En toda la región llamaban a
la hacienda de los Lucas El Cortijo. Nadie sabía por qué. Acaso los campesinos
atribuían a la palabra cortijo una idea de riqueza y extensión, pues aquella
finca era seguramente la más grande, la más opulenta y ordenada de la comarca.
El inmenso cercado, rodeado
por cinco hileras de magníficos árboles para resguardar contra el fuerte
viento de la llanura los manzanos bajos y delicados, contenía pabellones
cubiertos de tejas para conservar los forrajes y los granos, buenos establos
construidos con piedra, cuadras para treinta caballos y una casa para vivienda
en ladrillos rojos, que parecía un pequeño castillo.
Los estercoleros estaban bien
cuidados; los perros guardianes tenían sus casetas, y toda una población de
volátiles circulaba por entre la alta hierba.
A mediodía, quince personas,
entre amos, mozos y criadas, se sentaban en tomo a la larga mesa de la cocina,
donde humeaba la sopa en una gran fuente de loza adornada con flores azules.
Los animales, caballos, vacas,
puercos y corderos, estaban todos gordos, bien cuidados y limpios; y Lucas, el
amo, un hombretón que empezaba a echar barriga, daba una vuelta por sus
propiedades tres veces al día, vigilando todo y pensando en todo.
Conservaban, por caridad, al
fondo de la cuadra, a un viejo caballo blanco, al que el ama quería mantener
hasta su muerte natural, porque lo había criado y tenido siempre con ella, y le
evocaba muchos recuerdos.
Un zagal[1]
de quince años, que se llamaba Isidore Duval, pero a quien todo el mundo
conocía por Zidore, era el encargado de cuidar a aquel animal inválido; en
invierno le daba su medida de avena y su forraje, y en verano tenía que ir
cuatro veces a cambiarlo de sitio en la ladera, donde lo dejaban atado, para
que tuviera abundancia de hierba fresca.
Al animal, casi impedido, le
costaba trabajo alzar sus pesadas patas, gordas por las rodillas e hinchadas
sobre los cascos. Su pelo, que ya no le almohazaban[2]
nunca, estaba como canoso, y unas pestañas muy largas daban a sus ojos una
expresión triste.
Cuando Zidore lo llevaba a
pastar, tenía que ir tirando de la cuerda, tan despacio andaba el animal; y el
chico, encorvado, jadeante, juraba contra él, furioso por tener que cuidar a
aquel viejo jamelgo[3].
Las gentes de la finca se
divertían viendo la cólera del muchacho contra Coco y le hablaban continuamente del caballo para exasperar a
Zidore. Sus compañeros le tomaban el pelo. En el pueblo lo llamaban
Coco-Zidore.
El chico rabiaba y sentía
nacer en su interior el deseo de vengarse del caballo. Era un muchacho alto y
delgado, con las piernas muy largas, sucio, con el pelo rojizo, espeso, duro y
de punta. Parecía estúpido, hablaba tartamudeando, con mucha dificultad, como
si las ideas no pudieran llegar a formarse en su alma grosera y embrutecida.
Hacía ya mucho tiempo que se
asombraba de que conservaran a Coco, indignándose de ver el gasto que se hacía
por aquel animal inútil. Puesto que no trabajaba, le parecía injusto
alimentarlo, y le fastidiaba malgastar la avena, que costaba tan cara, en aquel
jaco tullido. A menudo, incluso, a pesar de las órdenes del amo Lucas,
escatimaba en la alimentación del caballo, dándole solo media medida y escatimándole
la pajaza y el heno. Y el odio iba creciendo en su confuso espíritu de niño, un
odio de campesino rapaz, de campesino cazurro, feroz, brutal y cobarde.
Al llegar el verano, tuvo que
empezar a ir a cambiar al animal en la pradera. Estaba
lejos. El zagal, más furioso de día en día, se encaminaba con su paso desganado
por entre los trigos. Los hombres que trabajaban en las tierras le gritaban
para tomarle el pelo:
-¡Eh, Zidore! ¡Saluda en mi
nombre a Coco!
No les contestaba; pero, de
camino, arrancaba una vara de un seto y, una vez que había dejado atado al
viejo caballo en otro sitio, le dejaba que empezara a pacer, y enseguida, acercándose
traidoramente, le azotaba las corvas. El animal trataba de huir, de cocear, de
escapar a los golpes, y daba vueltas al extremo de su cuerda como si estuviera
encerrado en una pista. El chico lo golpeaba con rabia, corriendo detrás de él,
encarnizado, con los dientes apretados por la cólera.
Luego se marchaba lentamente,
sin volverse, mientras el caballo lo miraba partir con sus ojos de viejo, las
costillas salientes, sofocado por el trote. Y no agachaba hasta la hierba su
cabeza huesuda y blanca hasta que veía desaparecer a lo lejos el blusón azul
del joven campesino.
Como las noches eran cálidas,
ahora dejaban a Coco que durmiera al raso, a orillas del torrente, más allá del
bosque. Solo Zidore iba a verlo.
El niño se divertía tirándole
piedras. Se sentaba a diez pasos de él, sobre un repecho, y permanecía allí
media hora, lanzando de cuando en cuando un guijarro cortante al penco, que se
mantenía de pie, encadenado ante su enemigo, mirándolo sin cesar, sin
atreverse a pacer antes de que se marchara.
El muchacho siempre le daba
vueltas en su cabeza al mismo pensamiento: «¿Para qué alimentar a este caballo
que no hace ya nada?». Le parecía que aquel miserable penco les robaba la comida
a los otros, robaba a los hombres los bienes de Dios, le robaba también a él,
Zidore, que tenía que trabajar en balde.
Poco a poco el muchacho fue
disminuyendo diariamente la zona de pasto que le concedía, acortando la cuerda
sujeta a la estaca.
El animal casi no comía, y
adelgazaba, consumiéndose.
Demasiado débil para romper su
atadura, tendía su cabeza hacia la alta hierba, verde y brillante, tan cercana,
cuyo olor llegaba hasta él sin que pudiera alcanzarla.
Una mañana, Zidore tuvo una
idea: no volver a cambiar a Coco. Ya estaba harto de tener que ir tan lejos por
aquel carcamal[4].
No obstante, fue a verlo para
saborear su venganza. El animal lo miraba inquieto. Aquel día no le pegó. Se
limitó a dar vueltas a su alrededor, con las manos en los bolsillos. Incluso
fingió que iba a cambiarlo de sitio, pero no hizo más que hundir más la estaca
en su agujero, y se marchó, encantado con su ocurrencia.
El caballo, al verlo partir,
relinchó para llamarlo; pero el zagal echó a correr, dejándolo solo, completamente
solo en su barranco, bien atado, y sin una brizna de hierba al alcance de su
boca.
Hambriento, trató de alcanzar
la lustrosa hierba que rozaba su hocico. Se puso de manos, extendió el cuello,
alargó sus grandes labios babeantes. Fue inútil. Durante todo el día, el viejo
animal se agotó en esfuerzos inútiles, en esfuerzos terribles. El hambre lo
devoraba, y aún la hacia más terrible el ver todo aquel verde alimento que se
perdía hasta el horizonte.
El zagal no volvió aquel día.
Vagó por los bosques buscando nidos.
Al día siguiente se presentó. Coco, extenuado, se había tumbado. Al
ver al muchacho se levantó, esperando que, al fin, lo cambiaran de sitio.
Pero el pequeño campesino ni
siquiera tocó el mazo[5]
caído en la hierba. Se
acercó, miró al animal, le lanzó al hocico una bola de tierra, que se deshizo
contra el pelo blanco, y volvió a marcharse silbando.
El caballo permaneció de pie
mientras pudo verlo; luego, dándose cuenta de que sus intentos para alcanzar la
cercana hierba serían inútiles, se tendió de nuevo sobre un costado y cerró los
ojos.
Al día siguiente, Zidore no
acudió.
Cuando, al otro día, se
acercaba a Coco, que seguía tumbado,
descubrió que estaba muerto.
Permaneció de pie,
contemplándolo, contento de su obra y asombrado de que todo hubiera terminado.
Le tocó con el pie, alzó una de sus patas, la dejó caer, se sentó encima de él
y allí se quedó, con los ojos fijos en la hierba, sin pensar en nada.
Volvió a la granja, pero no
dijo lo que había ocurrido, pues aún quería tener dos horas libres para vagar
por donde solía ir a cambiar de sitio al caballo.
Fue a verlo al día siguiente.
Volaban cuervos en tomo al cadáver. Innumerables moscas se paseaban sobre él,
zumbando a su alrededor.
Al regresar, dijo lo que había
pasado. El animal era tan viejo, que nadie se extrañó. El amo dijo a dos
criados:
-Coged las palas y haced un
hoyo en el mismo sitio en que está.
Los hombres enterraron al
caballo en el mismo lugar donde había muerto de hambre.
Y la hierba creció espesa,
verde y vigorosa, alimentada por el pobre cuerpo.
1.042. Maupassant (Guy de) - 053
[1] Pastor
joven.
[2] Limpiaban.
[3] Caballo
flaco, viejo y de poca utilidad. A lo largo del relato se llama a Coco «jaco» o
«penco», términos casi sinónimos de «jamel-go».
[4] Aunque
suele aplicarse a las personas decrépitas y achacosas, aquí se refiere al viejo
caballo.
[5] Maza
pequeña. Se refiere al utensilio con que había sujetado la estaca el día
anterior.
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