A Paul
Bourget.
-Las grandes desdichas no me entristecen -dijo
Juan Bridelle, un solterón que pasaba por escéptico.
-He visto la guerra muy de cerca, y saltaba sobre
los cadáveres sin compadecerme. Las fuertes brutalidades de la naturaleza o de
los hombres pueden hacer que lancemos gritos de horror o de indignación, pero
no nos dan ese pellizco en el corazón, ese escalofrío que recorre la espalda
al ver algunas dolorosas menudencias.
El más violento dolor que se pueda experimentar,
es cierto, es la pérdida de un hijo por una madre, y la pérdida de la madre por
un hombre. Esto es terrible, violento, transtorna y desgarra; pero se cura de
estas catástrofes como de anchas, profundas heridas sangrientas. Empero,
ciertas circuns-tancias, ciertas cosas entrevistas, adivinadas, algunas penas
secretas, algunas perfidias de la suerte, que remueven en nosotros un mundo de
dolorosos pensamientos, que entreabren bruscamente ante nosotros la puerta misteriosa
de los sufrimientos morales, complicados, incurables, tanto más profundos
cuanto más benignos parecen, tan más agudos cuanto más inaprensibles se
antojan, tanto más tenaces cuanto más ficticios aparentan ser, nos dejan en el
alma como una estela de tristeza, un sabor de amargura, una sensación de desencanto
de la que tardamos mucho tiempo en desembarazamos.
Siempre tengo ante mis ojos dos o tres cosas que
otros no habrían observado, seguramente, y que han entrado en mí como largos y
delgado pinchazos incurables.
Ustedes no comprenderán quizás la emoción que me
han dejado esas rápidas impresiones. No les hablaré sino de una de ellas. Es
muy antigua, pero está viva, como si fuera de ayer. Puede ser que mi imaginación
haya fraguado por sí sola este enternecimiento mío.
Tengo cincuenta años. En aquel entonces era joven
y estudiaba Derecho. Un poco triste, algo soñador, impregnado de una filosofía
melancólica, no me atraían los cafés bulliciosos, ni los camaradas gritones, ni
las mujeres estúpidas. Me levantaba temprano y uno de mis placeres más queridos
era pasearme solo, a eso de las ocho de la mañana, por el vivero del Jardín del
Luxemburgo.
¿No han conocido ustedes ese vivero? Era como un
jardín olvidado del otro siglo, un jardín lindo como una dulce sonrisa de
anciana. Cercos apretados separaban las avenidas estrechas y regulares, tranquilas
sendas entre dos muros de follaje, tallados cuidadosamente; las grandes tijeras
del jardinero alineaban constantemente aquellos tabiques de ramaje; y de vez
en vez se encontraban parterres, cuadros y macizos de flores, grupos de
arbolillos dispuestos como colegiales de paseo, magníficas rosaledas o
regimientos de frutales.
Un rincón de aquel maravilloso bosquecillo estaba
habitado por las abejas. Sus casas de paja, sabiamente espaciadas sobre
tablas, abrían al sol sus puertas del tamaño de un dedal; y por todo el camino
se encontraban los dorados insectos zumbadores, verdaderos dueños de aquel
lugar pacífico, paseantes absolutos de aquellas tranquilas sendas.
Yo iba casi todas las mañanas. Allí me sentaba en
un banco, y leía. A veces dejaba caer el libro sobre mis rodillas, para
pensar, para oír vivir París en mi derredor y gozar del reposo infinito de
aquel jardincillo al antiguo estilo.
Pero pronto me di cuenta de que yo era el único
que frecuentaba aquel lugar, y a veces me encontraba frente a frente, al
revolver un macizo, con un extraño viejecillo.
Llevaba zapatos con hebilla de plata, un
redingote color tabaco, un encaje a guisa de corbata y un inverosímil sombrero
gris de grandes alas y largos pelos, que hacía pensar en el diluvio. Era
delgado el viejecillo, muy delgado, anguloso, lleno de mohines y sonriente. Sus
vivaces ojos palpitaban, se agitaban bajo un continuo movimiento de los
párpados; y llevaba siempre en la mano un soberbio bastón con puño de oro que
debía ser para él algún recuerdo magnífico.
Este hombre me causó extrañeza, al principio y
luego me interesó extraordinariamente. Lo observaba a través de las paredes de
hojas, lo seguía de lejos, deteniéndome al doblar los boscajes para no ser
visto.
Pues bien, una mañana, creyendo que nadie le
veía, el viejecilló se puso a hacer unos singulares movimientos: primero, unos
saltitos, luego una reverencia; luego, con su pierna delgada, hizo una cabriola
bastante ágil, y comenzó a girar elegantemente, dando saltos leves,
balanceándose de un modo extraño, sonriendo como ante un publico, agradeciendo,
dando vueltas, dirigiendo al vacío ligeros saludos ridículos y enternecedores.
¡Estaba bailando!
Me quedé petrificado de extrañeza, preguntándome
cuál de los dos era el loco: si él o yo.
Pero él se detuvo de pronto, se adelantó, como hacen
los actores en escena, se inclinó, retrocediendo con sonrisas graciosas y besos
de comedianta que echaba con su mano temblorosa a las dos filas de recortados
arbolillos.
Y continuó seriamente su paseo.
A partir de este día, no lo perdí de vista; y cada
mañana recomenzaba su ejercicio inexplicable. Sentía yo unas ganas locas de
hablarle. Me arriesgué y habiéndole saludado, le dije:
-Hace un día hermosísimo, señor.
El se inclinó:
-Sí, señor, hace un tiempo como el de antaño.
Ocho días después, éramos amigos, y conocí su historia.
Había sido maestro de danza en la
Opera , en tiempos del rey Luis XV. Su hermoso bastón era un
regalo del conde de Clermont. Y cuando se le hablaba de baile, no cesaba de
hablar. Así, un día me dijo:
-Yo me casé con la Castris , señor. Se la
presentaré, si usted quiere, pero ella no viene acá tan temprano. Este jardín
que usted ve es"nuestro placer y nuestra vida. Es todo lo que nos queda de
antaño. Nos parece que no podríamos subsistir si no lo tuviéramos. Esto es
antiguo y distinguido. ¿Verdad? Aquí creo respirar un aire que no ha cambiado
desde mi juventud. Mi mujer y yo pasarnos aquí todas las tardes, pero yo vengo
también por las mañanas, pues me levanto temprano.
Apenas almorcé, volví al Luxemburgo y pronto vi a
mi amigo que daba el brazo ceremoniosamente a una viejecita vestida de negro, a
la que fuí presentado. Era la
Castris , la gran bailarina amada de los príncipes, amada del
rey, amada de todo aquel siglo galante que parece haber dejado en el mundo un
olor de amor.
Nos sentamos en un banco. Era por mayo. Un
perfume de flores revoloteaba en los limpios senderos; un grato sol se
deslizaba entre las hojas y diseminaba sobre nosotros anchas gotas de luz. El
vestido negro de la Castris
parecía empapado de claridad.
El jardín estaba vacío. A lo lejos, se oía el
rodar de los fiacres.
-Explíqueme usted -dije al viejo bailarín- lo
que era el minué.
Tembló.
-El minué, señor, es el rey de los bailes, y el
baile de los reyes. ¿Comprende usted? Desde que no hay reyes, no hay minué.
Y comenzó, con estilo pomposo, un largo elogio
ditirámbico del que no entendí nada. Quise hacerme describir los pasos, todos los
movimientos, lás posturas. El se embarullaba, desesperándose con su impotencia,
nervioso y desolado.
De pronto, volviéndose hacia su antigua compañera,
siempre silenciosa, le dijo:
-Elisa, ¿quieres, serás tan buena que... que mostremos
a este señor lo que era el minué?
Ella miró inquieta hacia todas partes; luego, sin
decir palabra, se levantó y fue a colocarse frente a él.
Y entonces vi algo inolvidable.
Ambos iban y venían con movimientos infantiles,
se sonreían, se balanceaban, se inclinaban, daban saltitos como dos viejas
muñecas a las que hiciera danzar un antiguo mecanismo, un poco estropeado,
construída antaño por algún experto obrero, a la manera de su tiempo.
Y yo los miraba, con el corazón lleno de sensaciones
extraordinarias y el alma conmovida por una indecible melancolía. Me parecía
ver una aparición lamentable y cómica, la sombra pasada de moda de un siglo.
Tenía a la vez ganas de reír y de llorar.
De pronto se detuvieron; habían terminado las
figuras de la danza. Por
unos cuantos segundos permanecieron de pie, uno frente a otro, haciendo mohines
sorprendentes; luego se besaron sollozando.
Tres días después partí para mi provincia. No los
volví. a ver. Cuando regresé a París, dos años más tarde, habían destruido el
vivero ¿Qué se han hecho sin el querido jardín de otrora, con sus laberintos,
su olor del pasado y las revueltas graciosas de sus botes? ¿Han muerto? ¿Andan
errantes por las calles modernas, como desterrados sin esperanza? ¿O están
danzando como grotescos espectros, un minué fantástico entre los cipreses de
algún cementerio, a lo largo de los senderos bordeados de tumbas al claro de
luna?
Su recuerdo me persigue, me obsesiona, me
tortura, permanece en mí como una herida. ¿Por qué? No lo sé.
¿Encuentran ustedes que todo esto es ridículo, no
es verdad?
1.042. Maupassant (Guy de) - 052
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