Leopoldo Renard, tapicero. A su derredor, los principales testigos, la señora Flaméche, viuda de la víctima, los citados Luis La­dureau, obrero ebanista y Juan Durdent, fontanero.
Junto al criminal, su mujer, de negro, chica, fea, como una mona vestida de señora.
Y he aquí como Renard (Leopoldo) cuenta el drama.
-"Dios mío, es una desgracia de la que yo he sido todo el tiempo la primera víctima, y en la que mi voluntad no ha intervenido para nada: Los hechos se explican por sí mismos, señor presidente. Yo soy un hombre honrado, hombre de trabajo, tapicero en la misma calle desde hace dieciséis años, conoci­do, querido y respetado, convide-rado por todos, como han dichos los vecinos, y hasta la portera, que no es­tá de buen humor todos los días. Me gusta el traba­jo, me gusta el ahorro, me gusta la gente honrada y las distracciones decentes. Eso es lo que me ha per­dido; ¡qué le vamos a hacer! Como mi voluntad no ha intervenido, sigo respetándome.
"Todos los domingos, mi esposa aquí presente y yo, desde hace cinco años, vamos a pasar el día a Poissy. Allí tomamos buen aire, sin contar con que a los dos nos gusta pescar con caña. ¡Oh, nos gusta más que el chocolate! Ha sido Melie la que me dió esa pasibn, ella que es aún más entusiasta que yo, la muy pícara, ya que todo el mal viene de ella en este asunto, como van a ver ustedes en seguida.
"Yo, que soy fuerte y suave, nada de malo. Pero ella, ¡ah, caramba!; parece una mosquita muerta; tan delgaducha, tan chiquitina. Bueno: pues es más dañina que una garduña. No niego que tenga sus cualidades, eso no; las tiene, y son importantes pa­ra un comerciante. Pero su carácter... Pregúntenle a esta gente, y a la portera también, que ha hablado bien de mí hace un rato. Ella les dará noticias ...
"Todos los días me echaba en cara mi dulzura: "¡No voy a ser yo la que aguante esto o lo otro!" Si yo le hubiera hecho caso, señor presidente, habría­mos tenido dos o tres peleas a puñetazos por mes... "
La señora Renard interrumpió: "Habla, habla, que el que se ría el último…"
El se volvió hacia ella, candorosamente­
-No puedo acusarte, porque tu no eres acusada. ¡Vamos!
Luego, volviéndose hacia el presidente:
"Continúo: De modo que íbamos a Poissy todos los sábados por la tarde, para pescar desde el ama­necer del domingo. Una costumbre que se ha he­cho para nosotros una segunda naturaleza, como di­cen. Yo había descubierto hará tres años este ve­rano, un sitio…, ¡Vaya un sitio!, a la sombra, ocho pies de agua, por lo menos, tal vez diez, con unos re­covecos a la orilla, un verdadero nidal de peces, un paraíso para el pescador. Aquel boquete, señor pre­sidente, yo podía considerarlo como mío, puesto que yo era su Cristóbal Colón. Todo el mundo lo sabía en la comarca, todo el mundo sin oposición. Se de­cía: "Ese es el sitio de Renard"; y nadie habría ve­nido, ni el mismo señor Plumeau, que es conocido, sea dicho sin ofensa, por choricearle el sitio a los de­más.
"Así, pues, yo iba a aquel boquete como propieta­rio. Apenas llegado el sábado, me subía en la Dalila con mi mujer, -Dalila es mi barca, que hice cons­truir en casa de Fournaise, una barca ligera y se­gura. Nos subíamos en la Dalila, digo, y nos íbamos a poner cebos. Para esto no hay como yo, bien lo sa­ben los camaradas. ¿Me preguntará usted qué uso para carnada? No puedo responderle. Esto no se re­fiere al accidente; no puedo responder, es mi secre­to. Cien veces me lo han pedido. Me han ofrecido tragos, frituras, comidas, para hacerme hablar. Pe­to más duro que una piedra yo para no decir ni pío. Sí, me han dado palmaditas en la barriga pa­ra saber la receta... Solamente mi mujer la sabe... Y no va a decir más que yo, ¿verdad Melie?
El presidente le interrumpió.
-Vaya al hecho lo antes posible. El acusado continuó:
"Ya voy, ya voy. Así pues, el sábado 8 de julio, habiendo partido en el tren de las cinco y veinti­cinco, nos fuimos, antes de comer, a poner los cebos, como todos los sábados. El tiempo se anunciaba bue­no. Yo le decía a Melie: "Rico, rico para mañana", y ella respondía: "Así se promete". Nunca hablá­bamos más de esto.
"Y luego volvíamos para comer. Yo estaba conten­to, y tenía sed. Esta es la causa de todo, señor presiden­te. Le digo a Melie: "Oye, Melie, ¡está tan hermoso! ¿Si me tomara una botella de gorro de noche? Se tra­ta de un vinillo blanco al que dimos este nombre porque, si se bebe demasiado, impide dormir. Usted comprende..
"Ella me responde: "Haz lo que te dé la gana, pero vas a estar enfermo otra vez; y mañana no podrás levantarte".
-Esto era verdad, era cordura, era pru­dencia, erá Perspicacia, lo, confieso. Pero no supe contenerme. Y me la tomé mi botella. Todo viene de ahí.
"Así pues, no pude dormir. ¡Cáspita! Hasta las dos de la mañana tuve aquel gorro en forma de jugo de uva. Y luego, paf, me duermo pero me duermo como para no oír siquiera al ángel trompetero del juicio final.
"En resumen, mi mujer me despierta a las seis. Salto de la cama, me pongo a toda máquina mi pan­talón y mi chaqueta, me paso un poco de agua por los hocicos y nos vamos a la Dalila. Demasiado tar­de. Cuando llego a mi boquete, estaba tomado. ¡Nun­ca había sucedido, esto, señor presidente, durante tres años! Me hizo un efecto como si me desvalijaran tranquilamente ante mis ojos. Digo: "¡Carape, ca­rape y carape!" Y he aquí que mi mujer empieza a darme la lata: ¡Anda, con tu gorro de dormir. ¡Anda borrachín! ¿Estás contento, animal?"
"Yo no decía nada. Todo aquello era verdad.
"Desembarco, a pesar de todo, junto al boquete, ara tratar de aprovechar los restos. Y tal vez que aquel hombre no pescara nada... ¿y si se fuera?
"Era un enclenque, de traje blanco, con un gran sombrero de paja. También estaba su mujer, una gorda que tejía detrás de él.
"Cuando ella nos vio instalarnos cerca del lugar va y dice:
"-¿Es que no hay más sitio en el río?
"Y la mía, que rabiaba, responde:
-"La gente que tiene educación, se entera de las costumbres del país antes de ocupar los sitios reser­vados.
"Como yo no quería historias, voy y le digo:
"-Cállate, Melle. Déjala, déjala. Vamos a ver.
"De modo que pusimos a la Dalila entre los sau­ces, bajamos, pescamos, codo a codo Melle y yo, jus­tamente al lado de los otros.
"Y aquí, señor presidente, es menester que entre en detalles. Hacía cinco minutos que estábamos allá, cuando la calla del vecino empieza a dar botes unas dos veces; y luego atrapa uno, así como así, tan gor­do como mi muslo... un poco menos, quizás, pero casi. Y empieza a palpitarme el corazón y a sudarme la frente, y Melie que me dice: "¿Eh, mostrenco? ¿Has visto eso?"
-"A todo esto, el señor Bru, el almacenero de Poissy, aficionado a los gobios, pasa en su barca y me grita: "¿Le han quitado su sitio, señor Renard?" Yo que le respondo: "Sí, señór Bru, hay en este mundo gente poco delicada, que ignora las costumbres".
"El mequetrefe de al lado parecía no oír; ni su mu­jer tampoco, la gorda, una vaca, vamos.
El presidente interrumpió otra vez: "Cuidado. Está usted insultando a la señora viuda de Flaméche aquí presente".
Renard se excusó: "Perdón, perdón. Es que la pasión me lleva".
"Bueno, pues no había pasado un cuarto de hora, cuando el mequetrefe pesca otro así como así y otro, por añadidura, y cinco minutos más tarde, otro. "Yo tenía las lágrimas en los ojos. Y luego me daba cuenta de que la señora Renard, mi esposa, es­taba en ebullición. Me pinchaba todo el tiempo:
"-Anda porquería, que no vas a pescar ni una rana, te lo digo yo. Pero que no vas a pescar nada, pero que nada. Vamos, si es que se me queman las manos, nada más que de verlo".
"Y yo me decía: -Esperemos al mediodía. Este mamón se irá a almorzar, y yo recobraré mi sitio. Teniendo en cuenta que yo, señor presidente, almuer­zo siempre allí mismo todos los domingos. Llevamos la comida en la Dalila.
-"¡Ah, repúñigo! ¡Dan las doce! Y él llevaba un pollo envuelto en un periódico, el malhechor, y mien­tras está comiendo, va y pesca otro, ¡así como así!
"Melie y yo comíamos también, pero sin ganas, un bocadillo. No estábamos de ánimo.
"Entonces, para hacer la digestión, y, tomo mi pe­riódico. Todos los domingos, sí señor, yo leo el Gil Blas, a la sombra a orillas del río. Es el día de Colom­bina, sabe usted, Colombina, la que escribe artícu­los en el Gil Blas. Yo tenía la costumbre de hacer ra­biar a la señora Renard, mi esposa, diciéndole que yo conocía a esa Colombina. No es verdad, no la conozco, nunca la he visto, pero -no importa, es una mujer que escribe bien; y luego que dice cosas estupendas para que las diga una mujer. A mí, eso me gusta; no hay muchas de esa clase.
"Bueno, pues empiezo a marear a mi esposa, pero ella se enoja en seguida, y se pone mohina. Entonces me callo.
En ese momento llegan al otro lado del río los dos testigos aquí presentes, el señor Ladureaú y el señor Durdent. Nos conocíamos de vista:
"El del traje blanco se había puesto a pescar de nuevo. Y pescaba hasta darme tiritones. Y la mujer que va y dice: "Este sitio es excelente, Desíré, va­mos a venir todos los domingos".
“Yo siento un frío por la espalda. Y la señora Re­nard, mi esposa, repetía: "Tú no eres un hombre, tú no eres un hombre. Tienes sangre de pollo".
"Yo le digo de pronto: "Bueno, mejor es que me vaya, porque voy a hacer algún disparate".
"Y ella que me sopla, como si me hubiera puesto un hierro el rojo en la nariz: "No eres hombre. Vas a huir y a dejarle el sitio. Vas entregar la plaza.
¡Anda, Bazaine![1].
"Y entonces, me sentí herido, la verdad. Sin embargo, ni resollé.
"Pero el otro pesca una carpa como en mi vida he visto ninguna. ¡Jamás! Y otra vez mi mujer se pone a hablar a voces, como si pensara. Vea usted la malicia. Decía ella: Eso se puede llamar robo de pescado, puesto que nosotros preparamos el sitio. Debían devolvernos a lo menos, el dinero gastado en el cebo".
"Y entonces, la gorda del enclenque se pone a de­cir: "¿Se refiere usted a nosotros, señora?"
"Me refiero a los ladrones que se aprovechan del dinero gastado por los otros".
"¿Es a nosotros a quienes llama usted ladrones de pescado?"
"Y empiezan las dos a decirse cosas, y vienen a las palabras, y largan cada cosa, que vaya si saben las charranas. Y chillaban tan fuerte que los testigos que estaban al otro lado, gritaban para bromear: "¡Eh, un poco de silencio, que no van a dejar pescar a los maridos!"
"Lo cierto es que el enclenque y yo ni siquiera nos movíamos, como dos éstacas, fijos. Como si no hu­biéramos oído, seguíamos mirando al agua.
"Repúñigo, pero bien que oíamos: -"Usted es una mentirosa. -Usted es una arrastrada. -Usted es un asco. -Usted es una furcia... Y dale y dale. Un ca­rretero no sabe más".
"De pronto, oía un ruido detrás de mí. Me vuelvo. Era la otra, la gorda que caía sobre mi mujer a som­brillazos. ¡Pam! ¡Pam! Melie que recibe dos. Pero Melie se enrabia y cuando se enrabia, golpea. Y va y coge a la gorda por los pelos, y ¡paf, paf, paf!, bo­fetadas que llovían como ciruelas.
"Yo las habría dejado hacer. Las mujeres entre ellas y los hombres entre ellos. No hay que mezclar los golpes. Pero el enclenque se levanta como un dia­blo y va a saltar sobre mi mujer. ¡Ah, no, eso no, señor! ¡Nada de eso, camarada! Recibo con mi puño al pajarraco aquél. Y pom, pom, uno a la nariz, otro a la barriga. Y él levanta los brazos, levanta la pata, cae de espaldas, al río, justo en el boquete.
"Yo lo habría pescado, seguro, señor presidente, si hubiera tenido tiempo en seguida. Pero, para coimo, la gorda iba ganando y le arreaba a Melle de lo lin­do. Sé que no debía haberla socorrido mientras el otro se tomaba sus tragos. Pero yo no pensaba que se iba a ahogar. Yo pensaba: "Bah, este baño lo re­frescará".
"Corro, hacia las dos mujeres para separarlas. Y recibo puñetazos, tarascadas y dentelladas. ¡Vaya con las tías!
"Bueno, que me hicieron falta cinco minutos para separarlas a aquellas dos bárbaras.
"Me vuelvo. Y nada. El agua tranquila como un lago. Y los otros, lejos, que gritaban: "¡Sáquenlo, sáquenlo!"
"Eso es fácil de decir, pero yo no sé nadar, y me­nos echarme desde lo alto al agua, por cierto.
"Por fin, vino el vigilante de la represa, con dos señores de gafas. Había pasado un buen cuarto de hora. Le encontraron al fondo del boquete, bajo ocho pies de agua, como yo había dicho. Pero allí estaba, el enclenque.
"Estos son los hechos, tales como los juro. Soy ino­cente, palabra de honor".
Y habiendo declarado los testigos en el mismo sen­tido, Renard fue absuelto.

1.042. Maupassant (Guy de) - 052




[1] Bazaine, Mariscal francés -que entregó la plaza de Metz a los prusianos, con una gúarnición de 175,000 hombres. Condena­do a muerte, y después a prisión perpetua, huyó de la isla en que estaba preso, a España, donde murió el año 1889. (N. del T.)

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