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martes, 21 de octubre de 2014

Coco

En toda la región llamaban a la hacienda de los Lucas El Cortijo. Nadie sabía por qué. Acaso los campesinos atribuían a la palabra cortijo una idea de riqueza y exten­sión, pues aquella finca era seguramente la más grande, la más opulenta y ordenada de la comarca.
El inmenso cercado, rodeado por cinco hileras de magní­ficos árboles para resguardar contra el fuerte viento de la lla­nura los manzanos bajos y delicados, contenía pabellones cubiertos de tejas para conservar los forrajes y los granos, buenos establos construidos con piedra, cuadras para trein­ta caballos y una casa para vivienda en ladrillos rojos, que parecía un pequeño castillo.
Los estercoleros estaban bien cuidados; los perros guar­dianes tenían sus casetas, y toda una población de volátiles circulaba por entre la alta hierba.
A mediodía, quince personas, entre amos, mozos y cria­das, se sentaban en tomo a la larga mesa de la cocina, donde humeaba la sopa en una gran fuente de loza adornada con flores azules.
Los animales, caballos, vacas, puercos y corderos, esta­ban todos gordos, bien cuidados y limpios; y Lucas, el amo, un hombretón que empezaba a echar barriga, daba una vuel­ta por sus propiedades tres veces al día, vigilando todo y pensando en todo.
Conservaban, por caridad, al fondo de la cuadra, a un viejo caballo blanco, al que el ama quería mantener hasta su muerte natural, porque lo había criado y tenido siempre con ella, y le evocaba muchos recuerdos.
Un zagal[1] de quince años, que se llamaba Isidore Duval, pero a quien todo el mundo conocía por Zidore, era el encar­gado de cuidar a aquel animal inválido; en invierno le daba su medida de avena y su forraje, y en verano tenía que ir cuatro veces a cambiarlo de sitio en la ladera, donde lo deja­ban atado, para que tuviera abundancia de hierba fresca.
Al animal, casi impedido, le costaba trabajo alzar sus pesadas patas, gordas por las rodillas e hinchadas sobre los cascos. Su pelo, que ya no le almohazaban[2] nunca, estaba como canoso, y unas pestañas muy largas daban a sus ojos una expresión triste.
Cuando Zidore lo llevaba a pastar, tenía que ir tirando de la cuerda, tan despacio andaba el animal; y el chico, encor­vado, jadeante, juraba contra él, furioso por tener que cuidar a aquel viejo jamelgo[3].
Las gentes de la finca se divertían viendo la cólera del muchacho contra Coco y le hablaban continuamente del caballo para exasperar a Zidore. Sus compañeros le toma­ban el pelo. En el pueblo lo llamaban Coco-Zidore.
El chico rabiaba y sentía nacer en su interior el deseo de vengarse del caballo. Era un muchacho alto y delgado, con las piernas muy largas, sucio, con el pelo rojizo, espeso, duro y de punta. Parecía estúpido, hablaba tartamudeando, con mucha dificultad, como si las ideas no pudieran llegar a formarse en su alma grosera y embrutecida.
Hacía ya mucho tiempo que se asombraba de que con­servaran a Coco, indignándose de ver el gasto que se hacía por aquel animal inútil. Puesto que no trabajaba, le parecía injusto alimentarlo, y le fastidiaba malgastar la avena, que costaba tan cara, en aquel jaco tullido. A menudo, incluso, a pesar de las órdenes del amo Lucas, escatimaba en la ali­mentación del caballo, dándole solo media medida y escati­mándole la pajaza y el heno. Y el odio iba creciendo en su confuso espíritu de niño, un odio de campesino rapaz, de campesino cazurro, feroz, brutal y cobarde.
Al llegar el verano, tuvo que empezar a ir a cambiar al animal en la pradera. Estaba lejos. El zagal, más furioso de día en día, se encaminaba con su paso desganado por entre los trigos. Los hombres que trabajaban en las tierras le gri­taban para tomarle el pelo:
-¡Eh, Zidore! ¡Saluda en mi nombre a Coco!
No les contestaba; pero, de camino, arrancaba una vara de un seto y, una vez que había dejado atado al viejo caballo en otro sitio, le dejaba que empezara a pacer, y enseguida, acer­cándose traidoramente, le azotaba las corvas. El animal tra­taba de huir, de cocear, de escapar a los golpes, y daba vuel­tas al extremo de su cuerda como si estuviera encerrado en una pista. El chico lo golpeaba con rabia, corriendo detrás de él, encarnizado, con los dientes apretados por la cólera.
Luego se marchaba lentamente, sin volverse, mientras el caballo lo miraba partir con sus ojos de viejo, las costillas salientes, sofocado por el trote. Y no agachaba hasta la hier­ba su cabeza huesuda y blanca hasta que veía desaparecer a lo lejos el blusón azul del joven campesino.
Como las noches eran cálidas, ahora dejaban a Coco que durmiera al raso, a orillas del torrente, más allá del bosque. Solo Zidore iba a verlo.
El niño se divertía tirándole piedras. Se sentaba a diez pasos de él, sobre un repecho, y permanecía allí media hora, lan­zando de cuando en cuando un guijarro cortante al penco, que se mantenía de pie, encadenado ante su enemigo, mirándo­lo sin cesar, sin atreverse a pacer antes de que se marchara.
El muchacho siempre le daba vueltas en su cabeza al mismo pensamiento: «¿Para qué alimentar a este caballo que no hace ya nada?». Le parecía que aquel miserable penco les robaba la comida a los otros, robaba a los hombres los bienes de Dios, le robaba también a él, Zidore, que tenía que trabajar en balde.
Poco a poco el muchacho fue disminuyendo diariamente la zona de pasto que le concedía, acortando la cuerda sujeta a la estaca.
El animal casi no comía, y adelgazaba, consumiéndose.
Demasiado débil para romper su atadura, tendía su cabeza hacia la alta hierba, verde y brillante, tan cercana, cuyo olor llegaba hasta él sin que pudiera alcanzarla.
Una mañana, Zidore tuvo una idea: no volver a cambiar a Coco. Ya estaba harto de tener que ir tan lejos por aquel carcamal[4].
No obstante, fue a verlo para saborear su venganza. El animal lo miraba inquieto. Aquel día no le pegó. Se limitó a dar vueltas a su alrededor, con las manos en los bolsillos. Incluso fingió que iba a cambiarlo de sitio, pero no hizo más que hundir más la estaca en su agujero, y se marchó, encan­tado con su ocurrencia.
El caballo, al verlo partir, relinchó para llamarlo; pero el zagal echó a correr, dejándolo solo, completamente solo en su barranco, bien atado, y sin una brizna de hierba al alcan­ce de su boca.
Hambriento, trató de alcanzar la lustrosa hierba que roza­ba su hocico. Se puso de manos, extendió el cuello, alargó sus grandes labios babeantes. Fue inútil. Durante todo el día, el viejo animal se agotó en esfuerzos inútiles, en esfuerzos terri­bles. El hambre lo devoraba, y aún la hacia más terrible el ver todo aquel verde alimento que se perdía hasta el horizonte.
El zagal no volvió aquel día. Vagó por los bosques bus­cando nidos.
Al día siguiente se presentó. Coco, extenuado, se había tumbado. Al ver al muchacho se levantó, esperando que, al fin, lo cambiaran de sitio.
Pero el pequeño campesino ni siquiera tocó el mazo[5] caído en la hierba. Se acercó, miró al animal, le lanzó al hocico una bola de tierra, que se deshizo contra el pelo blanco, y volvió a marcharse silbando.
El caballo permaneció de pie mientras pudo verlo; luego, dándose cuenta de que sus intentos para alcanzar la cercana hierba serían inútiles, se tendió de nuevo sobre un costado y cerró los ojos.
Al día siguiente, Zidore no acudió.
Cuando, al otro día, se acercaba a Coco, que seguía tum­bado, descubrió que estaba muerto.
Permaneció de pie, contemplándolo, contento de su obra y asombrado de que todo hubiera terminado. Le tocó con el pie, alzó una de sus patas, la dejó caer, se sentó encima de él y allí se quedó, con los ojos fijos en la hierba, sin pensar en nada.
Volvió a la granja, pero no dijo lo que había ocurrido, pues aún quería tener dos horas libres para vagar por donde solía ir a cambiar de sitio al caballo.
Fue a verlo al día siguiente. Volaban cuervos en tomo al cadáver. Innumerables moscas se paseaban sobre él, zum­bando a su alrededor.
Al regresar, dijo lo que había pasado. El animal era tan viejo, que nadie se extrañó. El amo dijo a dos criados:
-Coged las palas y haced un hoyo en el mismo sitio en que está.
Los hombres enterraron al caballo en el mismo lugar donde había muerto de hambre.
Y la hierba creció espesa, verde y vigorosa, alimentada por el pobre cuerpo.

1.042. Maupassant (Guy de) - 053



[1] Pastor joven.
[2] Limpiaban.
[3] Caballo flaco, viejo y de poca utilidad. A lo largo del relato se llama a Coco «jaco» o «penco», términos casi sinónimos de «jamel-go».
[4] Aunque suele aplicarse a las personas decrépitas y achacosas, aquí se refiere al viejo caballo.
[5] Maza pequeña. Se refiere al utensilio con que había sujetado la esta­ca el día anterior.

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