Translate

lunes, 20 de octubre de 2014

Minue

A Paul Bourget.

-Las grandes desdichas no me entristecen -dijo Juan Bridelle, un solterón que pasaba por escéptico.
-He visto la guerra muy de cerca, y saltaba sobre los cadáveres sin compadecerme. Las fuertes bruta­lidades de la naturaleza o de los hombres pueden ha­cer que lancemos gritos de horror o de indignación, pero no nos dan ese pellizco en el corazón, ese esca­lofrío que recorre la espalda al ver algunas dolorosas menudencias.
El más violento dolor que se pueda experimentar, es cierto, es la pérdida de un hijo por una madre, y la pérdida de la madre por un hombre. Esto es terrible, violento, transtorna y desgarra; pero se cura de es­tas catástrofes como de anchas, profundas heridas sangrientas. Empero, ciertas circuns-tancias, ciertas cosas entrevistas, adivinadas, algunas penas secre­tas, algunas perfidias de la suerte, que remueven en nosotros un mundo de dolorosos pensamientos, que entreabren bruscamente ante nosotros la puerta mis­teriosa de los sufrimientos morales, complicados, in­curables, tanto más profundos cuanto más benignos parecen, tan más agudos cuanto más inaprensibles se antojan, tanto más tenaces cuanto más ficticios aparentan ser, nos dejan en el alma como una estela de tristeza, un sabor de amargura, una sensación de desencanto de la que tardamos mucho tiempo en desembarazamos.
Siempre tengo ante mis ojos dos o tres cosas que otros no habrían observado, seguramente, y que han entrado en mí como largos y delgado pinchazos incu­rables.
Ustedes no comprenderán quizás la emoción que me han dejado esas rápidas impresiones. No les ha­blaré sino de una de ellas. Es muy antigua, pero es­tá viva, como si fuera de ayer. Puede ser que mi ima­ginación haya fraguado por sí sola este enterneci­miento mío.
Tengo cincuenta años. En aquel entonces era jo­ven y estudiaba Derecho. Un poco triste, algo so­ñador, impregnado de una filosofía melancólica, no me atraían los cafés bulliciosos, ni los camaradas gritones, ni las mujeres estúpidas. Me levantaba temprano y uno de mis placeres más queridos era pasearme solo, a eso de las ocho de la mañana, por el vivero del Jardín del Luxemburgo.
¿No han conocido ustedes ese vivero? Era como un jardín olvidado del otro siglo, un jardín lindo co­mo una dulce sonrisa de anciana. Cercos apretados separaban las avenidas estrechas y regulares, tran­quilas sendas entre dos muros de follaje, tallados cuidadosamente; las grandes tijeras del jardinero alineaban constantemente aquellos tabiques de ra­maje; y de vez en vez se encontraban parterres, cuadros y macizos de flores, grupos de arbolillos dispuestos como colegiales de paseo, magníficas ro­saledas o regimientos de frutales.
Un rincón de aquel maravilloso bosquecillo estaba habitado por las abejas. Sus casas de paja, sabia­mente espaciadas sobre tablas, abrían al sol sus puer­tas del tamaño de un dedal; y por todo el camino se encontraban los dorados insectos zumbadores, ver­daderos dueños de aquel lugar pacífico, paseantes absolutos de aquellas tranquilas sendas.
Yo iba casi todas las mañanas. Allí me sentaba en un banco, y leía. A veces dejaba caer el libro so­bre mis rodillas, para pensar, para oír vivir París en mi derredor y gozar del reposo infinito de aquel jar­dincillo al antiguo estilo.
Pero pronto me di cuenta de que yo era el único que frecuentaba aquel lugar, y a veces me encontra­ba frente a frente, al revolver un macizo, con un extraño viejecillo.
Llevaba zapatos con hebilla de plata, un redingote color tabaco, un encaje a guisa de corbata y un in­verosímil sombrero gris de grandes alas y largos pe­los, que hacía pensar en el diluvio. Era delgado el viejecillo, muy delgado, anguloso, lleno de mohines y sonriente. Sus vivaces ojos palpitaban, se agita­ban bajo un continuo movimiento de los párpados; y llevaba siempre en la mano un soberbio bastón con puño de oro que debía ser para él algún recuer­do magnífico.
Este hombre me causó extrañeza, al principio y luego me interesó extraordinariamente. Lo obser­vaba a través de las paredes de hojas, lo seguía de lejos, deteniéndome al doblar los boscajes para no ser visto.
Pues bien, una mañana, creyendo que nadie le veía, el viejecilló se puso a hacer unos singulares movimientos: primero, unos saltitos, luego una re­verencia; luego, con su pierna delgada, hizo una ca­briola bastante ágil, y comenzó a girar elegantemen­te, dando saltos leves, balanceándose de un modo extraño, sonriendo como ante un publico, agrade­ciendo, dando vueltas, dirigiendo al vacío ligeros sa­ludos ridículos y enternecedores. ¡Estaba bailando!
Me quedé petrificado de extrañeza, preguntán­dome cuál de los dos era el loco: si él o yo.
Pero él se detuvo de pronto, se adelantó, como ha­cen los actores en escena, se inclinó, retrocediendo con sonrisas graciosas y besos de comedianta que echaba con su mano temblorosa a las dos filas de re­cortados arbolillos.
Y continuó seriamente su paseo.
A partir de este día, no lo perdí de vista; y cada mañana recomenzaba su ejercicio inexplicable. Sentía yo unas ganas locas de hablarle. Me arries­gué y habiéndole saludado, le dije:
-Hace un día hermosísimo, señor.
El se inclinó:
-Sí, señor, hace un tiempo como el de antaño.
Ocho días después, éramos amigos, y conocí su historia. Había sido maestro de danza en la Opera, en tiempos del rey Luis XV. Su hermoso bastón era un regalo del conde de Clermont. Y cuando se le habla­ba de baile, no cesaba de hablar. Así, un día me dijo:
-Yo me casé con la Castris, señor. Se la presen­taré, si usted quiere, pero ella no viene acá tan tem­prano. Este jardín que usted ve es"nuestro placer y nuestra vida. Es todo lo que nos queda de antaño. Nos parece que no podríamos subsistir si no lo tu­viéramos. Esto es antiguo y distinguido. ¿Verdad? Aquí creo respirar un aire que no ha cambiado desde mi juventud. Mi mujer y yo pasarnos aquí todas las tardes, pero yo vengo también por las mañanas, pues me levanto temprano.
Apenas almorcé, volví al Luxemburgo y pronto vi a mi amigo que daba el brazo ceremoniosamente a una viejecita vestida de negro, a la que fuí presen­tado. Era la Castris, la gran bailarina amada de los príncipes, amada del rey, amada de todo aquel si­glo galante que parece haber dejado en el mundo un olor de amor.
Nos sentamos en un banco. Era por mayo. Un perfume de flores revoloteaba en los limpios sende­ros; un grato sol se deslizaba entre las hojas y dise­minaba sobre nosotros anchas gotas de luz. El ves­tido negro de la Castris parecía empapado de claridad.
El jardín estaba vacío. A lo lejos, se oía el rodar de los fiacres.
-Explíqueme usted -dije al viejo bailarín- ­lo que era el minué.
Tembló.
-El minué, señor, es el rey de los bailes, y el bai­le de los reyes. ¿Comprende usted? Desde que no hay reyes, no hay minué.
Y comenzó, con estilo pomposo, un largo elogio ditirámbico del que no entendí nada. Quise hacerme describir los pasos, todos los movimientos, lás pos­turas. El se embarullaba, desesperándose con su im­potencia, nervioso y desolado.
De pronto, volviéndose hacia su antigua compa­ñera, siempre silenciosa, le dijo:
-Elisa, ¿quieres, serás tan buena que... que mos­tremos a este señor lo que era el minué?
Ella miró inquieta hacia todas partes; luego, sin decir palabra, se levantó y fue a colocarse frente a él.
Y entonces vi algo inolvidable.
Ambos iban y venían con movimientos infantiles, se sonreían, se balanceaban, se inclinaban, daban saltitos como dos viejas muñecas a las que hiciera danzar un antiguo mecanismo, un poco estropeado, construída antaño por algún experto obrero, a la manera de su tiempo.
Y yo los miraba, con el corazón lleno de sensacio­nes extraordinarias y el alma conmovida por una indecible melancolía. Me parecía ver una aparición lamentable y cómica, la sombra pasada de moda de un siglo. Tenía a la vez ganas de reír y de llorar.
De pronto se detuvieron; habían terminado las figuras de la danza. Por unos cuantos segundos per­manecieron de pie, uno frente a otro, haciendo mo­hines sorprendentes; luego se besaron sollozando.
Tres días después partí para mi provincia. No los volví. a ver. Cuando regresé a París, dos años más tarde, habían destruido el vivero ¿Qué se han hecho sin el querido jardín de otrora, con sus laberintos, su olor del pasado y las revueltas graciosas de sus botes? ¿Han muerto? ¿Andan errantes por las calles modernas, como desterrados sin esperanza? ¿O están danzando como grotescos espectros, un minué fantás­tico entre los cipreses de algún cementerio, a lo largo de los senderos bordeados de tumbas al claro de luna?
Su recuerdo me persigue, me obsesiona, me tortura, permanece en mí como una herida. ¿Por qué? No lo sé.
¿Encuentran ustedes que todo esto es ridículo, no es verdad?

1.042. Maupassant (Guy de) - 052

No hay comentarios:

Publicar un comentario