Al
día siguiente, después del desayuno, el conde me propuso dar un
paseo. Se trataba de visitar un kapas
-con
tal nombre conocen los lituanos los túmulos a los que llaman hurgan
los rusos- muy célebre en el país, porque, en otros tiempos, los
poetas y los brujos, una misma cosa, se reunían allí en ciertas y
solemnes ocasiones.
-Puedo
ofrecerle -me dijo- un caballo muy manso; siento no poder llevarle en
coche; pero, en verdad, el camino por el que vamos a arriesgarnos no
lo permite en modo alguno.
Hubiera
preferido quedar en la biblioteca tomando notas, mas no creí
correcto oponerme al deseo de mi generoso huésped, y acepté. Los
caballos nos aguardaban al pie de la escalinata; en el patio había
un doméstico con un perro atado. El conde se detuvo un instante y,
volviéndose a mí, dijo:
-Señor
profesor: ¿entiende usted de perros?
-Muy
poco, excelencia.
-El
estaroste de Zorany, en donde tengo unas tierras, me envía ese
sabueso, del que cuenta maravillas. ¿Quiere verlo?
Llamó
al criado, que le trajo el perro. Era un hermosísimo animal.
Familiarizado con aquel hombre, saltaba alegremente y parecía lleno
de ardor; pero, al acercarse el conde, metió el rabo entre las
piernas y reculó como herido de un terror súbito. Le acarició el
conde, lo que le hizo aullar de un modo deplorable, y contemplándolo
por algún tiempo, con mirada de perito, dijo:
-Creo
que será bueno. Que se tenga cuidado con él.
Dicho
esto, montó a caballo.
-Señor
profesor -me dijo el conde; desde nuestra aparición en la avenida
del castillo no habrá dejado de observar el miedo del perro. He
querido que fuera usted testigo... Como sabio que es, debe explicar
los enigmas... ¿Por qué los animales tienen miedo de mí?
-En
verdad, señor conde, aunque honrándome mucho, me confunde con un
Edipo. No soy más que un pobre profesor de lingüística comparada.
Se podría...
-Tenga
en cuenta -interrumpió- que yo no maltrato nunca a los caballos ni a
los perros. Me es imposible dar un fustazo al pobre animal que comete
una falta sin saberlo. Sin embargo, no puede figurarse la aversión
que les inspiro a los caballos y a los perros. Para que se
acostumbren a mí, necesito doble tiempo y trabajo que cualquier
otro. Mire usted, el caballo que usted monta, he logrado reducirlo al
cabo de mucho tiempo; ahora es manso como un cordero.
-Creo,
señor conde, que los animales son fisonomistas, y que descubren
inmediatamente si la persona que ven por vez primera siente o no
simpatía por ellos. Supongo que no quiere a los animales sino por el
servicio que le prestan; por el contrario, hay personas que sienten
una natural inclinación por algunos de ellos, de lo que
inmediatamente se aperciben. Yo, por ejemplo, tengo, desde mi
infancia, una instintiva predilección por los gatos. Rara vez huyen
de mí cuando me aproximo para acariciarlos: jamás me ha arañado un
gato.
-Todo
eso es muy posible -dijo el conde. En efecto: ignoro lo que sea
sentir simpatía por los animales... Apenas si son mejores que los
hombres... Le llevo, señor profesor, a una selva en la que, ahora
mismo, existe floreciente el imperio de las bestias, la matecznik,
la gran matriz, la gran fábrica de los seres. Si, según nuestras
tradiciones, nadie ha sondeado las profundidades, nadie ha podido
llegar al centro de esos bosques, de esos pantanos, si se exceptúa,
claro está, a los señores poetas y brujos, que en dondequiera se
meten. Allí viven en república los animales... o bajo un gobierno
constitucional, no me atrevo a decirlo fijamente. Los leones, los
osos, los antes, los yubrs
-que
son nuestros bisontes, todos viven juntos y en buena armonía. El
mamut, que aun se conserva allí, goza de un gran predicamento. Es,
según creo, mariscal de la asamblea. Tienen una policía severísima,
y cuando encuentran a algún animal vicioso, lo juzgan y destierran.
Cae entonces con fiebre, y se ve obligado a internarse en el país de
los hombres, del que difícilmente escapa (1).
-Curiosísima
leyenda -exclamé; pero, señor conde, usted habla del bisonte, ese
noble animal que César ha descrito en sus Comentarios,
y que los reyes merovingios cazaban en la selva de Compiègne;
¿existe aún, realmente, en Lituania, como he oído decir?
-Seguramente.
Mi mismo padre mató un yubr,
con permiso, claro está, de las autoridades. En el salón ha podido
verlo. Yo nunca los he visto por aquí, y creo que son rarísimos.
Por el contrario, hay lobos y osos un abundancia. Por la posibilidad
de un encuentro con alguno de esos señores, traigo este instrumento
-señalándome un tchekhol
(2)
circasiano que llevaba a la bandolera- y una carabina de dos cañones,
mi criado.
Comenzamos
a introducirnos en la selva. A poco desapareció el estrechísimo
sendero que nos conducía, viéndonos obligados de continuo a
soslayar los enormes árboles de ramaje tan a ras de tierra que nos
cerraban el paso. Algunos, derribados y secos de antiguos que eran,
se nos ofrecían como una especie de baluarte coronado por una fila
de caballos de frisa, imposible de franquear. También vimos charcas
profundas cubiertas de nenúfares y lentículas acuáticas, y más
lejos algunos claros que daban a la hierba un brillo como de
esmeraldas; pero desgraciado del que por allí se aventurase, pues
esa rica y engañosa vegetación oculta con frecuencia abismos de
lodo en los que caballo y caballero desaparecerían para siempre. Las
dificultades del camino interrumpieron nuestra conversación. Por mi
parte, me limitaba a seguir con gran cuidado al conde, admirando su
imperturbable sagacidad, que le permitía guiarse sin brújula y dar
con el camino que más derechamente y a propósito condujera al
kapas.
Sin duda, había cazado con frecuencia en aquellos bosques salvajes.
Descubrimos,
al fin, el túmulo en el centro de un extenso claro del bosque. Era
de gran elevación y lo rodeaba un foso, fácilmente perceptible aun
a pesar de las malezas y de los hundimientos. A lo que parecía,
había sido objeto de excavaciones. En la cumbre vi los restos de una
construcción de piedra, en parte calcinada. Una mezcla, en gran
cantidad, de cenizas y carbón, y algunos restos de cacharros
ordinarios esparcidos acá y allá, demostraban que se había
encendido fuego en la cima del túmulo durante un tiempo
considerable. Si damos fe a las tradiciones corrientes, en tal sitio
y en una cierta época se hicieron sacrificios humanos; pero no hay
apenas religión extinguida a la que no se le haya imputado la
celebración de tan abominables ritos, y dudo que pudiera
justificarse, con testimonios históricos, esa tradición acerca de
los antiguos lituanos.
Al
descender del túmulo el conde y yo, en busca de nuestros caballos,
que aguardaban del lado allá del foso, vimos avanzar hacia nosotros,
apoyándose en un bastón y con una cesta en la mano, a una vieja.
-Mis
buenos señores -dijo acercándose a nosotros, tengan caridad de mí,
por el amor de Dios, y denme con qué comprar un vaso de aguardiente
que reanime mi desfallecido cuerpo.
El
conde, arrojándole una moneda de plata, le preguntó qué hacía en
el bosque, tan alejada de todo paraje habitado. Y ella, en lugar de
responderle, le enseñó su cesto abarrotado de setas. Aunque mis
conocimientos botánicos son limitadísimos, se me antojó que la
mayoría de aquellas setas eran venenosas.
-Buena
mujer -le dije, supongo que no intentará comerse eso.
-Mi
buen señor -respondió la vieja con una triste sonrisa, los pobres
comen cuanto Dios les da.
-Usted
no conoce los estómagos lituanos -repuso el conde; son de hierro.
Nuestros campesinos se comen todas las setas que encuentran, y hasta
les sientan bien.
-Al
menos, impediré que se tome el agaricus
necator,
que veo en su cesta -exclamé.
-Y
alargué la mano para coger una seta de las más venenosas; pero la
anciana retiró vivamente el cesto.
-Cuidado
-dijo con acento de terror- que tienen un guardián... ¡Pirkuns
¡Pirkuns!
Pirkuns,
dicho sea de paso, es el nombre samojitico de la divinidad que los
rusos llaman Perun,
o sea el Júpiter tonans
de los eslavos. Si con gran sorpresa oí a la anciana invocar a un
dios del paganismo, con mayor aún vi a las setas elevarse. La negra
cabeza de una serpiente surgió de entre ellas y se elevó un pie,
por lo menos, fuera del cesto. Di un salto atrás y el conde escupió
por encima del hombro, conforme a la supersticiosa costumbre de los
eslavos, que creen, de esta manera, desviar el maleficio, como los
antiguos romanos. La anciana dejó el cesto en tierra, se puso en
cuclillas a un lado y después, con la mano extendida hacia la
serpiente, pronunció algunas palabras ininteligibles, con
apariencias de sortilegio. La serpiente, por un momento, quedó
inmóvil; después, enroscándose alrededor del descarnado brazo de
la vieja, desa-pareció por la manga de su gabán de piel de carnero,
que era, al parecer, con una mala camisa, toda la indumentaria de
aquella Circe lituana. La vieja nos miraba con una risita de triunfo,
como un escamoteador que acaba de ejecutar un juego de manos difícil.
Había en su rostro esa mezcla de astucia y estupidez que no es rara
entre los que se las dan de brujos, en su mayoría, y a la vez,
ingenuos y sagaces.
-He
aquí -me dijo el conde en alemán- una muestra de color local; una
bruja que encanta a una serpiente, al pie de un kapas,
en presencia de un sabio profesor y de un ignorante hidalgo lituano.
Precioso asunto de cuadro de género para su compatriota Knaus...
¿Tiene usted deseos de que le digan la buenaventura? Se le ofrece
aquí la gran ocasión.
Le
respondí que me guardaría mucho de fomentar semejantes artes.
-Prefiero
–añadí -preguntarle si sabe algo nuevo de esa curiosa tradición
que usted me ha referido. Buena mujer -le dije a la vieja, ¿no has
oído hablar de un cantón de esta selva, en el que los animales
viven en comunidad, desconocedores del imperio del hombre?
La
vieja hizo con la cabeza un signo afirmativo, y, con su risita, medio
boba medio maliciosa, repuso:
-De
ahí vengo. Los animales se han quedado sin rey. Noble, el león, ha
muerto, y van a elegir otro en su lugar. Ve allí y acaso te hagan
rey.
-¿Qué
dices, mujer? -exclamó el conde estallando de risa. ¿Sabes tú a
quién le hablas? Por lo visto ignoras que este caballero es...
(¿Cómo diablo se dice un profesor en ymud?)
El señor es un gran erudito, un sabio, un vaidelote (3).
La
vieja le miró con atención.
-Me
he equivocado -dijo; eres tú quien debe ir allá abajo. Tú serás
el rey de ellos, no ése; eres alto y fuerte, y tienes dientes y
ganas...
-¿Qué
dice usted de los epigramas que nos dispara? -me dijo el conde.
-¿Sabes
el camino, viejecita mía? -le preguntó.
La
vieja señaló con la mano una parte del bosque.
-Sí,
¿eh? -repuso el conde; y ¿cómo te arreglas para atravesar el
pantano? Ha de saber usted, señor profesor, que del lado que ella
indica hay un pantano infranqueable, un lago de lodo líquido
recubierto de hierba. El año último un ciervo herido por mí se
arrojó en ese demonio de lodazal. Le vi hundirse poco a poco... Al
cabo de dos minutos no veía más que las astas; poco después
desapareció del todo y dos de mis perros con él.
-Pero
yo no soy pesada -dijo la vieja riéndose burlonamente.
-Yo
creo que atraviesas el pantano con facilidad a horcajadas sobre una
escoba.
Un
resplandor colérico brilló en los ojos de la vieja.
-Mi
buen señor -dijo recuperando la humilde y gangosa voz de los
mendigos: ¿no tuvieras un poco de tabaco para una pobre mujer? Mejor
harías -añadió bajando la voz- en buscar el camino del pantano que
en ir a Dowghielly.
-¡Dowghielly!
-exclamó el conde enrojeciendo...
-¿Qué
quieres decir?
No
pude por menos que observar el efecto extraño que aquella palabra le
producía. Evidentemente estaba turbado; bajó la cabeza, y, para
ocultar su turbación, se tomó la molestia de abrir el bolso del
tabaco, suspendido de la empuñadura de su cuchillo de caza.
-No,
no vayas a Dowghielly -repuso la vieja. La palomita blanca no es para
ti. ¿Verdad, Pirkuns?
En
aquel momento la cabeza de la serpiente asomó por el cuello del
viejo gabán alargándose hasta la oreja de su ama. El reptil,
amaestrado sin duda de esta suerte, movió las mandíbulas como si
hablara.
-Dice
que tengo razón -añadió la vieja.
El
conde le puso en la mano un puñado de tabaco.
-¿Me
conoces? -le preguntó.
-No,
mi buen señor.
-Soy
el propietario de Medintiltas. Ve a verme uno de estos días. Te daré
tabaco y aguardiente.
La
vieja le besó la mano y se alejó a zancajadas. En un instante la
perdimos de vista. El conde quedó pensativo, atando y desatando las
cintas del bolso, sin darse mucha cuenta de lo que hacía.
-Señor
profesor -me dijo después de un muy largo silencio, ¿se va usted a
burlar de mí? Esta vieja tunantona me conoce mejor de lo que dice, y
el camino que acaba de indicarme... Después de todo, nada hay de
sorprendente en esto. En la comarca se me conoce por el lobo blanco.
La muy bribona me ha visto más de una vez camino del castillo de
Dowghielly... Hay en éste una señorita casadera, y de aquí ha
deducido que estoy enamorado... Después, algún lechuguino le habrá
untado la mano para que me profetice una mala noticia... Todo esto
salta a la vista; sin embarga... a pesar mío sus palabras me
inquietan y casi me producen espanto... Ríase, sí, que tiene
razón... Lo cierto es que tenía proyectado ir al castillo de
Dowghielly para que nos invitaran a comer, y ahora dudo... ¡Soy un
grandísimo loco! En fin, señor profesor, decida usted. ¿Vamos?
-Me
guardaré mucho de dar mi opinión -respondí riendo. En materia de
casamiento no aconsejo jamás.
Nos
acercamos a los caballos. El conde montó ágilmente de un salto, y
abandonando las bridas dijo:
-¡Que
el caballo decida por nosotros!
El
caballo no dudó; penetró al momento por una vereda que nos dejó,
después de muchos rodeos, en un camino de herradura que conducía a
Dowghielly. Media hora más tarde nos deteníamos ante la escalinata
del castillo.
Al
ruido de nuestros caballos, una linda cabeza rubia apareció en la
ventana entre las cortinas. Reconocí a la pérfida traductora de
Mickiewicz.
-iBienvenido!
-dijo. No podía llegar más a tiempo, conde Szémioth. Acabo de
recibir un vestido de París. Estaré tan bella con él, que no me
reconocerá.
Cayeron
las cortinas. Mientras subía la escalinata, el conde murmuraba entre
dientes:
-No
es por mí, seguramente, por quien estrena este vestido...
Me
presentó a la señora Dowghiello, la tía de la panna
Iwinska, que me recibió atentamente y me habló de mis últimos
artículos en la Gaceta
Científica y Literaria,
de Koenigsberg.
-El
señor profesor -dijo el conde- viene a quejarse a usted de la
señorita Juliana, que le ha jugado una mala partida.
-Es
una chiquilla, señor profesor, y no hay más remedio que perdonarla.
Sus locuras me desesperan con frecuencia. A los dieciséis años yo
era más razonable que ella lo es a los veinte; pero, en el fondo, es
una buena muchacha, adornada de sólidas cualidades. Sabe música,
pinta flores admirablemente, habla de igual modo el francés, el
alemán y el italiano... También borda.
-¡Y
hace versos ymudes! -añadió riendo el conde.
-¡De
eso es incapaz! -exclamó la señora Dowghiello, a quien fué
necesario explicarle la travesura de su sobrina.
La
señora Dowghiello era instruida y conocedora de las antigüedades
de su país. Su conversación me fué muy agradable. Leía con
frecuencia nuestras revistas alemanas, y sus nociones lingüísticas
eran certeras.
Confieso
que no me di cuenta del tiempo que tardaba en arreglarse la señorita
Iwinska; pero al conde le pareció excesivo, porque se levantaba,
volvía a sentarse, miraba a la ventana y tamborileaba en los
cristales como el hombre que pierde la paciencia.
Por
fin, al cabo de tres cuartos de hora apareció, seguida de su
institutriz francesa, la señorita Juliana, llevando con gracia y
arrogancia un vestido que exigiría para describirlo conocimientos
muy superiores a los que en tal materia poseo.
-¿No
estoy bella? -preguntó al conde, girando lentamente sobre ella misma
para que la pudiera ver por todos lados.
No
miraba al conde ni a mi: sólo miraba a su vestido.
-¿Cómo,
Iulka -dijo la señora Dowghiello, no saludas al señor profesor, que
está quejoso de ti?
-¡Ah,
señor profesor! -exclamó con una encantadora mueca. ¿Qué le he
hecho yo? ¿Acaso va a imponerme una penitencia?
-No
haré yo tal cosa, señorita -le respondí, pues sería privarnos de
su presencia. Estoy muy lejos de quejarme. Me felicito, al contrario,
por haber sabido, gracias a usted, que la musa lituana renace más
brillante que nunca.
Bajó
la cabeza, y cubrióse el rostro con las manos muy cuidadosamente
para no desarreglarse sus cabellos:
-¡Perdóneme,
no lo haré más! -dijo con esa voz del niño que acaba de robar unos
dulces.
-La
perdonaré, querida Pan¡ -le dije cuando me cumpla cierta promesa
que tuvo a bien hacerme en Wilna, en casa de la princesa Katazyna
Paçl.
-¿Qué
promesa? -dijo levantando la cabeza y riendo.
-¿Se
le ha olvidado ya? Me prometió que, si volvíamos a encontrarnos en
Samojicia, me haría conocer una cierta danza del país, de la que
usted cuenta maravillas.
-iOh,
la rusalka!
Estoy encantadora en ella. Y aquí, justamente, tenemos al hombre que
me hace falta.
Corrió
a una mesa, en la que había algunos cuadernos de música, hojeó uno
precipitadamente, lo puso en el piano, y, dirigiéndose a su
institutriz:
-Vamos,
querida mía, allegro
presto.
Y
tocó ella misma, sin sentarse, el ritornello
para indicar el compás.
-Llegue
aquí, conde Miguel; es usted demasiado lituano para que no baile
bien la rusalka...,
pero tiene que bailarla como un campesino, ¿sabe usted?
La
señora Dowghiello trató de amonestarla, aunque en vano. El conde y
yo insistíamos. Tenía aquél sus razones, pues su papel en el dicho
baile era agradabilísimo, como se verá muy pronto. La institutriz,
tras algunos ensayos, dijo que podía tocar aquella especie de vals,
por extraño que fuese, y la señorita Iwinska, después de apartar
algunas sillas y una mesa, por si estorbaban, cogió por la solapa a
su caballero y lo condujo al centro del salón.
-Sabrá,
señor profesor, que soy una rusalka,
para servirle.
E
hizo una reverencia.
-Una
rusalka
es una ninfa de las aguas. En todas esas charcas de negra superficie
que embellecen nuestros bosques, hay una. ¡ No se aproxime a ellas!
La rusalka, más hermosa aun que yo, si es posible, surge, le lleva
al fondo, y allí, a lo que parece, se lo engulle...
-¡Una
verdadera sirena! -exclamé.
-Él
-continuó la señorita Iwinska, señalando al conde Szémioth - es
un joven pescador bastante bobo, que se expone a mis garras, y yo,
para que el placer se alargue, pretendo fascinarle danzando un
momento alrededor de él... ¡Ah, pero, para que resulte bien,
necesi-taba un sarafán (4).
¡Qué lástima... Pero usted disculpará la indu-mentaria, que no
tiene carácter ni color
local...
¡Oh, y llevo zapatos! ¡Imposible danzar la rusalka
con zapatos!... ¡Y con tacones, que es lo peor!
Se
levantó la falda, y, sacudiendo con suma gracia su lindo y pequeño
pie, aun a riesgo de enseñar la pierna, lanzó el zapato a un
extremo del salón. Siguió al primero el otro, y quedó sobre el
pavimento con sus medias de seda.
-Ya
estoy lista -dijo a la institutriz.
Y
comenzó la danza.
La
rusalka
gira una y otra vez en torno de su caballero. Éste extiende los
brazos para cogerla, pero ella pasa por debajo y escapa. Todo esto es
muy gracioso, y la música tiene movimiento y originali-dad. Termina
el baile en el momento mismo en que el caballero, creyendo coger a la
rusalka
para darle un beso, da un salto ella, le golpea en el hombro, y él
cae a sus pies como muerto... Pero el conde introdujo una variante,
que fué sujetar a la locuela entre sus brazos y besarla cuanto
quiso. La señorita Iwinska lanzó un grito, en-rojeció hasta los
ojos, y fué a caer en un sofá, un poco enfadada, quejándose de que
la hubiera oprimido, como un oso que era. Corno pudo ver, la
comparación no satisfizo al conde, pues le recordaba una desgracia
de familia: su frente se oscureció. Por mi parte, di las gracias a
la señorita Iwinska, y elogié su danza, en la que me pareció
descubrir un marcado carácter de antigüedad, que me recordaba las
sagradas danzas de los griegos. Un doméstico me interrumpió,
anunciando al general y a la princesa Veliaminof. La señorita
Iwinska saltó desde el sofá a los zapatos, metió en ellos
apresuradamente sus diminutos pies, y corrió al encuentro de la
princesa, a la que hizo, una tras otra, dos profundas reverencias,
que aprovechó, como pude notar, para encajarse del todo, y
diestramente, los zapatos. Acompañaban al general dos ayudantes de
campo, y, como nosotros, venían a comer lo que hubiera. En cualquier
otro país, a lo que pienso, se hubiera visto un poco apurada la
dueña al recibir a la vez seis huéspedes inesperados y con buen
apetito; pero tal es la abundancia y la hospitalidad de las casas
lituanas, que la comida no se hizo esperar más de media hora, aunque
pecaba por la abundancia de empanadas de todas clases.
1.078. Merimee (Prospero) - 046
1Véase
Messire
Tkaddé,
de Milkizwicz, y la Pologne
captive,
de M. Charles Edmond.
2
Estuche
de fusil circasiano.
3Mala
traducción de la palabra profesor. Los vaidelotes eran bardos
lituanos. (N. del A.)
4
Traje
sin corpiño que usan las campesinas.
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