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lunes, 20 de octubre de 2014

El viejo

Un tibio sol de otoño caía sobre el patio de la gran­ja, dominando las grandes hayas del cercado. Bajo el césped rapado por las vacas, la tierra impregnada de lluvia reciente estaba húmeda y se hundía bajo los pies con un ruido de agua; y las manzanas caídas de los árboles cuajados de fruta, ponían puntos de un verde pálido sobre el verde intenso de la hierba.
Cuatro terneras pasaban, atadas en fila, y mujían a ratos, hacia la casa; las aves de corral animaban con un movimiento coloreado el estiércol acumulado ante el establo, rebuscando, cacareando, en tanto que los dos gallos cantaban sin cesar, buscaban gusanos para sus gallinas, a las que llamaban con un cloqueo vivaz.
Se abrió la valla de madera; entró un hombre de unos cuarenta años, quizás, pero que parecía tener sesenta, arrugado, retorcido, que andaba a pasos lentos, entorpecidos por el peso de los zuecos llenos de paja, Sus brazos demasiado largos caían a los la­dos del cuerpo. Cuando se acercó a la granja, un goz­quejo amarillo, amarrado al tronco de un enorme pe­ral, junto a un barril que le servía de caseta, meneó la cola y se puso a ladrar en señal de alegría. El hombre gritó:
-¡Quieto, Finot!
El perro se calló.
Una campesina salió de la casa. Su cuerpo huesoso y ancho se dibujaba bajo un corpiño de lana que le ceñía el talle, y una falda gris, muy corta, caía hasta la mitad de sus piernas envueltas en medias azules; llevaba también unos zuecos llenos de paja. Un gorro blanco que se había tornado amarillo, cubría unos cuantos cabellos pegados al cráneo y su cara morena, delgada, fea, sin dientes, mostraba esa fisonomía sal­vaje y bruta que a veces tienen los rostros de los cam­pesinos.
El hombre preguntó:
-¿Cómo está?
Y la mujer respondió­
-El señor cura dice que es el final, y que no pasa­rá de la noche.
Ambos entraron a la casa.
Después de atravesar la cocina, penetraron a la pieza, baja, negra, apenas iluminada por un ventano, ante el que caía un retazo de zaraza normanda. Las gruesas vigas del techo, atezadas por el tiempo, ne­gras y ahumadas, atravesaban el cuarto de parte a parte, sosteniendo el delgado suelo del granero por el que corrían día y noche manadas de ratas.
El suelo de tierra apelmazada, con gibas húmedas, se veía grasiento, y al fondo de la habitación, el lecho formaba una mancha vagamente blanca. Un ruido regular, ronco, una respiración dura, de estertor, sil­bante, con un gargarear de agua como el que hace una bomba quebrada, partía del camastro tenebroso donde agonizaba un anciano, el padre de la campe­sina.
El hombre y la mujer se acercaron y miraron al moribundo con ojos plácidos y resignados.
El yerno dijo:
-Esta vez, la cosa ha terminado. Ni siquiera lle­gará a la noche.
La mujer añadió:
-Desde mediodía está con ese zurridó en la garganta.
Se callaron. El padre tenía los ojos cerrados, el rostro color de tierra, tan seco que parecía de made­ra. Su boca entreabierta dejaba pasar la respira­ción sacudida y dura, y la sábana de tela gris se le­vantaba sobre el pecho a cada aspiración.
Después de un largo silencio, el yerno dijo:
-No hay más que dejarlo que termine. No pode­mos hacer nada. Habrá que enterrarlo el sábado, y mañana será menester que yo invite para el duelo. Tengo cinco o seis libras para ir de Tourville a Ma­netot, a ver a la gente.
La mujer, después de haber meditado por dos o tres minutos, opinó:
-No son ni las tres, y podías comenzar tus visi­tas. Puedes decir que ha muerto ya, puesto que no pasará de hoy.
El hombre permaneció perplejo por unos segundos pensando las consecuencias y las ventajas de la idea. Por fin, dijo:
-Bueno, me voy.
Fue a salir y después de titubear un poco, volvió:
-Ya que no tienes labor, cuece las manzanas, y haz los buñuelos para los que van a venir al duelo, para que tengan con qué reconfortarse. Enciende la hornilla con la leña que hay bajo el cobertizo del mo­lino. Está seca.
Salió del cuarto, entró a la cocina, abrió el apara­dor, sacó un pan de seis libras, y cortando de él, cui­dadosamente, una rebanada, recogió las migajas que cayeron sobre la mesa con el cuenco de la mano y, pa­ra no desperdiciar nada, se las echó a la boca. Luego sacó con la punta del cuchillo un poco de manteca del fondo de un pote de greda, la extendió sobre su pan, y se puso a comerlo lentamente, como lo hacía todo.
Volvió a atravesar el patio, tranquilizó al perro, que había empezado a ladrar, salió al camino que bordeaba el cercado y se alejó en dirección de Tour­ville.
Sola, la mujer se puso a trabajar. Sacó la harina y preparó la masa para los buñuelos. La amasó de­tenidamente, dándole vueltas, manoteándola, aplas­tándola. Hizo con ella una gruesa bola amarillenta y la dejó a un lado de la mesa. Fué entonces a buscar manzanas y para no lastimar al árbol con la pértiga subió utilizando un escabel. Escogió minuciosamen­te las frutas, para no tomar sino las maduras, y las fue echando a su delantal.
Desde el camino una voz llamó:
-¡Eh, señora Chicot!
Ella se volvió: era un vecino, maese Osime Favet, el alcalde, que iba a estercolar sus tierras, sentado a horcajadas sobre el volquete. La mujer contestó:
-¿En qué puedo servirle, maese Osime?
-¿Y el padre, cómo anda?
-Casi muerto -respondió ella. El sábado es el entierro, a las siete.
El vecino añadió:
-Bien. Buena suerte. Que usted lo pase bien.
Y ella agradeciendo:
-Gracias, lo mismo le digo a usted.
Y tornó a coger manzanas. 
Cuando hubo vuelto a la casa, fue a ver a su padre, esperando hallarlo muerto. Pero desde la puerta oyó el estertor monótono y, juzgando inútil acercarse al lecho para no perder tiempo, comenzó a preparar los buñuelos.
Envolvía las frutas, una por una, en una delgada capa de masa y las iba alineando al borde de la mesa. Cuando tuvo hechas cuarenta bolas, puestas en fila, por docenas; pensó en preparar la comida; puso al fuego la olla para cocer las manzanas; pues había pensado que era inútil encenderla hornilla aquel mis­mo día, teniendo todo el día siguiente para los pre­parativos.
Su hombre volvió a las cinco. Apenas se asomó a la puerta, preguntó:
-¿Terminó ya?
Ella respondió:
-Todavía no. Aun sigue gargareando.
Fueron a ver. El viejo seguía en el mismo estado. Su respiración ronca, regular, como el movimiento de un reloj, no se había acelerado ni retardado. Vol­vía de segundo en segundo, variando un poco de to­no, según que el aire entrara o saliera del pecho.
El yerno le miró y dijo:
-Terminará sin que nos demos cuenta, como una vela.
Volvieron a la cocina, y sin hablar, se pusieron a comer. Cuando se habían tomado la sopa, se sirvié­ron una rebanada de pan con manteca y luego, ape­nas lavados los platos, fueron dé nuevo a la habita­ción del agonizante.
La mujer, sosteniendo una lamparilla de mecha húmeante, la pasó ante el rostro de su padre. Si no respiraras cualquiera lo tomaría por muerto.
La cama de los dos campesinos estaba oculta al otro lado del cuarto, en una especie de hornacina. Se acostaron sin decir palabra, apagaron la luz y ce­rraron los ojos; muy pronto, dos ronquidos desigua­les, uno más profundo, más agudo el otro., acompa­ñaron el ronquido constante del moribundo,
Las ratas corrían por el granero.
El marido despertó al alba. Su suegro aun vivía. Sacudió a su mujer, inquieto por aquella resistencia del viejo.
-Oye, Femia. Este no quiere morirse. ¿Qué ha­rías tú dí?
Sabía que ella era buena consejera.
La mujer respondió:
-No pasará del día, seguramente. No hay nada que temer. Supuesto que el alcalde no se oponga a que le entierren mañana, a pesar de todo; ya lo hi­cieron con Maese Renard, el padre, que se murió cuando la siembra.
El quedó convencido con la evidencia del razona­miento y salió al campo.
Al mediodía, el viejo no había muerto. La gente avisada vino por grupos a mirar al ancian6 y a irse después de haber dicho alguna frase.
A las seis, cuando volvieron, el padre respiraba aún. El yerno terminó por asustarse.
-¿Qué harías tú en una situación así, Femia?
Ella tampoco supo decidir. Fueron en busca del alcalde. Este prometió que él cerraría los ojos y au­torizaría el entierro. El practicante, a quien también fueron a ver, se obligó asimismo, por complacer a Maese Chicot, a anticipar la fecha de la defunción en el certificado. El hombre y la mujer regresaron tranquilos.
Se acostaron y durmieron como la víspera, mez­clando sus respiraciones sonoras con la débil respira­ción del viejo.
Cuando despertaron, éste aun no había muerto.
Y entonces ambos se sintieron aterrados. Esta­ban de pie, a la cabecera del lecho del padre, mirán­dolo con desconfianza, como si hubiera querido ju­garles una mala pasada, engañarles, contrariarles por gusto; y sobre todo, no le perdonaban el tiempo que les hacía perder.
El yerno preguntó:
-¿Qué vamos a hacer?
Ella no sabía nada; respondió:
-Es una contrariedad.
Ya no se podía avisar a los invitados que iban a lle­gar. Decidieron esperar y explicarles la cosa.
A las siete menos diez aparecieron los primeros. Las mujeres, de negro, cubierta la cabeza con un gran velo, aparentaban tristeza. Los hombres, molestos en sus trajes de paño, se adelantaban más despacio­samente, sin dejar de hablar de negocios.
Maese Chicot y su mujer, desconcertados, les re­cibieron dando muestras de estar desolados; y am­bos, al acercarse al primer grupo, se pusieron a llorar a la vez. Explicaban el asunto, manifestaban su preo­cupación por que el viejo no se. había muerto, ofre­cían sillas, se excusaban, querían probar que cualquier otro habria hecho lo misrrió que ellos, charlaban sin descanso, pues se habían vuelto de súbito parlanchi­nes hasta no dejar hablar a nadie más.
Iban de unos a otros:
-No lo hubiera creído. Es increíble que haya du­rado tanto.
Los invitados, sin saber qué hacer, un poco decep­cionados, como gente que ve faltar la ceremonia que esperaban, permanecían allí, unos sentados, otros de pie. Algunos quisieron irse. Pero Maese Chicot les retuvo:
-Vamos a tomar un bocado, a pesar de todo. Ha­bíamos hecho esos buñuelos. Hay que aprovecharlos.
Las caras se animaron a esta idea. Se empezó a ha­blar en voz baja. El patio se iba llenando poco a po­co; co; los que habían llegado primero decían la noticia a los recién venidos. Se cuchicheaba, y la idea de los buñuelos animaba a todo el mundo.
Las mujeres entraban para mirar al moribundo. Se persignaban junto al lecho, balbucían una ora­ción, salían. Los hombres, menos ávidos de aquel es­pectáculo, echaban una mirada desde la ventana que había sido abierta.
La señora Chicot explicó la agonía:
-Hace dos días que está así, ni más alto ni más bajo. ¿No parece una bomba con poca agua?
Cuando todo el mundo hubo visto al agonizante, se pensó en la colación. Pero como eran muy nume­rosos para caber en la cocina, se sacó la mesa ante la puerta. Las cuatro docenas de buñuelos, dorados, ape­titosos, atraían las miradas, colocadas en grandes platos. Cada uno adelantaba al brazo para tomar, temiendo que no hubiera bastante. Pero quedaron cuatro.
Maese Chicot, con la boca llena, dijo:
-Si él nos vierá, le daría pena; le gustaban mu­cho cuando vivía.
Un campesino gordo y jovial comentó:
-Ahora no le toca comer a él. Cada uno a su vez. Esta reflexión, lejos de entristecer a los invitados, pareció alegrarlos. Sí, a ellos les tocaba ahora comer bolas.
La señora Chicot, desolada por el gasto, iba sin cesar a buscar sidra a la bodega. Las jarras se suce­dían sin descanso. Ya había risas, se hablaba fuerte y se comenzaba a gritar, como se grita en las comi­das.
De pronto una vieja campesina, que se había que­dado junto al moribundo, retenida por un ávido te­mor a aquello que pronto le sucedería a ella misma, apareció en la ventana y gritó con voz aguda:
-¡Ha muerto! ¡Ha muerto!
Todos callaron. Las mujeres se levantaron apri­sa para ir a ver.
Había muerto, efectivamente. Había dejado de roncar. Los hombres se miraban y bajaban los ojos, incómodos. No habían terminado de masticar los bu­ñuelos. Había partido en un momento inoportuno aquel bribón.
Ahora los Chicot no lloraban. Aquello había aca­bado y estaban tranquilos. Repetían:
-Sabíamos que esto no podía durar. Si se hubie­ra decidido anoche, no habríamos tenido esta moles­tia...
Daba lo mismo. Había terminado. Se le enterra­ría el lunes, y se volvería a comer buñuelos en esa ocasión.
Los invitados se fueron, parloteando, contentos de haber estado y de haber podido tomar un bocadillo.
Y cuando el hombre y la mujer se quedaron solos, frente a frente, ella dijo, con el rostro contraído por la angustia:
-Habrá que hacer cuatro docenas de bolas. ¡Si se hubiera decidido anoche, por lo menos!
Y el marido, más resignado, añadió:
-Bueno, pero esto no va a suceder todos los días.

1.042. Maupassant (Guy de) - 052

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